span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: marzo 2009

martes, 31 de marzo de 2009

Beguinatos. testigos femeninos de la Europa medieval




Aunque hace tiempo que Brujas perdió su vitalidad mercantil y su influyente papel en el comercio internacional europeo durante la Edad Media, tras un periodo de letargo, la villa volvió a la vida gracias al turismo estival contemporáneo, que desplaza hasta aquí miles de turistas en excursiones de un día para intentar absorber algo de ese espíritu que hizo que el nombre de Brujas quedara inscrito en letras de oro en la historia del continente. Miles de visitantes llegan dispuestos a recorrer las encantadoras calles de una ciudad que parece congelada en el tiempo. Las plazas y las principales arterias bullen de grupos, cámara en ristre, apuntando a las pintorescas casas, los elegantes edificios civiles e incluso los escaparates de los comercios. Hacen cola para montarse en las barcas que les pasearán por los canales, en los carricoches tirados por caballos o para subir hasta lo alto del Bellfort, desde donde se disfruta de una excepcional vista de la villa.

Pero no muy lejos de la animada Plaza del Mercado, el ritmo se ralentiza para adaptarse a la serenidad que destila el Begijnhof, un beaterio superviviente del siglo XIII y máximo exponente de las antiguas casas de retiro medievales que aún conservan la mayoría de las ciudades flamencas..

Las beguinas eran religiosas sin votos, viudas o solteras que optaban por llevar una vida piadosa, basada en las enseñanzas evangélicas y centradas en la oración, las obras de caridad y el cuidado de pobres y enfermos, pero conservando su independencia. Rechazaban la clausura, trabajaban, gozaban de total libertad y vivían con sus familias o en comunidades, los beguinatos o beaterios. No tenían, sin embargo, votos de pobreza, y, de hecho, las mujeres a menudo provenían de familias acomodadas, ganándose la vida mediante sus labores textiles (encajes, por ejemplo) o gracias a benefactores que pagaban para que rezaran por ellos.

Las beguinas fueron un movimiento religioso femenino autónomo, lo cual les convierte en una rareza dentro de la estructura religiosa medieval. Aparecieron en Flandes en el siglo XIII, se dice que debido al desequilibrio de sexos que provocaron las Cruzadas: muchos hombres embarcaron a Tierra Santa, buen número de los cuales nunca regresaron. Otras guerras, revueltas y conflictos civiles agravaron aún más la situación. Sencillamente, la población femenina se encontró con la imposibilidad matemática de que no había hombres suficientes como para desposarse con todas ellas. Con pocas posibilidades de ganarse la vida por sí mismas, un buen número de mujeres solteras volvieron sus esperanzas hacia el camino religioso. A raíz de ello, conventos y abadías disfrutaron así de un periodo de prosperidad. Sin embargo, las estrictas reglas que imperaban en tales lugares y el hecho de que ante el número de solicitudes sólo aceptaran aquellas mujeres procedentes de cierto nivel social o económico eran admitidas, hizo que muchas decidieran dar forma a su propia solución. Estas mujeres unieron fuerzas para apoyarse mutuamente y establecieron comunidades religiosas, constituyendo un movimiento fundamentalmente urbano, relacionado con ciudades artesanales y mercantiles, que nunca contó con la aprobación de la iglesia, recelosa de su autonomía.

Los beaterios constan de un patio central ocupado por un jardín, rodeado de pequeños edificios, las viviendas de las beguinas o beatas. A menudo todo el conjunto está rodeado por un muro que le proporciona intimidad y alejamiento del trasiego urbano. En Brujas, el modesto jardín, la torre del palomar y las fachadas blancas, permiten adivinar cómo era la vida en estos recintos hace unos cuantos siglos. Incluso con el trajín turístico que registra la ciudad en los meses de verano, el jardín del beguinato consigue retener todavía su espíritu de retiro, aislamiento y paz espiritual. Al tañido matutino y vespertino de las campanas de Santa Isabel -hoy el recinto es un convento benedictino-, las puertas de las casas se abren dejando paso a las hermanas con hábito negro, que se apresuran por el césped camino de la iglesia; este rincón nos da entonces una imagen inolvidable, como captada a través de un portal hacia tiempos pasados.

El beaterio de Brujas, fundado en el año 1245, era el mayor de los diez con que contaba la ciudad, y en el siglo XIV llegaron a vivir allí unas 150 beguinas, aproximadamente la mitad de las que había en el municipio. Aunque el de Brujas es uno de los mejor conservados, Bélgica cuenta con una veintena de beaterios. Aunque fueron una institución extendida también por lo que hoy es la Francia nororiental, Holanda y Alemania, los más renombrados son los belgas, el conjunto de los cuales mereció su inscripción en la lista de Patrimonio de la Humanidad en 1998. La mayoría de ellos están habitados, si bien ya no por beguinas. Al comienzo del siglo XX había unas 1.500 beguinas en Bélgica pero la orden ha desaparecido de manera casi total.

Dos días después, a 47 km de distancia, nos encontramos con un Gante celebrando sus fiestas patronales. Las calles de la monumental ciudad se recuperaban de la juerga nocturna a medida que avanzaba el día. Al comenzar la tarde, familias y niños llenaban las ferias y atracciones emplazadas en las plazas de la ciudad. Pero cuando entramos en uno de los tres beaterios que aún sobreviven en la localidad, vuelve a invadirnos otra vez esa sensación de apartamiento, de armonía y equilibrio con una naturaleza esculpida y domesticada por manos pacientes. De mayores dimensiones que el de Brujas, este había sido convertido en una especie de suburbio céntrico de lujo. Las antaño humildes viviendas de las beguinas lucían hoy esa especie de aura que mezcla lo añejo con lo opulento que se manifiesta en puertas nuevas de sólida madera barnizada, tiradores de bronce y fachadas encaladas de rojo. Algunas de las casas estaban rodeadas por un elevado muro blanco, y en sus fachadas exhibían la fecha de construcción, que en algunos casos se remontaba a mediados del siglo XVII. No era difícil suponer que esas viviendas estaban muy bien acondicionadas en su interior y que la paz que se respira en el interior del beguinato es algo que en el mundo de hoy vale su peso en oro. Pero uno de sus mayores tesoros era la abundante vegetación de que disfrutaba todo el recinto, con rincones ajardinados, antiquísimos árboles, muros cubiertos de hiedra, rosales y aislados bancos de madera en los que sentarse a leer un libro y oír cantar a los pájaros. En el centro del beaterio todavía se levanta la iglesia, que en su día atendió a la comunidad de mujeres, y lo que parecen residencias eclesiásticas, éstas ya más modernas. Vivir hoy aquí requiere unos recursos económicos nada despreciables lo que, de algún modo, contradice el espíritu original del lugar.

Las beguinas, como hemos mencionado, no eran monjas: no tomaban votos, podían volver libremente al "mundo exterior", casarse y conservaban su patrimonio, si es que contaban con él. En el caso de que carecieran de medios, ni pedían ni aceptaban limosnas, sino que se mantenían realizando trabajos manuales o enseñando a los hijos de la adinerada burguesía mercantil. No existía una autoridad que dirigiera todos los beaterios, ni una regla fija establecida. Cada comunidad era independiente y vivía de acuerdo con sus propias normas, aunque en tiempos posteriores muchas adoptaron los principios de San Francisco.

Las comunidades eran tan variadas en su estructura y funcionamiento como la procedencia de sus componentes. Algunos beaterios sólo aceptaban damas de alta alcurnia; otras estaban reservadas a mujeres en apuros económicos; otras abrían sus puertas a todo tipo de personas. Éstas últimas eran las más populares. En este beaterio de Gante llegaron a convivir miles de mujeres, algo que no nos sorprende a la vista de las dimensiones del lugar.

Cuando la UNESCO decidió incluir los beaterios de Bélgica y Holanda en su lista de enclaves protegidos, no sólo tomó en consideración su carácter de ejemplos sobresalientes de planificación urbana combinando la tradición arquitectónica religiosa y secular, sino su papel de testimonio del especial papel que estas comunidades de mujeres jugaron en la cultura de la Europa del Norte medieval. Efectivamente, admirablemente adaptadas a las necesidades sociales y espirituales de su época, se extendieron con rapidez y pronto comenzaron a ejercer una considerable influencia en la vida religiosa del pueblo. Cada una de estas instituciones pasó a ser un núcleo de misticismo, cumpliendo el papel que los monasterios jugaban en el medio rural. A finales del siglo XIII todo núcleo urbano de cierta importancia contaba con su beaterio y las ciudades más grandes, como Gante, llegaron a contar con dos, tres o incluso más.

Poco a poco, a medida que transcurría el siglo XIII, empezaron a deslizarse de manera más pronunciada hacia el misticismo, haciendo menos hincapié en los trabajos artesanales y dependiendo de las limosnas. En algunos casos, este sesgo hacia una espiritualidad más profunda y libre les acarreó tragedias. Marguerite Porete, una beguina francesa, fue quemada en la hoguera de París en 1310. Fue condenada por la Iglesia acusada de ser un Espíritu Libre.

En el siglo XIV algunas de estas comunidades acabaron absorbidas por órdenes monásticas o mendicantes y otras derivaron hacia prácticas consideradas heréticas. En 1311 el papa Clemente V acusó a las beguinas de extender la herejía y fueron perseguidas bajo los papados de Juan XXII, Urbano V y Gregorio XI. Consiguieron la rehabilitación en el siglo XV, pero ya nunca alcanzaron su antiguo esplendor. Las guerras y conflictos religiosos que castigaron Europa en los siguientes siglos vieron cómo muchos de los beguinatos cerraban sus puertas y eran disueltos. En el siglo XX, sólo persistían los de Brujas, Lier, Malinas, Lovaina y Gante.

Hoy, la mayor parte de los turistas que traspasan las puertas de los beguinatos hasta los jardines rodeados de agradables casitas, lo hacen de manera apresurada y ciega al peso histórico de esos lugares. Sin embargo, el cuadro de la vida urbana, social y religiosa de las ciudades de los Países Bajos en la época en que éstas se convirtieron en centros de referencia europeos, no puede completarse sin esta valiosa figura, trazada y coloreada por generaciones de mujeres.
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Las islas Westmann: hijas del fuego








Tras pasar un par de días disfrutando del alegre cuadro impresionista del luminoso Reykjavík veraniego decidimos visitar un rincón de Islandia que fue testigo y víctima de una de las manifestaciones más espectaculares y dramáticas de la indómita naturaleza islandesa: las islas Westman. Un día soleado y radiante se combina con un mar en calma para que la travesía de tres horas y cuarto en el ferry desde Thorlákshöfn, a pocos kilómetros de Reykjavík, hasta la isla principal, Heimaey, sea deliciosamente tranquila y relajada. Nos cuentan que en un día menos benigno meteorológicamente la experiencia es de las peores que se pueden vivir en Islandia: incluso los avezados marineros sufren de mareos.

Las islas Westman constituirán una buena aproximación a la siempre desigual lucha entre la naturaleza y el ser humano, cuyo último episodio dramático en este rincón de la Tierra dio inicio no hace tantos años, un instante minúsculo desde el punto de vista geológico. La historia humana tampoco ha estado exenta de episodios dramáticos. En los primeros tiempos de asentamiento islandés, cinco esclavos irlandeses secuestraron y asesinaron a su amo, Hjörleifur Hrodmarsson, hermano del primer colonizador “oficial” de Islandia, Ingolfur Arnarson. Llevándose consigo un puñado de mujeres tan esclavas como ellos, botaron una embarcación y escaparon desde su granja cercana a la actual población de Vik hasta una de las islas que se vislumbraban desde la costa. Dado el carácter de los vikingos, no es extraño que la nueva vida de los esclavos llegara pronto a su fin. Dos semanas después de su huida, una partida de colonos-guerreros siguieron el rastro de los irlandeses hasta la isla y los exterminaron sin contemplaciones. Eso sí, el archipiélago quedó en adelante bautizado con su nombre, Vestmannaeyjar, "Islas de los Hombres del Oeste".

El archipiélago comprende 13 islas pequeñas y unos 30 peñascos rocosos que combinan la serenidad con las torturadas formas herencia de la violencia de su origen. Y es que las Westman son una de las últimas porciones del planeta creadas por actividad volcánica. De hecho, una de las islas, Surtsey, vino al mundo en una fecha tan reciente como 1963.

Aunque toda la zona ha sido escenario de erupciones volcánicas submarinas durante cientos de miles de años, los científicos estiman que la primera porción de tierra en emerger no lo hizo hasta hace 10.000 años y algunas de las islas tan sólo tienen 5.000 años de antigüedad, un suspiro en términos geológicos. De aquí las formas rugosas, el aspecto inhóspito y los acantilados escarpados repletos de caprichosas cuevas y oquedades hogar de miles de aves marinas (la mayor concentración de especies de Islandia) que van desfilando ante nuestros ojos a medida que el ferry se adentra en el pasillo que conduce al resguardado puerto de Heimaey, la única isla del archipiélago habitada por seres humanos.

Heimaey es también el nombre de la única población de la pequeña isla, habitada por 5.300 isleños acostumbrados al aislamiento, a un clima brutal y a una larga historia de desastres. Desde el desafortunado intento de los esclavos irlandeses, la isla había sido colonizada por los propios islandeses. La vida era dura, pero relativamente tranquila. Hasta que llegaron los piratas. Como si de una venganza por los ataques vikingos se tratara, los piratas ingleses castigaron a las islas durante casi un siglo. Pero las cosas podían empeorar.

Los turcos llegaron a las Westman en 1627 y ya entrado el siglo XX todavía se asustaba a los niños con los relatos de los sangrientos piratas que pasaron a cuchillo a 34 hombres y mujeres y se llevaron a 200 como esclavos. Aquellos que intentaron buscar refugio en los acantilados fueron abatidos como pájaros. Suma y sigue. Las epidemias azotaron Heimaey en los siguientes dos siglos y en 1783 la erupción del volcán Laki en Islandia exterminó a casi toda la pesca alrededor de las islas. Los isleños se vieron obligados a sobrevivir a base de correosas aves marinas y una raíz llamada hvönn. Y sobrevivir es la palabra adecuada, porque muchos murieron al intentar hacerse con ambos alimentos en los acantilados. Posteriormente, accidentes de pesca se cobraron numerosas vidas: en dos ocasiones, cuando la población de la isla era inferior a 350 personas, las tormentas enviaron a más de 50 hombres al fondo del mar en un solo día[1]. En el siglo XIX, alrededor de 100 pescadores se ahogaron en las frías aguas del Atlántico. Una nueva y dura prueba les esperaba en 1973.

Ninguna de estas tragedias parecía reflejarse en la tranquila población a nuestra llegada en aquel día soleado de agosto. Las calles apenas registraban animación. La serenidad parecía reinar entre las casas con tejados de brillantes colores. Pero bastaba levantar la vista hacia el este, hacia las negras arenas y rocas de los volcanes Eldfell y Helgafell, para tomar conciencia de la proximidad de la amenaza que pendía sobre las isla. Atravesamos rápidamente Heimaey para comenzar nuestra ascensión a la segunda de esas dos fisuras. Al principio del sendero un panel explicaba con detalle el drama que se vivió allí mismo en 1973. El 23 de enero de aquel año, una fisura de un kilómetro se abrió en el corazón de la isla sin ningún aviso y un río de lava fundida comenzó a avanzar hacia el pueblo. Los isleños abandonaron rápidamente sus domicilios ante la ardiente muerte que se les venía encima. Por fortuna, la flota pesquera de Heimaey al completo se hallaba atracada en el puerto aquella noche y todos los habitantes consiguieron ser evacuados. Nadie murió (a excepción de una persona que pereció asfixiada en el sótano de su casa víctima de los gases tóxicos que se depositan en los lugares más bajos). A lo largo de los cinco meses siguientes 33 millones de toneladas de lava surgieron de la fisura, amenazando con devastar por completo la indefensa isla. Cientos de toneladas de ceniza y bombas volcánicas cayeron sobre el pueblo, destrozando ventanas e incendiando casas. A principios de febrero, el gran temor era que la lava cerrase el puerto, la razón de ser de las islas. Sin el puerto, aquel pedazo de tierra emergida perdería su única fuente de ingresos. Nadie podría habitar Heimaey nunca más.

Se propuso bombardear la fisura para intentar cerrarla, pero el riesgo de que se convirtiera en una catástrofe mayor hizo desechar el plan. Tras algunos experimentos, el físico Thorbjörn Sigurgeirsson propuso el uso de mangueras de agua para enfriar la lava. Dos buques dragadores con cañones de agua comenzaron a echar 43 millones de litros diarios sobre la lava provocando que una nube de vapor ocultara la isla. Finalmente, la aparentemente disparatada idea del islandés, resultó un éxito: el puerto no sólo no se cerró, sino que la lava mejoró su cobertura, haciéndolo más resguardado. Bombas y mangueras trabajaron durante tres meses más para enfriar cinco millones de metros cúbicos de lava. La erupción terminó “oficialmente” en julio y los residentes comenzaron a regresar a sus hogares, algunos de los cuales habían sido invadidos por la lava. De hecho, asombra ver lo cerca del pueblo que el mortal río de fuego se detuvo: cuelga amenazadoramente sobre las últimas viviendas, enfriado a muy escasos metros de las casas, como un recordatorio de que a la Naturaleza no debe tomársela en broma. El inicio del sendero comienza con unos escalones tallados en el frente de ese río de lava, ya cubierto por musgo verde.

El ascenso no reviste mayor dificultad que la de la salvar una pendiente a ratos pronunciada y cubierta de oscuras cenizas volcánicas, todavía humeantes, que engullen nuestros pies. La vista desde la cima del Helgafell es espectacular. Desde su cresta, azotados por el viento, percibimos claramente la extensión de la erupción: buena parte de la isla está cubierta por una espesa capa de lava “fresca”, de cuyos resquicios todavía escapa humo. Un panorama similar al que debió reinar en nuestro planeta durante los primeros millones de años de su existencia. Nada menos que un 15% de superficie se añadió a la isla tras la erupción de 1973, modificando radicalmente su forma e introduciendo un nuevo pico volcánico sobre cuya pared nos encontrábamos.

Un corto paseo de descenso nos acerca a los retorcidos y ásperos campos de lava y rescoldos que se extienden, ya en “llano”, hasta el mar, en el sureste de la isla. Caminar entre esas rocas de violentas aristas no es fácil y las suelas de las botas se desintegran a ojos vista, pero no cabe duda de que merece la pena. Se trata de un entorno que parece extraído de otro planeta, una extensión de lava solidificada en torturadas formas entre las que se abren enormes oquedades y cuevas. Buscando un momento de reposo, nos detenemos brevemente en una caverna natural subterránea en la que ni siquiera se puede encontrar un asiento inofensivo: los elementos y la erosión no han tenido tiempo de limar las ásperas rocas que amenazan con rasgar, al menor descuido, cualquier tejido..

Nos dirigimos hacia el aeródromo para tomar una avioneta y volver a Islandia. Sentimos no contemplar el espectáculo que todos los años tiene lugar en Heimaey. Puntualmente cada año, entre ocho y diez millones de frailecillos vuelven a Islandia para poner sus huevos y criar a sus pequeños, tras una dilatada estancia en las gélidas aguas del Atlántico Norte, su hogar entre los meses de septiembre y abril. Durante la estancia en el mar, los frailecillos ostentan su vestimenta invernal, de un tono gris y apagado. A finales del invierno mudan el plumaje y no están en condiciones de volar hasta la salida de las últimas plumas. Es al principio de la primavera cuando los frailecillos están preparados para emprender el viaje hacia su destino. Así, a finales de agosto, miles de pequeños frailecillos procedentes de las islas vecinas caen sobre el pueblo de Heimaey atraídos por las luces y desesperados por encontrar comida. Sus padres han dejado de alimentarlos y necesitan ganar fuerzas para emprender su largo viaje migratorio. Para salvarlos de un trágico fin a manos de los gatos, perros o coches, los niños de Heimaey recorren las calles con cajas donde meten a las pequeñas aves. Al día siguiente, casi como si de un ritual se tratara, son liberados en la costa para que emprendan una exitosa carrera como ave marina (Aunque los frailecillos son platos apreciados en las meses islandesas, una especie de ley no escrita dice que los ejemplares jóvenes no deben ser comidos)

A su llegada a Islandia, los frailecillos, los “payasos de mar”, lucen su aspecto más vistoso: caras blancas, coloridos picos y ojos enmarcados en rojo. Habitan los abruptos acantilados cercanos al mar que les da sustento. En cada incursión a las riquezas del mar, estos avispados pescadores suelen capturar unos veinte pececillos con el pico, aunque el récord es de unos sesenta y cuatro. En el acantilado construyen sus nidos, profundas madrigueras excavadas en el interior de la tierra, donde la pareja de aves se turnará para incubar un único huevo al año. A lo largo de los treinta años que suelen vivir, vuelven fielmente al mismo nido, año tras año. Tal es su fidelidad que, tras la erupción de las Vestmann en 1973, muchas aves murieron cavando en la lava cuando intentaban llegar a sus antiguos hogares.

Fuera de nuestro alcance queda la más joven de las Westmann, Surtsey, una isla nacida del fuego y el mar. Antes del amanecer del 14 de noviembre de 1963, la barca pesquera Isleifur II se deslizaba por las heladas aguas del suroeste de Islandia, en el Atlántico norte, cuando, mientras los tripulantes lanzaban las redes para rastrear bacalao, una formidable ola la envolvió, haciéndola cabecear. Una vez recuperado el equilibrio, los pescadores vieron que del agua emanaba una larga columna de humo. El capitán supuso que algún navío se hallaba en problemas y se aprestó a ofrecer ayuda, pero al acercarse se dio cuenta de que aquello no era un bote en llamas, sino un volcán submarino en erupción que despedía vapor. Estaban presenciando las primeras etapas del alumbramiento de la isla de Surtsey.

La tripulación comenzó a temer por su seguridad, y la embarcación enfiló hacia el puerto entre nubes de ondulante vapor. Explosiones periódicas arrojaban al cielo masas de lava tibia. Tres horas después de la erupción inicial, la columna expulsada de ceniza y escombros era ya de 3.600 m de alto; en los dos días siguientes alcanzó los 15.000 y pudo verse en Reykiavik, distante 120 km al noroeste. El volcán subacuático desgarró 2,5 km2 del lecho oceánico hasta quedar apenas 130 m bajo las olas. La fricción entre las partículas de desechos generó destellos enormes en la oscuridad. Nuevas explosiones estremecieron el mar, poniendo en peligro a los navíos de paso. La repentina transformación de tanta agua en vapor desató otra cadena de estallidos submarinos tan intensos que el magma rojizo del centro de la Tierra se volvió polvo. Llegaron fotógrafos, periodistas y científicos del mundo entero para atestiguar el cataclismo, pero sólo lograron ser rociados con una mezcla de escoria, pómez y ceniza conocida con el nombre de tefra.

El 16 de noviembre, en el núcleo de la espesa nube, ya había comenzado a formarse y endurecerse una gran loma de roca; en un par de semanas ya podía verse una isla de 40 m de altura y 550 m de longitud. Un mes más tarde, cuando todo indicaba que el volcán se había apaciguado, un grupo de intrépidos periodistas franceses se aventuró en la isla, pero fue recibido por más pómez y ceniza hirviente, confirmación de que el territorio seguía creciendo. A fines de enero de 1964, la isla alcanzaba los 150 m sobre el nivel del mar y cubría un espacio de 2,5 km2. El gobierno la llamó Surtsey, en honor de Surtur, dios del fuego en la mitología nórdica. Los científicos sospecharon que su existencia sería breve, puesto que los materiales que la formaron, pómez y ceniza principalmente, eran suaves y poco aptos para resistir el constante batir de las olas y el viento durante los inviernos del Atlántico norte.

Surtsey habría desaparecido, efectivamente, si no hubiera hecho erupción un segundo volcán, pues, una vez fría y solidificada, la lava fundida que éste depositó en la tefra dio origen a una sólida superficie en el extremo norte de la isla. Finalmente, también del volcán original (Surtur I) fluyó lava, que no sólo aumentó la dimensión de la isla, sino que, combinándose con la tefra, fortaleció aun más la superficie, todo lo cual significó un firme escudo contra las brutales tempestades del Atlántico norte.

Pero, con lo espectacular que fue su nacimiento, lo más fascinante empezó cuando la erupción terminó, en 1967. Los 1.000 ºC de su superficie hacían que ningún organismo vivo pudiese sobrevivir sobre la recién nacida isla pero los biólogos sabían que la temperatura bajaría rápidamente y que entonces, en algún momento, podrían asistir a la llegada de la vida a un territorio virgen. Para su asombro, la colonización se produjo con una rapidez asombrosa: las semillas llegaron a la isla en el primer verano, llevadas por el viento, el mar y las aves. Las primeras plantas se detectaron durante el año siguiente, 1965, incluso antes de que la erupción de la isla hubiera cesado completamente. A finales de 1967 ya había cuatro especies vegetales establecidas allí alrededor de la costa.

Moscas y mosquitos fueron los primeros animales que aparecieron en la isla, seguidas de las focas, peces en las aguas circundantes y gaviotas. Desde entonces, los científicos han observado no menos de sesenta especies de aves en Surtsey –algunas de paso en sus migraciones y otras definitivamente asentadas-. En la actualidad, la isla es una estación científica a la que no se puede acceder para no interferir en el proceso natural de colonización. Tan sólo en vuelos previamente contratados desde Reykjavík se puede contemplar Surtsey, la joya de la corona de geólogos y biólogos.

Islandia es un paraíso para los amantes de la naturaleza y sus manifestaciones más espectaculares. Las islas Westmann constituyen una magnífica antesala de un país que ofrece la posibilidad de ver en acción los fenómenos naturales que conforman la tierra donde vivimos. El hielo de los glaciares, el intenso y constante viento que barre la isla, el movimiento de las placas tectónicas sobre las que se asienta la isla y el poder que el océano ejerce sobre el abrupto litoral esculpido en acantilados y fiordos, atacan y suavizan los violentos y ásperos hijos de la lava surgidos de los volcanes todavía hoy activos. En este caso, la coletilla que suele acompañar al nombre del país en los catálogos turísticos, "Hielo y Fuego", está ampliamente justificada.
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lunes, 30 de marzo de 2009

El Gran Cañón: Abismo al Pasado















Traspasamos los límites del Parque Nacional y seguíamos sin ver nada a excepción de un tupido bosque. Sabíamos que estaba allí, pero era imposible verlo. Un pequeño desvío de la carretera principal nos llevó hasta un aparcamiento del que partía un sendero. Nuestra amiga Alice nos hizo una sugerencia: “cerrad los ojos. No miréis. Yo os guiaré”. Y así, cogidos el uno del otro y Alice haciendo de lazarillo, nos condujo hasta un mirador. Nos hizo subir al zócalo y agarrarnos a la barandilla. “Ya podéis abrir los ojos”. ¡Bum! De repente, el Cañón saltó hacia nosotros, nos cogió de la pechera y tiró hacia él. El panorama era absolutamente maravilloso, estremecedor, apabullante…

En un día despejado como aquel, la vista alcanzaba los 350 km. Era una enorme grieta, una cicatriz sin fondo cuyas dimensiones parecían incluso difíciles de conseguir para la Naturaleza. Si se intentara realizar una clasificación hipotética de los monumentos más complejos de la Naturaleza, el primer lugar lo ocuparía sin duda el Gran Cañón del Colorado. El Colorado, uno de los grandes ríos del oeste americano, ha ido excavando su lecho durante millones de años y a lo largo de un recorrido de 2.250 kilómetros, proyectándose cada vez más en el territorio que ha contribuido a formar. Quien siga el curso del río en el interior del Gran Cañón y a lo largo de los 446 km de éste, descubre uno de los paisajes más fantásticos del continente: un maravilloso laberinto elaborado por las aguas al erosionar las rocas sedimentarias, en una evolución geológica que ha durado milenios y que constituye un registro cronológico de la historia de la Tierra casi desde el principio de los tiempos.

Por lo tanto, no debe sorprender que los indios, pueblo que siempre se ha mostrado muy sensible a la atracción de los grandes espacios y que fueron los primeros seres humanos que descubrieron, hace varios miles de años, estos cañones, se sintieran atraídos por estas tierras, que las consideraran pronto como cosa suya, que incluso las mitificaran después… En cambio, para los primeros españoles que hasta aquí llegaron no constituyeron una vivencia muy agradable

El sobrecogedor panorama que se abría a nuestros pies no debía ser muy diferente del que contempló Lope de Cárdenas en 1540 al mando de un destacamento español. Cárdenas era lugarteniente de Francisco Vázquez de Coronado, comandante de una de las numerosas expediciones que Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España (el vasto territorio que se extendía entre Panamá y el norte de México), envió por aquellos años en busca de las míticas siete ciudades de Cíbola y de su fabuloso tesoro. Precisamente en el curso del citado año 1540, Coronado ocupó Hawikuh, modesto poblado habitado por los indios zuni, donde pudo comprobar, con desencanto, que sólo fango y piedras había, en lugar de aquellas fabulosas y pretendidas riquezas que unos falaces exploradores, que fueron enviados como avanzadilla, aseguraron que allí se encontraban.

La documentación existente indica una total falta de sensibilidad hacia lo que estaban viendo aquellos primeros europeos, acentuada por una brutalidad que sorprende incluso en nuestros días. Al leer a los cronistas de la expedición uno se encuentra con detalles que poseen mayor interés para un contable que para alguien que desee viajar sin moverse del sillón: “había agua en tal sitio, pero no la había en tal otro; había cultivos en tal sitio, pero no había ninguno en tal otro; había casas que tenían aspecto de pertenecer a gente rica o casas que tenían aspecto de pertenecer a gente pobre; había pájaros; había minerales que podían extraerse…”, pero no existe el menor rastro de curiosidad, introspección o incluso asombro

Quizá fue por ello por lo que Cárdenas, al llegar al borde del Cañón, en lugar de contemplar el majestuoso espectáculo que se extendía ante sus ojos se preocupó tan sólo de la manera de poder atravesar aquel inmenso abismo (por el momento llamado “cañón” tan solo, puesto que Gran Cañón –o Canyon en la nomenclatura anglosajona, se adoptó oficialmente a finales del siglo XIX) y poder proseguir la marcha en busca del oro y tranquilizar así a Coronado. En su manuscrito, menciona el “hambre y la sed” y la falta de asentamientos indios que saquear, pero no el cañón. No buscaban paisajes, sino oro.

Después de tres días recorriendo el margen del cañón buscando un puente natural que le permitiese avanzar hacia el norte, Cárdenas y sus hombres se aventuraron hacia el fondo del abismo, pero tuvieron que regresar, extenuados, después de cubrir un tercio del recorrido. Al día siguiente, comprobando que sería inútil cualquier otra tentativa, el grupo se unió de nuevo a las fuerzas de Coronado. De su exploración quedó, según algunos, el nombre que le dieron al río: Colorado.

Después de esta primera toma de contacto, que ya nunca se borrará de nuestra memoria, volvemos a la carretera para buscar el camping donde pasaremos la noche. Gracias a la institución del Parque, el Gran Cañón ha ido soportando sin grandes traumas la presencia del hombre y el deterioro que producen sus actividades; sin embargo, las autoridades gestoras se preguntan si esta situación podrá mantenerse en el futuro de manera tan equilibrada. Efectivamente, más de cuatro millones de personas acuden aquí todos los años. Solamente en el interior del parque se pueden encontrar siete hoteles y lodges (un equivalente a nuestros paradores, exquisitamente decorados con maderas al estilo pionero) y cuatro campings, todo ello unido por una red de carreteras por las que circulan varias líneas de autobuses que comunican los diferentes puntos. Naturalmente, no faltan las barberías, tiendas, duchas públicas, lavanderías, salones de belleza, estaciones postales, gasolineras… Pero, contra lo que se pueda pensar, semejante infraestructura no se sobrepone al entorno. Han conseguido evitar las masificaciones de cemento, las aglomeraciones de construcciones hoteleras y han respetado los frondosos bosques que cubren la zona. Lo único visible son las carreteras que discurren entre la cortina de árboles.

Nuestro camping, el Trailer Village, ofrecía parcelas tanto para caravanas como para tiendas, y era el más apartado de todas las instalaciones, aunque una de las líneas de autobús llegaba hasta la entrada. A pesar de ser verano, me sorprendió que el camping no estuviera bullendo de gente ni que se tuviera la sensación de estar inmerso en un hormiguero. Y es que esos atascos de tráfico que se dan en las carreteras del parque y las filas de autobuses que descargan enormes grupos de turistas corresponden a visitantes que permanecen en el Cañón menos de una hora. Se trasladan aquí desde Las Vegas o como parte de un circuito más amplio, bajan del autobús, sacan unas cuantas fotos desde los miradores mientras vociferan y se empujan unos a otros, se dirigen a continuación a las tiendas de recuerdos, compran una camiseta o una gorra y vuelven al autobús. Para cuando nosotros nos instalamos en el camping y echamos un vistazo por alguno de los miradores sobre el abismo, ya ha caído la tarde y las hordas han volado de camino a sus hoteles con piscina y aire acondicionado.

Al día siguiente nos levantamos a las 5 de la mañana. Todavía no había amanecido aunque el cielo ya empezaba a clarear. Nos dirigimos hacia Mather Point para contemplar la salida del sol sobre el Gran Cañón. Era una madrugad fría, clara. El paisaje no era más que una masa oscura, informe, que no permitía adivinar lo que en pocos minutos el sol naciente revelaría. Las sombras comenzaron a retroceder para mostrar primero las cimas irregulares del cañón y las caprichosas formaciones rocosas que pueblan sus laderas. El juego de luces y sombras tenía ahora su acto principal, antes de que la intensa luz del astro obligara a entrecerrar los ojos y derramara una luminosidad uniforme carente de los matices que sólo regresarían al atardecer. Poco después, iniciamos nuestra exploración de su interior.

El descenso hacia el río Colorado es más complejo de lo que aparenta. Dos rutas se abren en la orilla sur: Kaibab Trail y Bright Angel Trail, siendo esta última la que nosotros tomaríamos. Se trataba de un estrecho y zigzagueante sendero, excavado en la roca, con una longitud total de 13 kilómetros de bajada, salvando un desnivel de algo más de 1,5 kilómetros. Por todo el parque, en las oficinas del camping, en los restaurantes, en los baños, en las lavanderías automáticas,… había carteles que advertían del riesgo que entrañaba intentar bajar hasta el río y volver a subir en el mismo día, así como de todas las precauciones que era necesario tomar. Aun cuando nadie puede decir que no haya sido puesto sobre aviso, todos los años se producen numerosos accidentes por querer fotografiarse en el mismísimo borde del cañón desafiando el abismo, descender sin el calzado adecuado, sofocos e insolaciones debidos a las altas temperaturas que existen en el fondo (se pueden alcanzar los 45ºC), tropiezos, deshidrataciones por no llevar agua ni comida energética para el camino… el Cañón se cobra una decena de víctimas mortales cada año.

Ni los carteles al inicio de las sendas acompañados de cartas manuscritas de personas que tuvieron que ser rescatadas y que advierten a los demás con su experiencia ni los elevados costes del salvamento (al cañón tan sólo pueden acceder helicópteros o mulas y el precio de un rescate puede superar los 1.500 euros), impiden que la gente siga cometiendo estupideces, como nosotros mismos tuvimos ocasión de contemplar: matrimonios cargando niños de corta edad sobre sus espaldas, personas calzadas con sandalias o incluso tacones, excursionistas que comienzan el descenso en las horas de más calor y, en general, individuos con escasa forma física que se dan cuenta demasiado tarde de que todo lo que han descendido deben subirlo de nuevo.

Las primeras horas del día son las mejores para caminar, puesto que reina la paz, el frescor y el silencio y es más fácil ver merodear entre los riscos a las Kaibab Squirrel, una especie de ardilla endémica del Cañón, característica por su gran cola blanca, puntiagudas orejas y piel gris, que se asomaban al camino sin demasiado temor. Aunque para el ojo inexperto este árido paisaje no se presenta prometedor, el Gran Cañón ofrece una amplia diversidad de vida vegetal y animal. Entre la flora, más de un millar de especies medran aquí. En cuanto a la fauna documentada se encuentran 299 especies de aves, 74 especies de mamíferos, 8 de anfibios y 40 de reptiles. Tal riqueza puede ser atribuida sobre todo a un factor físico: la altitud. El nivel más bajo del extremo occidental es de algo más de 300 metros; el mayor, de 2.700 metros, está en la orilla norte. Y en ese enorme intervalo se dan ecosistemas muy diferentes, desde el más tórrido desierto en el fondo del cañón hasta bosques subalpinos en la orilla norte. En miniatura, el Gran Cañón es una réplica de todos los ecosistemas americanos que se pueden hallar desde Alaska hasta México. No son siempre fáciles de ver y no todos se encuentran en los mismos niveles o zonas de la región del Cañón, pero aquí viven ciervos, erizos, pavos, diferentes especies de roedores, pumas, pájaros carpinteros, lagartos, serpientes, conejos, linces, ardillas, zorros, cuervos, escorpiones, lagartos, arrendajos, coyotes, mofetas, halcones o ratas canguro.

La primera hora de descenso discurre por una interminable sucesión de zigzagueos y curvas cerradas del camino. Las paredes son casi verticales, y mis escasos conocimientos de geología me impedían tomar conciencia en aquel momento de que estaba ante algo más que unas formaciones pétreas colosales.

Efectivamente, el Gran Cañón ofrece un recorrido sin parangón a la historia geológica de la Tierra, desde la era paleozoica de sus extremos superiores al fondo precámbrico de la garganta. Aún hoy, la historia del río y el Cañón es controvertida: se han ido exponiendo teorías muy diversas a medida que se multiplicaban y se hacían más profundos los conocimientos sobre la geología de la región, a causa, quizá, de que la edad del río, antes y después del Gran Cañón, es muy distinta. En la zona montañosa de este último, el Colorado tendría una edad que oscilaría entre los treinta y cuarenta millones de años, mientras que en la zona próxima a la desembocadura, en el mismo Cañón, la edad del río giraría alrededor de los cinco millones de años.

La región en la que se encuentra el Gran Cañón, la provincia del Plateau, tiene una extensión de más de 300.000 km2. El Plateau, o Grand Plateau o Colorado Plateau, es una enorme altiplanicie que se inicia en la vertiente occidental de las Montañas Rocosas centromeridionales en el norte de Arizona. Renombrada por su topografía colorista y espectacular, la meseta se enclava dentro de la zona conocida como Four Corners, el único punto del territorio americano en el que se juntan cuatro estados: Colorado, Nuevo México, Arizona y Utah. La meseta del Colorado es una de las 34 regiones naturales que componen los Estados Unidos.

Desde el punto de vista geológico, esta inmensa meseta se caracteriza por una serie de rasgos que se replican, a menor escala, en el Cañón propiamente dicho: una estructura casi horizontal de los estratos sedimentarios y calizos depositados como si fueran capas de un pastel; altitudes de hasta 1.600 metros sobre el nivel del mar; valles fluviales excavados por cursos de agua que han ido comiéndose el terreno hasta encañonarse profundamente; llamativas extensiones de roca desnuda; una topografía pronunciada y escarpada; una amplia paleta de colores en la piedra; características de terrenos volcánicos como conos de ceniza, coladas de lava solidificadas en columnas de basalto o volcanes; condiciones climáticas semiráridas….

El Gran Cañón es el rasgo más espectacular de esta meseta. Sus cifras, incluso escritas sobre el papel, son impresionantes; al natural se antojan inabarcables. Esta colosal grieta se extiende 515 kilómetros y en su punto más bajo, la Granite Gorge, se hunde 1,6 kilómetros. Su profundidad equivale a la altura de 17 Estatuas de la Libertad. Su punto de máxima anchura alcanza los 29 kilómetros, y el más estrecho, en el mirador Toroweap de la orilla norte, no llega a 800 metros.

El paisaje parece ser el resultado de una caprichosa mezcla de premeditación natural e improvisación caótica. Su estructura a menudo laberíntica llevó a los científicos del siglo XIX a pensar que, al igual que sucedió en el Cañón de Yellowstone, el Gran Cañón fue el resultado de un devastador seísmo. No fue así, como tampoco intervino en su origen y formación el vulcanismo –aun cuando se haya registrado actividad volcánica en los últimos millones de años, dejando como prueba coladas de lava-. En realidad, el Cañón es un monumento a la perseverancia, el tesón y la fuerza silenciosa de los elementos cuyos antecedentes se remontan a los primeros estadios de vida del planeta.

En las páginas de este libro natural que es el Gran Cañón se observa cómo tras la consolidación en la superficie del planeta Tierra de una primitiva corteza, la acción erosiva de los agentes atmosféricos determinó la acumulación, en amplias cuencas, de los productos derivados de la demolición de tierras que emergieron del océano originario. Esta acumulación de productos, cuyo espesor pudo ser en un principio superior a los 8 kilómetros, se convirtió en una masa compacta, la actual meseta, fusionándose los materiales como rocas sedimentarias normales depositadas sobre esquistos más antiguos, precámbricos, de hace 2.000 millones de años. Así, hace 60 millones de años, esta amplia formación, la vasta meseta Kaibab, constituía el elemento divisorio de dos cursos de agua: el ancestral río Colorado al este y el sistema fluvial Hualapai al oeste. Con el paso de los siglos, el Hualapai se introdujo en la meseta en un proceso de erosión regresiva. Tras graduales e incesantes avances, se encontró con el Colorado, uniéndose a él para crear el pasmoso río Colorado moderno que, hasta que fue amansado por la presa del cañón Glen, recorría la altiplanicie a un promedio de 32 km/h, desgastando a diario millones de toneladas de roca y tierra.

Al tiempo que el nuevo Colorado embestía todo lo que hallaba a su paso, alzamientos de la corteza terrestre empujaban rocas bajo sus torrentes, que formaron una enorme cúpula. Con movimientos anuales de fracciones de milímetro, la meseta ascendió 1.216 metros en los siguientes 5 millones de años, en tanto que las partículas abrasivas de rocas y arenas del impetuoso río tallaban el desfiladero centímetro a centímetro.

Mientras el río se hundía, otras fuerzas erosivas rajaban la superficie de las rocas expuestas. Las grietas se ampliaron a causa del frío y el calor extremos, las tormentas invernales y la nieve derretida en primavera produjeron una corriente estable de grava y desechos, que se deslizaron por los pedregosos canales. Hallando cada vez menos resistencia, el río golpeó la tierra con creciente fuerza, socavando la base del valle, mientras las rocas seguían emergiendo empujadas por tensiones tectónicas. De este modo, las paredes que encajonaban el Colorado cada vez se estiraban más hacia el cielo, ocultando en el proceso el río a la vista de quien se encontrara en el borde superior de la garganta..

Aparentemente inmutable, el grandioso cañón cambia y crece sin cesar. La construcción, en 1964, de la presa del cañón de Glen, río arriba del Parque Nacional del Gran Cañón, redujo drásticamente la potencia y el caudal del Colorado, pero las implacables tormentas invernales continúan desprendiendo desechos de las paredes, las plantas encontrando cobijo en hendiduras, y el fondo del cañón alojando rocas salientes.

Continuamos descendiendo aprovechando que buena parte del camino aún discurre por la pared protegida por la sombra y que el calor todavía no aprieta. Inspiro hondo y disfruto de la pureza del aire. Los colores, a medida que los primeros rayos de sol van deslizándose por las paredes, comienzan a adquirir un encadenamiento de tonalidades. El gris y el blanco dominan la capa superior. Por debajo, perfectamente visible, comienzan estratos bien definidos de arenisca rojiblanca, caliza de color carmesí intenso y gris, esquisto argiloso verde mate, gneis duro de tonos marrones oscuros, granito rojo… es un arco iris pétreo, un entramado de sutiles inspiraciones al que la luz del sol insufla cada día una nueva vida. Es ahora cuando cobro conciencia de la magnitud del cañón. Las distancias son más reales y los detalles cobran forma. La perspectiva de las dimensiones de esta maravilla natural desde su interior es muy diferente a la que se obtiene desde cualquiera de los miradores situados en sus bordes superiores.

Dos horas después llegábamos a Indian Gardens, tras haber salvado un desnivel de 933 metros a lo largo de 7 kilómetros de senderos. Dos puntos con fuentes y sombra jalonaban el descenso hasta ese punto, donde existe un pequeño camping y la vegetación ayuda a protegerse algo del sol, que ya golpea inmisericorde nuestras cabezas. El camino continuaba bifurcándose, por un lado hacia Plateau Point, un mirador excepcional sobre el río, y por otro continuando hasta la propia corriente de agua. La primera parte del descenso termina en la meseta Tonto, con varios kilómetros en llano que llevan hasta el cañón interior.

Por fin, tras 1.500 metros de descenso, llegamos al Colorado. Hace calor, estamos sudando, pero la corriente de sus aguas de tono rojizo amarronado es tan intensa que darse un baño sería un suicidio. El carácter indómito y caprichoso del río fue otro factor que impidió durante bastante tiempo conocerlo a fondo. En 1539, Francisco de Ulloa, al mando de tres navíos, descubrió la desembocadura del río en el golfo de California pero no lo bautizó. El año siguiente, Hernando de Alarcón también navegó hasta la desembocadura y lo nombró “El Río de Buena Guía”. También en 1540, Melchor Díaz viajo por tierra hasta el río, al que nombro “Río del Tizón” por los maderos carbonizados que los indios transportaban con ellos para calentarse. En 1604, Juan de Oñate, gobernador español de la provincia de Nuevo México, viajó hasta el Colorado. Le llamó el “Río de la Buena Esperanza”. A finales del siglo XVII, el Colorado ya era conocido con su nombre actual, aunque la persona que lo bautizó así permanece siendo un misterio si bien existe la creencia entre algunos historiadores de que el nombre fue utilizado por primera vez por un sacerdote jesuita, llamado Francisco Kino, como parece demostrar un mapa que compiló, hacia 1701, al término de una de sus misiones en los territorios situados entre los límites de Arizona y Mexico. Y sólo hemos hecho mención a la lista de nombres imaginados por el hombre blanco. Los indios que vivían aquí desde tiempo atrás se refirieron a él de formas mucho más exóticas a nuestros oídos: los Pimas le bautizaron como Buqui Aquimuri; los Yumas, Haweal; los Havasupai, Hakatai; los Navajos, Pocket-to y los Hopi, Pi-sish bai-yu.

El río Colorado tiene un curso de 2.300 kilómetros, de los cuales 390 discurren encauzados por las formidables paredes del Gran Cañón en una serie de 200 rápidos, considerados los más peligrosos del mundo hasta que la construcción de la presa del Cañón de Glen remansó las aguas. El desnivel que salva el río, desde la cabecera hasta su desembocadura, es de 4.000 metros antes de morir en México, en el Golfo de California, aunque para entonces los diversos embalses y trasvases han consumido casi toda su agua.

Una de las actividades más emocionantes que el viajero puede realizar en el Gran Cañón es su descenso en grandes balsas neumáticas. Se dice que este rafting es una experiencia inolvidable. Probablemente, los intrépidos visitantes que se deslizan dando botes por entre los rápidos chillando de emoción no tienen tiempo de reflexionar sobre lo que ven, ocupados como están en asimilar toda la adrenalina que producen. Pero lo cierto es que durante mucho tiempo, lo que hoy se realiza con normalidad como actividad lúdica y deportiva, fue considerado poco menos que una locura imposible. Pero, una vez más, hagamos un poco de historia….

Hoy, los turistas viajan en helicóptero al cañón Havasu para ver a los indios havasupai en una de las reservas más remotas de Estados Unidos. Son los últimos indígenas de la región. Los paleo-indios, los primeros habitantes humanos del Gran Cañón, llegaron aquí hace unos 11.000 años. Estos pueblos eran descendientes de los asiáticos que comenzaron a emigrar a Norteamérica 25.000 años antes, durante la glaciación. Poco a poco, la forma de vida paleoindia fue transformándose y hace unos 7.500 años, una nueva cultura –llamada Arcaica- había hecho su aparición. Como sus antecesores paleoindios, sus descendientes eran cazadores, pero con una diferencia: sus presas eran animales más pequeños. Los grandes mamíferos de la Edad de Hielo se habían extinguido. Los primeros objetos manufacturados encontrados en el Gran Cañón datan de este período. Se trata de figurillas hechas de ramitas, de utilidad desconocida, quizá fetiches, de 4.000 años de antigüedad. En los siglos que siguieron, llegaron aquí los Anasazi, los Cohonina, los Cerbat (cuyos descendientes, los Hualapai y Havasupai, viven en reservas separadas al sur del río Colorado, en la parte occidental del Cañón) y los Paiutes. Los últimos en llegar aquí, hace unos 600 años, fueron los Navajos, cuyos orígenes se pueden rastrear en Canadá.

Ya hemos hablado de la llegada de los españoles al mando de Cárdenas, que se marcharon del cañón sin llegar a ver el río. Más de 300 años después, en 1858, el teniente Joseph Christmas Ives, al mando de una expedición en el noroeste de Arizona, remontó el río Colorado desde su desembocadura, en el Golfo de California, durante dos cálidos meses, pero luego las aguas se agitaron tanto que decidió desembarcar y seguir por tierra. En la orilla sur de lo que llamó Gran Cañón del Colorado, viajó a lomos de mula sobre un saliente “a 10 centímetros del borde de un escarpado precipicio de 300 metros de profundidad, mientras que del otro lado, casi tocándome la rodilla, una pared vertical se elevaba hasta enormes alturas”.

La magnitud y majestuosidad del Gran Cañón ha suscitado todas las exclamaciones imaginables, pero dejó impávido a Ives, quien escribió: “fuimos los primeros y, sin duda, los últimos blancos en visitar esta ruinosa localidad. La naturaleza parecería haberse propuesto que el solitario y regio curso del río Colorado no sea hollado jamás”. No pudo equivocarse más, claro. El Gran Cañón es considerado hoy uno de los paisajes más impresionantes de América del Norte, al que, como dijo Theodore Roosevelt, ex presidente de Estados Unidos, “ningún estadounidense debería dejar de contemplar”.

Pero para llegar a un conocimiento sistemático del Colorado, de gran parte de sus afluentes y, como es obvio, del Gran Cañón, será necesario esperar unos años más al esfuerzo y entusiasmo de un héroe legendario del Oeste: John Wesley Powell, más conocido como el mayor Powell, veterano de la guerra civil –en la que había perdido un brazo-, científico, explorador, geólogo y cartógrafo. La mañana del día 11 de mayo de 1869, Powell salió de Green River City (Wyoming) con nueve compañeros, todos voluntarios y ninguno, excepto él, científico o explorador de profesión, y a bordo de cuatro embarcaciones construidas expresamente para esta empresa y según sus indicaciones, inició la gran aventura. Fue el primer rafting del Colorado y sus componentes, ni mucho menos, disfrutaron tanto como los turistas que hoy pagan un elevado precio por emular la hazaña.

La empresa era esencialmente privada, puesto que el apoyo que habían conseguido del gobierno federal era muy limitado. En primer lugar, la expedición descendió por el Green River desde Wyoming hasta llegar a la confluencia con el Colorado, donde un bote fue destruido y un hombre abandonó. Más adelante entraron en Glen Canyon –que hoy alberga el Lago Powell- y, por fin, el Gran Cañón. Al cabo de unos días, tres hombres más pensaron que el recorrido era demasiado peligroso y se separaron –nunca se les volvió a ver; probablemente fueron asesinados por los indios paiutes-. Siguió el curso del río hasta el Virgin River, cerca de la actual ciudad de Las Vegas. El viaje, entre dificultades y peligros de todo tipo, duró más de cien días, veinticuatro de los cuales transcurrieron en el interior del Gran Cañón. De los seis supervivientes de esta aventura, tan sólo dos de ellos llegaron a la desembocadura del Colorado, en el golfo de California, tras un recorrido de más de 2.400 kilómetro que se convirtió en una de las historias más legendarias de la exploración del continente.

En 1874, Powell publicó la obra titulada Exploration of the Colorado River of the West and its tributaries, ilustrada con los espléndidos dibujos de Thomas Moran, basados en las observaciones escritas en el año 1869 y en las fotografías tomadas en las sucesivas expediciones organizadas entre 1871 y 1872. Gracias a Powell, el Colorado había dejado de ser un mito, una tierra desconocida, para convertirse en una realidad. En unos cuantos años, el interés que despertaría la región vendría dada por su riqueza en cobre y asbesto. El turismo llegaría no mucho después.

En 1901, la línea ferroviaria que partía de la estación de Williams, en Arizona, ya había alcanzado la parte sur del cañón –conocida como “South Rim”- y se construyó el hotel “El Tovar”, todavía hoy abierto al público. Sin embargo, el Gran Cañón no alcanzó el estatus de Parque Nacional hasta 1919, tres años después de que el presidente Woodrow Wilson fundara el Servicio de Parques Nacionales. El Parque Nacional del Gran Cañón abarca actualmente 3.000 km2. El río Colorado discurre entre los límites protegidos durante 442 kilómetros. El reconocimiento del paraje como lugar especial en el planeta vino en 1979, cuando fue incluido dentro de la lista del Patrimonio de la Humanidad.

Habíamos recorrido, en un día, parte de la historia geológica y humana de este espacio único. A la mañana siguiente tomamos el camino de vuelta. Una vez más, el juego de la primera luz del día sobre las rocas extraía formas secretas de las sombras, y colores que van del negro y verde oliva al bermejo, naranja, rosado y crema.

Sólo nos faltaba una hora para llegar al borde superior del cañón cuando tuvimos que echarnos a un lado del estrecho sendero para dejar pasar a la primera de varias reatas de mulas. Y es que una de las actividades más populares aquí es realizar el descenso a lomos de estos animales. Las listas de espera son de varios meses. Las excursiones pueden ser de un día, terminando en Plateau Point o bien, en el caso de que se escoja la excursión de dos días, se llega hasta el río siguiéndolo durante un trecho y pasando la noche en Phantom Ranch, una especie de albergue construido en un ensanche del Colorado.

El cruce entre una yegua y un burro da como resultado una mula, a menudo más grande que un caballo pero tan testarudas como los asnos. Son imprescindibles en muchas tareas en el Cañón. Tuvimos la ocasión de ver a unos operarios retirando con herramientas pesadas unos peñascos que habían caído sobre el camino, y la única manera de acarrear los taladros y martillos hasta ese punto era a lomos de uno de esos animales. Desde luego, debe ser una experiencia única, pero por nada del mundo optaría por ella. De hecho, mucha de la gente con la que me crucé (se descendía en grupos de seis o siete mulas con un guía) no tenía muy buena cara, contemplando el abismo desde una altura de más de dos metros y trastabilleando sobre un bicho cuyos caprichos ignoras. Según el folleto de propaganda ”siempre hay un elemento de riesgo a causa de las condiciones del camino, otros caminantes o al hecho de que los animales no siempre son predecibles. Graves accidentes o heridas rara vez ocurren y su riesgo se minimiza siguiendo escrupulosamente las instrucciones de los guías”. Como publicidad, no era muy alentadora. Además, los aspirantes a jinetes debían pesar menos de 91 kilos completamente vestidos e incluyendo el equipo, medir al menos 1,38 metros, hablar y comprender correctamente el inglés y, en el caso de las mujeres, no estar embarazadas. Además, no se recomienda a personas con problemas de salud y vértigo o miedo a los animales grandes. Todo esto no parecía necesario ni mencionarlo, pero siempre hay inconscientes sueltos…

Para cuando llegamos al final del sendero, la Naturaleza quiso, como regalo de despedida, mostrarnos el modo en que ejecuta su obra. Las nubes fueron cubriendo con rapidez lo que hasta hacía poco rato era un cielo despejado. Se estaba gestando una tormenta monumental. El norte de Arizona tiene un clima semiárido con largos periodos de sequía. Sin embargo, y ahí teníamos la prueba, se producen violentas y repentinas tormentas con aparato eléctrico que se abaten sobre la zona, especialmente a finales del verano, convirtiéndose en un importante factor de erosión.

Durante una hora, una cortina de agua acompañada de truenos y rayos que nos hacían encoger, se abatió sobre el cañón. Como resultado de esta y otras muchas tormentas por venir, el cañón seguirá ensanchándose y robando tierra al bosque que rodea el abismo.

Nuestra postal de despedida fue precisamente el contraste entre la vegetación de un verde grisáceo, particularmente brillante tras el aguacero, y los colores rojizos y anaranjados de las paredes del cañón, purificadas y tintadas por el agua. Aquel paisaje al atardecer, con un sol crepuscular que se filtraba por los huecos de las nubes de tono metálico, nos evocó, por enésima vez durante nuestra estancia en el Gran Cañón, un sentimiento de maravilla, de pequeñez ante la evolución y el poder de las fuerzas naturales y la belleza de su obra.
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