
En Chile, la carretera panamericana discurre hacia el norte desde Santiago atravesando el Valle Central, una fértil llanura que en su parte más ancha sólo mide 70 kilómetros desde la falda de los Andes hasta la costa. Su prolífico suelo, formado a partir de los sedimentos arrastrados por las aguas de deshielo de los Andes a lo largo de millones de años, combinado con un suave clima mediterráneo, convierten a esta región en una gran huerta que abastece al país de fruta, vino y cereales. No puede extrañar que en esta franja se concentre el 75% de la población de Chile así como la mayor parte de la industria. Casi un tercio de los habitantes de esta región viven en Santiago, pero en el Valle Central también se localizan otras poblaciones importantes como Viña del Mar y mi destino, Valparaíso.
Desde el interior del cómodo autobús miro a través de las ventanillas la gran cordillera andina. Nunca se pierde de vista la casi infranqueable muralla de roca y nieve que aisla a Chile de sus vecinos orientales. Aunque Argentina se encuentra justo al otro lado, el túnel de los Libertadores, al nordeste de la capital, es el único paso practicable durante todo el año.
Hora y media después llego a la caótica y congestionada estación de autobuses de Valparaíso. Sus 275.000 habitantes ocupan una estrecha terraza labrada por las olas, sobre la que se elevan precipicios y escarpadas laderas. Las urbanizaciones que cubren las montañas circundantes se unen al centro por tortuosas carreteras, caminos empinados y ascensores (en realidad funiculares).

Comencé a caminar hacia la zona portuaria. Durante un buen rato no pude evitar pensar que

La plaza Victoria, rodeada de pastelerías y con un parquecillo de palmeras y araucarias en el centro, bulle de animación gracias a los numerosos colegiales vestidos de azul y gris, universitarios haciendo novillos y jubilados charlatanes. Algo más allá, las calles se estrechan y los edificios se elevan. Es el “distrito financiero”, donde se concentran bancos, navieras, compañías importadoras y, destacando sobre el resto, el sólido edificio de El Mercurio de Valparaíso, el periódico más antiguo de Chile. Se viene publicando desde 1827 y su sede data de 1903.

Las callejuelas desembocan en la plaza Sotomayor, hostil, sórdida y sin el ambiente relajado de otros espacios urbanos de la ciudad. Constituye el corazón de Valparaíso pero ello es solo por los edificios oficiales que cobija: la Primera Zona Naval, el monumento a los Héroes de Iquique, la Aduana Nacional y la estación Puerto. Carente de sombras, con un pavimento pulido que refleja la luz del sol y con una vía rápida que la separa del muelle Prat, no es un lugar en el que apetezca estar.
El muelle Pratt, frecuentado por los turistas gracias a sus tenderetes y la posibilidad de alquilar embarcaciones, forma parte de la importante zona portuaria de Valparaíso. El hecho de que el 90% del comercio exterior chileno entre por vía marítima y de que Valparaíso sea la ciudad portuaria más importante del país, da una idea de la intensa actividad que vive y vivió el gran puerto, al que se llegó a llamar, como dijimos, La Perla del Pacífico. Hurgando un poco en su historia se descubre que fue el primer muelle que se construyó en el país y que, en el siglo XIX, era la única base naval de Chile para su marina de guerra. En 1892 se levantaron los primeros almacenes francos y en 1910 se empezó la construcción del actual Puerto Artificial, con más de dos kilómetros lineales de frente de atraque y ocho sitios de carga.
La oficina de turismo se halla en el muelle Prat y allí tres desocupadas muchachas dejaron su animada conversación para dibujarme sobre un plano de la ciudad las rutas más pintorescas que recorrían los cerros de la parte alta. Las líneas de rotulador serpenteaban por el intrincado tapiz de callejuelas, pasadizos y ascensores que prometían, cuando menos, un interesante ejercicio de orientación.
Salí de la oficina y me alejé rápidamente del muelle y sus decepcionantes alrededores compuestos de edificios portuarios cubiertos de mugre, almacenes abandonados y un aire rancio de haber vivido tiempos mejores. Recordé que aun cuando Chile es un país seguro para el viajero, Valparaíso, como suele suceder en tantas y tantas ciudades portuarias del planeta, es la excepción. Las chicas de la oficina de turismo me recomendaron encarecidamente que no deambulara por la zona portuaria una vez hubiera anochecido.


El ascensor me lleva hasta el Cerro Alegre que, junto a su vecino Cerro Concepción, fueron declarados en 2003 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ambos fueron los preferidos de las colonias de ingleses y alemanes, que se esforzaron por darles vida y progreso, convirtiéndolos en lugares pintorescos y elegantes. De forma muy sutil, los británicos introdujeron sus costumbres y construyeron elegantes mansiones con jardines y huertos, iglesias, colegios y hospitales de indiscutible sello británico. La mejor receta para conocerlos es caminar por sus paseos y dejarse sorprender.

Aquí la ciudad muestra su aire nostálgico, sereno, como si una burbuja la


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