span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: noviembre 2010

viernes, 19 de noviembre de 2010

Kata Tjuta: la puerta al mundo del Sueño


Tras cuatro días conduciendo por las polvorientas y solitarias pistas del desierto australiano, nos detuvimos muy temprano por la mañana para contemplar en la lejanía, tras una temblorosa sábana de calima, la silueta rocosa de Kata Tjuta. Aquí comienza la Australia turística, la Australia Central, un lugar que bajo su desolado aspecto esconde un sinnúmero de sorpresas y contrastes, donde la vida salvaje transcurre de noche, las sequías devastadoras se alternan con esporádicas e intensas lluvias que inundan las carreteras y en el que a las sofocantes temperaturas veraniegas suceden en invierno heladas nocturnas.

En un cielo completamente despejado, un grupo de budgerigars (una especie local de periquitos) evoluciona rápidamente dejando una estela de verde y amarillo que contrasta con el rojo de los impresionantes bloques rocosos que ocupan 36 kilómetros cuadrados del Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, el lugar más visitado de Australia. El por qué de su popularidad es fácil de entender: las fenomenales formaciones geológicas de Ayers Rock (Uluru), a 32 km de distancia, con sus texturas, colores e imponente perfil recortado sobre un horizonte vacío, son sin duda uno de los paisajes más impactantes de la Tierra.


¿Cómo ha aparecido este escenario tan espectacular? La historia geológica de esta enorme región –una historia que se extiende a lo largo de 1.000 millones de años- es la clave de la respuesta. Nuestras vidas son meros destellos en una escala temporal de dimensiones que escapan a nuestra comprensión. La escasez de plantas y estratos geológicos en la mayor parte del territorio hacen que las rocas primigenias se encuentren muy próximas a la superficie, tanto que en puntos como Kata Tjuta surgen del suelo de manera espectacular, como ballenas saltando del agua, enseñando cicatrices que nos hablan de su historia de 500 millones de edad.

Pero los cam
bios que ha experimentado esta desértica región no sólo han venido de la mano de la geología y su lento pero imparable proceso. El hombre ha generado transformaciones mucho más rápidas: el movimiento relativamente reciente de población no aborigen a Australia Central supuso la introducción de nuevos animales y nuevas estrategias de organización y explotación de la tierra; gran parte del territorio fue convertido en tierras para el ganado; se descubrieron yacimientos minerales y aparecieron núcleos urbanos permanentes para atender a esta nueva industria. Blancos y aborígenes se encontraron, cruzaron sus caminos, combatieron y se mezclaron, pero el modo de vida de los segundos fue interrumpido. Los últimos en llegar aquí hemos sido nosotros, los turistas, cuya invasión ha propiciado la protección formal del territorio y el establecimiento de la necesaria infraestructura para atender sus necesidades.

Las Olgas (Kata Tjuta, “muchas cabezas” en la lengua aborigen), es un conjunto de 36 rocas en forma de cúpula redondeada cuyo origen era una sola piedra, diez veces más grande que Uluru y cuyas raíces se encuentran a cinco o seis kilómetros bajo la superficie. Con todo lo impresionante que resulta, sus días de vigor juvenil terminaron hace mucho tiempo y desde entonces se ha visto afectada por siglos de desgaste hasta convertirse en un laberinto de simas, valles y redondeadas masas rocosas c
uya altura máxima, el Monte Olga, alcanza los 546 metros.

La visita a esa fascinante maraña de rocas se limita a dos caminatas, en parte debido a anteriores problemas con turistas cuyas aptitudes físicas no se correspondían con su entusiasmo y que acabaron siendo auxiliados. Además, el este de Kata Tjuta, donde se pueden encontrar cuevas decoradas con pinturas rupestres, sigue siendo un lugar sagrado para los aborígen
es cuyo acceso está prohibido al público.

El sendero que atraviesa el Valle de los Vientos pasa por ser uno de los paisajes más fascinantes de Australia. Es un camino de 6 km que recorre un conjunto de formaciones rocosas de tono rojizo con abundante vegetación de un contrastado color verde. La primera parte del camino culmina en un alto (Karingana Lookout) desde el que se domina una preciosa vista del valle. Desde aquí nos damos cuenta de que el nombre que recibe el corazón de Australia, "Red Centre", el Centro Rojo, no está elegido al azar. Las rocas de la zona son rojas a causa del óxido de hierro presente en la arena, la piel de los habitantes “blancos” está teñida de una capa de polvo rojiza, el sol es rojo cuando se pone y cuando se levanta e incluso el pelaje de los canguros tiene ese color. Sólo al llegar al tropical norte del continente el verde sustituiría al rojo en nuestras retinas.

La ruta de Walpa Gorge, el otro acceso para los visitantes no aborígenes, recorre una cañada de un kilómetro entre dos de los afloramientos rocosos más grandes hasta un bosquecillo. El sendero, cómodamente tallado y aplanado (algunas zonas incluso cuentan con pasarelas de madera) se va estrechando a medida que las dos colosales paredes se van acercando hasta terminar en la garganta final, que flanquea el Monte Olga. La más pequeña de esa
s “cabezas” rocosas hubiera podido albergar cómodamente la mayor de las catedrales europeas. Su composición, muy distinta de la roca de fino grano de Uluru, se puede ver claramente en los grandes y a veces cortados cantos rodados que flanquean el camino. Miles de aves habían hecho de las oquedades de las paredes su hogar e iban y venían sabedoras de que los humanos no podrían acceder a sus nidos. Tras las escasas pero torrenciales lluvias, el agua permanece almacenada durante bastante tiempo en canales, grietas y depósitos resguardados del sol entre las rocas, por lo que el lugar se convierte en un refugio para la fauna –y para los aborígenes en tiempos de sequía-.

Ese carácter
de santuario para la vida salvaje y sus consecuencias para los humanos, reviste al lugar de un carácter especial para los aborígenes, que con el tiempo lo convirtieron en sagrado. El curso de la historia ha hecho que los hombres se agruparan para formar civilizaciones, compartir conocimientos y desarrollar tecnología; con ella llegaron los edificios y la vida religiosa que en tiempos lejanos se focalizaba en parajes naturales, pasó a refugiarse en el interior de templos, sinagogas, iglesias o mezquitas. La naturaleza perdió su espiritualidad a los ojos de unos hombres que cada vez vivían más alejados de ella.

Pero en el remoto continente australiano, sus habitantes continuaron habitando en la Edad de Piedra. No vivían junto a la naturaleza, sino con ella; y a ella asociaron sus necesidades espirituales y su interpretación del mundo.

Para los Anangu, la tribu que ha vivido aquí desde hace miles de años y que s
e consideran a sí mismos custodios del lugar, Kata Tjuta es mucho más que un bello paisaje. Cada una de las 36 formaciones pétreas representa un animal totémico, persona o alimento, que emergieron de la tierra durante el alcheringa o Tiempo del Sueño, el momento de la creación. Los narradores de historias anangu hablan de Wananpi, la serpiente ancestral que vive en la cima del Monte Olga, de los Liru, los hombres-serpiente venenosos; de Malu, un hombre canguro, y su hermana Mulumura, la mujer lagarto...

Pasear entre las rocas de Kata Tjuta es algo más que disfrutar de los brillantes colores y formas del Outback australiano. Con los ojos adecuados, el visitante entrará en el mundo espiritual de los pueblos aborígenes de Australia, probablemente el más antiguo de todos los existentes en la Tierra.
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lunes, 1 de noviembre de 2010

FUNICULAR DE TABLE MOUNTAIN: una puerta entre dos mundos


Hay pocas ciudades en el mundo con una localización tan espectacular como Ciudad del Cabo. Encajonada entre una impresionante formación montañosa y el Océano Atlántico, si se quiere disfrutar de la mejor vista de la urbe es necesario subir a la Table Mountain, el pétreo guardián de la ciudad.

El macizo de la Montaña de la Mesa, plano en su parte superior y uno de los accidentes geográficos más reconocibles del mundo, domina la Table Bay y la antigua colonia holandesa. Su punto más elevado, Maclear´s Beacon, alcanza los 1.113 m sobre el nivel del mar. Esta cumbre rectilínea mide unos 3 km de punta a punta y, en días claros, su perfil característico se divisa desde alta mar a más de 100 km de la costa.

La montaña presenta cuatro caras. El escarpado precipicio del norte y sus dos picos adyacentes se precipitan vertiginosamente hasta la ciudad. Por el lado occidental hay una serie de sierras abruptas y picos conocidos como los Doce Apóstoles. La cara del sudoeste, cubierta de bosque, se cierne sobre la pequeña y bella población costera de Hout Bay y su puerto. La vertiente oriental, por su parte, da a los barrios más antiguos de Ciudad del Cabo. La vida de los habitantes de la ciudad está en buena medida modulada por la montaña, puesto que ésta determina la distribución local de las precipitaciones: las zonas más occidentales de la península presentan un promedio de 460 mm anuales; las orientales, en cambio, unos 1.300 mm. Las cinco presas que hay en las zonas superiores son buena muestra de que la propia cumbre constituye un excelente lugar para recoger agua.

Por otro lado, Table Mountain exhibe sin pudor las señales de la erosión causada por los agentes atmosféricos; la barrera montañosa combinada con los vientos que soplan desde el sur crea una densa masa de nubes que cubre a menudo la cima y que los locales han bautizado con el nombre de Table Cloth, el mantel de la mesa.

Todo aquel que venga a Ciudad del Cabo debe realizar su peregrinaje a lo alto de Table Mountain. Existen más de 500 senderos que llevan hasta la cumbre, pero el modo más rápido y sencillo de realizar la ascensión es utilizar el Table Mountain Aerial Cableway, un teleférico que desde su inauguración en 1929 ha transportado a 20 millones de personas. En mi primera visita a Ciudad del Cabo para llegar a la base del teleférico en Tafelberg Road había tomado un pintoresco transporte urbano sólo apto para adictos a la adrenalina, uno de esos velomotores de tres ruedas con una enclenque trasera en la que, apiñados, cabían de manera inexplicable hasta ocho pasajeros en dos filas enfrentadas de a cuatro. Se pagaba por el destino, no por la duración del viaje, lo que significaba que el conductor era libre para dar más y más vueltas por la ciudad recogiendo y depositando nuevos pasajeros mientras su ágil cerebro hilaba rutas y destinos.

El alocado vehículo conducía a una velocidad de vértigo por las calles de Ciudad del Cabo, aparentemente ignorante de semáforos, señalizaciones, normas y tráfico, acometiendo con más optimismo que realismo las duras cuestas que descienden de Table Mountain, Lion´s Head y Signal Hill, los tres centinelas graníticos que dan forma a la ensenada de Table Bay. En una de aquellas cuestas, el motocarro, sencillamente, se caló y el conductor, impasible ante lo que parecía ser un suceso cotidiano, puso el motor en punto muerto y dejó que el vehículo se deslizara cuesta abajo para volver a tomar carrerilla y acometer de nuevo el obstáculo geográfico, esta vez con éxito si bien no con desenvoltura. Con los dientes apretados, rezaba para que de alguna de las calles adyacentes no surgiera un coche ignorante de que cuesta abajo se deslizaba un montón de chatarra relleno de seres humanos.

Y, en llano, el intrépido chófer era igualmente terrorífico: desconocía el significado de la palabra “carril”, circulaba a velocidades que yo jamás hubiera podido imaginar que un vehículo a tres ruedas pudiera alcanzar, tomaba las curvas como si fuera el único conductor de la ciudad, se acercaba a los coches y camiones que le precedían como si manejara un tanque y no una pulga mecánica… Por supuesto, en la parte de atrás no había cinturones de seguridad ni tampoco cierre del extremo posterior, por lo que en las cuestas arriba había que sujetarse con fuerza a alguna de las barras de la estructura para no ser engullido por la fuerza de la gravedad y salir disparado del motocarro. Fue una experiencia encantadoramente terrorífica y llena de sabor local. ¡Y mucho más barata que un taxi! (Siento no poder mostrar fotos de la vivencia, ¡estaba demasiado ocupado agarrándome con fuerza a cualquier cosa que tuviera a mano!)

En 1997, tras la instalación en el teleférico de nuevas y espaciosas cabinas circulares de cristal y un segundo tendido de cables, el viaje de cuatro minutos desde los 302 metros de altitud de Tafelberg Road hasta los 1.067 de la estación enclavada en la punta más occidental de la meseta es una espectacular experiencia que, gracias al progresivo giro de las cabinas sobre su eje, permite a los 65 pasajeros disfrutar de maravillosas vistas de todos los ángulos.

Aunque corto y cómodo, es un viaje que los débiles de corazón o los que padezcan de vértigo deberían pensarse dos veces. Por otra parte, esta fantástica obra de ingeniería no funciona los días de viento y, de hecho, en la meseta hay instaladas sirenas que avisan de la llegada repentina de fuertes rachas de viento y a cuyo sonido hay que refugiarse lo antes posible en el sólido edificio de visitantes por el peligro que suponen.

Aquellos que llegan a lo alto, bien con el funicular o bien a pie, son recompensados con vistas memorables: las calles y plazas de Ciudad del Cabo, el puerto y sus barcos, los Doce Apóstoles, Robben Island, en su día prisión de Nelson Mandela, la extensa abertura de False Bay hacia el este y la lejana cordillera de Hottentots-Holland surgiendo con tonos azul-grisáceos de la llanura costera. Más allá, siguiendo la península del Cabo, un estrecho dedo de centro montañoso que finaliza en los grandes acantilados del Cabo de Buena Esperanza.

Muy a menudo y de manera impredecible, las vistas quedan ocultas por el mencionado “mantel”, un mar de nubes vaporosas que se desploman desde la cima de la montaña hacia la bahía. Es entonces cuando la cima de Table Mountain puede adoptar un aire siniestro, casi amenazador. Se dice que esa especie de manto blanco esconde el espíritu del gigante inmortal Adamaster, derrotado tras rebelarse contra el dios griego Júpiter y desterrado a El Cabo. Otras leyendas sobre la montaña son menos clásicas y más bien producto de la imaginación local con una pizca de realidad. Por ejemplo, los capetonianos hablan de Antje Somers, un malvado “hombre del saco” que, vestido de mujer, asalta y roba a aquellos que osan aventurarse fuera de las sendas, dejándolos desnudos en las laderas barridas por el viento. El personaje de Antje probablemente está basado en alguien real y las abuelas todavía asustan con su nombre a los niños pequeños. Más alegre es Jan Hunks, un viejo pirata holandés que desafió al diablo a una prueba en la que ambos debían fumar sus pipas. El resultado fue la niebla.

La primera vez que visité este lugar, en 2002, lucía un espléndido sol y las vistas eran magníficas. En la segunda, el "mantel" blanco hizo pronto su aparición y apenas media hora después de llegar a la cima, nos encontramos sobre un enorme océano de nubes que hurtaba a la vista el formidable panorama. Caminamos un rato por los senderos abiertos en la meseta entre la vegetación de la cima, tan rica como poco llamativa en esa época del año. Las laderas que se abrían a nuestros pies y en la propia meseta son el hogar de 2.600 especies vegetales (tantas como en toda Norteamérica y casi toda Europa o Asia). La vida vegetal de El Cabo, llamada de manera genérica fynbos (que proviene de “fine bush”) son principalmente plantas de reducidas dimensiones, muy resistentes y de crecimiento lento, bien adaptadas a las sequías estivales y capaces de florecer en suelos pobres en nutrientes. En áreas equivalentes a un pequeño jardín se han llegado a encontrar 120 especies diferentes.

Al comprobar que la niebla se estaba espesando peligrosamente, optamos por tomar el funicular y descender. A diez metros por segundo, la acristalada cabina se zambullía en un inquietante limbo blanco que engullía los gruesos cables impidiendo que los asombrados pasajeros viéramos el punto final del estremecedor descenso.

El funicular de Table Mountain no es sólo una maravilla de la moderna ingeniería civil, sino una puerta entre dos mundos: de la ruidosa agitación urbana de una moderna metrópoli a un nítido entorno natural sometido al impredecible capricho de los elementos solo median mil metros y cuatro minutos.
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