span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: octubre 2011

lunes, 24 de octubre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (3)


(Continúa de la anterior entrada)

El presidente llamaba a su política internacional “neutralidad positiva”, en honor de la cual estaba levantado aquel hortera Arco de la Neutralidad. En la práctica, además de la expulsión de las tropas rusas que debían defender las amenazadoras fronteras de Irán y Afganistán (algo que no gustó nada en el Kremlin) esta política significaba un aislamiento que reflejaba la xenofobia y la suspicacia de los antepasados nómadas. Las restricciones en la obtención de visados hacía difícil que los extranjeros, incluidos los ciudadanos de otras antiguas repúblicas soviéticas, visitaran el país, mientras que los nativos que querían viajar al extranjero se encontraban con grandes barreras burocráticas. Eran pocos los periodistas extranjeros y miembros de organizaciones benéficas a los que se permitía entrar y no vi occidental alguno en Turkmenistán aparte de nuestro reducido grupo. Turkmenistán es uno de los lugares en los que me sentí más aislado del mundo exterior, más extranjero.

“Neutralidad positiva” también significaba enfrentar a un país con otro país o a una compañía con otra compañía. Aquí todo el mundo –los israelíes, los iraníes, las compañías de petróleo, etc.- trabajaba en proyectos y contribuía activamente a fomentar la egolatría de Turkmenbashi. Turkmenistán era el único país donde israelíes e iraníes trabajaban juntos en proyectos de petróleo y construcción. Se decía que el presidente tenía 12.000 millones de dólares en cuentas privadas de bancos europeos por motivos de “seguridad nacional”. "El presidente es un niño de oro como el de la estatua. Vive en un mundo imaginario. No tiene vida personal. Su esposa vive en Moscú. Sus hijos también residen en el extranjero. No se sabe si quiere realmente a alguno de los que están junto a él" leí en una declaración de un funcionario anónimo en un artículo sobre el país en la página web de la BBC.

Su "neutralidad" convivía con su odio a las ONG –de hecho, las prohibió- y su expulsión de todos los grupos pro derechos humanos, asociaciones religiosas y de defensa del medioambiente. Rechazó la ayuda del FMI o préstamos del Banco Mundial, porque si aceptara el dinero tendría que poner sobre la mesa su propia información financiera. Y ese es su gran secreto.

Jo y yo nos encaminamos hacia el Mercado Ruso, una insulsa construcción de hormigón a dos niveles, pintada de blanco y en cuyo interior los comerciantes turkmenos de los alrededores ofrecían sus mercancías en hileras de mostradores ocultos bajo el peso de una rica variedad de productos. Los mercados asiáticos son simplemente espectaculares, una explosión de colores, formas, sonidos y olores. Y el de Ashagabat, además, constituía el único signo de vida, de realidad, que hasta el momento habíamos visto en la capital. Mujeres de rostros moldeados por la edad y la vida, vestían sus atuendos tradicionales y envolvían su cabeza en un pañuelo (sin significado religioso en absoluto) multicolor. Panes, frutas, carne, dulces, hortalizas, caramelos, yogures, tartas... se exhibían con gusto y vistosidad sobre los mostradores de cemento soviético. Por supuesto, tampoco faltaban varios tenderetes dedicados exclusivamente a la venta de alcohol, principalmente en la forma de vodka.

La mezcla de gentes era también llamativa. Junto a los turkmenos puros, deambulaban los rusos
que habían permanecido aquí tras la independencia. Así, las chicas turkmenas, de delicados rasgos a mitad de camino entre lo turco y lo mongol, se cruzaban con esbeltas rusas de pelo rubio, mejillas sonrosadas y ojos azules. Patriarcas de barba canosa y llamativo gorro de lana de oveja observaban indiferentes a enormes rusos de mirada inyectada de vodka. Las mujeres vestían los largos trajes tradicionales, de color rojo vino o verde, largos hasta los tobillos, de escotes cuadrados. Incluso las chicas jóvenes y las estudiantes hacen gala de ese atuendo por encima de las ropas occidentales, con sus largos cabellos de un negro brillante cuidadosamente recogidos en largas trenzas. Me pregunto si es algo espontáneo, un deseo voluntario de conservar las tradiciones, o producto de la política de creación de una identidad turkmena por parte del Gran Padre Turkmenbashi. Al mismo tiempo, las rusas deambulaban con vertiginosos escotes y faldas o pantalones que apenas eran suficientes para cubrir unos pocos centímetros de carne, luciendo sus encantos sin vergüenza alguna.

Acerca de quiénes son los turcomanos, hay una gran laguna entre el hecho histórico y literario y lo que el gobierno de aquí declara. Aunque los intelectuales nativos conocen la verdad, tienen que seguir recitando otros “hechos” que a veces son disparates, como que los turcomanos son el principio de todas las cosas, o que los turcomanos descubrieron América, por ejemplo. La verdad es que, como los turcomanos eran nómadas, siempre estuvieron en estrecho contacto con otras culturas: la helenística, la parta y la persa. Así, es imposible saber exactamente qué elementos de su idiosincrasia son turcomanos y cuales no.

Bajo un sol de justicia seguimos recorriendo el centro de esta extraña ciudad, en la que, fuera del mercado, no parecía haber actividad. Todo parecía nuevo, reluciente. El amplio monumento a los caídos en la II Guerra Mundial estaba precedido por una avenida de luminosos baldosines y flanqueado por fuentes de agua azul celeste que ayudaban a refrescar el ambiente. Unas mujeres de edad, caminando encorvadas y armadas tan solo con unas escobas hechas de ramas secas unidas por una cuerda, se esforzaban en limpiar hasta la última brizna de hierbecita del suelo. Los azulejos estaban tan limpios que sus reflejos les hacían parecer mojados. Ni un grafitti, ni una mancha, ni un papel arrugado arrojado por alguien, ni un chicle.... en definitiva, ni una huella de presencia humana.

El monumento en sí era bastante feo, heredero de lo peor de la estética soviética: una especie de concha metalizada en cuyo interior se alzaba un conjunto escultórico de bronce oscuro, presidido por un adusto soldado de formas rotundas, a cuyos pies temblaba la inevitable llamita. A ambos lados, se habían levantado unos delgados pilares de estilo islámico rematados por una media luna dorada. Al menos, habían tenido el detalle de rodear el complejo con estanques, surtidores de
agua y jardines. El horizonte, en cualquier dirección, estaba presidido por grúas y edificios, unos en construcción y otros flamantemente nuevos. Turkmenbashi estaba derribando, literalmente, la ciudad soviética y construyendo su propia maqueta utópica, un escaparate que pretendía impresionar a los ejecutivos y hombres de negocios de otros países. Y lo cierto es que aquello resultó ser totalmente inesperado. Cuando se menciona a alguien Turkmenistán, se piensa inevitablemente en guerras, minas, soldados por doquier, montañas resecas, paisajes inhóspitos, ciudades decrépitas... Esto es debido a que asociamos el nombre de todas estas repúblicas con el de Afganistán. Pero Ashgabat, sin duda, se acercaba más a Las Vegas que a Kabul, aunque el entusiasmo y la vitalidad del pueblo no pareciera cumplir las expectativas del desvarío arquitectónico de Turkmenbashi.

Atravesamos grandes avenidas arboladas. “Construiré un bosque en el desierto”, había prometido Niyazov. Durante su estancia en Rusia, le habían fascinado los bosques de pinos, y en ellos había recibido su inspiración; los echaba de menos aquí, entre las piedras y las dunas. Turkmenistán –un país de llanuras azotadas por el viento del desierto y barrancos calcinados por el ardiente sol- merecía un bosque.

Había ordenado plantar cientos de miles de árboles jóvenes; y aunque ya tenían un metro y medio de altura y el plan continuaba, por el momento había sido un fracaso. Existen especies resistentes a la sequía –ciertos cipreses, álamos, esos árboles retorcidos que se pueden ver en Patagonia o la provincia china de Xinjiang-. Pero los abetos Douglas y los pinos blancos, tan queridos por Niyazov en sus días rusos, lo estaban pasando realmente mal. Se habían plantado en larguísimas filas en el centro de Ashgabat y en grandes concentraciones en las afueras de la ciudad. Se habían construido sistemas de irrigación para mantenerlos bien abastecidos, pero, sencillamente, eran las especies equivocadas. Habían sido cocidos por el sol, azotados por el viento y un tercio de ellos ya mostraban ese color rojizo que anuncia la muerte vegetal.

No solamente los árboles luchaban por sobrevivir. Tras los edificios de hormigón se parapetaban los turkmenos, huyendo de una nebulosa existencia. Tras aquellos muros de aspecto deshabitado sobrevivían ancianos rusos conscientes de que su vida no había servido para nada, familias turkmenas hacinadas en pequeños y decadentes apartamentos, hombres y mujeres que preferían olvidar su existencia escondiéndose en el vodka o la droga, dispuestos a vagar en un espacio entre el vacío y la cruda realidad, restos de un naufragio ideológico colosal.

Más allá, entramos en un amplio parque con fuentes, canales por los que el agua se desliza suavemente en pequeñas cascadas, estanques cristalinos, farolas de diseño y escalinatas regias. La ironía era que en ninguna parte parecía haber un sitio donde sentarse, algún banco. El sutil mensaje era: sigue andando, no te pares. Destacando sobre el resto se levantaba un espectacular conjunto arquitectónico dedicado a otro símbolo del nuevo Turkmenistán, una nueva muestra de afirmación nacionalista en un país que jamás ha tenido una: los caballos turkmenos, los llamados caballos Ahalteke, tenidos por los mejores del mundo. Antepasados de la famosa raza árabe española, eran capaces de cabalgar sin parar de la mañana a la noche sin apenas comer ni beber.

Son animales espléndidos, de una alzada espectacular. No me extraña que, cuando Stalin impuso las granjas colectivas, muchos criadores prefirieran liberar a sus caballos antes que entregarlos a la Administración soviética. Los animales cabalgaron entonces en busca de pastos y algunos lograron readaptarse a la vida en libertad. Al parecer, aún quedan algunas pequeñas manadas galopando libremente por los valles más altos y perdidos de las montañas de Asia Central.

Además de ser formidables atletas, rápidos y nerviosos, están dotados de una gran inteligencia y su piel es lustrosa y brillante. No es de extrañar que siguieran siendo, igual que hace dos mil años, codiciados regalos de Estado al más alto nivel. Mandatarios como John Major, François Mitterrand o Boris Yeltsin poseían ejemplares de esa raza, que las tribus turcomanas han criado siempre con el mayor esmero. En la actualidad, se les alimenta de forma totalmente natural, a base de hierba y avena, están sometidos a una rigurosa selección por líneas, linajes y edades. Los mejores ejemplares pueden alcanzar precios muy altos en el mercado internacional, de hasta 30.000 euros.

Sobre una plataforma levantada en lo alto de un conjunto de seis estanques escalonados, una decena de caballos aparecen representados en diferentes poses. Es una estatua bonita, inusual por cuanto su motivo es un ser vivo diferente del líder político, el prohombre de rigor o el general victorioso. Desde lo alto de la colina en la que se alza el conjunto, dominamos el panorama circundante. Resulta difícil de creer, pero no se ve ni una sola persona. Ni una madre paseando a sus hijos pequeños, ni un trabajador de paso, un cuidador, un borracho solitario, o un jubilado. Nadie, ni un alma. Era como una ciudad fantasma, con preciosos jardines y edificios sacados de una deformada visión de las Mil y Una Noches, pero sin nadie para disfrutarlo.

En la parte trasera del monumento, una rampa con escaleras flanqueada de mástiles coronados
por la bandera turkmena, llevaba directamente a una horrenda estatua del presidente Turkmenbashi, una figura recubierta de oro situada sobre un pedestal de mármol rosa del que surgían cascadas de agua. La egomanía de este sujeto parecía no conocer límite alguno.

(Finaliza en la siguiente entrada)

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