span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: marzo 2010

domingo, 28 de marzo de 2010

Gullfoss: de cataratas y vikingas


Islandia es el país con las cascadas y cataratas más espectaculares del continente europeo. Los motivos de la abundancia de cascadas en esta pequeña nación, tanto en número como en variedad, son diversos. Su situación geográfica en el Atlántico Norte le garantiza precipitaciones regulares en forma de nieve en invierno y lluvia durante todo el año. Su irregular geografía, moldeada por las colosales presiones tectónicas que se revuelven en su interior, facilita la creación de glaciares cuyos hielos, al llegar la primavera, alimentan los cauces de los ríos. Las quebradas, fisuras y grietas resultantes de la acción de terremotos y movimientos que tienen lugar en la unión de las dos placas continentales sobre la que se asienta irregularmente la isla, se suceden a lo largo de los caudales de esos ríos, dando lugar a saltos de agua de una belleza seductora.

Es en Islandia, por ejemplo, donde se encuentra la catarata más caudalosa del continente, Dettifoss, un sobrecogedor monstruo acuático que se precipita a un abismo de espuma con un ruido ensordecedor. Cada catarata es diferente, tiene su propia forma, su propia vida, personalidad y leyenda. Las hay más caudalosas, más elevadas o con formaciones geológicas más o menos peculiares. Pero es una de ellas, no lejos de Reykjavik, la que quizá goza de mayor aprecio por parte de locales y extranjeros, que acuden hasta aquí para contemplar una escena de poder primigenio. Se trata de Gullfoss, la Cascada de Oro, cuyo nombre alude a los fenómenos de refracción en forma de arco iris que la luz despierta en la bruma acuosa.


Los datos desnudos no hacen justicia al espectáculo natural. Gullfoss es un salto de agua múltiple formado por el río Hvitá. Tras salvar una "escalera" de tres niveles, el agua se desploma en dos tramos por una grieta de 32 metros de profundidad que inmediatamente después encañona el río en una estrecha garganta de roca basáltica durante 2,5 kilómetros. El efecto visual para el visitante es que el río, literalmente, es engullido por la tierra.

No conviene acercarse a la catarata sin equipo impermeable completo, puesto que la combinación de nubes de vapor de agua y viento empapa rápida y totalmente a los visitantes no avisados. Y cuando llega el invierno, el paisaje cambia radicalmente: el rugir del agua se transforma en un mundo inmóvil de luz y cristal.

Pero en el caso concreto de Gullfoss, su supervivencia se debe a un tercer factor además del clima y la geología: una mujer. La mujer islandesa, cuya imagen arquetípica combina la belleza nórdica con la fuerza física y espiritual, cuenta en su haber con méritos tan dispares como haber ganado dos certámenes de Miss Mundo y tener entre sus filas a una primera ministra, elegida en fecha tan temprana como 1980. Cuando Vigdís Finnbogadóttir resultó ganadora en las elecciones de aquel año, era madre soltera, con otro hijo adoptado y superviviente de un cáncer de mama; un auténtico símbolo de la determinación, independencia y firmeza de carácter que han caracterizado a las mujeres de este país, descendientes de endurecidos colonos vikingos.

En los tiempos medievales eran ellas las que administraban con mano firme las granjas cuando los hombres salían de pillaje; poseían iguales derechos dentro del matrimonio y bienes propios; podían ser nombradas "jefes" o "caudillos" y disfrutaban de un grado de emancipación e independencia inaudito en la mayor parte del mundo en aquellos oscuros años. Que las mujeres desempeñaron un papel relevante dentro de la sociedad islandesa lo demuestran las sagas y viejos relatos, en los que no escasean las figuras femeninas de fuerte personalidad.

Islandia es de los pocos países en los que las mujeres conservan su apellido natal cuando se casan. Alcanzaron el derecho al voto nacional en 1915 y ya entre 1908 y 1922 se presentaron a las elecciones listas exclusivamente femeninas. En 1983 Islandia fue el primer país en contar en los escaños de su parlamento con diputadas de un partido político formado exclusivamente por mujeres. Prueba de la independencia femenina y los menores prejuicios que alberga la sociedad islandesa hacia las mujeres es que el 66% de las madres son solteras y que ello no implica estigma de tipo alguno.

Y es aquí donde hace su entrada Sigridur Tómasdottir, hija de un granjero de la zona cercana a Gullfoss. Con la ceguera propia de los gobiernos, el islandés decidió autorizar la construcción en las magníficas cataratas de una central hidroélectrica. Sigridur caminó hasta Reykjavík como señal de protesta y amenazó con arrojarse al cañón del río Hvitá. Sus palabras y sus actos calaron tan hondo que el gobierno decidió no solamente paralizar el proyecto sino, además, erigir un pequeño monumento a la decidida mujer. En una cabaña cercana se exponen las fotografías de la señora junto a su historia. Viendo su malencarada y agresiva expresión se entiende al instante que ni el primer ministro se atreviera a llevarle la contraria.

Así que es a la buena de Sigridur, digna descendiente directa de las antiguas y bravas vikingas, además de a la geografía y al clima, a quien debemos el privilegio de poder seguir maravillándonos ante este magnífico espectáculo de luz, color y movimiento.
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jueves, 25 de marzo de 2010

La Torre Eiffel- la vieja dama de hierro


Los edificios representativos de una nación suelen ser siempre monumentales y fácilmente reconocibles, pues ese es su papel como símbolos de un país. En Washington DC, el Capitolio, la Casa Blanca y los monumentos que flanquean el Mall se han convertido en iconos americanos cuya tarea es reflejar el estatus del país a nivel internacional. En Gran Bretaña, los monumentos equivalentes son el Parlamento, Buckinham Palace y los ministerios que tienen su sede a lo largo de Whitehall hasta Trafalgar Square. En el caso de París hay una diferencia significativa: los monumentos más sobresalientes desde el punto de vista simbólico no son sedes de gobierno y poder, sino de cultura. Los Campos Elíseos, el Louvre, el Arco de Triunfo, han pasado a representar la identidad de la nación francesa allende sus fronteras de manera más inmediata que la Asamblea Nacional o el presidencial Palacio de Elíseo. Pero de todos los símbolos franceses, el más poderoso de todos es la Torre Eiffel.

La Torre Eiffel fue la culminación de una cadena de descubrimientos, nuevas tecnologías, talento personal, iniciativa empresarial y apoyo gubernamental. Hacia 1750, el aprovechamiento de la energía del carbón y el vapor permitió el abaratamiento de la producción del hierro fundido, el cristal y el acero. Entre los años 1775 y 1779 se tendió el primer puente de arco del mundo construido con hierro colado sobre el río Severn en Coalbrookdale, Inglaterra.
Ese fue el momento en el que nació la llamada arquitectura industrial, que tuvo su primera aplicación práctica en el recién nacido ferrocarril: puentes y estaciones de Inglaterra y Gran Bretaña comenzaron a introducir el hierro como parte fundamental de sus estructuras. Les seguirían las fábricas y los populares "pasajes comerciales", el primero de los cuales fue el de los Panoramas (París, 1800). Sin embargo, las "arquitecturas oficiales" británica y francesa no estaban aún preparadas para incorporar el metal como parte visible de sus edificios.

Donde los nuevos materiales y las técnicas que los acompañaban tuvieron su verdadero escaparate fue en las Exposición Universales. De hecho, para la primera de ellas, celebrada en Londres en 1851, Joseph Paxton construyó su celebrado Crystal Palace, un gran edificio de hierro y cristal que causó una enorme sensación en la época. Las estructuras metálicas eran idóneas para estos eventos autopublicitarios en los que los gobiernos deseaban mostrar al mundo su modernidad y avance tecnológico: los pabellones hechos de hierro tenían aspecto futurista, se construían en un taller y se montaban fácilmente con un coste cinco o diez veces más barato que la piedra. Además, una vez terminada la fiesta, se podían desmontar con igual rapidez y sus piezas podían fundirse y reutilizarse.

El artífice que mezclaría todos esos conocimientos con su propio genio para dar forma al que desde hace más de un siglo es símbolo de Francia fue Gustave Eiffel. Nacido en 1823, cursó estudios de química en la École Centrale, consiguiendo a continuación un empleo en un taller metalúrgico que fue adquirido por una compañía ferroviaria. Contaba 35 años cuando llegó su oportunidad de demostrar el talento que tenía a la hora de solucionar problemas de construcción, haciendo gala de tanta resolución como inventiva. Se trataba de construir un puente ferroviario de 500 metros de longitud, en un plazo de dos años y en unas condiciones de trabajo ciertamente difíciles. Su éxito en tal empresa le llevó a construir las estaciones de tren de Tolouse y Agen en 1865, ejemplos de estructuras que aunaban elegancia y funcionalidad. Su creciente prestigio le proporcionó contratos tanto en otros países como en el suyo propio, encargándose de la estructura de la Halle de Machines, en la Exposición Internacional de París de 1867.

Establecido por su cuenta tras comprar un taller metalúrgico, Eiffel amplió sus horizontes, realizando todo tipo de proyectos de ingeniería civil, entre ellos la estructura de la Estatua de la Libertad que hoy se ha convertido en uno de los símbolos de Nueva York. No iba a tardar en responsabilizarse de otro símbolo, esta vez para su propio país.

En 1884, el presidente francés presentó el proyecto de una nueva Exposición Universal a celebrar en 1889 y que conmemoraría el centenario del nacimiento de la República. Era necesario encontrar un emblema representativo del evento, algo que destacara de forma espectacular. Las propuestas presentadas no satisfizieron al ministro de comercio Kockroy, responsable de la organización del certamen. Y entonces aparece Eiffel, proponiendo algo que no suele fallar a la hora de atraer el interés: construir la estructura vertical más alta de la historia. Se trataba de alcanzar los 300 metros, una meta que ya se habían marcado sin éxito otros ingenieros europeos y norteamericanos de la época. Hasta la fecha, la construcción más alta del mundo era el obelisco de granito de Washington, que se levantaba 169 m del suelo .

Parecía un reto imposible, pero Eiffel contaba con un as en la manga. Dos ingenieros de su estudio, Maurice Koechlin (que ya se había encargado de los cálculos estructurales de la Estatua de la Libertad) y Émile Nougier habían patentado un diseño que se ajustaba a lo exigido pero que no había llegado a ser considerado para su ejecución. Viendo la oportunidad que se le presentaba, Eiffel compró la patente, mejoró el proyecto y lo presentó al concurso convocado a mediados de 1886 y en el que participaron 107 propuestas. Como era de esperar, no tuvo problemas para que su torre resultara seleccionada.

Empezaron entonces las complicadas negociaciones pecuniarias. Eiffel iba a necesitar toda su resolución, inventiva y recursos para levantar en dos años y medio la construcción más alta del mundo; y, lógicamente, quería obtener un beneficio económico de ello. Consiguió una subvención de un millón y medio de francos (aproximadamente un 20% del coste total estimado) así como el derecho a explotar comercialmente la torre durante el tiempo que durara la Exposición Universal. Aunque al término de la misma pasaría a ser propiedad de la ciudad, se embolsaría el taquillaje durante veinte años más. Seguramente, cuando en enero de 1887, Eiffel firmó el contrato para construir la torre podía presumir no sólo de su éxito como industrial, inventor y constructor, sino como financiero.

Menos de un mes más tarde, comenzaban las obras de cimentación. El ritmo de construcción constituyó todo un récord para la época y se consiguió gracias tanto a la técnica empleada como a la organización laboral establecida por el propio Eiffel. El ingeniero aplicó aquí la experiencia que había adquirido en la industria ferroviaria -de hecho, la torre se puede considerar como una especie de "pilar" de puente ferroviario-, hija a su vez del carbón y el hierro: los diferentes elementos se diseñaron y fabricaron en los talleres Gustave Eiffel & Cie, se numeraron y enviaron a pie de obra, en el Campo de Marte, utilizando barcazas por el Sena. Con ayuda de grúas montadas in situ los 18.030 módulos prefabricados se elevaron hasta sus emplazamientos correspondientes, utilizándose dos millones y medio de remaches para ensamblarlos.

El procedimiento de "montaje" de la torre fue revolucionario, pero habría sido imposible terminarlo en el plazo de 26 meses si Eiffel no hubiera establecido unas pautas de trabajo e inspirado un espíritu de orgullo y decisión poco habituales en sus obreros. Las condiciones de seguridad de la época dejaban mucho que desear y no eran una cuestión tan importante para los promotores como la velocidad o la rentabilidad. Pero Eiffel consiguió obtener magníficos resultados en estos dos últimos factores sin descuidar el primero: sólo una vida se perdió en la construcción de la torre, un coste ridículo si se compara con otros grandes proyectos de la época. No era ajeno a ello la estricta disciplina que el ingeniero impuso entre los trabajadores, prohibiendo terminantemente el consumo de alcohol y despidiendo a todo aquel que se viera involucrado en algún altercado.

Eiffel prefirió la calidad a la cantidad, una elección también poco usual para aquellos tiempos. Contrató a un número variable de expertos metalúrgicos según las necesidades de cada momento (de 80 a 250 personas) a quienes pagaba buenos salarios y a los que proporcionaba un servicio de comidas que les llevaba el almuerzo a la propia torre. Las condiciones de trabajo eran tan buenas que pronto se formó un espíritu de equipo que ligó a los obreros al importante trabajo que llevaban a cabo. Esto permitió que la nómina de trabajadores fuera estable y no hubiera de perderse tiempo en buscar, seleccionar y adiestrar nuevos operarios todas las semanas. A cambio, los obreros habían de trabajar en una jornada fija que se prolongaba desde las 6.30 hasta que se desvaneciera la luz solar, todos los días del año e independientemente de las condiciones meteorológicas.

Hoy se sigue considerando a la torre como un gran logro de la ingeniería civil y una construcción moderna en muchos sentidos. Ya hemos mencionado los novedosos procedimientos de montaje y lo que hoy los pedantes gustan llamar "gestión de recursos humanos". Pero hay más. Puede que hoy nos parezca lo más natural del mundo que cualquier estructura o edificio sea cuidadosamente diseñado, realizando cálculos sobre tensiones y fuerzas. Sin embargo, lo cierto es que la mayor parte de los edificios que se construyeron hasta entonces usando madera, piedra o ladrillo, se levantaron siguiendo el método de prueba y error. Eiffel era ingeniero, no arquitecto, y su enfoque difería sustancialmente de los de éstos. Además, lo que pretendía construir no era una estructura maciza, sino una gran celosía de hierro elaborada a base de módulos. Se hacía necesario tener en cuenta detalles como el viento que, dada la gran superficie implicada, podía llegar a derribar la torre si no se realizaban los cálculos adecuados -su estilizada cima responde precisamente a esa necesidad de mínima resistencia-.

La filigrana de hierro del diseño no sólo reunía valores estéticos, sino que permitió alcanzar los deseados 300 metros de altura, un récord que mantuvo durante nada menos que 42 años, hasta que en 1930, el Chrysler Building de la ciudad de Nueva York superó su altura por tan sólo 18 metros. Aunque parezca mentira a la vista de su tamaño, toda la estructura equivale únicamente a 9 m3 de hierro y su peso, 7.300 toneladas, es inferior al de un cilindro de aire equivalente a la circunferencia de su base.

Esta combinación de celosía clásica y moderna estructura modular no resultó del agrado de todos. Desde el primer momento y durante mucho tiempo después de su finalización, le llovieron críticas y comentarios mordaces. Guy de Maupassant afirmaba con sarcasmo que uno de sus restaurantes favoritos de París era el instalado en el primer piso de la Torre Eiffel, pues era el único lugar de la ciudad desde donde no podía contemplar aquel engendro. Desde todo tipo de foros bienpensantes se la calificó como "supositorio solitario", "vergüenza de París" o "candelabro trágico". Buen número de intelectuales firmaron un manifiesto en contra del proyecto, que consideraban un atentado estético, y arquitectos de la vieja escuela -entre ellos, Charles Garnier, arquitecto de la Ópera de París- se opusieron con vehemencia a la torre.

Tal rechazo tenía su razón de ser. Lo que hoy en día denominamos "arquitectura de ingeniería del siglo XIX no se consideraba realmente como arquitectura. La edificación de fábricas, grandes almacenes, pabellones de exposiciones y estaciones y puentes ferroviarios, esto es, todas las estructuras que comenzaron a surgir por primera vez en aquella época, eran "edificios funcionales", construidos con "metales comunes" como el hierro o el acero, de los que no se podía extraer ninguna obra de arte que mereciera el calificativo de "arquitectura". No debe extrañarnos por tanto que el destino de la torre tras la celebración de la Exposición, fuera la demolición.

A Eiffel no le debió resultar fácil soportar la avalancha de críticas, pero se mantuvo firme, afirmando que la belleza y la elegancia de su torre residían en la sensación de ligereza, transparencia, el efecto de tensión y de fragilidad. Tuvo que pasar más de medio siglo antes de que el gran público fuera consciente de tales virtudes.

Contradiciendo a todos los científicos escépticos que señalaban con precisión la altura a partir de la cual se colapsaría la construcción, la obra fue avanzando sin contratiempos hasta su finalización el 31 de marzo de 1889. Dos meses después, el 7 de mayo, se iluminó con bengalas para su inauguración. A lo largo de los seis meses siguientes, durante la vida de la Exposición, se convirtió en el elemento más popular de la misma, llegando a registrar 20.000 visitantes en un solo día. Todo el mundo quería subir en ascensor -otra de las grandes novedades del momento- a la construcción más alta del mundo. Los casi seis millones de francos que se recaudaron en taquilla fueron suficientes para cubrir los costes y hacer de Eiffel un millonario.

Pese a su éxito y al orgullo patrio con que fue recibido tan importante logro de la ingeniería y capacidad francesas, la polémica continuó hasta el cambio de siglo. Hubo proyectos para decapitarla y coronarla con una estatua de una mujer desnuda o para sustituir sus cuatro pilonos de apoyo por efigies de elefantes. Por fortuna ninguno se llevó a cabo y, con la llegada del siglo XX, cuando se fundieron arte, tecnología, ingeniería y arquitectura, el monumento no sólo terminó por acallar todas las protestas sino que pasó a recibir los elogios que merecía.



Durante bastantes años tras la finalización de la Exposición Universal de 1889, la torre se convirtió en el principal sustento de su creador. De hecho, fue la última obra de Eiffel, que aquel mismo año se vio afectado por el escándalo financiero que rodeó el proyecto del canal de Panamá y en el que el ingeniero había intervenido desde 1887 junto a otro compatriota, Lesseps. Éste acabó en la cárcel por apropiación indebida de fondos e Eiffel fue también condenado aunque finalmente puesto en libertad. La experiencia le había arrebatado la energía necesaria para continuar construyendo, así que se aferró a la torre, cuya explotación económica podía disfrutar aún durante bastantes años.

Primero la utilizó como plataforma ideal desde la que experimentar con la resistencia al viento de objetos en caída libre. Acabaría construyendo un túnel aerodinámico en la base, lo que añadió al currículo de Eiffel el ser uno de los pioneros de la ciencia aerodinámica. La torre volvió a ser objeto de atención gracias a la Exposición Universal de 1900. El espectro de la demolición volvió a planear sobre el monumento y Eiffel lo conjuró dándole una nueva utilidad en otro campo científico recién nacido: el de las comunicaciones. Desde ella se efectuaron las primeras transmisiones radioeléctricas al otro lado del Atlántico y en 1909, fecha en la que inicialmente se había previsto su desmantelamiento, ya había renovado su derecho a permanecer en pie. Tres años después, en 1912, la torre emitió por radio al mundo entero la señal horaria. En 1932 se instaló un gran reloj y en 1934 un termómetro. Un año después, la instalación de una antena permitió los primeros experimentos de televisión.

Además de su papel tecnológico, la torre continuó formando parte de la vida cotidiana parisiense. Desde 1926 hasta 1936, estuvo iluminada con una cascada de luces de colores con publicidad de Citroën, empresa patrocinadora cuya fábrica estaba cerca. En 1937, la torre vivió su última Exposición Universal hasta la fecha, la tercera, volviendo a ser el centro de atención gracias a los espectáculos de luz y los fuegos artificiales. Pintores, deportistas, músicos, cineastas... también han utilizado la torre como inspiración o lugar desde el que realizar algún acto destacado, ya sea lanzarse en paracaidas, conmemorar un evento o descender en bicicleta por las escaleras. Su última actuación estelar como símbolo de París fue con motivo de las celebraciones de fin de milenio, cuando 20.000 lámparas renovaron su imagen mientras a su alrededor se desplegaba un magnífico espectáculo de fuegos artificiales.


Hoy la torre puede gustar más o menos, pero nadie se plantea ya su desaparición. Nadie se acuerda tampoco de que su nombre original fue “torre de los 300 m” y que Torre Eiffel se lo pusieron sus detractores. Su forma ha pasado a ocupar el corazón no sólo de los parisienses sino de los cinco millones de visitantes que cada año suben a lo alto del monumento. Desde su inauguración, más de 200 millones de personas han visitado la torre Eiffel.

Es por ello que los parisienses asumen sin críticas ni protestas los tres millones de euros que cada siete años supone pintar de nuevo los 200.000 m2 de superficie de la torre con esmaltes especiales de tres gradaciones diferentes. A lo largo de quince meses, 25 pintores gastan 15.000 pinceles en renovar el buen aspecto de la estructura.

La Torre Eiffel es un símbolo nacional y ése es el motivo por el que hoy es apreciada por propios y extraños, que acuden hasta el Campo de Marte para rendirle homenaje. Pero es también un raro superviviente de una etapa de la arquitectura poco valorada en su momento y cuyos ejemplos son mucho más escasos, pese a su proximidad temporal, que los del barroco o el renacimiento. De hecho, la Torre Eiffel es casi el único testigo vivo de aquel sueño de creatividad. Los pabellones de las Exposiciones Universales fueron desmantelados sin remordimientos tras su breve vida. El hormigón armado, del que nacerían los rascacielos y que cambiaría el rostro de las ciudades para siempre, estaba a la vuelta de la esquina y los viejos materiales cayeron pronto en el olvido.

La Torre Eiffel es, pues, una celebración de la durabilidad y elegancia del hierro asi como el feliz resultado de la unión, por primera vez en la historia, de la arquitectura y su hermana, la ingeniería.
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martes, 16 de marzo de 2010

Stavkirke: El ocaso de la civilización vikinga


En 787 d.C., tres esbeltos barcos de perfil desconocido hasta entonces arribaron a la costa de Dorset, Inglaterra. Un recaudador de impuestos sajón salió a su encuentro y les ordenó presentarse ante el rey. Fue una mala idea. Allí mismo, en la playa, los recién llegados lo asesinaron sin pensárselo dos veces. Aquella fue la primera aparición de los vikingos en la historia. En los dos siglos siguientes, estos aventureros se convertirían en sinónimo de terror y muerte en todas las costas atlánticas del continente europeo.

Quizá la mayor diferencia entre los vikingos y las gentes a las que saqueaban era que éstos eran cristianos mientras que aquéllos eran paganos. La religión condicionaba su pensamiento y actos de un modo tan profundo como el entorno geográfico en el que vivían. Los vikingos no tenían una religión organizada como tal. A pesar de que sí contaban con templos y lugares sagrados, parece que la práctica de la religión entre los pueblos nórdicos era una cuestión muy personal. Cada uno elegía qué dioses honrar y de qué forma. Normalmente se trataba de realizar algún sacrificio o realizar una ofrenda votiva a uno de los muchos dioses a cambio de su protección durante la batalla o su ayuda en cualquier asunto de la vida cotidiana.

El mundo de la mitología nórdica era y sigue siendo tan extraño como fascinante. El dios supremo era Odín, que presidía las hazañas de los dioses; sobre sus hombros descansaban dos cuervos que volaban por todo el mundo manteniéndole informado de todo lo que sucedía. Los otros dioses importantes eran igualmente duros y temibles: Thor, el dios del Trueno, Heimdall, el guardián del Puente del Arco Iris que conducía a la Tierra, Hel, diosa del reino de la muerte… Asgard, la morada de los dioses, era un lugar totalmente diferente a cualquier otro sitio imaginado por el hombre. Allí no existía la paz o la alegría y, de hecho, ni siquiera tenía vocación de eternidad. Sobre la tierra de los dioses acechaba un destino inevitable: el día del Ragnarok; tras una batalla final en la que dioses y guerreros lucharían juntos contra las fuerzas del mal, aquéllos perecerían inevitablemente y cielo, tierra, hombres y dioses serían aniquilados.

Estas creencias en las que el espectro del triunfo del mal era inevitable debían pesar enormemente sobre los espíritus de los vikingos. No existía redención posible; las grandes hazañas y la paciencia no les salvarían. Aún así, no estaban dispuestos a rendirse. Un acto de gran valor les aseguraría un asiento en el Valhalla, una de las salas de Asgard, a donde las valkirias conducían los espíritus de los guerreros muertos en combate para que moraran en la Sala del Valor. Pero incluso una vez allí solo les esperaba la derrota y la destrucción.

No cabe duda de que eran unas creencias muy duras, en absoluta contradicción con las promesas de perdón, felicidad y vida eterna del cristianismo. El único aliciente espiritual de la religión nórdica era la conquista del heroísmo: si morían en combate, se aseguraban un puesto en el Valhalla. Estas creencias primarias basadas en el terror inspiraban una cultura guerrera que hacía de los vikingos unos luchadores temibles sin miedo a morir -una circunstancia que se repetiría en otros momentos de la Historia, desde los kamikazes japoneses hasta los extremistas islámicos-.

En 1030 el cristianismo se convierte en la religión de la mayoría de los noruegos tras siglos de adoración a los dioses de las leyendas escandinavas. Y, sea por la influencia de las nuevas creencias, sea porque el sedentarismo comenzaba a ofrecer más atractivos y posibilidades que la piratería, la furia de la sangre vikinga pareció enfriarse con el paso de las generaciones.

Al belicoso Harald Hardrada, que había tenido la muerte de un héroe vikingo combatiendo contra los ingleses en 1066 poco antes de la invasión normanda, le sucedió su hijo Olaf, llamado desdeñosamente el Tranquilo porque, a diferencia de todos sus antepasados, no se embarcó en ninguna guerra. Su propio hijo y sucesor, Magnus, conocido como Piernas Desnudas porque le gustaba llevar faldas célticas, tenía sueños de gloria y organizó algunas expediciones a las Hébridas y a Irlanda, pero fue un fracaso como guerrero y cayó abatido en batalla contra los irlandeses antes de lograr algo. Y los hijos de Magnus, Sigurd y Eystein, que dividieron Noruega en dos reinos, personificaron en sus caracteres y gobiernos la brecha que se abría entre los antiguos días sanguinarios de los vikingos y la nueva, menos violenta, Escandinavia europeizada que empezaba a nacer.

El rey Sigurd trasladó el tradicional espíritu violento de los vikingos al ámbito cristiano. Embarcado con 17 años en una cruzada a Tierra Santa en 1106, mató a placer en España y Siria, entró con gran pompa en Jerusalén y Constantinopla, y después de tres años regresó a Noruega llevando consigo un fragmento de la Cruz Verdadera.

Su hermano Eystein, en cambio, decidió ajustar su política a los nuevos tiempos. Construyó mercados de pescado para que los pobres pudieran ganarse la vida, hospicios, puertos, edificios e iglesias. El futuro estaría con Eystein, mientras la cruzada de Sigurd no era más que la última chispa de un fuego en extinción. Aunque hubiera sobrevivido la voluntad, los medios físicos para la vida vikinga desaparecían. Lo que había hecho posible en primer lugar la aventura vikinga era el control de los mares; ahora otros navegantes con barcos mayores comenzaban a suplantar a los nórdicos.

La religión cristiana fue un elemento importante en ese proceso de transformación. Diversos reyes escandinavos intentaron introducir el cristianismo en sus tierras con poco éxito. En 995, Olaf Tryggvason fue coronado rey de Noruega bajo el nombre de Olaf I. Como buen vikingo que era, se dedicó al pillaje, el saqueo y las guerras contra propios y extraños. Hasta que un buen día se topó con un vidente cristiano en las Islas Sorlingas, cerca de las costas de Cornualles. Sus profecías se cumplieron y Olaf, impresionado, se hizo bautizar, abandonó su vida de pirata y a su regreso a Noruega se propuso implantar su nueva fe costara lo que costase. Con el fervor típico del converso, destruyó los templos paganos y torturó a sus adoradores hasta que, al menos nominalmente, Noruega pudo llamarse cristiana hacia 1030, sólo un año antes de que Olaf I fuese canonizado.

Veinte años después, comienzan a aparecer iglesias por todo el país, unas iglesias perfectamente adaptadas tanto a los recursos como a las tradiciones y técnicas locales. Las iglesias de madera fueron una construcción muy común en todo el norte de Europa en los primeros tiempos del cristianismo. Solamente en Noruega llegaron a contabilizarse cerca de dos millares de ellas. En Europa las construcciones domésticas de más de 200 años son raras, excepto aquellas construidas por quienes podían pagar piedra o ladrillo. No sólo la madera tiende a pudrirse, es también altamente inflamable. Los incendios en las iglesias de piedra, que también contenían mucha madera, eran sorprendentemente comunes hasta bien entrado el siglo XVII. A medida que se iban quemando, su estructura se deterioraba o simplemente se consideraban obsoletas y ya en la Edad Media fueron siendo reemplazadas por edificios de piedra. Así que no es de extrañar que en la actualidad, las 29 iglesias de madera nórdicas que han sobrevivido -con dos excepciones, una en Suecia y otra en Polonia-, se hallen en Noruega.

Las iglesias de madera o stavkirke nacieron como una evolución de las habilidades arquitectónicas vikingas, transmitidas oralmente de generación a generación de carpinteros y que habían tenido su máximo exponente en los magníficos navíos con los que habían surcado los mares. Por otro lado, gracias a sus viajes y las expediciones comerciales que les llevaron por buena parte de Europa, los artesanos vikingos estaban familiarizados desde antes de la llegada de los misioneros cristianos con las formas, diseños y técnicas de construcción de los templos cristianos.

Originalmente, las iglesias antecesoras de las stavkirke se apoyaban en troncos de madera partidos por la mitad que se clavaban en el suelo y sobre los que se colocaba un techo; esto es, algo más evolucionado que una simple empalizada; una construcción sencilla, pero lo suficientemente sólida como para permanecer en pie durante décadas o, en algunos casos, incluso siglos. El problema de estas construcciones era la humedad, que pasaba del suelo a la madera y acababa arruinando no sólo la estructura sino las condiciones de habitabilidad en su interior. La solución fue levantar el edificio sobre un zócalo de piedra que actuaba de aislante. La materia prima más común fue la madera de pino, troncos seleccionados con abundante resina en su interior, lo que incrementaba aún más su durabilidad. El resultado final fueron las stavkirke, edificios sólidos, estables y resistentes a las duras condiciones climáticas locales.

En la Edad Media no existían regulaciones eclesiásticas que estipulasen que las iglesias debieran construirse en piedra. Sin embargo, la tradición sí señalaba directrices según las cuales los templos se edificaban combinando la forma del Templo de Salomón con las prácticas constructivas mediterráneas. Tampoco había obligación de someter el diseño a las necesidades litúrgicas, puesto que el núcleo de éstas era muy sencillo: la celebración de la Eucaristía en un altar. De hecho, las grandes alturas que los templos tendían a exhibir -y que con el gótico alcanzarían su máxima expresión- eran consideradas por los más puristas como una expresión de vanidad y avaricia. Tampoco la división del espacio interior en naves separadas por columnas descansa sobre una base concreta dentro del pensamiento cristiano.

Es por ello que dentro del mismo país, Noruega, y el mismo periodo, aparecieron diversos tipos de stavkirke: algunas más parecidas a basílicas románicas; otras más sencillas, con una nave y un coro, con detalles de madera imitando el aspecto de la piedra; otros con deambulatorios y galerías rodeando el perímetro de la iglesia...

La utilización de la madera como principal materia prima no debe hacernos creer que estas iglesias escandinavas fueran edificios primitivos. Al contrario, su sistema de construcción era muy sofisticado. Con las habilidades desarrolladas por los carpinteros en la construcción de barcos, se aprovechaban de forma magistral las cualidades estáticas y plásticas de la madera para conseguir un edificio tan bello como práctico.

A pesar de que la abundancia de techos inclinados de tejas es lo más llamativo a primera vista, el plano original no es en realidad más que un simple rectángulo, con base en cuatro altos pilares -los "stav" propiamente dichos- dispuestos en el centro de un cuadrado y sobre los que recae el peso de la estructura. Las paredes están hechas a base de tablones verticales ligeramente curvos que se encajan dentro de vigas horizontales en las partes superior e inferior. Este método tiene la ventaja de mantener los extremos de las paredes alejados del suelo, haciéndolos menos propensos a la descomposición. La destreza de los carpinteros era tal que no usaron clavos en la construcción de estos edificios.


La ausencia de ventanas no puede extrañar habida cuenta del frío clima del país. La tenue luz del interior proviene de una especie de mirillas en las paredes de la nave o una sola ventana en el porche. No obstante, lo habitual era realizar los servicios litúrgicos a la luz de las velas. Varios tejados escalonan el edificio en dirección al cielo, lo que aún se resalta más gracias a los linternones puntiagudos. Esta arquitectura pintoresca, los diferentes tonos de la madera y las ricas tallas que la adornan proporcionan a estas iglesias un encanto especial.



Las columnas, los capiteles, los arcos y los pórticos estaban tallados con detalles que imitaban el estilo románico. Estos detalles se combinaban a menudo con motivos, abstractos o figurativos, de la mitología noruega, entre los que destacan las cabezas de dragones que se proyectan desde los hastiales. Quizá esos dragones constituyeran algún tipo de amuleto mágico contra el mal; acaso no fueran dragones, sino leones representando a Jesucristo victorioso sobre las fuerzas del mal; tal vez, como sugieren otros autores, no fueran más que símbolos de la riqueza del patrocinador de la stavkirke, una señal de estatus sin contenido religioso; o quizá se trataba de un motivo estético inspirado en los bestiarios medievales que los vikingos conocieron en Inglaterra, bien en forma de manuscritos bien como estatuas que decoraban las iglesias. Sea como fuere, constituyen un nexo con el pasado marinero de los vikingos, puesto que el motivo del dragón era una talla muy utilizada en las proas de los navíos de guerra.

Las stavkirke, cuya construcción comenzó a decaer en el siglo XIII, son una reliquia de la Edad Media, casi incomparable con los templos de otras regiones. Su valor reside no sólo en su antigüedad y en el hecho casi milagroso de que edificios tan vulnerables hayan conseguido sobrevivir novecientos años, sino en su significación histórica y arquitectónica. Sus vigas de madera, sus tallas y sus cabezas de dragón son el punto de contacto entre la idiosincrasia, creencias y habilidades tradicionales de los vikingos noruegos y las tendencias que nacían y se desarrollaban en los grandes imperios del centro de Europa.
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