span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: enero 2010

lunes, 25 de enero de 2010

Matmata: sobrevivir en el desierto


Teniendo en cuenta su tamaño, Túnez es un país insólitamente rico desde el punto de vista arquitectónico. Como muchos otros lugares, su situación geográfica constituyó tanto fuente de fortuna como causa de desgracia. Por aquí pasaron imperios y culturas que fueron dejando su arte, espíritu y forma de entender el mundo en las estructuras que levantaban. El norte y la costa conservan restos cartagineses y romanos; las invasiones árabes trajeron consigo mezquitas y un nuevo modo de entender la estructura urbana que en buena medida ha perdurado hasta la actualidad; su etapa como colonia francesa le aportó ideas europeas, como las anchas avenidas arboladas o los edificios con fachada frontal (en el mundo islámico las viviendas y sus patios se escondían tras un muro).

Pero los habitantes más antiguos de Túnez no fueron ninguno de esos pueblos, sino los bereberes, presentes en buena parte de la costa norte del continente africano. Su nombre, que proviene del griego barbaroi (término que con el que se hacía referencia a todo aquel que no hablara griego), hacía referencia a un conjunto de tribus nómadas que llegaron aquí con sus rebaños cuatro mil años antes de nuestra era. No es de extrañar por tanto que se consideraran en justicia los pobladores más antiguos de estas tierras y que se resistieran con fiereza a la colonización de otras culturas. Aunque durante los siglos IV y V abrazaran el cristianismo y luego se dejaran conquistar por el Islam (al fin y al cabo, si bien libraron una sangrienta guerra contra los árabes, compartían dos pilares básicos de su modo de vida: un sistema tribal y una cultura nómada), conservaron, aunque arabizada, una identidad étnica y lingüística diferenciada. El rodillo uniformizador del mundo moderno, no obstante, está socavando esa identidad, seduciendo a sus miembros ( que constituyen tan solo un indefenso 1% de la población total de Túnez) con los cantos de sirena de la globalización.

Los bereberes han vivido tradicionalmente en un medio hostil: el desierto. Aunque nómadas en esencia, aquellos que decidían establecerse en un lugar determinado se vieron obligados a hallar la forma de hacerlo en las mejores condiciones para resistir la principal amenaza de estas tierras: el calor. La original solución que hallaron puede contemplarse a 70 km al sur de la ciudad costera de Gabés, una de las principales ciudades de Túnez, en el pueblo de Matmata, llamado así por la tribu bereber que lo habita. Está localizado en una hoz rodeada de montes ocres de 700 m de altitud y formas suaves. La vida discurre a un ritmo lento en este terreno de cauces secos y suelos arrugados de tonos rosados interrumpidos por parches verdes, donde los agricultores locales tratan de cultivar higueras, olivos y palmeras datileras aprovechando las infrecuentes lluvias. Pero en el suelo hay algo más: invisibles desde la distancia, se abren una serie de cráteres o pozos circulares de 6 metros de profundidad y 15 m de anchura: son las viviendas trogloditas.

La entrada a cada vivienda es un túnel excavado en un lateral de las ondulaciones del terreno. Éste se abre al patio central de 12 m de diámetro y 6-8 metros de altura. Otros pasadizos llevan a veces a un patio secundario que hace las veces de cuadra. Al patio principal se asoman diversas estancias de diferente tamaño: dormitorios, almacenes, cocina… Los graneros están situados en un “primer piso” a los que se accede con rudimentarias escaleras, bien de madera, bien talladas en la propia pared. El grano se introducía directamente desde el exterior utilizando una especie de rudimentaria cañería. Cada casa subterránea estaba habitada por una familia y el número de habitaciones se adaptaba al tamaño y prosperidad de ésta.

Una vez en el interior de una de estas casas, la principal ventaja no tarda en hacerse evidente: resguardadas del sol y enterradas bajo tierra, las habitaciones gozan de unas condiciones térmicas perfectas al aislar del calor y del frío, manteniendo una temperatura estable durante todo el año de 17ºC. Pero no solo conseguían conjurar la amenaza del calor. En una tierra a menudo barrida por ejércitos conquistadores y grupos de merodeadores y asaltantes, la ausencia de estructuras que sobresalieran del terreno convertía a estas gentes en invisibles. La única forma de detectar su presencia era llegar hasta el borde mismo del pozo. En caso de ser descubiertos, podían bloquear los túneles de acceso, retirar las escaleras y refugiarse en el interior de las estancias. Tan efectiva fue esta manera de pasar desapercibidos, que el resto del mundo no supo de la existencia de las viviendas trogloditas de Matmata hasta 1967.

Una de las mujeres nos invita a visitar su casa. Siguiendo la antigua costumbre, lleva el rostro y las manos pintados con dibujos de henna al modo de tatuajes para protegerse de los malos espíritus. Son las mujeres los principales custodios de las tradiciones bereberes. Su indumentaria, muy diferente de la que se ve en las ciudades, se compone principalmente de una pieza de tela sujeta con cinturón y hebillas en los hombros, y frecuentemente un chal. Los colores más típicos de sus vestidos –tejidos por ellas mismas en sus casas- son el rojo oscuro, el morado y el añil y los diseños consisten casi siempre en dibujos con rayas de colores.

La entrada a las estancias está encalada y en algunos dinteles se ve dibujada la “mano de Fátima”, un símbolo protector de los malos espíritus que probablemente tiene su origen en tiempos anteriores al Islam. El interior está cuidadosamente ordenado y limpio. La decoración se funde con el utilitarismo: cazos, perolas y utensilios diversos de uso cotidiano están dispuestos con una sensibilidad estética que no ha sofocado la dura vida en el desierto. La cerámica bereber ocupa también un lugar relevante en el hogar, exhibiendo sus característicos diseños abstractos que recuerdan a los tatuajes. Los colores más populares son el beige, el ocre rojizo y el negro.

Esta tradición constructora se remonta cientos de años atrás, pero hoy sus pobladores le están volviendo la espalda. Las condiciones de vida no son fáciles y los hombres tradicionalmente hubieron de marchar al norte para trabajar en la industria olivarera –básica en la economía tunecina- y conseguir dinero (o aceite en otros tiempos, ya que se les pagaba en especie) para sustentar a sus familias. En 1967 tuvieron lugar unas intensas lluvias que durante 22 días cambiaron la fisonomía de la zona. Las casas, perfectamente adaptadas para el desierto, no estaban preparadas para soportar semejantes volúmenes de agua y muchas de ellas se vinieron abajo. Fue entonces cuando el gobierno edificó en las cercanías el pueblo de Matmata con el fin de recolocar a aquellos que se hubieran quedado sin hogar.

Las familias que decidieron permanecer en Matmata, lo hicieron probablemente por costumbre, pero quizá supieron valorar ya en aquel momento que las casas de ladrillo y cemento no estarían tan bien preparadas como las suyas para hacer frente a los abrasadores veranos. En la actualidad, los bereberes que aún viven “bajo tierra” obtienen la mayor parte de sus ingresos del turismo, enseñando sus casas.

También del turismo vive la que quizá es la estructura más famosa de todas: el Hotel Sidi Driss. El principal responsable de su popularidad –y de toda la zona en realidad- fue George Lucas, el cineasta norteamericano que en 1977, fascinado por este paraje –y definitivamente convencido por lo barato que resultaba rodar aquí- trasladó a Matmata el equipo de filmación de lo que todo el mundo pensaba iba a ser una película estúpida que no iba a interesar a nadie: La Guerra de las Galaxias.

Matmata se convirtió por obra de la magia del cine en el planeta desértico Tatooine y el Hotel Sidi Driss hizo las veces de “hogar” de Luke Skywalker. Su diminuto bar se transformó en la pintoresca cantina del espaciopuerto de Mos Eisley, en la que se encuentran por primera vez Luke, Obi Wan Kenobi, Han Solo y Chewbacca. Exprimiendo todavía la gallina de los huevos de oro, los responsables del hotel dejaron algunas piezas del atrezzo incorporadas a las paredes de los patios para deleite de los aficionados que llegan hasta aquí.

El hotel consiste en una serie de habitaciones subterráneas, auténticas cuevas, en su mayoría dispuestas como dormitorios compartidos. Los precios no son caros pero nadie debería llamarse a engaño y pensar que se trata de un establecimiento similar a los que se pueden hallar en Capadocia, hoteles trogloditas dotados de todas las comodidades. Aquí las puertas no tienen cerrojo ni baño los dormitorios y para satisfacer la llamada de la Naturaleza es necesario cruzar un par de patios hasta llegar a unos cubículos claustrofóbicos y no reseñables por su limpieza. Con todo, siempre podrás decir que has dormido en la casa de Luke Skywalker.

Aunque Matmata no es el único pueblo troglodita (existen otras comunidades similares en Beni Aissa, Chembali, Techine y Hedege, quizá más genuinas por haber sido menos tocadas por el turismo) sí es la más accesible y conocida, un ejemplo perfecto de cómo el ser humano ha conseguido utilizar los recursos disponibles y utilizarlos para crear una arquitectura que le permitió sobrevivir en un medio donde la naturaleza y el propio hombre eran hostiles.
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domingo, 17 de enero de 2010

Bujara: Islam y comercio en la Ruta de la Seda (y 3)


Lyab-i Hauz'' (del persa لب حوض , que significa "junto al estanque"), es el nombre que recibe la extensa plaza que rodea a uno de los pocos "Hauz" o estanques que dieron fama a Bujara en la Edad Media. Como ya mencionamos, hasta la era soviética existían muchos de esos estanques públicos, que constituían la principal fuente de abastecimiento de agua para la población. El Lyab-i Hauz sobrevivió gracias a que era la pieza central de un magnífico conjunto monumental levantado entre los siglos XVI y XVII y que ha perdurado hasta nuestros días sin apenas cambios. Éste consta de la medersa '''Kukeldash''' (1568-1569), la mayor de la ciudad, y dos edificios religiosos, el Khanaka Nadir Divan Begi o albergue para sufis itinerantes, y una medersa que hace un ángulo recto con el albergue.

Labi Hauz era el lugar más emblemático de la ciudad antigua, una plaza que, además de la vieja y sucia alberca construida en 1620, conservaba antiguas moreras a cuya sombra sigue reuniéndose hoy un público heterogéneo para jugar al ajedrez, solazarse y matar el tiempo. Todo tenía un aire antiguo y provinciano. La escena que se contemplaba allí, si no fuera por las espantosas sillas y mesas de plástico rojo instaladas junto al agua, podía corresponder perfectamente a cualquier tarde apacible del siglo pasado antes de que se inventara la prisa. Alrededor de la plaza, varias medersas imponían el carácter y la sobriedad de su arquitectura. La plaza goza de bullicio a todas horas, tan sólo alternándose las caras de los paseantes: ancianos durante las horas de sol, familias al atardecer, parejas y turistas por la noche y alegres chiquillos a todas horas correteando entre las vetustas moreras, algunas de las cuales acumulan cinco siglos en sus troncos y se preservan como un auténtico como patrimonio histórico.

La historia de este bello lugar está estrechamente conectada a Nadir Divan-Begi, un importante visir y tío del emir de Bujara. Se dice que cuando este visir construyó el Khanaka que lleva su nombre, cerca del emplazamiento del edificio había una amplia finca propiedad de una anciana viuda judía. Nadir Divan había decidido que ese lugar sería perfecto para un estanque e hizo una oferta a la anciana. Pero ésta se negó a vender. Nadir la llevó hasta el emir, su sobrino, en la esperanza de que presionaría a la mujer a aceptar el dinero. El emir debía ser un buen político porque escurrió el bulto y nombró una comisión de expertos muftís para que estudiaran el problema. Para sorpresa de unos y otros, la conclusión de estos especialistas en ley islámica fue que no había forma legal de expropiar la finca u obligar a la viuda a comprar, puesto que ésta, en su condición de judía que pagaba el impuesto Jizyah (que sólo se aplicaba a los infieles) tenía los mismos derechos que cualquier musulmán.

Así que el visir Nadir recurrió a tretas más arteras. Construyó un depósito cerca de la vivienda de la testaruda judía y, aunque resultó desproporcionadamente caro, cavó una acequia de riego que desembocaba en su estanque, de tal manera que el agua discurría muy cerca de la casa de la mujer, cuyos cimientos no tardaron en tambalearse. Cuando la indignada viuda acudió a Nadir reclamando justicia, éste reiteró su oferta por la casa. La viuda rechazó otra vez el dinero, pero en esta ocasión exigió sus propias condiciones. Prometió abandonar su propiedad si los gobernantes de Bujara le daban otra tierra y un permiso para edificar una sinagoga. Así se hizo. Nadir le regaló una finca en un área residencial que más tarde se conocería como el "Barrio Judío". Sin más tardar, se construyó la sinagoga y el estanque. La gente comenzó a llamarlo "Lyab-i Hauz", que significa "junto al estanque". Pero la memoria de los locales todavía guarda otro nombre: Haus-i Bazur, "construido a la fuerza"

Curiosamente, los judíos utilizaban para sus plegarias, antes de disponer gracias a la viuda de su propia sinagoga, la mezquita de la plaza. Según algunas crónicas, musulmanes y judíos rezaban unos junto a otros en el mismo lugar y al mismo tiempo. Otras fuentes dicen que los judíos ocupaban el templo una vez los musulmanes habían terminado. Esto quizá explica la costumbre de los judíos de Bujara de saludar con la fórmula "Shalom Aleyhim" (la paz contigo) tras la oración de la mañana, una tradición inexistente entre los judíos europeos.

Pero lo que más atrae la atención de la bella plaza es el frontón de la mezquita, en el que lucen unas espléndidas aves, aparentemente fénix o aves del paraíso. Es la primera representación figurativa que hemos visto en varios días de visitas a mezquitas y medersas y no podemos sino sorprendernos. El Corán no había dictado ninguna prohibición formal en relación con la representación figurativa, salvo en lo referente al culto de los ídolos, estatuillas de arcilla o de piedra. Fueron los hadiz, las interpretaciones posteriores del sagrado libro, los que condenaron todas las representaciones, bien fuera en el arte, las telas o las alfombras, aun cuando el propio Profeta adornara con ellas su residencia en Medina. Es más, el mismo Corán, describe con profusión de imágenes el Paraíso.

La razón subyacente en el rigor de los hadiz es que Alá es el único creador. Cualquier intento del hombre de imitar su perfección es un aberrante pecado de orgullo. Incluso los patios columnados de las mezquitas se dejan con alguna imperfección (una columna de tallado desigual, por ejemplo, para que no sean perfectamente simétricos). Esta visión de las cosas hizo que los tejedores hubieran de encontrar maneras diferentes de plasmar su arte con el fin de no disgustar a sus nuevos invasores y clientes musulmanes. Así, las representaciones se hicieron más abstractas, integrando animales y personas entre plantas y flores. O bien, abandonando totalmente la representación figurativa y adoptando formas geométricas. El Islam, por tanto, rechazó artes tan queridas y practicadas en Occidente como la pintura o la escultura, para centrarse en las artes decorativas: el tejido, la iluminación, la cerámica y trabajo de cristal o la marquetería.

El Char Minar es uno de los edificios más característicos de Bujara, situado en mitad de una rejilla de calles de casas bajas algo apartada del conjunto monumental principal. Quizá por ser domingo apenas se ve a gente por la calle con la excepción de algunos muchachos jugando y montando en bicicleta.

No hay más que un solitario visitante occidental en el fotogénico Char Minar. Se trata de un edificio que sirvió de entrada a una mezquita hace ya mucho tiempo desaparecida. Fue construido en 1807 y su estilo arquitectónico tiene más que ver con la India que con cualquier otra cosa de Bujara. Su nombre significa “Cuatro Minaretes” en lengua tayika aunque las cuatro torres que custodian el robusto cuerpo central no son más que eso, torres decorativas sin otra función definida. La construcción se alza dominando una agradable plaza arbolada que parece cuidada por los propios vecinos. El edificio ha sido pulcramente restaurado pero es el orgullo cívico de la población lo que preserva de pintadas y manchas sus ahora limpios muros.

Aunque a primera vista el conjunto parece simétrico, existen sutiles diferencias que deliberadamente lo alejan de la perfección arquitectónica basada en la simetría, algo que, como ya dijimos, sólo puede alcanzar Alá. Así, los remates de los minaretes son todos diferentes en su decoración e incluso forma. El bello edificio, sin embargo, es poco más que una cáscara vacía. El interior no alberga más que una tienda para turistas y un proyecto de museo tradicional en la planta superior en el que aperos de labranza se desparraman sin orden ni concierto por el suelo y sobre polvorientos aparadores. La barata entrada que cobra la dependienta solo merece la pena por la posibilidad de acceder al tejado y contemplar de cerca las abombadas cúpulas de color turquesa.

El sol comienza a descender el tercer día cuando, impacientes, nos dirigimos al centro de la parte antigua para realizar la visita que habíamos ido aplazando: subir al imponente minarete Kalon. Los tickets se compraban en la gran mezquita adyacente, desde donde se accede al tejado plano de la misma. De aquí arranca una pequeña pasarela que une la mezquita con la sólida torre, custodiada por un chavalín de aspecto solemne. La escalera de caracol que llevaba a la parte superior era todo menos segura. No había apenas luz, los escalones eran irregulares, estaban desgastados y estropeados por huecos y rebabas. Desde luego no había barandilla y era mejor no intentar apoyarse en la pared teniendo en cuenta la maraña de cables de aspecto amenazador que, como una telaraña, se agarraban a los oscuros muros.

Pero la vista desde la galería de la cima compensaba la azarosa subida: una panorámica espectacular de la ciudad vieja, con las dos medersas de la plaza en primer plano, sus torres rematadas por cúpulas turquesa y sus fachadas de rica decoración refulgiendo con los últimos rayos del día. Los grandes edificios de tiempos pasados, con los colores brotando de sus muros, se alzaban sobre un terreno cubierto por casas de muros arcillosos y pequeñas dimensiones. Más allá se distinguían otras cúpulas, indicando la presencia de medersas, mezquitas, mercados y bazares, estrechos callejones y fachadas austeras que escondían grandes patios. La ciudad vieja se extiende alrededor de estas cúpulas, uno de los conjuntos históricos más impresionantes de Asia.

Construido de ladrillo y terminado en 1127, este mirador, el Kalon se eleva nada menos que 47 metros de altura y fue uno de los primeros de la generación de minaretes gigantes que aparecieron en Asia, desde Ghazni y Jam en Afganistán hasta Nueva Delhi, en India. El Kalon, cuando se completó, era una de las más altas estructuras de Asia, una de las maravillas del continente. Los minaretes son construcciones peculiares: se usaban como atalayas desde las que llamar a los fieles a la oración; eran también un símbolo: el de la escalera que ascendía al cielo señalando la presencia de un lugar sagrado, la mezquita, el eje alrededor del cual giraba el mundo.

Las cenefas y decoraciones geométricas que cubren su estructura muestran aún las heridas dejadas por los bombardeos de los soviéticos cuando tomaron la ciudad. El minarete, gracias a sus cimientos de diez metros de profundidad, ha conseguido no sólo sobrevivir a todos los invasores sino despertar su admiración y respeto. Algo que, desgraciadamente, no lograron las gentes que hubieron de vivir aquellos tiempos difíciles. Hoy nos resulta difícil, por no decir imposible, imaginar lo que hubo de ser enfrentarse a destructores de civilizaciones como los soviéticos, Tamerlán o, quizá el más terrorífico de todos, Gengis Khan.





A comienzos del siglo XIII los turcos selyúcidas habían completado su conquista de Asia Central, desde la actual Turquía hasta la India y China. Promotores del comercio, construyeron carreteras y caminos, edificaron caravasares y favorecieron el comercio, eso sí, impidiendo el acceso al mismo de los mercaderes cristianos, ya fuera por mar a través del océano Índico o por tierra siguiendo la conocida hoy como Ruta de la Seda. El monopolio del comercio y los impuestos derivados del mismo permitieron la construcción de ciudades embellecidas por magníficos monumentos, como Bujara.

Pero de invasores, los turcos pasaron a ser invadidos cuando un pariente étnico, Gengis Khan, quien, tras unificar las tribus mongolas, inició una campaña de conquista hacia sus enemigos tradicionales, los chinos. Tomó Pekín en 1215 antes de dirigir sus ambiciones hacia las riquezas del mundo musulmán. Sus imparables hordas galoparon hacia el oeste, conquistando Samarcanda y Bujara en 1220. Desde el mismo punto en que nos encontrábamos disfrutando de la vista, Gengis Kan se dirigió a una aterrorizada multitud con una afirmación demoledora: “Soy el enviado de Dios para castigar vuestros pecados”. La imagen que conjura una crónica de la época citando el decreto mongol, nos sigue pareciendo terrorífica:

“Todos los habitantes, acompañados de sus mujeres y sus hijos, deberán salir hacia el campo, dejar en sus casas todos sus bienes y no llevar con ellos más que lo puesto. [Se trataba, se decía, de un censo de la población. Por la mañana, los ciudadanos cumplieron las órdenes]. En número eran dos o tres veces más numerosos que los efectivos enemigos. Los mongoles, acompañados por los intérpretes, pasaron primeramente entre la muchedumbre informándose de si entre ellos había algún artesano y preguntando el oficio que ejercían. Después, agruparon a éstos aparte… finalmente, los mongoles buscaron a las mujeres hermosas, las jovencitas y los niños, y los aislaron… Las mujeres fueron violadas ante los ojos de sus padres, y el resto de los habitantes –salvo los hombres jóvenes que podían servir de esclavos y los artesanos- fueron asesinados en el lugar. Cuando los mongoles volvieron hacia las calles desiertas y abandonadas, cuando se dispersaron entre las casas y hubieron cargado sobre sus caballos los objetos saqueados, la ciudad comenzó a arder a la vez por todos los costados”.

El mismo tratamiento recibió Samarcanda. La Ruta de la Seda, los mercaderes, sus caravanas, los caravasares... todo se volatilizó bajo los cascos de los caballos mongoles. Cuando Gengis murió en 1227, su imperio pasó a manos de sus cuatro hijos, que saquearon Rusia y Europa oriental. No sería hasta 1260 que los mongoles serían frenados por los mamelucos egipcios, pero para entonces, los devastadores jinetes de las estepas habían conseguido cambiar la historia. La desintegración del califato abasí tendría enormes consecuencias: el imperio musulmán quedó fragmentado en kanatos y estados independientes y enfrentados, una situación de la que solo se repondrían parcialmente con la ascensión al poder de los otomanos. Sin embargo, Asia Central, aislada del resto del mundo musulmán por desiertos y montañas, retendría durante buena parte de los siguientes siglos su complicado mapa de ciudades-estado con el intervalo de la dinastía chabánida fundada por los turcos uzbecos.

El minarete Kalón perdería su función religiosa y de afirmación política para convertirse en cadalso: desde su cima se arrojaba a los convictos en uno de esos alardes de crueldad pública con finalidad ejemplarizante tan queridos por los kanes asiáticos. Nos olvidamos de esas historias de poder, violencia y sangre en cuanto bajamos de nuevo a la plaza, donde los últimos rayos de sol se reflejan sobre las fachadas de la medersa Mir-i-Arab. Era una hora mágica. Los bazares y mercados habían cerrado sus puertas y la ciudad aparecía vacía, como si a nadie le importara el espectáculo, no por cotidiano menos bello, de la luz poniente sobre los minaretes y las cúpulas esmeraldas.


La despedida de la ciudad tendrá lugar al día siguiente, junto a una construcción muy anterior a los mercados y bazares y, probablemente, la que sea la estructura intacta más antigua de Asia Central, una de las maravillas olvidadas de Asia, un superviviente solitario de la primera edad dorada de Bujara. Se trata del Mausoleo de Ismail Salami, hoy sito en el parque del mismo nombre cerca de la fortaleza del Arca.

Fue construido en el siglo X y, como muchos mausoleos musulmanes, tiene una parte baja de forma cúbica coronada por una cúpula hemisférica. Pero son los detalles los que llaman la atención. Aquí encontramos motivos y formas que luego aparecerían en Europa como parte de los estilos románico y gótico: formas en "v", espirales, arcos simples apuntados... edificios pequeños como este mausoleo tuvieron mucha más relevancia de lo que podríamos imaginar: situados a lo largo de las principales rutas comerciales, influyeron enormemente en viajeros y mercaderes venidos de Occidente. Contemplarían estas formas, las admirarían y las recordarían una vez en casa para, a su vez, influir en los constructores y arquitectos de sus naciones. Las magníficas catedrales europeas quizá tuvieron su diminuta semilla en este monumento de líneas elegantes hecho con ladrillos de terracota intercalados para que las distintas luces del día -y de la noche- le den un aspecto diferente según la hora. Sin duda, estamos ante uno de los caminos por los que la geometría sagrada y los símbolos hallaron su camino de unas culturas a otras durante la Edad Media y el Renacimiento, utilizados por Oriente y Occidente, musulmanes y cristianos.
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sábado, 9 de enero de 2010

Bujara: Islam y comercio en la Ruta de la Seda (2)


El gobierno y una parte de la población todavía miran a la religión con desconfianza y el ambiente urbano y moderno de la capital, Tashkent, poco tiene que ver con el más tradicional de Bujara. Cuando los rusos acabaron con los imames e instauraron un régimen laico, aun cuando se hizo utilizando métodos crueles y sangrientos, supuso una liberación para mucha gente, especialmente las mujeres. Éstas pasaban a escalar puestos en el cuadro social y mejorar su educación, pero no sin que el proceso se cobrara sus víctimas. Fueron muchos los maridos que asesinaron a sus mujeres e hijas antes que permitir que éstas tuvieran siquiera el atisbo de libertad que otorgaba el nuevo orden. El injusto, despiadado y arbitrario sistema judicial de los kanes fue abolido y la educación se hizo obligatoria para niños y niñas.

Casi un siglo de dominación rusa acabó por apagar la llama religiosa. No del todo, claro. Como sucede en cualquier lugar del mundo, los más desfavorecidos buscan apoyo, material y espiritual, en cualquier mano amiga que se les tienda. La sociedad laica, aspirante a consumista y carente del peso ideológico que, mal que bien, daba el comunismo, no es capaz de dar respuesta a muchos de esos desheredados -o, simplemente, personas con una inquietud espiritual insatisfecha-. La religión, poco a poco, va ganando adeptos, estrechamente vigilada por el gobierno del pseudodictador Karímov.

Pero todos esos nubarrones que oscurecen el futuro más próximo parecían despejarse a la vista de la animación que reinaba en la plaza. Nos sentamos en la escalera de la medersa para disfrutar del espectáculo. Paisanos –la mayoría vestidos a la usanza tradicional- ,se sentaban tranquilamente en taburetes, a la sombra, jugando al ajedrez en un escenario arquitectónico espectacular, pero de proporciones humanas. Un grupo de mujeres de Samarcanda, vestidas con esas túnicas de colores explosivos y pañuelos en la cabeza y cargadas de bolsas de plástico repletas de compras, nos piden que posemos con ellas para una foto de recuerdo de su visita a la ciudad santa, petición a la que accedemos encantados de convertirnos, de repente, en el elemento exótico.

Bujara vivió su época de esplendor gracias al comercio y los múltiples bazares especializados que albergaba: el bazar de los cambistas, el de los sombrereros, el de los joyeros... El de los cambistas está en el extremo del barrio fortificado y se levanta sostenido por cuatro arcos apuntados. Éstos, a su vez, se asientan sobre cuatro plataformas, por lo que, en planta, la cúpula se asienta sobre una base octagonal presidiendo un cruce de calles ocupadas por tiendas y con una cubierta abovedada proporcionando una siempre bienvenida sombra.

En su día, estos espacios abovedados eran mucho más que un lugar de intercambio mercantil. Junto a los edificios públicos adyacentes, formaban una auténtica comunidad, con una pequeña mezquita y una casa de baños en la que relajarse y charlar con tranquilidad. Hoy, estos mercados y sus tiendas siguen gozando de bastante animación aun cuando los cambistas hace tiempo que desaparecieron. Hoy sus puestos están ocupados por alfombras, sombreros típicos uzbecos, artesanías diversas y CD´s.

El comercio está en el aire y en la sangre de los habitantes de Bujara. Todos parecen tener algo que vender. Al volver a la plaza de Hoja Nurabad se nos acercan unas jovencitas, muchas ni siquiera en edad adolescente. Sonríen y tratan de llamar nuestra atención intentando comunicarse en media docena de lenguas con desparpajo, preguntándonos nuestros nombres y memorizándolos para, horas o incluso días después, cuando nos vuelven a ver, dirigirse a nosotros adecuadamente. Todas parecen ser propietarias de tiendas, puestecillos o simples mantas extendidas en el suelo y sobre las que han dispuesto los artículos que ofrecen. Nos resistimos, pero su condición de resuelto vendedor infantil y agradable desenvoltura acaban arrastrándonos a una de las tiendas. Venden piezas de tela, viejas y nuevas, algodón y seda y todo tipo de sombreros, muchos peludos al estilo turkmeno. Estas niñas son vendedoras increíblemente buenas. Y les gusta hacerlo, les gusta regatear. "Esto no es un supermercado. Tienes que regatear", me dicen.

No lejos de la plaza se levanta la imponente fortaleza del Arca, con sus altos muros de formas orgánicas y torres bulbosas que surgen del suelo. Se trata de un complejo de edificios palaciegos y militares de aire siniestro desde el que ejercieron su tiranía los emires de la dinastía shaybanida hasta su caída en el siglo XVII. La edad de oro de la ciudad se desvanecía con rapidez. Las rutas caravaneras terrestres que unían Oriente con Occidente cayeron en desuso tanto a causa del aislamiento en que se sumió China como por los avances en la navegación y los descubrimientos geográficos que permitieron a los europeos establecer rutas marítimas con la India y China. Asia Central se convirtió entonces en un lugar aislado del resto del mundo, hostil a los extranjeros y fragmentado en ciudades-estado dirigidas por emires déspotas rodeados de un lujo decadente. Pocos fueron los occidentales que llegaron hasta aquí desde el siglo XVIII y no hallaron nada bueno que contar. Y la siguiente historia fue la que contribuyó a consolidar definitivamente la mala fama de la ciudad.

En 1753, Bujara ya se hallaba fuera de los circuitos comerciales del mundo. El gobernador local del reino persa se declaró a sí mismo emir y fundó la dinastía Mangit, que mandaría sobre vidas y haciendas hasta la llegada de los bolcheviques. Lo que siguió fue una sucesión de gobernantes depravados, el peor de los cuales fue Nasrullah Khan (también llamado “el Carnicero”) que ascendió al trono en 1826 tras asesinar a sus hermanos y a otros 28 parientes.

Fue bajo su despótico mandato que llegó a la ciudad el lugarteniente británico Charles Stoddart en misión de paz en 1839. Enviado por las autoridades inglesas de la India para asegurar al emir de que no habría invasión británica de Afganistán, no había sido adiestrado en diplomacia y carecía de conocimientos orientales. La desgracia no tardó en abatirse sobre él. Nada más llegar ofendió al emir al no desmontar de su caballo cuando lo encontró frente a la fortaleza. Esto le valió la reprimenda de uno de los asistentes de Nasrullah que le conminó a arrodillarse en señal de disculpa. Stoddart, viendo en ello una humillación, se negó, haciendo enfurecer al emir. Para colmo, las autoridades inglesas, subestimando la vanidad del tirano, no habían provisto a Stoddart de regalos y la carta que portaba no era de la reina Victoria (a la que Nasrullah Khan consideraba su igual) sino del gobernador general de la India). El previsible resultado de tal cadena de torpezas no se hizo esperar: el emir lo envió inmediatamente a las mazmorras.

La prisión subterránea que hoy los visitantes pueden visitar no es sino una versión limpia e higiénica del infierno que hubo de sufrir el inglés, cuando varios prisioneros se amontonaban en un nimio espacio rodeados de toda clase de insectos y alimañas regularmente alimentadas por los carceleros para que continuaran atormentando a los presos. Stoddart pasó tres años entre arrestos domiciliarios y estancias en aquel tenebroso calabozo. El inglés, de hecho, ni siquiera tuvo la suerte de languidecer en una de esas terribles celdas, sino en un pozo infecto y húmedo de 7 metros de profundidad, lleno de repugnante fauna local, de donde sólo se salía para morir ejecutado. De las paredes de una habitación adyacente habilitada como pequeño museo, cuelgan fotografías de desgraciados que sufrieron crueles castigos por faltas ridículas: latigazos por no observar estrictamente el ramadán; o encarcelamiento en las mortales celdas de la fortaleza por hablar mal de un personaje adinerado. Lo más escalofriante es que esto no sucedía en los crueles siglos de la Edad Media. Tales medidas se tomaban a finales del siglo XIX, poco antes de que los rusos conquistaran la región. Las caras de los reos plasmadas en las fotografías de las paredes reflejaban la miseria e indefensión que sufrían ante un sistema despiadado y arbitrario.

Finalmente, en 1841, apareció el capitán Arthur Conolly, enviado por el gobierno inglés para rescatar a un Stoddart demacrado y consumido por las enfermedades. Al principio sus relaciones con el emir discurrieron cordialmente hasta que los británicos fueron derrotados en Afganistán. Nasrullah, seguro entonces de que no podría recibir represalias de los británicos, mandó a Conolly a hacer compañía a Stoddart en el pozo. Transcurrieron seis largos meses en aquel lugar de pesadilla hasta que fueron sacados del agujero, obligados a desfilar delante de una enfurecida multitud congregada frente al Arca, forzados a cavar sus propias tumbas y finalmente decapitados.

La reacción en Inglaterra al llegar la noticia fue furibunda, pero el gobierno decidió olvidar el asunto. Amigos y parientes de ambos militares recaudaron suficiente dinero como para enviar a su propio emisario, un extraño clérigo llamado Joseph Wolff, con la misión de verificar las muertes de sus predecesores. El propio Wolff sólo escapó de la muerte gracias a que el emir lo encontró divertido vestido en sus ropajes litúrgicos. Pocos se dirigieron a Bujara tras toda esta colección de trágicos episodios. No sería hasta la conquista rusa cuando volverían a llegar los viajeros extranjeros para visitar aquella ciudad de ensueño.

Recorremos la fortaleza, hoy en proceso de rehabilitación integral, caminando por sus rampas y calles, visitando el patio que albergaba el palio bajo el cual se sentaba el emir a despachar los asuntos públicos y que servía también de lugar de coronación, el harén, la mezquita y las diferentes dependencias para la corte y el séquito del khan y que hoy han sido destinadas a albergar museos de poco interés.
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sábado, 2 de enero de 2010

Bujara: Islam y comercio en la Ruta de la Seda (1)


Llegamos a Bujara siguiendo la Ruta de la Seda desde Jiva, preguntándonos qué nos ofrecerá este antiguo puesto caravanero. Sabemos que desde el punto de vista de la arquitectura, se trata de un lugar fascinante aun cuando sus orígenes se remontan mucho más atrás de lo que se muestra a la vista, ya que toda la ciudad vieja fue reconstruida en el siglo XVI con el comercio en la mente de los gobernantes. La entrada a la ciudad por una avenida repleta de rascacielos se nos antoja un mal presagio. La influencia soviética parece omnipresente aquí y no para mejor. Por poner sólo un ejemplo, antes de 1920 esta ciudad albergaba el mayor bazar de Asia Central, que los soviéticos se encargaron de clausurar al tiempo que quemaban la biblioteca que la población había ido acumulando durante 700 años. Por fortuna, el espíritu tradicional de la ciudad ha conseguido retener todavía parte de su patrimonio cultural.

Bujara tiene una estructura concéntrica en cuyo núcleo se halla el casco histórico, extraordinariamente renovado, accesible y limpio, un conjunto arquitectónico y monumental como pocos en la Ruta de la Seda. Alrededor se extiende un anillo menos aseado, compuesto por un laberinto de casas de adobe o cemento de segunda calidad, cableado al aire y tuberías herrumbrosas, que es, claro, donde vive la gente. Las sinuosas callejuelas estaban sin asfaltar y por la noche no había iluminación, por lo que había que andarse con ojo para no meter el pie en charcos, arquetas o zanjas. Y de éstas últimas no andaban escasos. Todo un sector de ese laberinto estaba surcado de grandes trincheras sin protección en cuyo interior no era difícil caer. Parecían obras de renovación de algo, pero nadie trabajaba en ellas y ancianas cargadas con cestas y niños juguetones sorteaban la carrera de obstáculos con la elegante destreza que da la experiencia.

Cientos de niños, pelados para evitar la proliferación de piojos, corretean por las callejuelas, deteniéndose tan sólo para ver pasar a los pocos extranjeros que se internan en la tortuosa ciudad vieja y saludaban con un sonriente "¡hello!", probablemente la única palabra que sabían decir en inglés; ancianas sentadas a las puertas de sus casas intercambian estridentes gritos con sus vecinas mientras un delicioso aroma a comida se abre paso a través de ventanas y rendijas acariciando nuestro olfato.

Ya cerca de la Bujara histórica y al albur del renacimiento turístico de Uzbekistán, habían surgido no pocos hotelitos y bed & breakfast en la mejor tradición caravanera de la ciudad. Pero en lo más profundo del laberinto, los extranjeros continuábamos siendo una visión poco habitual. Caminábamos orientándonos con ayuda de una brújula y el mapa de la guía Lonely Planet. La primera resultó providencial, puesto que no había manera de obtener referencias en aquel hormiguero de calles sin nombre y de apariencia idéntica.



Al fin, sorteando una última zanja y franqueando un derruido muro de piedra, llegamos al corazón de Bujara y su parte más monumental. En la plaza a la que salimos, un nutrido grupo de niños (nótese que utilizo el género masculino. Las niñas no participaban de la diversión) disfrutaban del agua achocolatada que llenaba una de las piscinas que antaño abundaron en la ciudad. En la Bujara medieval existían muchos canales y hauz, piscinas públicas que servían de centro de esparcimiento y encuentro social, donde la gente se reunía para chismorrear, beber y bañarse. En el siglo XIX se contaban más de 200 hauz de piedra, cuyas nefastas condiciones higiénicas provocaron numerosas plagas. Los habitantes de Bujara se lavaban, bebían y hacían sus necesidades en la misma agua, contrayendo todo tipo de infecciones. No puede extrañar que la mayoría de los viajeros victorianos que llegaron aquí a finales del siglo XIX enfermaran durante su estancia, contaminados por las descompuestas aguas de canales y estanques. La esperanza media de vida de la población en aquella época apenas superaba los treinta años. El problema fue solucionado por los bolcheviques, quienes drenaron la mayor parte de las aguas y cubrieron los depósitos.

Durante dos días y medio, vagabundeamos al azar por Bujara, recorriendo las limpias calles, curioseando en los antiguos caravanserais y medersas, hoy ocupados por puestos para turistas y talleres de artesanos y echando un vistazo, con cierto disgusto, a la zona más puramente soviética.

La historia de Bujara se inicia 2.500 años atrás, pero sería la llegada del Islam la que le proporcionaría su edad dorada gracias a la afluencia de artistas y pensadores que la convirtieron en rival de Bagdad como imán cultural. Durante este periodo, que comprendió los siglos IX y X y durante el que ostentó el rango de capital de los persas samánidas, no menos de 300.000 habitantes vivían a la sombra de sus numerosas mezquitas y más de 250 medersas o escuelas coránicas. La biblioteca, que llegó a sumar 45.000 volúmenes, se convirtió en lugar de encuentro de poetas, filósofos, científicos y religiosos cuyos nombres eran conocidos a todo lo largo y ancho del mundo islámico.

Pero la gloria de los reinos humanos está condenada a ser efímera y en aquella ocasión fueron Gengis Khan y sus invencibles jinetes los que se ocuparon de demostrarlo. Arrasaron totalmente la ciudad que, sin embargo, encontró fuerzas para renacer a la sombra de otro asesino de masas, Tamerlán. Éste concentró sus esfuerzos constructivos en Samarcanda pero Bujara se benefició del auge de su vecina y en el siglo XVI, Abdallah Khan II, a la sazón gobernante de la ciudad -que para entonces había vuelto a recobrar la capitalidad-, supervisó la reconstrucción de los mercados de la ciudad de una forma racional y orientada no sólo a la belleza, sino al comercio. Los bellos edificios que nos rodean datan de esa época

Bujara no sólo volvió a reivindicar su papel de centro intelectual (contaba con 360 mezquitas y 80 medersas en cuyas celdas estudiaban 30.000 estudiantes venidos de todo el mundo musulmán); aquél, unido a su relevancia comercial dentro de las rutas caravaneras, le llevó al poder político. Dominaba un territorio que comprendía lo que hoy es Uzbekistán y Tayikistán, parte de Irán, Afganistán y Turkmenistán. Es importante destacar que aunque a raíz del irracional trazado de fronteras soviético Bujara se encuentre hoy en Uzbekistán, comparte con Samarcanda un alma persa. Buena parte de todos aquellos sabios y estudiantes que dieron vida a sus medersas, eran persas y aún hoy una parte no despreciable de la población es de etnia tayika, una raza persa que habla un dialecto del farsi. Aunque su pasaporte sea uzbeco, su identidad está mucho menos clara, incluso para ellos mismos.

En la plaza de Hoja Nurabad se levantan dos de las principales joyas de la ciudad. La mezquita de Kalon, con una capacidad de 10.000 personas, es la mayor de la ciudad. Las mezquitas en Asia Central originalmente seguían en su construcción las pautas de la casa de Mahoma, aunque el diseño fue cambiando con el tiempo. Lo más habitual es atravesar una entrada ricamente decorada, que conduce a un amplio espacio columnado, a veces abierto al aire libre y a una zona cubierta que sirve como sala de oración. El precepto musulmán de rezar cinco veces al día suele ser atendido por los fieles en las mezquitas de cada barrio, mientras que el viernes, el día sagrado, mucha gente suele acudir a la jami o mezquita del viernes, un templo de mayor tamaño. Ese fue el papel de la mezquita de Kalon durante siglos hasta que con la llegada de los soviéticos fue rebajada a la categoría de almacén, reabriéndose al culto de nuevo en 1991.

Enfrente, la medersa de Mir-i-Arab. Las medersas o escuelas coránicas son por regla general edificios sólidos y diseño práctico. Constan de dos plantas rectangulares con un enorme frontón ojival que puede doblar en altura al resto del edificio. El interior está presidido por un gran patio central rodeado de celdas en las que los estudiantes viven y se educan durante cinco años, memorizando el Corán y las leyes islámicas. Aunque en la actualidad muchas medersas han perdido su función original reconvirtiéndose en elegantes "centros comerciales" cuyas celdas han pasado a estar ocupadas por tiendas de souvenirs para turistas, la Mir-i-Arab ha venido desempeñando su labor ininterrumpidamente desde su apertura, incluso durante el periodo comunista.

Dado que es un edificio vivo, los turistas no pueden pasar más allá de la entrada, a ambos lados de la cual sobresalen dos cúpulas de color turquesa, el color de los turcos, un color inventado en Asia Central y que también tiñe el perfil urbano de Jiva o Samarcanda. El trasiego es continuo; jóvenes tocados con el típico gorrito islámico cubriendo su coronilla (de diferente color según su grado de avance en los estudios) entran y salen de sus clases dedicadas a desentrañar los secretos del Corán bajo la supervisión de ancianos mullahs. Cinco veces al día cruzan la plaza para entrar en la mezquita Kalon, orar y regresar a continuación, bromeando y charlando despreocupadamente, como hace cualquier grupo de estudiantes en todo el mundo. Vienen de todas partes del país, e incluso de las naciones colindantes, donde la religión musulmana carece de cualquier tipo de ortodoxia, supeditada a otras tradiciones nómadas.

Ambos edificios, mezquita y medersa, se miran el uno al otro, como si cada cual fuera un reflejo de su vecino, en una tradición arquitectónica muy extendida en estas regiones. Es el corazón religioso de Bujara, la que fuera "Pilar del Islam", un corazón que, como ya hemos ido apuntando, quedó gravemente herido con la llegada del comunismo ateo; las escuelas coránicas fueron clausuradas, algunas de ellas derribadas, y tan sólo se permitió reabrir una en el periodo estalinista, siempre bajo el control del Estado, para ganarse el apoyo de la población nativa en la lucha contra el invasor alemán. En los años veinte se prohibieron el ayuno del Ramadán y la peregrinación a la Meca. La poligamia, el velo y la escritura árabe –que es la del Corán- fueron asimismo puestas fuera de la ley. Todas las tierras propiedad de las diferentes congregaciones, ya fueran cristianas, musulmanas, judías o budistas, fueron confiscadas y los tribunales islámicos cuyo derecho se basaba en la sharia o ley coránica, desmantelados.

De 1932 a 1936, Stalin ordenó una limpieza religiosa en Asia Central en virtud de la cual las mezquitas fueron cerradas y demolidas y los mullahs arrestados y ejecutados con acusaciones de saboteadores o espías. A principios de la década de los cuarenta sólo 2.000 de los 47.000 mullahs seguían vivos. El control de los lugares santos y educativos que no fueron destruidos se pasó a la Unión de los Ateos, que los transformó en museos, salones de baile, almacenes o talleres.

Durante la Segunda Guerra Mundial las cosas mejoraron un poco. En 1943 se crearon cuatro “Directorios Espirituales”, cada uno dirigido por un mufti o líder religioso; algunas mezquitas se reabrieron y un puñado de mullahs estrechamente vigilados recibieron autorización para llevar a cabo su peregrinación a Arabia en 1947. Pero en el fondo, las cosas seguían igual. Cualquier actividad religiosa practicada fuera de las mezquitas oficiales estaba estrictamente prohibida. A principios de los sesenta, bajo el gobierno de Kruschev, se cerraron otras 1.000 mezquitas en Asia Central y la situación en la era de Gorbachov era todavía peor: sólo permanecían abiertos entre 150 y 250 templos y dos medersas –una de ellas, la Mir-i-Arab de Bujara.

Tras la violencia étnica desatada en el valle de Fergana en 1989 y 1990, las autoridades soviéticas decidieron flexibilizar su postura y permitieron la construcción de nuevas mezquitas y, desde la independencia de las repúblicas centroasiáticas, aquéllas han surgido como champiñones financiadas con dinero iraní o saudí, sirviendo no sólo como centros religiosos sino también como canalizadoras del descontento político, algo a lo que el gobierno de Uzbekistán teme por encima de todo, temeroso de un integrismo islámico que pudiera desestabilizar el país y arrebatarle el poder absoluto que ahora ostenta. Las autoridades se encargaron de cerrar la mayoría de medersas que los habitantes habían reabierto creyendo que el nuevo gobierno respetaría sus libertades. Y así, una población ilusionada con los nuevos tiempos de independencia, se desalienta viendo cómo sigue sin tener libertades, con un cambio de forma, pero no de fondo, con el agravante de la disminución del poder adquisitivo.

Hoy existen medersas para hombres y mujeres. Eso sí, la religión no se enseña en las escuelas estatales. A la edad de los nueve años, los niños que así lo desean -más bien sus padres- acuden a la medersa, donde se les enseña una variedad de asignaturas: el Corán y los Hadij, por supuesto, Filosofía, Álgebra, idiomas, Historia... En caso de que quisieran seguir estudiando esta especie de "carrera religiosa", pueden continuar haciéndolo en la Universidad Islámica de Tashkent, al término de la cual podrán servir en el ámbito religioso como imames al frente de una mezquita o algún otro cargo religioso. Toda la estructura está dirigida por un Consejo de Imames que, a su vez, elige al Imam de Uzbekistán, quien cuenta con total autonomía en cuanto a interpretación doctrinal, fijación del calendario religioso, etc, con independencia respecto a las decisiones tomadas por otros países o autoridades religiosas.
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