
(Continúa de la anterior entrada)
Volvimos al hotel caminando bajo el intenso sol. A nuestra izquierda, en el sur, se vislumbraba una cadena de montañas, una alfombra fabulosamente intrincada de color té, que se extendía hacia las cumbres en pliegues delicados. Era el Kopet Dag –literalmente, “conjunto de montañas”- que alcanzaba más de tres mil metros de altitud y formaba la frontera entre Turkmenistán e Irán, entre los desiertos calinosos, llanos y monótonos de Asia Central, en el norte, y las impresionantes montañas y altiplanicies de Oriente Próximo, en el sur.
La amplia avenida de salida de la ciudad -a pocos kilómetros se encuentra la frontera con Irán-

En el hotel, aproveché para sentarme en la soleada terraza de mi habitación para disfrutar de la brisa que venía de las montaña. Encendí la televisión. No tardé en apagarla tras descubrir horrorizado que la programación estrella era una de las reuniones televisadas del consejo de ministros de Turkmenbashi. Niyazov las presidía con el aire de un maestro de escuela. Los ministros se ponían en pie nerviosamente cada vez que su líder les interpelaba. Si lo juzgaba oportuno, no dudaba en reprenderlos en público. Hacía poco, había expulsado a uno, gritándole amenazadoramente frente a las cámaras de la televisión: “¡Y jamás volverás a encontrar trabajo en este país!” (no pude evitar pensar lo refrescante que resultaría ver eso en nuestros canales de televisión con nuestros propios ministros). Últimamente, había decidido teñirse el pelo y hubo que sustituir de la noche a la mañana los más de 250.000 carteles que ocupaban todos los

Era todavía pronto, así que decidí salir y darme otro paseo hasta el mercado. Descubrí otra


El gobierno, paranoico hasta el final y heredero de algunas de las peores costumbres del régimen soviético, enviaba a sus jóvenes con becas a Estados Unidos para que cursaran allí sus estudios. Su vuelta estaba asegurada por cuanto las familias pasaban a ser rehenes no oficiales. A su vuelta, el gobierno los empleaba como funcionarios de diferente cualificación y entre sus tareas se encontraba el leer todos los emails que entraban y salían de los servidores del país y escuchar y leer conversaciones y correspondencia.


El Rukhnama es un pesado libro sobre historia personal, extrañas tradiciones turkmenas, genealogías, cultura nacional, sugerencias culinarias, propaganda soviética, fanfarronerías megalomaníacas, promesas enloquecidas y sus propias poesías, una de ellas comenzando como “”Oh, mi loca alma…”. El libro contiene más signos de exclamación que un anuncio de “¡hágase millonario en diez días!”, con el cual tiene mucho en común. Parece que lo consideraba como una especie de Corán, una guía personal para los turkmenos que, como diría Mark Twain, no era más que “cloroformo impreso”, un tostón insoportable.
En esta exposición confusa y ecléctica, Niyazov retrocedía 5.000 años (o eso decía) y afirmaba:

El subtítulo del Rukhnama (entonces llamado el Sagrado Rukhnama) podría ser “La Segunda Venida”, aunque su auténtico subtítulo es “Reflexiones sobre los valores espirituales de los Turkmenos”. Niyazov enfatiza que él es una especie de reencarnación de Oguz Khan, poderoso y sabio, y para probarlo ha bautizado ciudades y montañas, ríos y calles, con su nombre. Ha ordenado que el turkmeno sea escrito en caracteres latinos y afirmado que, como ha dedicado su vida a hacer de Turkmenistán una gran nación, debería ser su presidente por el resto de su vida.
Más tarde en el Rukhnama, se pone sentimental sobre su madre y las madres en general, lo que acaba convirtiéndose en un programa para venerar la maternidad. “La madre es un ser sagrado… Uno puede comprender el valor de lo sagrado sólo después de haberlo perdido” (él era huérfano). Después pasa a explicar que el padre proporciona soporte material, pero que la madre da amor.

Páginas y páginas de esto, la mayoría autolaudatorias. A su sonrisa debía Niyazov mucho de su

A la orden de Niyazov, su libro era estudiado en todas las escuelas de Turkmenistán. Se exigía un profundo conocimiento del mismo para entrar en la universidad y para progresar en el funcionariado. Aquellos oficiales de inmigración que atemorizaban a los recién llegados al país en el aeropuerto difícilmente comprendían los entresijos de lo que hacían, pero probablemente podrían haber citado: “Una sonrisa puede hacer que un enemigo se convierta en amigo”. También es cierto que nadie sonreía en el aeropuerto.

Una significativa omisión de todas las ediciones del libro (del que se imprimieron más de un millón de copias en más de treinta lenguas, incluyendo zulú y japonés) es cualquier mención al intento de asesinato que sufrió en 2002. En aquel año, en lo que pudo haber sido un golpe de Estado fallido, casi murió cuando le dispararon en su comitiva motorizada a través de la ciudad. Esto resultó en una ola de represión, los responsables y sus colaboradores fueron arrestados, ejecutados o encarcelados. Familias enteras fueron a parar a las cárceles y nunca se volvió a saber de ellos. Los rumores decían que habían sido sus propios ministros los que habían planificado el magnicidio y el plan hubiera sido secuestrarlo, tomarlo como rehén y deponerlo en lugar de matarlo.
¿Cómo es posible que no haya un movimiento de oposición, una resistencia que llame la atención del mundo sobre su causa? En primer lugar, claro, está el miedo. Un caso típico del que informaron fuentes extranjeras, fue el de Ogulsapar Muradova, 58 años, madre de dos hijas y reportera de Radio Free Europe. Fue arrestada, juzgada sin abogado en una sesión secreta y condenada a seis años de cárcel. En septiembre de 2006, un mes después de ser encerrada en Ashgabat, Muradova fue encontrada muerta en su celda (“herida en la cabeza”, dijeron los informes oficiales) y su cadáver devuelto a sus hijas.

A Turkmenistán le acechaba la desintegración. No era ni siquiera una “nación fósil”, como la cercana Georgia. Con cuatro quintas partes de su territorio invadidas por el desierto, la población del país está compuesta exclusivamente por clanes de invasores nómadas: los tekke en el centro (a los que pertenecían Turkmenbashi y sus ministros), los ersri en el sureste y los yomuts en el norte y el oeste. Pero vale más el actual estancamiento que el caos.

Y, ciertamente, a pesar de la aparente fiebre inmobiliaria, había estancamiento. El canal de Karakum se estaba obstruyendo por acumulación de sedimentos, lo que ponía en peligro el abastecimiento de agua del país. Se había reducido la educación obligatoria. Se habían cerrado todos los hospitales fuera de Ashgabat, reemplazando a miles de profesionales de la salud por conscriptos del ejército y había ordenado a los médicos del país jurarle lealtad a él en lugar de realizar el juramento hipocrático. No se gastaba dinero en infraestructuras; a pesar del espectacular despliegue en edificios hipermodernos, muchas casas y carreteras se hallaban en estado ruinoso. Si uno abría un pequeño negocio, al momento acudía un enjambre de recaudadores de impuestos que exigían sobornos a cambio de autorizaciones. No se veían multitudes, tráfico ni vida callejera. Pero, en cambio, había casinos y nightclubs nuevos, llenos de extranjeros que trabajaban en la industria petrolera y de mujeres rusas. Estas últimas probablemente pretendían salir del país a través del matrimonio.
A pocos kilómetros se hallaba Irán, un país con una fuerte tradición monárquica. Los ayatolás constituían una autocracia organizada, evolucionada e impresionante comparada con la de Turkmenistán. En Irán la democracia –en su imperfecta forma- fue posible porque la sociedad iraní era ya una sociedad refinada y avanzada. En cambio, los turcomanos nunca conocieron una forma de gobierno. Era la tierra de la anarquía.

El Turkmenistán de Niyazov merecía otros nombres. Quizá Absurdistán; o Chifladistán, un enorme manicomio dirigido por su interno más desequilibrado. Su capital, una mezcla de Las Vegas y Pyongyang, era un ejemplo de lo que ocurre cuando el poder político, el dinero, el nacionalismo, el vacío tradicional y la enfermedad mental se combinan en una sola paranoia.
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