span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: septiembre 2009

jueves, 24 de septiembre de 2009

Polonnaruwa: el Buda superviviente


Los desayunos en lugares lejanos son siempre un asunto sugestivo. Aquella mañana en el pequeño hotel con vistas a la jungla en el interior de Sri Lanka, los serviciales camareros nos alegraron la mañana con un “hopper”, una especie de tortita elaborada con harina de arroz y servida con un huevo recién frito encima y un poco de chili. Para acompañar, algo de pan de chapata con coco gratinado, un poco de fruta y te. Sirvió para recuperar el ánimo tras una agitada noche en la que nuestra compañera escocesa Emma había sufrido el robo de su cartera. En un lugar apartado como aquél, las labores policiales las llevaba a cabo un oficial del ejército acompañado de dos soldados que se presentaron conduciendo un camión militar cargado de cajas de munición. El farragoso proceso de denuncia -donde nosotros hablábamos en inglés y un intérprete lo traducía al cingalés y viceversa y en la que todo se hacía a base de bolígrafo y papel de calco- se prolongó hasta bien entrada la madrugada.

Frescos y recuperados de tales tribulaciones gracias al desayuno y al limpio aire de la mañana, conducimos hasta la antigua ciudad de Polonnaruwa.

“Como las ruinas de Angkor, en Camboya, los restos de Polonnaruwa son de ese tipo de monumentos que emocionan, conmocionan y empequeñecen al hombre común que se enfrenta con la genial creatividad de sus antepasados”, escribe el arqueólogo Arthur Evans. Y es cierto. De hecho, en Polonnaruwa domina la desmesura, tanto en las obras del hombre como en las de la Naturaleza. Si las estatuas y los templos budistas son suntuosos y de dimensiones colosales, la jungla, omnipresente e invasora, no deja nunca de amenazar con sus atractivos y sus peligros el esplendor de la antigua capital.

La historia de Polonnaruwa es la historia de los antiguos reinos de Sri Lanka y de su difícil relación con su gran vecino del norte, la India. La antigua capital del reino de Sri Lanka había sido Anuradhapura pero en el siglo X d.C. tras la invasión de los hindúes Chola, de raza tamil y provenientes del sur de la India, los cingaleses hubieron de abandonarla y huir al sur, fijando su nueva sede en Polonnaruwa, una antigua fortaleza situada en el vado del río Mahaveli, el mejor lugar para controlar posibles invasiones de los ejércitos. Sus murallas tenían un perímetro de seis kilómetros ya antes de ascender a la categoría de capital y pronto se convirtió en el centro de mando de los rebeldes. Cincuenta años después de su exitosa campaña, los tamiles Chola se vieron asediados por todo tipo de problemas tanto en Sri Lanka como en sus reinos de la India y en 1070 acabaron retirándose ante el empuje de la guerrilla cingalesa, encabezada por Vijayabahu, un joven pariente del antiguo rey en el exilio. Siguiendo la tradición, Vijayabahu se coronó en la ya ruinosa Anuradhapura, pero decidió trasladar la corte a Polonnaruwa. Su reinado fue largo y fructífero, consiguiendo que el país viviera en paz durante cuarenta años.

Vijayabahu adornó su nueva capital con palacios, templos budistas, enormes represas, canales y jardines. Con todo lo espectaculares que fueron estos trabajos, los cronistas reservan sus mejores elogios para Parakramabahu I. Y es que la vena espiritual de este monarca del siglo XII le llevó a favorecer de manera especial al clero budista. Pero también fue el artífice de aún más colosales obras públicas, como la del lago artificial destinado a irrigación más grande construido hasta entonces que con sus 2.100 hectáreas era un auténtico mar interior. También proyectó sus delirios de grandeza a la política exterior: formó un ejército –incluyendo una fuerza naval- capitaneado por un general malabar para lanzar una ofensiva sobre la India e incluso llegó a invadir Birmania.

Pero la prodigalidad y dispendio de Parakramabahu y las de sus sucesores agotaron el tesoro. Cuando el último monarca murió sin heredero, se desencadenó la lucha por el trono. Como ya había sucedido antes en la historia del reino, los problemas internos constituyeron una oportunidad de oro para las tropas tamiles de hacerse con la apetitosa Sri Lanka y un ejército proveniente de la India se asentó en la ciudad, instaurando una nueva dinastía y cometiendo, según los cronistas cingaleses, todo tipo de atrocidades.

Aquél fue el comienzo de la decadencia de Polonnaruwa. Cuando la situación de anarquía se enderezó ya era demasiado tarde. La ciudad y su complejo sistema de irrigación se desatendieron y la jungla se cerró sobre ellos. Como consecuencia de esa negligencia, la malaria se cobró numerosas vidas y, finalmente, la ciudad fue abandonada. Aunque la vida de Polonnaruwa duró menos de doscientos años -comparados con los ochocientos de Anuradhapura, igualó a su predecesora en magnificencia. Pero su recuerdo tampoco superó la prueba del tiempo y los nativos acabaron olvidando aquellas ruinas dispersas entre palmeras y banianos. Fue a finales del siglo XIX cuando un oficial colonial redescubrió para el mundo la grandeza de la que debió ser, a juzgar por lo que ha quedado, un lugar extraordinario y una de las más importantes ciudades de Asia.

A juzgar por los renegridos restos esparcidos por la enorme superficie tomada por la selva, Polonnaruwa debió ser una ciudad espléndida. Los monumentos están dispuestos en un área ajardinada de ocho kilómetros razonablemente compacta y, a pesar del calor, explorarla resulta gratificante. Caminamos a través del corazón sagrado de la capital: el Complejo del Cuadrilátero, un conjunto de doce templos levantados sobre una plataforma cuadrangular que refleja las religiones, la fusión de creencias, de las dinastías guerreras tamiles y cingalesas. Templos hindúes comparten espacio con santuarios budistas y, en el Hatadage o relicario, cuatro imágenes de Buda se sientan en el interior de una estructura cuyas puertas están decoradas con divinidades hindúes. Es aquí donde se guardaba en el siglo XII el mayor tesoro budista de Sri Lanka, un diente de Buda.

Cerca está una de las estructuras más curiosas de la ciudad, la Satmahal Prasada, construida en el siglo XII o XIII, una especie de pirámide escalonada que recuerda edificios similares de Centroamérica, Egipto o Camboya. Es la única de este tipo en el país y nadie tiene la menor idea acerca de la función que desempeñaba. ¿Fue quizá el resultado de algún tipo de conexión religiosa o cultural entre tierras y gentes muy alejadas entre sí?

Entre el mar de templos, estructuras y estatuas, uno de los restos que más nos roba el corazón fue un antiguo templo circular, el de Thuparama, todavía con los muros y el techo originales intactos, cuyo oscuro sanctasantórum contenía, alineados contra las paredes, diversos budas esculpidos en diferentes materiales pétreos. Cuando los rayos del sol, a una hora determinada de la mañana, penetraban por una abertura del muro y alcanzaban una gema que el Buda central tenía en el pecho, aquéllos se reflejaban hacia el resto de las estatuas. Las incrustaciones de piedras preciosas y semipreciosas de éstas hacían que todo el santuario reverberara y parpadeara. Un lugar digno de los mejores relatos de aventuras, un sitio mágico que podría haber constituido el telón de fondo para una peripecia de Allan Quatermain o Indiana Jones.


Muchos de los edificios y estatuas mostraban señales inequívocas de destrucción deliberada y fuego. Las invasiones tamiles dejaron una huella profunda e indeleble y demostraron que no importa lo magníficas, avanzadas e inmortales que puedan lucir las civilizaciones. Todas tienen un final, ya sea a manos de otros pueblos más avanzados que imponen, por la fuerza o pacíficamente, sus costumbres; o bien bajo las armas de hordas más primitivas pero más poderosas y dispuestas a luchar. Los mutilados y renegridos rostros de reyes, leones y budas que asoman desde los frisos y fachadas pueden dar fe de ello.


Sería tedioso profundizar en cada uno de los jardines, templos, palacios y restos diversos que visitamos aquella mañana. Grandes estanques de cinco niveles en forma de loto, derelictos de monasterios que llegaron a contar con quinientos edificios, templos que aún conservan sus delicadas decoraciones, dagobas (estupas) de grandes dimensiones, la cámara del consejo y su fino trono del león, las tristes ruinas del palacio de siete pisos del rey Parakramabahu... El magnífico museo anexo al yacimiento muestra, además de algunas extraordinarias figuras, reconstrucciones de los edificios y templos más significativos. Los restos de por sí ya eran asombrosos, pero aquellas maquetas causaban todavía más asombro al poder recuperar visualmente la grandeza y la habilidad constructiva de los antiguos cingaleses.


Nuestra última parada es Gal Vihara, la Cueva de los Espíritus del Conocimiento, un grupo escultórico perteneciente al monasterio de Parakramabahu, al norte del complejo. Se trata de tres colosales estatuas del siglo XII excavadas en una pared de granito que ejemplifican lo más sublime del arte budista cingalés. El Buda erecto de siete metros de altura y brazos cruzados sobre el pecho -una postura bastante inusual- reflexiona sobre su búsqueda de la iluminación, el Nirvana; mientras que la figura de catorce metros reclinada a su lado representa al Maestro en paranirvana, el momento de paz trascendental en el que las pasiones humanas son aniquiladas. A la izquierda hay un Buda más convencional, sentado, más pequeño y con menos finura en su acabado que las otras dos imágenes.

El tamaño sí importa en el arte Budista. Las grandes imágenes representan grandeza de corazón, fervor o poder sagrado. Parakramabahu quiso construir una estupa gigante para mostrar la escala de su devoción y el esfuerzo y sacrificio que había hecho por su religión. Y aquí tenemos una enorme estatua de Buda, extrañamente materialista para una fe tan poco mundana. En realidad, imágenes de semejante tamaño son relativamente recientes dentro de la fe budista, remontándose "sólo" 1.700 años atrás. Anteriormente, Buda (que murió hace 2.500 años) era representado a través de formas más abstractas: una rueda, unos pies, una columna... Éstas parecen ser formas más adecuadas para una fe cuyo principal protagonista no es un dios, sino un hombre que a través de la meditación, alcanzó la comprensión universal.


Mientras contemplo estas enigmáticas figuras, algo sucede que me hace tomar conciencia de que su poder está aún muy vivo. No estoy ante una atracción turística o un motivo de estudio para historiadores, sino de un símbolo para los creyentes. De repente, nos rodean docenas de devotos y la sonrisa beatífica del Buda reclinado cobra entonces todo su sentido. Está dando ánimo, amor y comprensión a quienes vienen en busca de ayuda. Nos retiramos, dejando al Buda, súbitamente vivo, a sus seguidores.
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sábado, 19 de septiembre de 2009

Gravensteen - Una fortaleza diferente


El castillo de Gravensteen, se encuentra hoy en el centro de la villa histórica de Gante, en Bélgica, pero en 1180, cuando fue levantado para servir como fortaleza de los condes de Flandes, estaba en las afueras. El lugar no ofrecía ventajas topográficas naturales y el castillo estaba protegido por un ancho foso que, no obstante, resultó insuficiente a la hora de soportar dos asedios en el siglo XIV.

A pesar de ser una construcción militar imponente, con su poterna y su foso, el conjunto tiene algo de cuento, como casi todo en esta ciudad. Su aspecto actual, sin embargo, es obra de largos trabajos de restauración que, en buena medida, pueden hacer olvidar su dilatada y agitada historia. Efectivamente, el pueblo de Gante ha manifestado siempre su firme deseo de independencia. Su rebelión contra las autoridades españolas en 1539 trajo como consecuencia la dura respuesta del emperador Carlos V, quien a pesar de haber nacido en la ciudad, ejecutó sin dudarlo a los líderes y atrincheró a sus tropas a lo largo y ancho del lugar.
Por aquellas fechas, sin embargo, los condes de Flandes se habían trasladado y la fortaleza fue ocupada por los duques de Borgoña. De ahí en adelante, la historia de estos muros se vuelve menos violenta. Fue centro administrativo y sede de la corte de justicia, con lo que adquirió un cierto aspecto palaciego. En el siglo XIX se construyó a su alrededor un barrio obrero y parte del castillo se utilizó como fábrica. Tras varios desmantelamientos y reconstrucciones, en 1994 se terminó la última restauración que a decir de unos le ha devuelto su traza original.y según otros lo ha convertido en un castillo de fantasía.

Sea como fuere, la fortaleza es ahora uno de los principales monumentos que se pueden visitar en la ciudad. Protegido en uno de los flancos por las aguas del Leie, se edificó de acuerdo con el modelo de los que construyeron los cruzados en Siria y Tierra Santa, que Felipe de Alsacia conoció en la cruzada en que intervino. Tiene una apariencia inusual, mayormente debido a los torreones colgantes a lo largo de la muralla, proporcionando resguardo del fuego a los muros, lo cual puede haber derivado de la experiencia de las Cruzadas. Hay otras señales de cercanía con la práctica bizantina, pero no existe prototipo arquitectónico conocido.

El recorrido por su interior incluye la sala de los festines –con una colosal chimenea de piedra y una espada del tamaño de un hombre- y un curioso y completo museo de la tortura, pasando por las letrinas, que permiten conocer de qué manera tan primitiva se las tenían que apañar nuestros antepasados no hace tantos siglos atrás.





Los calabozos, la réplica de una guillotina o los instrumentos de tortura siempre excitan la morbosa curiosidad de la gente. Y es que hay quien dice que este es uno de los edificios más tenebrosos de Europa. Después del siglo XIV, los condes de Flandes no se sintieron cómodos en tan siniestro entorno, y la construcción se convirtió en una cárcel, el patio interior en lugar de ejecuciones y la cripta en cámara de tortura. El material expuesto en estas salas es el más visitado del castillo.

Fuera de sus muros también se practicaba la tortura y se realizaban ejecuciones. Gante podía alardear en la Edad Media de tener muchas instituciones autorizadas para “interrogar con dolor” y ejecutar a sospechosos. El puente que se encuentra al pie de Gravensteen recuerda el pasado sanguinario de Gante con su nombre: Ondhoffdingbrug (puente del Decapitado).

Lo único que ha quedado del edificio original está en la base de la torre principal. Por lo demás, el castillo luce hoy en día como un castillo del siglo XIII excepcionalmente bien conservado entre cuyos silenciosos muros aún se pueden sentir respirar los espíritus de otros tiempos.




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sábado, 12 de septiembre de 2009

San Pablo: El corazón espiritual de Londres


Londres es una de las grandes capitales del mundo, una vibrante ciudad que concentra un rico patrimonio histórico y un estilo de vida que atrae a millones de turistas cada año. Uno de sus grandes atractivos son sus iglesias, algunas de las cuales se cuentan entre las más ilustres del continente. Existen unos 40 templos en la ciudad a través de los cuales se puede trazar la historia de la arquitectura británica de los últimos siglos. Sin embargo, la mayor parte de ellas palidecen a la sombra de la colosal catedral de Saint Paul.

A los ojos del visitante, St.Paul recuerda al Panteón de París. La misma arquitectura, más pesada que imponente, más maciza que majestuosa, la misma cúpula de doble tambor, la misma utilización de sus espacios puesto que además de lugar de culto, sirve de cementerio de personajes ilustres.

El barrio de St.Paul tiene tras de sí un largo pasado religioso. Algunos afirman que en el lugar que ahora ocupa la actual catedral se levantaba en época romana un templo dedicado a Diana, teoría que nunca ha sido confirmada pero que no tiene nada de peculiar. Los mismos terrenos que fueron considerados sagrados en la antigüedad a menudo han conservado tal significación pasando de una religión a otra. Se cree que se edificó aquí una temprana capilla cristiana, en los primeros años del siglo VII; es seguro, por el contrario, que en este lugar se edificó una iglesia románica en 1087 sustituyendo a un santuario destruido por un incendio. Iglesia a su vez reemplazada en el s.XIII por un enorme edificio gótico de 200 metros de longitud que se consideraba la mayor iglesia de Inglaterra.

El actual edificio, sin embargo, es hijo de un desastre que marcó profundamente la historia de la ciudad. El 2 de septiembre de 1666, hacia la una de la madrugada, se declaró un fuego en una panadería de Pudding Lane. El fuego creció velozmente hasta convertirse en un infierno que devoró buena parte de la ciudad. Entre las construcciones engullidas por el incendio y las derribadas en los intentos por detenerlo, más de tres cuartas partes del viejo Londres desaparecieron. La destrucción de 13.200 viviendas dejó a más de 100.000 personas sin hogar, y la de las sedes de 44 gremios y empresas dificultó seriamente la actividad económica y comercial. El fuego consumió el Royal Exchange, la Custom House, el propio ayuntamiento... y la catedral normanda de Saint Paul. Milagrosamente, las vidas perdidas como consecuencia de la catástrofe no llegaron a la decena.

El incendio trajo dos beneficios inesperados. Por una parte, la purificación por el fuego acabó para siempre con la peste. Por el otro, al rey Carlos II se le abrió la posibilidad de reconstruir la capital para que fuera más habitable y segura. La ciudad cambió de aspecto y no volvió a sufrir incendios de gran magnitud. Desaparecieron las casas de madera y la caótica distribución en callejas y callejuelas abigarradas de viviendas, orientadas según el capricho de cada cual. Las nuevas calles seguían un trazado más racional, que presentaba los edificios ordenados en hilera y erigidos con ladrillos y mampostería. De esa época provienen las manzanas de casas iguales, con los tejados de pizarra y las típicas chimeneas londinenses.

Fue una tarea extraordinariamente difícil para la que se presentaron proyectos inspirados en el urbanismo barroco según el cual se edificaba entonces en el continente. Los grandes edificios emblemáticos fueron también reconstruidos (aunque los actuales obedecen a reformas posteriores), entre ellos 51 templos de los 87 destruidos.

Un año antes del pavoroso incendio, Christopher Wren, joven profesor de astronomía y geometría en Oxford, había permanecido varios meses en el París de Luis XIV. Allí estudió las nuevas obras urbanísticas y las reformas del antiguo pabellón de Caza de Versalles, colaborando con Bernini en el diseño de la nueva fachada oriental del Louvre. Regresó con la idea de concentrarse exclusivamente en la arquitectura, totalmente huérfana en Inglaterra desde la muerte de Iñigo Jones en 1652. Carlos II, que estimaba y admiraba a Wren, lo llamó para que colaborara en la reconstrucción, y en 1669 lo nombró arquitecto real, cargo que conservó bajo sucesivos monarcas durante casi medio siglo. Se conservan aún 24 iglesias proyectadas por él y entre sus edificios civiles se cuentan el palacio de Kensington y sus amplísimos jardines, el Hospital Real de Chelsea y la reforma de las alas este y sur del antiguo palacio de Hampton Court. Pero sin duda fue Saint Paul la gran obra de su vida.

Sin embargo, la participación de Wren en el proyecto del magnífico templo fue algo anterior al incendio. Ya en 1663, tres años antes de la catástrofe, la antigua catedral mostraba preocupantes signos de inestabilidad y deterioro. Wren había propuesto derruir la torre, reconstruir el crucero en una planta más grande y cubrirlo con una cúpula rematada por una gigantesca linterna; la propuesta fue aceptada. Todo arquitecto deseaba construir una gran cúpula, aunque las posibilidades de hacerlo eran limitadas. Brunelleschi construyó la cúpula de la catedral de Florencia en 1420. A ésta le siguió la de la basílica de San Pedro, de Miguel Ángel, a finales del siglo XVI. Probablemente durante su estancia en París, Wren tuvo la oportunidad de contemplar la de la iglesia de Val-de-Grâce de François Mansart y la de la Sorbona de Jacques Lemercier, ambas comenzadas en 1665.

Después del incendio, ya no sirvieron las propuestas anteriores y Wren tuvo que empezar desde cero. El gótico era despreciado y la idea de Wren para Saint Paul era la de un edificio clásico abovedado, sobre el plano de una cruz griega. Las autoridades eclesiásticas no encontraron el diseño adecuado para celebrar las misas ni con el espacio que deseaban para las procesiones, por lo que exigieron un diseño cruciforme tradicional con una larga nave. Dos proyectos fueron rechazados, antes de que se lograra un acuerdo, y aunque éste fue más tarde alterado por Wren, al abrigo de una cláusula que le permitía realizar "cambios ornamentales" y con la complicidad del rey Carlos II, el diseño fue básicamente una cruz latina.

Los trabajos comenzaron en 1675. Wren era arquitecto, no constructor, y formó un equipo muy especializado para construir la catedral. Durante los 35 años que se tardó en levantar San Pablo, se empleó a 14 contratistas encargados de supervisar cada paso del proceso, desde la cantera de mármol de Portland hasta los últimos detalles de la obra. Los trabajos finalizaron en 1708, el día del 76 cumpleaños de Wren, si bien el templo ya había comenzado a utilizarse para ceremonias religiosas en 1697. Como suele suceder en este tipo de ambiciosas empresas arquitectónicas, hubo todo tipo de reacciones: desde las entusiastas hasta las que rechazaban de plano la obra por ver influencias "papistas" en ella e interpretar que rompía con la tradición británica. Una vez que la curiosidad quedó satisfecha tras la inauguración y el asunto dejó de ser una novedad, nadie se preocupó demasiado por todos esos temas. Había pasado a ser parte integrante de la ciudad y estaba allí para quedarse.

Actualmente, aunque el estilo de Wren es descrito a menudo como Barroco Inglés, es muy diferente en espíritu al trabajo de, digamos, Mansart o Bernini. Porque el estilo de Wren es esencialmente académico, moderado, incluso formal y frío. Curiosamente, sus torres, que han acabado siendo elementos sobresalientes en el perfil de la ciudad, no formaban parte del plan original y fueron añadidas en 1707, cuando Wren ya contaba 75 años de edad. La torre noroeste alberga 13 campanas, mientras que la sudeste tiene 4, incluyendo la conocida como Gran Tom, que sólo se tañe cuando muere un miembro de la familia real, el obispo de Londres o el alcalde de la ciudad.


Maciza vista desde el exterior, St.Paul, cuya planta se inspira en la basílica de San Pedro de Roma, es más majestuoso en su interior. Como dijimos, la planta es en forma de cruz; si el visitante camina a lo largo de la nave central hasta llegar donde ésta se encuentra con los transeptos, y mira hacia arriba se sentirá anonadado por la amplitud del espacio y por el vacío central creado por la gran cúpula de 108 metros de altura y 37 de diámetro, la segunda mayor del mundo tras la de San Pedro en Roma.

La cúpula está recorrida por tres galerías circulares, la más famosa de las cuales es la Galería de los Susurros, a la que se accede tras subir una escalera de 259 peldaños y cuyo nombre deriva de su peculiar acústica: el sonido se desliza alrededor de las paredes de la cúpula, de tal forma que cualquier susurro que se emita de cara a la pared será escuchado por otra persona que se encuentre en cualquier otro punto de la galería. Y este fenómeno se produce únicamente con los susurros, no con la voz normal. Esta galería, impuesta a Wren en contra de su voluntad, no es sólo una obra maestra de elegancia, sino también de ingeniería estructural, donde reside el verdadero genio de Wren.

Desde la galería se disfruta de una panorámica de las pinturas que adornan la cúpula así como de la vertiginosa caída hasta el suelo. Aunque el visitante no puede saberlo, la cúpula que él ve desde aquí no es la que se puede contemplar desde el exterior. Efectivamente, la cúpula es en realidad un "truco" arquitectónico compuesto de tres estructuras superpuestas. La interior, recubierta de mosaicos y visible desde las galerías es la vertiente artística; la exterior, la más conocida por ser visible en cualquier panorámica de la ciudad, no juega en realidad ningún papel estructural por muy impresionante que sea; entre las dos se encajona un cono de ladrillos con una doble función: soporta la cúpula exterior y sostiene la elevada linterna que remata la silueta del edificio. Se trata de otra de esas filigranas arquitectónicas cuyo armonioso resultado es lo único que se ofrece a la vista del espectador, ignorante de los minuciosos cálculos, la precisa ingeniería y la habilidosa pericia constructora que han sido necesarios para levantar ese preciso detalle.


Si el Parlamento es el núcleo político de la ciudad y el Museo Británico el centro cultural, San Pablo, catedral anglicana y sede del obispo de Londres, es el corazón espiritual de Inglaterra. Desde su primer servicio religioso, en 1697, sus muros han servido de marco para la celebración de diferentes acontecimientos de relevancia, desde funerales de Estado hasta jubileos y cumpleaños monárquicos pasando por homenajes y ceremonias de acción de gracias en momentos señalados, como el fin de las dos Guerras Mundiales o los ataques del 11 de septiembre de 2001 sobre el World Trade Center. Uno de los eventos más seguidos del siglo, la boda del príncipe Carlos y Diana Spencer tuvo lugar aquí.

Los miembros de la familia real reciben bautizo, matrimonio y sepultura en la Abadía de Westminster, pero muchas otras figuras de importancia histórica fueron enterradas aquí. La cripta contiene más de 200 memoriales que son la única curiosidad que se puede encontrar en el interior, puesto que el tesoro fue desapareciendo con el paso de los años desde el mismo momento de la construcción del templo hasta que en 1810 un gran robo acabó con las piezas que quedaban.


Durante la visita, recorremos toda una serie de plazas, estatuas, monumentos y tumbas dedicados a hombres que por la grandeza de sus ideas, la osadía de sus actos o su mero ingenio, se ganaron un lugar en la cripta al tiempo que en el espíritu de la nación: Lord Kitchener, el duque de Wellington, Horacio Nelson, Florence Nightingale, Winston Churchill, Henry Moore, T.E.Lawrence, Alexander Fleming o Joshua Reynolds son sólo algunos de los nombres que destacan junto a las largas listas de soldados muertos en combate durante las muchas guerras en las que su país ha participado


Fue durante una de esas guerras cuando el edificio corrió serio peligro de ser destruido. Entre octubre de 1940 y abril de 1941, su estructura fue alcanzada por varias bombas alemanas en el transcurso de los intensos ataques aéreos que sufrió Londres. El 12 de septiembre de 1940 una bomba con retardo que había caído en el templo fue desactivada por los artificieros británicos. Más tarde, fue detonada en lugar seguro dejando un cráter de 30 metros. Si hubiera explotado en el interior de San Pablo, habría pulverizado la catedral. El 29 de diciembre de aquel mismo año, un proyectil incendiario cayó en la cúpula, pero consiguió extraerse antes de que el fuego alcanzara la estructura de madera. A aquellos momentos corresponde una de las más famosas fotos del Londres de los bombardeos, con un San Pablo envuelto en espeso humo, simbolizando los horrores y la destrucción de la guerra.

Desde entonces, San Pablo ha disfrutado de un largo periodo de paz, cumpliendo su papel de santuario urbano, símbolo nacional y sobrio marco de ceremonias religiosas y de Estado. El monumental edificio de Wren puede que no inspire el recogimiento de su congregación ni súbitas conversiones, pero su intención era muy otra. Quería levantar un templo que perdurara como evidencia de su genio a través de los siglos. Wren trabajó hasta la ancianidad y murió a los 91 años. El epitafio de su tumba –él fue uno de los primeros en ser enterrados en el interior de la catedral- no deja lugar a dudas de la opinión que el arquitecto tenía de sí mismo: “Lector, si buscas su monumento, mira a tu alrededor”.
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viernes, 4 de septiembre de 2009

Kalahari: un desierto en peligro


África es un lugar básicamente vacío. Los puntos de especial interés suelen estar separados unos de otros por enormes distancias que no queda más remedio que cubrir por carretera si uno no es persona de recursos y no se puede permitir el gasto del transporte aéreo. Y, en medio de esos dos puntos, no suele haber gran cosa. Las poblaciones suelen ser nuevas, como construidas de la noche a la mañana, destartaladas y sin ningún interés. Pero desplazarse por tierra tiene dos ventajas: por un lado, se toma conciencia de las dimensiones del continente y, por otro, se disfruta del paisaje, tan diferente del que estamos habituados a ver que resulta difícil cansarse de él. Entre el delta del Okavango en Botswana y la frontera con Namibia se extienden 600 kilómetros de horizonte monótono y plano con una elevación constante de 1.000 metros sobre el nivel del mar, sin que una sola colina, elevación o valle rompa la uniformidad. Es el Kalahari.

Como suele suceder con los desiertos, éste no ha sido siempre una tierra de calor, silencio y arena. Hace millones de años, esta vasta depresión arenosa que ocupa el interior del sur de África estuvo ocupada por el enorme lago Makgadikgadi. Viendo el árido panorama abrasado por el sol que se extiende a ambos lados de la pista que recorremos, resulta imposible formar la imagen mental de una masa de agua que llegó a cubrir 275.000 km2 con una profundidad de hasta 30 metros. Sus aguas se evaporaron paulatinamente hace unos 10.000 años y su lecho acumuló grandes depósitos de sal y arena hasta el punto de que en algunos lugares su profundidad hasta el estrato de roca alcanza los 300 metros. En la actualidad, la temperatura media anual asciende a 34ºC aunque los promedios de mínimas en invierno descienden por debajo de los 0ºC. En lengua tswana Kalahari significa "gran sed" y se extiende por una superficie de 900.000 km2 (más grande que España), de los que el 80% pertenece a Botswana.

Sin embargo, el nombre de desierto puede resultar engañoso. No hay aquí fotogénicos mares de dunas y, de hecho, sólo una zona del suroeste tiene la consideración estricta de desierto. Su calificación no deriva de su aspecto, sino de la cantidad de precipitaciones que recibe anualmente. Es más correcto describirlo como una sabana reseca que, aunque árida, exhibe mucha más vegetación de la que cabría esperar: acacias, hierbas amarillentas que brotan del suelo arenoso, arbustos espinosos, melones silvestres… Lo cierto es que la lluvia cae con la suficiente periodicidad como para sostener una biodiversidad vegetal asombrosa: hasta veintitrés mil especies habitan en estas desoladas tierras, de las que siete mil no se encuentran en ninguna otra parte del planeta. El hombre ha encontrado en algunas de estas plantas una reserva de vida que le ha permitido soportar los rigores térmicos. La nuez de Mangetti, por ejemplo, tiene cinco veces más calorías y diez veces más proteínas que los cereales europeos, y aporta un 60% de la presencia vegetal en la dieta de los bosquimanos. Otras especies, como los melones y pepinos silvestres o el morama aportan importantes cantidades de líquido.

Pero hay más. Los bosquimanos han vivido en sintonía con la naturaleza desde hace milenios, acumulando una enorme experiencia en los múltiples usos de las plantas autóctonas. Hace relativamente poco las empresas farmacéuticas comenzaron a apreciar las inmensas posibilidades comerciales que se escondían bajo esos conocimientos ancestrales. En poco tiempo, sus investigaciones proporcionaron principios activos para combatir el apetito, la artritis y el reumatismo, cosméticos o incluso remedios para enfermedades mentales. Son grandes avances, sin duda, pero la apisonadora capitalista se ha cobrado su precio. La recolección de tubérculos y plantas (entre ellas el aloe vera) para estas multinacionales se ha convertido en fuente de sustento para miles de familias que habitan dentro de los límites del Kalahari en Botswana, Namibia y Sudáfrica, pero la remuneración que perciben por su trabajo es humillantemente baja: menos del 1% del negocio que generan esas plantas. Al tiempo que los dólares entran en la caja de las compañías occidentales a millones, los habitantes tradicionales de las tierras y custodios últimos del rentable conocimiento de las mismas, están siendo arrinconados hasta su extinción.

Los Tswana, Kgalagadi y Herero son los principales grupos étnicos que viven en el Kalahari. Todos ellos han conseguido, en mayor o menor medida, irse adaptando a los cambios que los tiempos imponen. Sin embargo, los que están llevando la peor parte, marginados y despreciados por todos, son los San.

Los San (hotentotes o bushmen, según la antigua denominación inglesa, o bosquimanos, como les llamaron los holandeses) han vivido en el Kalahari durante 20.000 años, llevando una existencia de cazadores-recolectores. Utilizaban arcos y flechas envenenadas para cobrar sus presas aunque su dieta se compone esencialmente de bayas, bulbos, plantas, frutos e insectos. Puede parecer asombroso pero, en un alarde de adaptación humana al medio, los San apenas beben agua y obtienen el líquido de las raíces y los melones silvestres que en ciertos parajes crecen por miles asomando entre las dunas. Son individuos de corta estatura, de piel color miel y constitución enjuta y fibrosa. Viven en comunidades de 10 o 15 personas, sin jerarquías pero con funciones concretas. Su existencia en estas inhóspitas tierras se centra en una constante búsqueda de agua y alimento, recorriendo incansables distancias considerables.

Desgraciadamente, su capacidad de supervivencia y adaptación no conseguirá batir a un enemigo tan poderoso como la economía globalizada. Ya hablamos de las multinacionales farmacéuticas, pero las plantas no son el único tesoro que espera a ser descubierto bajo los pies de los bosquimanos. En los estratos más profundos se han encontrado grandes reservas de carbón y ese hallazgo, junto a la política conservacionista de la reserva, está desalojando a los San del Kalahari. Se les confinó en las zonas de Nuevo Xade y Kaudwane en la Reserva de Caza del Kalahari Central, pero la explotación de diamantes y los safaris turísticos estrechan todavía más su cerco. De unos 3.000 individuos asentados hace unos años, apenas quedan 300, que resisten gracias al apoyo de una organización de derechos humanos; el resto fue trasladado a otros lugares donde languidece desarraigado y se entrega a la angustiosa perspectiva de la extinción.

El monótono paisaje está atravesado por pistas de arena de color ocre rojizo, que contrastan con unas hierbas pintadas de amarillo por los rayos solares. Donde hay vegetación se dan las condiciones para que se desarrolle la vida animal. Cuando el sol desciende, los animales despiertan de su embotamiento y comienzan a buscar comida y agua. Esa es la razón de que se prohíba circular de noche por los dos parques nacionales que alberga el Kalahari. Al suroeste del país se encuentra el Gemsbok, un espacio protegido que se estira hacia el interior de Sudáfrica y forma el conjunto denominado Parque Internacional Kalahari-Gemsbok. El segundo parque es la Reserva de Caza del Kalahari Central, y se encuentra en pleno centro de Botswana. Ya hablamos de ella como lugar de “confinamiento” de los desahuciados bosquimanos.

Durante la mitad del año, la vida animal del Kalahari vive mirando al cielo, esperando las lluvias que transformarán el paisaje y revitalizarán todo el ecosistema. Durante un periodo que siempre se antoja corto, la hierba verde cubre las arenas del desierto y el río Okavango vierte en el desierto las aguas que ha recogido en Angola durante las lluvias. Se forman estanques y pantanales en los que las aves migratorias, como los flamencos, remueven el cieno a la búsqueda de insectos y larvas y los leones de melena negra acechan al atardecer a los antílopes que se acercan a saciar su sed. Otros grandes mamíferos que se pueden ver en el Kalahari son el rinoceronte negro y el guepardo.

Sin embargo, son los animales pequeños los que están mejor adaptados a las duras condiciones en el desierto. Uno de los más llamativos y sorprendentes es el suricata, un tipo de mangosta de 30 cm y un kilo de peso que vive en colonias de veinte a cuarenta individuos fuertemente unidos por lazos sociales.

El comportamiento de estos pequeños animales es fascinante, mucho más que el de otros mamíferos de mayor tamaño y más llamativos. Sus grupos están perfectamente organizados a partir de una pareja dominante. Hay niñeras, rastreadores y centinelas. Cuando la colonia está fuera de sus madrigueras -que excavan en el subsuelo cubriendo una amplia superficie- jugando o alimentándose, uno o varios suricatas permanecen erguidos sobre sus patas traseras en un punto elevado vigilando en turnos de una hora. Si un depredador se aproxima, el centinela emite un ladrido de aviso que servirá a los demás de señal para buscar refugio en sus agujeros. El centinela no abandona entonces su papel, sino que es el primero en asomar la cabeza de la madriguera y continuará emitiendo su grito de alerta en tanto no compruebe que la amenaza ha desaparecido. Según algunos, esto es muestra de comportamiento altruista. Y, desde luego, eso es lo que parece hacer el suricata que se ocupa de cuidar a los más pequeños: su misión es la de protegerlos de cualquier amenaza arriesgando incluso su propia vida. Cuando detecta peligro, lleva a los jóvenes suricatas al subsuelo y se prepara para defenderlos. Si la retirada a la madriguera queda cortada, los reúne a todos y se echa encima de ellos.

El tamaño minúsculo del suricata se compensa con un carácter valeroso y feroz; su morfología le ha otorgado orejas que pueden sellarse al introducir la cabeza en los huecos polvorientos, y una cola fina, pero muy fuerte que le sirve para mantener el equilibrio cuando se alza sobre las patas traseras. Sus patas terminan en uñas largas y curvas para escarbar en el suelo reseco donde encuentra huevos, lagartos, insectos, plantas y escorpiones. Precisamente, los suricatas son inmunes a ciertos venenos, entre ellos al del peligroso escorpión del Kalahari. Los pequeños aprenden mediante la observación y la imitación de los adultos cómo comer uno de estos arácnidos venenosos: quitan el aguijón y se les enseña cómo cogerlo para evitar un picotazo que, de todas formas, podría ser doloroso. Hasta que no alcanzan la edad de un mes, los más jóvenes no comienzan a buscar comida por ellos mismos y lo hacen siguiendo a un miembro adulto que actúa como tutor.


Los suricatas son sólo una más de las sorpresas que esconde un territorio aparentemente hostil a la vida. Nos hubiera gustado poder entretenernos más observando a los animales, disfrutando de las puestas de sol e internándonos por pistas que rara vez sienten la presencia del hombre. Pero el invierno estaba a punto de finalizar y si queríamos continuar viajando por la franja desértica de África Austral debíamos proseguir hacia Namibia y sus maravillas naturales...
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