span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: mayo 2009

jueves, 21 de mayo de 2009

Samarcanda: Un pasado resplandeciente (2ª parte)



Otro viaje en taxi después, llegamos a nuestra segunda visita del día. Shaj Zinda es el complejo funerario donde se encuentran las tumbas de los reyes, emires y prebostes más relevantes de la ciudad. Posiblemente sea el lugar más venerado de Samarcanda y los uzbecos hacen cola para entrar a rezar ante algunas de las tumbas de este curioso mausoleo y especialmente en la de Qusam ibn-Abbas, un sobrino del Profeta que se dice trajo el Islam a estas tierras. Su tumba, un conjunto de tranquilas y frescas estancias, integran la construcción más antigua de Samarcanda y su corazón religioso, un importante lugar de peregrinación, en el que podemos entrar, sentarnos y contemplar cómo los fieles vienen, se tumban, oran en voz alta y con devoción, indiferentes a nuestra presencia.



El interior de Shaj Zinda es fantasmagórico. Son avenidas que se estrechan y abren sucesivamente, flanqueadas por mausoleos cuyas fachadas despliegan decoraciones maravillosas. La riqueza ornamental es apabullante pero semejante patrimonio requiere un trabajo de restauración y conservación que parece superar las posibilidades de las autoridades locales. Aunque había obreros trabajando en la rehabilitación de algunos mausoleos, cúpulas de un valor incalculable caían en el abandono, las fachadas se agrietaban, las tumbas se dejaban a medio restaurar…Aun con todo, los trabajos van avanzando y los resultados son magníficos: domos de un azul turquesa brillante, un color jamás conseguido en Occidente, decoraciones geométricas de una perfección casi sobrenatural tejidas a base de ladrillos de colores insertos en los muros y fachadas, puertas de madera finamente labrada, pórticos asombrosos en los que el trabajo de tracería se combina con una llamativa obra de azulejos de variados tonos azules.

Los mausoleos o mazar han sido un motivo arquitectónico muy popular a lo largo de los milenios, levantados bien por los gobernantes para asegurarse la inmortalidad o bien por fieles para honrar a hombres santos. La mayoría constan de una estancia de oración coronada por una cúpula. La tumba real puede estar situada en un salón central o gurkhana (subterráneo). Suele haber anexas una serie de habitaciones que cumplían funciones de alojamiento, lavaderos o cocinas.



Es este un excelente lugar para tomar contacto con la esencia del arte musulmán, con sus formas específicas y alejadas de la tradición figurativa occidental. Con el fin de apartarse lo máximo posible de los antiguos cultos a los ídolos, la ortodoxia musulmana prohibió el arte estatuario. Esto se combinó con una tradición nómada cuya pasión artística se centraba en los textiles, con los que las tribus árabes y turcas habían tomado contacto gracias a las caravanas provenientes de China o Persia. Sus tiendas eran un pequeño paraíso de telas y alfombras multicolores. Huían de la monotonía de los desiertos, de sus apagadas ciudades de adobe y tierra. De ahí su gusto por el colorido vivo, explosivo incluso, que lo impregna todo.

Cuando aquellos nómadas comenzaron a moverse hacia occidente, fundaron sus imperios y empezaron a vivir en palacios, el peso de las generaciones precedentes no se esfumó y sus estancias pasaron a reproducir las tiendas en las que habían morado hasta no hacía tanto tiempo: carecían de muebles, se sentaban encima de sofás y cojines revestidos de magníficas telas de seda, mientras las paredes y los suelos estaban decorados de alfombras, tapices o kilims de suntuosos colores. Aún hoy, en buena parte de la Asia turca (desde Anatolia hasta Kirguizistán) los domicilios particulares siguen estas mismas pautas. En la arquitectura, la influencia textil se dejó sentir en la decoración que ocupaba todas las superficies planas de las fachadas, revestidas de estuco, azulejos o esmaltes. El aspecto de las ciudades de Asia cambió por completo, pasando a estar sus decoraciones dominadas por los arabescos (motivos estilizados inspirados en la naturaleza vegetal) y las lacerías (series de formas geométricas basadas en cuadrados y círculos)

Un tercer desplazamiento nos lleva hasta el centro histórico. Incrustada en el barrio viejo y junto al bazar, se alza la que tuvo que ser una de las obras más gigantescas de Timur, la mezquita de Bibi Janum. Su pórtico es uno de las más espectaculares de Asia Central. Los interiores son espectros de lo que en otra época fueron: desangelados minaretes perdidos en medio de la nada, silenciosos, silenciados, recordatorios de una ambición.Después de que Tamerlán conquistara Samarcanda y decidiera convertirla en la capital de su nuevo imperio, hizo traer los mejores arquitectos y artesanos de Bagdad, Shiraz, Damasco, Isfahan y Delhi, para que la embellecieran a la altura de sus sueños. Entre conquista y conquista, Timur dirigía desde su campamento de tiendas de lujosa seda en las afueras la reconversión de la ciudad y el levantamiento de minaretes y cúpulas recubiertos de azulejos multicolores que reflejaban la luz del sol.

La mezquita de Bibi Janum fue una de sus hijas arquitectónicas, la perla más grande de su corona. Ordenó su construcción tras regresar triunfante de una campaña militar en la India y su intención, acorde con su ego, era que se tratara del templo islámico más grande del mundo. Y como todos los edificios relevantes, a Bibi Janum –por cierto, el nombre es el de la esposa china de Timur- no le falta su particular leyenda. Según esta, la consorte del temible emperador quiso levantar la mezquita mientras su marido estaba lejos, en una campaña militar, para darle una sorpresa. El arquitecto, sin embargo, se enamoró de ella y se negó a completar las obras a menos que la hermosa mujer le diera un beso. Ella accedió, pero al hacerlo, le dejó una marca fatal que fue inmediatamente percibida por Timur cuando regresó. Enfurecido, ordenó ejecutar al arquitecto y decretó que a partir de entonces todas las mujeres debían llevar velo para que ningún hombre volviera a sentirse tentado por ellas.

Sea o no verdad la leyenda, lo que sí es cierto es que el templo fue comenzado el 11 de mayo de 1399 (día astrológicamente propicio) y concluido en cinco años gracias a la energía de 200 artesanos, 500 obreros y 95 elefantes. Pero la mezquita, pensada para albergar diez mil fieles, sobrepasó los límites de la gravedad y las posibilidades de la ingeniería de la época. Poco después de ser completada empezaron a surgir grietas y fue desmoronándose con el paso de los años hasta que en 1887, ya en estado ruinoso, un terremoto acabó el trabajo, hundiéndola. Hoy, su esqueleto, como tantas otras cosas en esta ciudad, evoca otros tiempos.
Fuera cual fuese la profundidad de la fe de Tamerlán, éste no quiso levantar semejante mezquita para honrar a Alá, sino para glorificarse a sí mismo, más allá incluso de los conocimientos técnicos de la época. Todo debía ser exagerado, colosal, inigualable, desde la puerta de entrada de 35 metros de altura al cuerpo principal de la mezquita, hoy en estado ruinoso pero aún desprendiendo un orgulloso aire de superioridad. Incluso para los parámetros contemporáneos, la mezquita de Bibi Janum era un edificio excepcional. En el soleado espacio que una vez fue el patio de la mezquita y que hoy se ha transformado en un tranquilo jardín, descansa otro elemento de dimensiones acordes con el edificio: un enorme atril para coranes, tan grande que nos podríamos sentar cómodamente en él.

¿Cómo es posible que uno de los monumentos más antiguos de la ciudad -y desde luego el más emblemático de Samarcanda y, probablemente de toda Asia Central, quede junto a una gran avenida recta y no tenga ningún edificio al lado? Los soviéticos hicieron de las suyas arrasando entera la ciudad vieja y dejando sólo los edificios más representativos. También levantaron una fuente ridícula delante del conjunto, y unas gradas. Avanzo para que tales excrecencias me queden a la espalda y me siento para contemplar el Arenal (Registán) que da cuerpo a la leyenda de Samarcanda. Se trata de un conjunto monumental compuesto por tres medersas (escuelas coránicas) y el espacio que éstas delimitan. Las fachadas de las medersas dan a una plaza que aporta al grupo monumental el equilibrio y la armonía perfectos.

El Registán no fue construido por Tamerlán, sino por su nieto, Ulughbek, que finalizó la construcción de la primera medersa en 1420 en el centro neurálgico de la ciudad, donde se había celebrado tradicionalmente el bazar. Las otras dos medersas fueron levantadas siguiendo el modelo de la primera. Eran centros de estudio en los que se impartían conocimientos de teología, filosofía y astronomía. La medersa orientada hacia el sur, Tilla Kari (Cubierta de Oro) fue la última en finalizarse, en 1660. Las fachadas son espléndidas y tras su restauración los azulejos que las hacen justificadamente famosas en toda Asia lucen en toda su grandeza. Representan dos felinos rampantes realizados al amparo de una bula religiosa puesto que no se pueden plasmar figuras de animales vivos en lugares sagrados. No es un ejemplo único –en Bujara existe otro edificio con mosaicos similares- pero sí inusual.

Si el exterior del Registán sorprende e impresiona, el interior de las antiguas medersas no puede sino causar cierta decepción. Aunque algunas de estas escuelas coránicas fueron restauradas por los soviéticos, es cierto que sus interiores han perdido encanto. En su día las celdas que rodeaban los patios servían de alojamiento y lugar de estudio a los alumnos que venían aquí a aprender teología, filosofía y astronomía. En Bujara o Tashkent tuve oportunidad de visitar medersas vivas, donde aún se enseña y se aprende aunque los ordenadores han sustituido a los pergaminos y la tinta. El Registán, sin embargo, ya no tiene vida religiosa, es un monumento, un edificio histórico, un espacio turístico. Patios y celdas se han convertido en un bazar de souvenirs para extranjeros donde uzbecos, tayikos y rusos tratan de embaucar a los visitantes con precios abusivos. Traté de aliviar esa decepción con el pensamiento de que el turismo permite ganarse la vida a mucha gente que, de otra forma, se vería en una situación difícil.

Me enteré de que sobornando a uno de los policías que monta guardia en una de las medersas, nos abriría la puerta del minarete que la flanquea para que pudiéramos subir hasta la cima y contemplar las vistas. Así que por la ridícula cantidad de 3.000 sums (unos 2 dólares y medio) el gordo policía sale de la garita con un voluminoso aro de contundentes llaves, nos abre la puerta del minarete a escondidas de los ojos del público y nos señala la escalera de caracol. En cuanto subí tres escalones me percaté de la razón por la que el lugar estaba cerrado a las visitas. Era un auténtico peligro, en estado de semirruina, con agujeros en los ya irregulares peldaños, sin apenas luz, estrecho hasta niveles claustrofóbicos, con cables colgando por doquier... Para colmo, la parte superior, apuntalada precariamente con vigas de madera, estaba sellada con planchas metálicas. Se podía sacar medio cuerpo fuera para mirar alrededor procurando no balancearse mucho. Eso sí, la vista era magnífica y mereció la pena.
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jueves, 14 de mayo de 2009

Samarcanda: Un pasado resplandeciente (1ª parte)


Samarcanda, un nombre que inevitablemente evoca aventuras, lejanas tierras y animados mercados repletos de exóticas mercancías. ¿Qué queda de su leyenda tras las múltiples vicisitudes, pruebas y conquistadores que la ciudad ha vivido, muchas veces sufrido, en el transcurso de su historia? Durante dos días trataríamos de escarbar en el pasado de la ciudad.

La importancia de Samarcanda fue siempre inseparable del comercio. Durante la Antigüedad y la Edad Media, junto con Bujara, fue una de las principales ciudades caravaneras de la Ruta de la Seda, que iba de China al Mediterráneo, y la ruta comercial entre la India y Occidente. La historia de este oasis bañado por los canales del río Zarafshan se remonta muy atrás en el tiempo. Ya en 329 a.C., entonces capital de Sogdiana, fue conquistada por Alejandro Magno en su campaña hacia la India. No fue sino uno más de los muchos ejércitos que han puesto sus ojos y sus manos en una de las ciudades más antiguas de Asia: turcos, árabes, persas y rusos hicieron pagar a sus habitantes con sangre y dolor la prosperidad que disfrutaban.

Nuestro alojamiento en la ciudad era el hotel Zarina, un agradable establecimiento situado en un verde patio al final de un callejón justo enfrente de la maravillosa plaza del Registán. No podíamos pedir nada mejor. Se trataba de un edificio no muy grande pero tremendamente acogedor, con un bonito patio interior en cuyos porches se alineaban varios diwans. Reinaba una tranquilidad maravillosa, puesto que nos hallábamos algo alejados de la concurrida avenida y ajenos también al ajetreo del edificio principal del hotel. Sólo se oía el ir y venir de los huéspedes por el suelo de grava y los apagados gritos de los chiquillos que jugaban en aquella especie de trastienda urbana libre de tráfico y peligros y sombreada por grandes árboles de hoja caduca.


Pero, por el momento, las habitaciones no estaban todavía listas, así que disponíamos de varias horas para tener un primer contacto con la ciudad. Salimos del callejón del hotel, cruzamos la calle Tashkent y contemplamos por primera vez la legendaria plaza del Registán y su trilogía de majestuosas medersas (escuelas coránicas) cubiertas de azulejos de color turquesa y en cuyas aulas miles de estudiantes de todo el imperio se doctoraban en las enseñanzas del Corán.


Continuamos por la calle Registankaya y enfilamos la avenida Tashkent hacia el bazar de Siab, una animada zona tras la mezquita Bibi Janum. Entre la plaza del Registán y la mezquita, han levantado un conjunto escultórico que representa una caravana de dromedarios llegando a la ciudad encabezada por un comerciante tocado con turbante, caminando con las manos cruzadas a la espalda. Se trata de un homenaje a los miles de personas que dedicaron su vida al comercio y para las cuales, después de interminables jornadas en el desierto, la visión de las cúpulas y minaretes de Samarcanda debía suponer un regalo caído del cielo. El punto de destino para muchos de ellos era el mismo mercado en el que ahora nos internamos nosotros.

El mercado de Siab es el caleidoscopio de la ciudad, el mejor espectáculo en directo, una torre de Babel repleta de vestidos, colores y turbantes. Aquí la calle bulle de gente. Antiguos camiones rusos comparten espacio con todo tipo de carros, remolques y carretillas. Descatalogadas motos con sidecar cruzan de punta a punta el mercado. Bicicletas enloquecidamente tuneadas junto a carritos tirados por asnos, algún buey impasible bloqueando la calle, gente que comercia ajena a todo lo demás… Del viejo mercado de alimentación tan sólo se conserva una incierta estructura soportada por pilares labrados y techumbres de madera carcomida, bajo la que se extienden unas pocas tiendas de pan y golosinas. La mayor parte de Siab lo forman una serie de toscos edificios de estilo soviético. Cemento y uralita, no parecen los ingredientes mágicos de las ensoñaciones sobre la Ruta de la Seda. Pero el alma del mercado ha sobrevivido.

Los tenderos ofrecen probar sus productos y aunque la estrella son las hortalizas, se puede encontrar de todo, desde pan hasta queso fresco y mantequilla, pasando por toda la gama de las especias, variedades infinitas de dulces, incluso carne de carnero, pollos, pavos y capones, cacahuetes y pistachos, fruta, paneles de miel cristalizada, pasteles. Están a la venta desde prendas de ropa hasta objetos de menaje, pero, como siempre, es la zona de alimentos la que muestra de una manera más evidente la personalidad y diferencia de un país. Mientras la ropa, utensilios y herramientas son prácticamente los mismos en cualquier lugar del mundo y a menudo están fabricados en otro país, los comestibles son fruto de la tierra y de los gustos y preferencias locales. Nos abrimos paso entre montañas de sacos de legumbres, tan grandes que una persona podría caber dentro. Un enjambre de mujeres compraba esos panes redondos que jóvenes muchachos transportaban sin descanso en carretillas hasta los puestos; nos metemos incluso a curiosear en un oscuro tenducho que resulta ser el dispensario de un veterinario; curioseamos en las carnicerías (donde enormes trozos de carne colgaban sobre el mostrador y las matronas uzbecas metían su cabeza entre las piezas de ternera y cordero para llamar la atención del carnicero. El surrealismo se hace también evidente en algunos puntos de Asia Central, no es sólo una característica africana.

Avanzamos entre una turbamulta de verduleros, carreteros, policías ociosos en su ronda y ancianos de cansada mirada con trajes negros orlados con una ristra de medallas y condecoraciones soviéticas. Tras la reciente independencia del país y con un gobierno decididamente nacionalista, sus glorias militares al lado del ejército ruso parecen fuera de lugar y, aunque lo saben, no se avergüenzan de ello. Es lo único que les queda en estos tiempos difíciles. Otros, más jóvenes, no tienen ni eso: en nuestro paseo por Siab vimos también mendigas que exhibían su miseria colgando bebés de sus brazos o ancianos que pedían limosna sentados en algún rincón, víctimas de los problemas económicos que sufría el país, con un Estado corrupto incapaz de atender las necesidades de los peor tratados por la fortuna y con una economía industrial inadecuada y desorientada tras la marcha de los rusos.

Olisqueando el aroma a kebab recién hecho, nos cruzamos con hombres y mujeres que comían pipas, y nos perdimos entre las tiendas de especias, las verdulerías, los puestos de papel higiénico, cordones para zapatos, pirámides de jabón, calcetines y queso fresco, Vimos dentaduras de oro y uniformes antiguos, puestos de venta de cuerdas, arneses, escobas… Vimos también hombres fornidos, con los torsos desnudos, alquilando sus brazos y mujeres vestidas con indumentarias centelleantes y pañuelos floreados. Turbantes tayikos, casquetes uzbecos, puntiagudos gorros de fieltro kirguises y sombreros de piel turcomanos se mezclan en una actividad vieja como el tiempo que sin embargo en nuestros países se ha convertido en una obligación aséptica, donde el contacto humano se evita siempre que es posible y los vendedores raramente se hallan personalmente involucrados. El griterío, la agitación y la pasión de los vendedores de este mercado es estimulante.

También pensé en lo distintos que eran estos animados bazares de los vacíos y deprimentes mercados de otras ex repúblicas soviéticas o antiguos países comunistas, con estantes vacíos, vitrinas desangeladas y dependientas aburridas. Aquí, en Asia Central, la apisonadora soviética no había conseguido aniquilar completamente el espíritu comercial que durante miles de años se había ido asentando en estas tierras. En cuanto se vieron libres del yugo ruso, los mercados volvieron a llenarse de productos, compradores y vendedores. Aquella mañana, Siab me cautivó pues era un escenario distinto. No era espectacular por sus edificios ni era importante por sus mercancías, pero a su manera, era una de las llaves que lleva a comprender parte de la historia del hombre.

Mi amigo Steve me propuso ir a explorar la parte más moderna de Samarcanda, algo acerca de lo cual yo guardaba bastantes reservas. Mucho me temía que los soviéticos habrían arrasado cualquier vestigio de la ciudad antigua para levantar sus ciclópeos y horrendos bloques de cemento. Pero aún así, decidí acompañarle. Descendimos por la avenida de Registán hasta llegar a la gran intersección con la calle Akhunbabayev, en cuyo centro se levanta una estatua de Tamerlán, personaje del cual hablaremos más adelante. Sobre un pedestal, el conquistador se sentaba en un trono de estilo asiático, con aire regio, sus manos reposando sobre una espada. Siniestro individuo para elevarlo al altar de símbolo nacional.

Puede que Samarcanda cuente con un legado histórico extraordinario, pero lo cierto es que poco del mismo ha sobrevivido en algo material, concreto. Los soviéticos arrasaron la ciudad y se propusieron levantarla de nuevo de acuerdo con sus nefastas reglas urbanísticas. Días antes habíamos visto las consecuencias de esa filosofía en Bujara, pero al menos en esa ciudad el casco histórico se había respetado y podía disfrutarse casi íntegramente, limitándose la pesadilla de cemento a los alrededores de aquél. Durante un rato caminamos entre horribles bloques de hormigón e hileras de edificios administrativos de estilo comunista que invitaban al peatón a agachar la cabeza y tratar de pasar lo más inadvertido posible. Los monumentos históricos que han quedado en Samarcanda y que aún hacen de ella una visita ineludible, están dispersos aquí y allá, como islas en un mar de cemento.


Pero para nuestra sorpresa, tras torcer a la izquierda en una de las avenidas, desembocamos en un agradable barrio construido a base de bulevares en rejilla, y cuyos edificios de dos alturas de fachadas blancas, amarillas o azules hundían sus raíces en la época de presencia rusa anterior a la Revolución. Eran amplias calles sombreadas por ancianos árboles a cuya sombra vivían los uzbecos, alejándose lo máximo posible de los adustos bloques "oficiales". Había gran animación y grupos de estudiantes, familias y amigos paseaban por los tramos peatonales a cuyos lados se podían encontrar cibercafés, tiendas de fotografía digital o de venta de DVD´s. Desde luego, no era lo que yo esperaba. Samarcanda cuenta hoy en día con 405.000 habitantes y no me cabe duda de que la mayor parte de ellos malvive en angostos bloques de viviendas de construcción soviética con mantenimiento deficiente y comodidades domésticas escasas. Pero la zona donde nos encontrábamos había conseguido sobrevivir al desolador urbanismo comunista y quizá sirva de modelo para la transformación de la antigua ciudad en una urbe más humana.
Algo más allá, junto a una sombreada ronda abierta al tráfico y ocupando una esquina generosa de la misma se levanta la que fue primera iglesia ortodoxa de Uzbekistán, San Alejandro. Sólo un pequeño grupo de turistas franceses nos hacía compañía en aquel amplio y luminoso templo, inmaculadamente limpio, con paredes y techos de suaves colores pastel. Nos resultó chocante encontrar en esta parte del mundo y después de tantas mezquitas y medersas visitadas en las últimas semanas, todos aquellos iconos, ángeles, santos, vírgenes y cristos. Las representaciones figurativas habían brillando por su ausencia hasta este momento, en el que esos iconos con su aire algo kitsch de figuras aureoladas y brillantes colores se desplegaban ante nuestros ojos. La ausencia de fieles a nuestro alrededor me hizo reflexionar sobre la situación de la religión cristiana en esta parte del mundo, en franco retroceso ante un Islam renacido.

Salimos del templo y damos un paseo por el Gorky Park. Al menos ése era el nombre que figuraba en los mapas de la guía, aunque las autoridades lo habían cambiado recientemente por el de un héroe patriótico uzbeco de difícil pronunciación e imposible memorización. El parque era una extensión amplia y plácida, con abundancia de árboles bajo los que se refugiaban bares al aire libre y piscinas que en verano servían de alivio al intenso calor. Vimos también un anfiteatro cuyo escenario estaba siendo engalanado para algún concierto o celebración; vendedores ambulantes de helados que esperaban junto a sus carritos, fuentes de agua potable y una limpieza poco usual en estos países, especialmente cuando se trata de lugares no estrictamente turísticos. Tomamos nota de un par de establecimientos en los que podríamos cenar al día siguiente y regresamos al hotel.

El día siguiente va a ser intenso y nuestra guía por los monumentos históricos va a ser Svetlana, una uzbeca de raza eslava, de rubios cabellos y ojos claros. En las dos últimas décadas muchos rusos han abandonado estas repúblicas al sentirse arrinconados y excluidos por la fiebre nacionalista que barre estas nuevas naciones. Y eso aun cuando muchos llevan ya dos y tres generaciones naciendo y muriendo aquí y que nada les espera en Moscú, donde languidecen y mueren desposeídos de todo. Los eslavos no se consideran uzbecos, turkmenos, tayikos o kirguíses. Estos pueblos de origen turco-mongol se han arrogado con el manto de propiedad de la cultura y la historia local. Me pregunto qué futuro tiene gente como Svetlana, que nació en Samarcanda y que se siente tan uzbeca como el que más, orgullosa y conocedora de la rica historia de esta tierra. No desea irse a ningún otro lugar. ¿Es menos uzbeca que un pastor que cuida de su rebaño en el desierto de Kyzylkum?
Cogemos un taxi para desplazarnos por la anodina Samarcanda de hoy para llegar a nuestro primer punto de interés: el observatorio de Ulughbek. Se levanta sobre una colina en uno de los barrios excéntricos de la ciudad. La cima de la colina es redondeada y desde ella se disfruta de amplias vistas de la ciudad. Poco queda del observatorio astronómico propiamente dicho: a través de una puerta se vislumbra un largo y redondeado pasadizo descendente en el cual se extienden los raíles que servían de marcadores para las anotaciones astronómicas. Un interesante museo anexo explica el funcionamiento del ingenio y profundiza en la figura de su promotor, Ulughbek..
Resulta curioso y triste a la vez que Ulughbek, un gobernante pacífico e interesado por la ciencia, haya quedado olvidado por una Historia que, sin embargo, resalta las conquistas –esto es, masacres y violencia- de Gengis Khan o Tamerlán. De hecho, fue el nieto predilecto de este último y gobernó el imperio de su abuelo hasta 1449, cuando fue decapitado por su propio hijo. Ulughbek sustituyó el salvajismo de Timur por la erudición y el amor a la astronomía. Construyó el observatorio en que nos hallamos, de tres pisos, en los que se albergaba un doble sextante para la observación del Sol, la Luna y los planetas, con un radio de 40 metros, montado en un carril de bronce calibrado en grados. Este observatorio hizo grandes aportaciones a la astronomía con la realización de las Zij-i-Gurkani, las primeras tablas estelares precisas, concluidas en 1437. Fue también aquí donde se calculó la duración exacta de un año.

Sus inclinaciones científicas no le hicieron precisamente popular entre los poderosos líderes islámicos de la ciudad cuya ortodoxia les llevó inevitablemente a recelar de un emir que podía arrebatarles su influencia y poder. Conspiraron para acabar con él y sustituirlo por su hijo, Abdul Latif, quien, después, destruyó hasta los cimientos la obra de su padre. Afortunadamente sus tratados de astronomía consiguieron salvarse y llegar a Europa, donde se publicaron y alcanzaron el reconocimiento que no obtuvieron en su tierra natal. La obra sobrevivió, pero el observatorio, o mejor sus ruinas, se olvidaron completamente. No fue hasta 1908 cuando un profesor ruso aficionado a la arqueología descubrió la gran muesca que estamos viendo y sobre la que se movía el gran telescopio. Ni siquiera hoy el desdichado Ulughbek disfruta de un reconocimiento especial en el actual Uzbekistán, que han preferido venerar el recuerdo del asesino de masas que fue su abuelo, Tamerlán.

El imperio fundado por Tamerlán a sangre y fuego tuvo breve vida. Tras la muerte de Ulughbek, la decadencia se hizo inevitable tras el cierre de las fronteras chinas por la dinastía Ming. La Ruta de la Seda se abandonó y el dinero y las mercancías dejaron de fluir. Samarcanda, cada vez más vulnerable, sucumbió al ataque de la Horda Dorada, un grupo de nativos turcomongoles acaudillado por Kan Uzbek (los verdaderos antepasados de los actuales uzbecos) que la conquistó en 1500. Los descendientes de Tamerlán, sin embargo, continuaron su existencia en otro lugar bajo otro nombre: serían los fundadores de la dinastía mogol en la India.
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viernes, 8 de mayo de 2009

Territorio del Norte australiano: el hogar de Cocodrilo Dundee




El Parque Nacional Kakadu, en el norte de Australia, es el hogar de 120 especies de reptiles, desde lagartos que corren a dos patas hasta grandes pitones, pero sin duda el rey es el cocodrilo. En el Top End y de manera especial en Kakadu, habitan dos especies de cocodrilos. En primer lugar, los tímidos "freshies", Johnston o cocodrilos de agua dulce, crecen hasta alcanzar 3 m de longitud, comen animales marinos, pájaros y pequeños mamíferos y viven únicamente en ríos de agua dulce y billabongs. Exclusivos de Australia y reconocibles por sus estrechos hocicos y sus ordenadas filas de afilados dientes, parecen relativamente dóciles y se consideran inofensivos para los humanos, aunque no se recomienda comprobar con insistencia esta última afirmación. Algunas zonas de baño de Kakadu son conocidas por albergar freshies que, cuando llegan los ruidosos humanos, prefieren una retirada discreta antes que una abierta rebelión.

A lo largo de la costa y los estuarios, densos manglares recogen y acumulan grandes volúmenes de sedimentos arrastrados por los ríos todos los años, incrementando la superficie del parque cada estación. Los manglares son lugar de cría para docenas de especies de peces que son el principal alimento de la otra especie de cocodrilo, el reptil más grande del mundo: el conocido como saltie estuarine o cocodrilo de agua salada, que puede llegar a medir 7 metros de longitud y superar los 1.000 kg de peso en su plena madurez. En realidad no es una especie endémica de Australia sino que está extendido por todo el sudeste asiático, pero sí es aquí donde se puede encontrar en mayor número.

Se encuentra a gusto en agua salobre o incluso en el mar y carece de enemigos naturales aparte de ellos mismos. El saltie es famoso por su agresividad. Son cazadores oportunistas y cazan a su presa de repente y a toda velocidad para luego reanudar su inactividad acostumbrada durante días, si no semanas, seguidas. Son conocidos por atacar a los búfalos que deambulan por el barro aunque los pescadores y los bañistas son un tentempié que adquieren mucho menos tenazmente. Hay señales de advertencia por todos lados avisando a los visitantes no acercarse a las orillas de los ríos o nadar en aguas que puedan parecer cristalinas e invitadoras al pie de una cascada. Sus amplios y poderosos hocicos y sus torcidas mandíbulas constituyen una fascinante y horripilante visión que ha cambiado poco desde los tiempos de los dinosaurios hace 160 millones de años; entonces, los salties eran cuatro veces más grandes de lo que lo son ahora.

Los muchos cocodrilos que vimos aquella mañana eran "freshies", que acudían curiosos cerca de la balsa quizá con la esperanza de que algún turista poco cuidadoso, arrebatado por la emoción y arrastrado por el peso de su cámara de fotos, cayera al agua. Otros reposaban en las orillas con las mandíbulas abiertas, totalmente inmóviles, como si fueran figuras de cera, con esos ojos estáticos y carentes de expresión.

Paul Hogan fue quizá el mejor propagandista de Kakadu. Cuando en 1986 estrenó su película “Cocodrilo Dundee”, nadie podía prever el éxito que cosecharía en todo el mundo su rústico personaje, reunión de tópicos del pionero del Outback. La parte de la película que transcurría en Australia fue rodada en Kakadu y aquellas escenas supusieron el primer contacto de mucha gente con estas tierras. Lo que es menos conocido es que Cocodrilo Dundee existió en la realidad... más o menos...
En 1999, un australiano solitario y salvaje, Rodney Ansell, moría en un enfrentamiento con la policía. Ansell, diestro con las armas y buen conocedor de la naturaleza más hostil, tuvo una vida muy australiana como cuatrero y cazador de búfalos en la Tierra de Arnhem, una de las zonas norteñas más inhóspitas y solitarias del Top End. Tenía 44 años cuando murió.
Su vida habría pasado inadvertida de no ser por un documental y un libro que narraban su epopeya durante los dos meses que anduvo perdido en el inhóspito norte del país, después de que su barca fuese atacada por un cocodrilo gigante en el río Fitzmaurice. Para no morir de sed tuvo que beber la sangre de los lagartos y búfalos que cazaba. El interés suscitado por su odisea llevó a Rodney a ser requerido en numerosos espacios informativos, entre ellos una entrevista televisiva que fascinó a Paul Hogan hasta el punto de inspirarle la famosa película.

La leyenda de Ansell se nutrió también con anécdotas como la de que al ser invitado a un hotel de cinco estrellas en Sydney, durmió en su saco de dormir en vez de en la cama y se quedó asombrado por la existencia de un objeto llamado bidé. Ambos episodios tuvieron su reflejo en la película. Pese a la notoriedad alcanzada por el film inspirado –al menos parcialmente- en su vida, Ansell arrastró graves dificultades económicas en sus últimos años y se vio involucrado en varios casos de robo de reses al sur de Darwin. En uno de ellos atacó a un ganadero. Ello provocó el establecimiento de controles de carretera, en uno de los cuales acabaría muriendo, no sin antes matar a un policía en el tiroteo. La identificación del cadáver de Ansell –robusto, de ojos azules y pelo rubio, como Hogan- tardó más de un día. Carecía de todo tipo de documentos y pocos australianos lo habían visto desde hacía años.

Cocodrilo Dundee tenía muchas historias que contar de cocodrilos, claro y aquella mañana íbamos a aproximarnos algo más a aquellos agresivos animalitos. Antes de salir del parque nacional de Kakadu hicimos una parada en el río Alligator, una corriente de agua achocolatada bordeada por espesa vegetación y que como su expresivo nombre indica es el hogar de un gran número de cocodrilos marinos. Por supuesto, ha habido quien ha visto las posibilidades comerciales del saurio y ha montado un pequeño chiringuito con un embarcadero de madera de aspecto endeble y unos barcos de dos cubiertas que realizan pequeños cruceros por el río para que los visitantes puedan experimentar de cerca la visión de los amables reptiles. Atrincherados en una especie de cofias que sobresalían de la cubierta superior de la embarcación, un par de miembros de la tripulación, utilizando pértigas a modo de cañas de pescar, suspendían grandes pedazos de carne cruda sobre el agua. Los cocodrilos sabían perfectamente que el barco les suministraba comida y se acercaban sin miedo hasta justo debajo de nosotros para permanecer inmóviles bajo la ondulante pieza de carne, como si la cosa no fuera con ellos. Entonces, de repente, rápidos como el rayo, se impulsaban fuera del agua y con un estremecedor "clac" cerraban las mandíbulas sobre su presa -cortando de paso la cuerda que la sujetaba a la pértiga- y desaparecían bajo el agua.

Cocodrilo significa lagarto y viene del griego krokodeilos. El nombre fue consignado por primera vez por Herodoto, que los vio en las orillas del Nilo. A muchos kilómetros de Egipto, los aborígenes han vivido junto a los cocodrilos y se los han comido a ellos o a sus huevos durante miles de años, pero a principios de este siglo los cocodrilos habían sido cazados hasta casi la extinción, ya fuera por deporte, por ser mal considerados o por su piel. La ley cambió esta tendencia a mediados de los años sesenta, pero a pesar de la actual protección, las granjas y la eliminación de los cocodrilos solitarios, es muy poco probable que el Top End recupere los cocodrilos de más de 5 m. El capitán del barco, sin embargo, con un tono algo irritante similar a los de los feriantes vendedores de jamones, iba narrando algunos hechos y curiosidades relacionados con los “salties”. Él opinaba que sí volveríamos a ver auténticos monstruos: dado que su ritmo de crecimiento es similar al nuestro y la prohibición de cazarlos no entró en vigor hasta 1971, aún no ha transcurrido el suficiente tiempo como para que los ejemplares más vigorosos se desarrollen plenamente.


Pues bien, desde 1971 el tamaño, abundancia y falta de temor en estos animales se han incrementado. Además, la extensión de los asentamientos humanos en áreas antes deshabitadas han aumentado los riesgos de contacto entre hombres y cocodrilos. A pesar de todo, los ataques de cocodrilo no son algo frecuente, registrándose una muerte cada dos años.

De las dos especies que viven en Australia, el Freshwater Crocodile o Freshy es relativamente pequeño y sólo constituye un peligro para aquellos que accidentalmente pescan uno en una red o quien intenta arrinconarlos para atraparlos. El Saltwater Crocodile o Salty, los que contemplábamos en ese momento, es otra historia; es el cocodrilo más grande del mundo y los adultos pueden considerarse como comedores de hombres (si se les da la oportunidad). Los adultos pueden llegar a medir 7 metros de longitud. Tales bichos son increíblemente poderosos en el agua y sus presas varían desde aves y reptiles a peces, wallabies o incluso búfalos. Normalmente acechan a su presa sigilosamente, moviéndose justo bajo la superficie del agua.

Ambas especies de cocodrilos ponen sus huevos en un nido que defienden con fiereza hasta que las crías pueden valerse por sí mismas. Son mamás muy delicadas, que transportan a sus pequeños en sus bocas llenas de afilados dientes sin dañarles ni una escama.

Un consejo importante es no nadar o cruzar ríos o estuarios que puedan estar frecuentados por cocodrilos. Esto incluye la mayor parte de los rios del Top End o Territorio del Norte, el norte de Queensland y el norte de Australia Occidental. Las señales de “peligro cocodrilo” no siempre están puestas (se roban continuamente como souvenirs), y si se tienen dudas, es mejor no bañarse. Muy difíciles de ver incluso cuando se encuentran sobre el agua, los cocodrilos pueden permanecer sumergidos durante horas. En resumen: no se bañe a menos que esté seguro de que no hay peligro. Si se está acampado, no se debe preparar carne fresca junto a la orilla del agua como tampoco recoger agua del mismo sitio cada día (los cocodrilos son buenos observadores de la conducta de sus presas).

Como hemos dicho, los accidentes son sorprendentemente inusuales, pero todos los ataques salen en la primera página del NT News. Las historias horripilantes forman parte del repertorio de todos los guías turísticos y están muy arraigadas en el folclore del Territorio. Hay otra cosa que se debe evitar: no seguir los rastros que dejan los cocodrilos en su camino hacia el agua, especialmente en las primeras horas de la mañana o a última hora de la tarde. El sobrecogedor sonido de las mandíbulas de aquellos monstruos al cerrarse indicaban una fuerza aterradora. Aferran a la presa con sus poderosas mandíbulas y afilados dientes, arrastrándola debajo del agua hasta ahogarla. Los cocodrilos no pueden masticar, de modo que cortan a la presa, sacudiéndola y despedazándola con sus dientes. Nuevos dientes crecen para reemplazar los que se rompen o se pierden.

Y, en caso de emergencia, ¿qué podríamos usar para paralizar un cocodrilo?. Pues bien, aquí va el consejo de la abuela: para cocodrilos de hasta dos metros, una banda de goma sería suficiente como para salir con bien del encuentro. ¿Qué cómo es eso? Los músculos que cierran las mandíbulas de un cocodrilo son tan fuertes que generan la misma potencia que un camión cayendo desde un acantilado. Pero, en cambio, los músculos que las abren son tan débiles que pueden sujetarse ambas con una sola mano sin que el animal consiga vencerte. Buen truco, ¿eh?

Los cocodrilos tampoco lloran mientras acaban contigo, como dice la leyenda. Se trata de una creencia popular que se remonta a la Edad Media. Sir John Mandeville, en un escrito de 1356 observó: “En muchos lugares del río existen muchos cocodrilos –esto es, un tipo de serpiente larga-. Estas serpientes matan a los hombres y se los comen mientras lloran”. Los cocodrilos tienen glándulas lagrimales pero descargan directamente en la boca, así que externamente es imposible ver ninguna lágrima. El origen de la leyenda podría tener que ver con la proximidad de la garganta a las glándulas que lubrican los ojos. Éstos pueden humedecerse a causa del esfuerzo a la hora de intentar tragarse algo grande o que se revuelve. Tampoco pueden sonreír: los cocodrilos no tienen labios.
Los ácidos gástricos de los cocodrilos contienen suficiente ácido hidroclorhídrico como para disolver incluso el acero y el hierro. Por otra parte, la leyenda urbana de los cocodrilos que viven en las alcantarillas no es más que eso, una leyenda. Estos animales no pueden sobrevivir sin la radiación ultravioleta proveniente del sol que les permite procesar el calcio. El cuento se puede rastrear hasta un artículo del New York Times de 1935 en el que se decía que unos chicos habían sacado un cocodrilo de una alcantarilla del Harlem y lo habían matado a golpes con palas. Probablemente el animal cayó de un barco en el puerto y nadó por los conductos de desagüe hasta la alcantarilla.
Normanton es una de esas pequeñas y adormiladas poblaciones ganaderas, justo al sur del golfo de Carpentaria, en el estado de Queensland. A pesar de que el censo dice que hay 1.447 habitantes, parece una ciudad fantasma. No vemos a nadie, ni siquiera un coche circular, por las bonitas calles flanqueadas de edificios levantados durante la fiebre del oro hace más de cien años. Las casas son de madera y lucen perfectamente restauradas y conservadas, pintadas las fachadas de colores pastel. Sus pisos superiores exhiben terrazas que rodean completamente la construcción con barandas de hierro forjado. El piso inferior cuenta con la protección de un porche. Palmeras y césped separan unas casas de otras dando al conjunto un aspecto ligero, amplio.

Si nos detenemos aquí es para hacernos una foto junto a o encima de la enorme estatua que reproduce, a escala natural, el mayor cocodrilo jamás atrapado, no lejos de aquí. Se trata de una bestia de 8.64 metros en cuya boca puedo acomodarme sin problemas. A menudo vemos a los cocodrilos semisumergidos, con solo los malévolos ojillos sobresaliendo del agua, o bien a lo lejos -acercarse demasiado no es recomendable para la salud-. Los documentales no dan una idea de las verdaderas y terroríficas dimensiones de estos supervivientes del jurásico. El que teníamos aquí parecía sacado de una película de monstruos de Hollywood. Para hacerse una idea basta caminar ocho pasos. Mire atrás, donde comenzó, y verá la longitud -sólo la longitud- del animalito.
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jueves, 7 de mayo de 2009

Manneken Pis: el símbolo de Bruselas


El Manneken Pis es el peculiar símbolo de la ciudad de Bruselas desde 1619. Se trata de un mofletudo y desnudo niño de bronce que orina hacia los rostros divertidos de las muchedumbres que lo contemplan. La estatuilla que vemos ahora es una copia del original del siglo XVII, mucho más aparente cuando permanece desnuda que cuando la disfrazan con alguno de los miles de trajecitos donados por bruselenses, foráneos y hasta jefes de Estado. Su bien surtido guardarropa puede contemplarse en el Museo de la Ciudad.

El desconocimiento de qué fue lo que inspiró al escultor ha dado pie a hipótesis descabelladas. La más conocida sostiene que en la batalla de Ransbeke, para encender el coraje de los soldados se colgó de las ramas de un roble la cuna donde estaba el hijo de Godofredo de Lorena. En algún momento de la contienda, el niño abandonó por sí solo la cuna y le encontraron orinando en el árbol. De este episodio se concluyó que desde pequeño ya demostró tener un valor a toda prueba. En otra historia, se cuenta que el hijo de 5 años de edad de un noble de Bruselas abandonó con desparpajo una procesión para orinar en la pared de la casa de una malvada mujer que, furiosa, le lanzo un maleficio convirtiéndole en estatua de piedra y condenándolo a orinar para siempre.

La pequeña estatua de bronce fue esculpida en 1619 por Jerôme Duquesnoy pero una versión en piedra –llamada Little Julian- ya se levantaba aquí a mediados del siglo XIV. Salió intacta del bombardeo de 1695, pero fue robada en numerosas ocasiones. Los británicos se apoderaron de ella en 1745 y, al cabo de dos años, los franceses hicieron lo mismo; pero siempre acabó recuperándose. A modo de compensación del robo cometido por estos últimos, Luis XV, entonces en Bruselas, presentó la estatua ataviada con un precioso brocado dorado, arrestó al ladrón y concedió al Manneken Pis el título de caballero de San Luis.

En 1817, un delincuente recién salido de prisión robó la estatua; posteriormente, se hizo una copia en bronce de la misma. El 6 de diciembre de 1818, el Manneken Pis regresó nuevamente al emplazamiento original que hoy sigue ocupando. En días festivos se le viste con indumentarias extravagantes. Así, el 6 de abril aparece con uniforme de soldado en recuerdo del aniversario de la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. El 3 de septiembre se celebra la liberación de Bruselas en 1944, y se exhibe con el uniforme de la Guardia de Gales. En memoria de la Batalla de Inglaterra de la segunda Guerra Mundial, el 15 de septiembre el niño luce el uniforme de piloto de Royal Air Force. Posee, en definitiva, un vestuario de 345 uniformes y las correspondientes condecoraciones que se guardan en el Museo Municipal de la Grand-Place; no obstante, la diminuta figura pasa la mayoría del tiempo sin atuendo alguno. Para culminar la tontería, en 1985, las feministas belgas pidieron un equivalente femenino para devolver el equilibrio a la estatuaria del pipí, y en un paroxismo de rectitud política, se encargó la correspondiente estatua, la Jeanneke Pis.
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sábado, 2 de mayo de 2009

Sydney: La bahía perfecta (2ª parte)


No siempre la Ópera de Sydney ha sido la "niña bonita" del público. Durante muchos años, el elemento distintivo de Sydney y su bahía fue otro muy diferente, en forma, propósito y origen. Dediqué la tarde a visitar ese segundo gran símbolo de la ciudad, el Harbour Bridge.

El puente emana poder, solidez, perdurabilidad y utilitarismo. Puede que el edificio de Utzon sea más bello, pero no le gana al puente en presencia pura y simple. El puente domina la bahía en mayor medida que la Ópera. Sus contundentes formas, hijas de la revolución industrial, del carbón y el hierro, dominan la bahía. Es tan grande que desde lejos resulta diíficil hacerse una idea exacta de sus dimensiones. Sólo cuando nos vamos acercando notamos cómo se nos viene encima. Sus cimientos son inmensos, se levanta sobre nosotros como un edificio de diez pisos, pero parece mucho más pesado. Hasta 1967, fue la estructura más alta de la ciudad y aún continúa siendo el puente más ancho del mundo.
Sus dimensiones, no obstante, son variables, oscilando 18 cm verticalmente dependiendo de la temperatura. El arco tiene una longitud de 503 metros y su estructura metálica -en la que se utilizaron seis millones de remaches con cabezas como manzanas- pesa 39.000 toneladas. La parte más alta del arco se levanta a 134 metros sobre el mar, aunque esta altura puede ampliarse casi dos metros más en los días de calor por la dilatación del metal.


Los australianos han sabido sacar partido del puente, y no sólo como infraestructura utilitaria. En cada extremo del mismo se levantan un par de pilones de cemento y granito de 89 metros de altura, de cierto aire egipcio y que sostienen la masiva pasarela. En uno de ellos se aloja el museo del puente, una interesante exposición que rinde homenaje a aquellos que hicieron posible un proyecto de unas dimensiones nunca vistas en el continente hasta ese momento. Aquellas salas daban la oportunidad al visitante de profundizar en el entorno social en el que se construyó, la proeza técnica que su tendido supuso para la época, cómo salvó la economía de la ciudad y el papel que juega actualmente, por no hablar de las siempre entretenidas cifras y estadísticas.

Para llegar hasta el pilón era necesario subir hasta el nivel del puente por un tramo de escaleras que partía del barrio de The Rocks y caminar un buen trecho por el carril de peatones. La altura sobre el agua era atemorizante pero aun así, el puente ha visto caer 40 suicidas, la mayoría al poco tiempo de inaugurar el puente, durante la Depresión de los años treinta. Sin pretenderlo, el gobierno les había proporcionado la infraestructura ideal para sus desesperados propósitos.


Habían existido planes para levantar un puente desde 1815, pero las cosas no se concretaron hasta 1911. Hasta después de la Primera Guerra Mundial no se empezaron a dar pasos hacia la construcción que supuso un capítulo fundamental en la historia de Sydney. En 1923 cuando los ciudadanos decidieron por fin a iniciar los trabajos, no pensaban en un puente cualquiera, sino en el espacio arqueado más largo construido hasta entonces. Era una empresa ambiciosa para un país tan joven y tardaron en construirlo más de lo que pensaban, casi diez años. Justo antes de terminarlo, en 1932, el Bayonne Bridge de Nueva York se inauguró sin aspavientos y se descubrió que medía 600 metros más.

En 1923 se demolieron 800 viviendas (los propietarios de las casas recibieron una compensación, no así los inquilinos). Las fotografías en blanco y negro de la exposición iban reflejando las distintas etapas de construcción y mostraban a los operarios realizando peligrosas tareas a cien metros de altura sobre el mar sin cordajes ni arneses de ningún tipo, tomándose el almuerzo, bromeando o exhibiendo sus habilidades y ausencia de vértigo. Por otra parte el fotógrafo demostró un valor nada desdeñable al subir con su equipo a los andamiajes teniendo en cuenta las nulas condiciones de seguridad imperantes en la época. Dieciséis obreros murieron durante las obras pero sólo dos fue a causa de caídas. Hubo también varios heridos a causa de la labor de remache -había que calentar los remaches al rojo antes de insertarlos- o padecieron de sordera para el resto de sus vidas a consecuencia del ruido de las remachadoras.

Sea como fuere, la construcción del puente, terminada en 1932, fue una proeza tanto financiera, dada la situación de depresión económica, como de ingeniería. Antes de que existiera, la única manera de acceder desde el centro de la ciudad, en la orilla sur, hasta el barrio residencial, en el norte, era por transbordador o dando una vuelta de 30 km por una carretera por la que habían de cruzarse cinco puentes. Este puente de un solo arco, conocido popularmente como The Coathanger (la percha), tardó ocho años en levantarse, incluida la línea del ferrocarril. Los préstamos para su construcción ascendieron a 6.25 millones de libras australianas, que terminaron de pagarse en 1988.

Los cimientos del puente miden 12 m de profundidad. El arco se construyó en dos mitades sujetas a cada lado con cables de acero. Una vez reunidas las dos partes, se empezó a levantar el suelo. Pintar el puente se ha convertido en una tarea interminable. Exige un mantenimiento continuo para protegerlo del óxido, por lo cual se le han de dar continuamente manos de pintura gris acero. Para cada capa se necesitan aproximadamente 30.000 kg de pintura, los suficientes para cubrir un espacio equivalente a 60 campos de fútbol. Más de 1.500 vehículos cruzan el puente cada día; unas 15 veces más que en 1932.

El museo mostraba también varias fotografías del día de la inauguración, con miles de personas atravesando por primera vez la obra que había sido conocida como "El Pulmón de Hierro", pues aunque el 79% del metal utilizado fue importado de Inglaterra, los 1.400 trabajadores eran australianos y semejante obra, aunque costó al final el doble de lo presupuestado, sostuvo la economía de la ciudad en plena Depresión. Pero hablando de inauguraciones, cuando se trata de grandes ceremonias de apertura hay que mencionar el suceso que marcó la apertura del Sydney Harbour Bridge el 19 de marzo de 1932. El plan era que el primer ministro Jack Lang cortaría la cinta, la multitud vitorearía y todo el mundo se iría a casa con una sonrisa en los labios. Pero había alguien que tenía una idea diferente.

El oficial de caballería retirado Francis De Groot no estaba pero que nada satisfecho con el hecho de que Jack Lang tuviera el honor de cortar la cinta en aquella histórica ocasión. De Groot creía que sólo un miembro de la familia real era digno de tal misión y ante la ausencia del rey Jorge V, De Groot decidió que él mismo se encargaría de la tarea real. De alguna manera consiguió que se le pusiera al frente de la guardia de honor durante el acto de inauguración y, cuando Lang llegó, el jinete aprovechó la ocasión: cabalgó hacia el frente a toda velocidad ¡y cortó la cinta con su espada! La policía intervino rápidamente –aunque ya un poco tarde- y detuvieron al lunático monárquico para internarlo en un hospital psiquiátrico. Se le declaró cuerdo pero no tardó en revelarse que era miembro de un partido político de extrema derecha, New Guard. De Groot fue multado con cinco libras y acusado de comportamiento ofensivo. En cuanto a la ceremonia, la cinta fue atada de nuevo y el protocolo se reanudó como si nada hubiera sucedido.

En la cima del pilón se abre un mirador desde el que se goza de una buena perspectiva tanto del puente como de la bahía. A muchos metros por debajo discurren los carriles para coches, trenes, ciclistas y peatones. Hoy ya no es la única manera de cruzar la bahía. El avance de la tecnología permitió décadas después excavar un túnel que comienza debajo de Macquarie St. y llega al otro lado de la bahía, muy cerca del puente, aliviando la congestión de las horas punta.

Desde el mirador se distinguía una fila de pequeños seres que subían las escaleras que bordeaban el gran arco exterior. Eran turistas, disfrutando de una actividad que por razones presupuestarias yo hube de dejar para otra visita. Se trata del Bridge Climb, cuya base está en el pilón sudeste. Desde 1998 esta empresa se dedica a llevar a pequeños grupos de diez personas a escalar el puente (en realidad se trata de subir por las escaleras de servicio, que no tienen complicación mientras no seas agorafóbico o sufres de vértigo). Aunque la experiencia dura 3 horas, sólo se pasan 2 en el puente, ascendiendo gradualmente y descansando mientras el guía señala puntos de interés y ofrece información. La hora que se pasa inscribiéndose y equipándose en las modernas oficinas de la base del pilón hace que uno se sienta como si se estuviera preparando para salir al espacio exterior, en parte debido a los trajes de estilo Star Trek, diseñados para camuflarse con el puente (no es una vestimenta colorida que estropee la visión a aquellos que se encuentran a ras de tierra).

En el fondo no es tan arriesgado como pudiera pensarse, ya que es imposible caerse gracias a los arneses y al sistema de cables. El único objeto personal que se puede llevar consigo es las gafas de sol, atadas al traje con cuerdas especiales; todo lo demás (desde pañuelos a gorras) viene con el equipo y sujeto de modo similar. Todo ello es para evitar que se caigan objetos sobre los automóviles y las personas que pueda haber debajo circulando por el puente. Esto significa que uno no puede llevar su cámara fotográfica. Teniendo en cuenta que se trata de una de las mejores oportunidades para hacer buenas fotografías, este contratiempo resulta decepcionante y aunque se realice gratuitamente una foto de grupo encima del puente, las propias personas ocultan parcialmente el fantástico panorama.



Por otro lado, el precio no es precisamente barato: entre 179 y 295 dólares australianos según la hora que se elija, ya que hay ascensiones durante todo el día, incluyendo al amanecer y al atardecer. Sólo se cancela la actividad a causa de tormentas eléctricas o fuertes vientos (no resultaría bueno para el negocio que Mrs.Smith de Kansas resultara carbonizada por un funesto rayo o arrastrada por el viento hasta estrellarla contra la calzada 100 metros por debajo).

Pero las vistas desde el mirador donde me encontraba, aunque muchos metros por debajo de la cúspide del puente, eran igualmente magníficas. Por supuesto, el agua era el elemento que dominaba el paisaje, un agua surcada por docenas de embarcaciones que ejecutaban con ligereza y despreocupación un complicado baile: lanchas rápidas, barcos de crucero por la bahía para turistas, los pintorescos transbordadores con su aire de barquito de juguete, cruceros de lujo de gran tonelaje, pequeñas embarcaciones deportivas ancladas en puertos resguardados en recoletas ensenadas, veleros, …se cruzaban, entrando o saliendo de la bahía.

Sin duda es el puerto lo que ha hecho a Sydney. No es tanto un puerto como un fiordo de 25 km de largo y perfectamente proporcionado: tan grande como majestuoso, pero sin perder su aire doméstico. Estés donde estés, la gente de la otra orilla nunca está tan lejos que parezca remota. Como cruza el centro de la ciudad de este a oeste, divide Sydney en más o menos dos partes iguales, los suburbios del norte y del este (da igual que los suburbios del este estén realmente en el sur, o que muchos de los suburbios del norte estén claramente en el este. Los australianos, no hay que olvidarlo, empezaron siendo británicos). Decir que tiene 25 km de largo no da ni una ligera idea de su extensión. Como constantemente se bifurca y divide en brazos que acaban en pequeñas y apacibles ensenadas y bahías, la línea costera del puerto mide nada menos que 244 km.

La costa, además, ha recibido un tratamiento urbano responsable, evitando los desarrollos urbanísticos desordenados. Así, sin salir del centro urbano, se pueden dar largos paseos jalonados por pequeñas calas y bordeados por parques que parecen estar a kilómetros de cualquier ciudad grande. De repente, das la vuelta a un cabo y te encuentras con una nueva perspectiva del edificio de la Ópera.Circular Quay es un conjunto peculiar y desde lo alto de puente se puede apreciar su extraña variedad. Por un lado, un arrecife de modernos rascacielos de cristal, escaparate de la Australia contemporánea. Justo al lado, el barrio histórico de The Rocks, con sus restauradas casas del siglo XVIII. Los Botanical Gardens, que se adentraban en la bahía en la forma de una estrecha península paralela a Bennelong Point, se veían claramente detrás del elegante edificio de la Ópera.
Y el puente, que como un gran padre de cemento y metal domina todo el entorno. Desde aquí el edificio de la Ópera parece un indefenso David frente al inmenso goliat. Pero como David, ha vencido en la batalla de la publicidad y la carrera por conseguir el cariño de la gente. El puente es impresionante por su tamaño, pero sus rotundas formas responden a un propósito práctico y utilitario: facilitar el transporte. La Ópera, por el contrario, pertenece al etéreo mundo de la cultura y Jorn Utzon lo entendió perfectamente cuando planteó su diseño. El puente se ancla firmemente en la bahía. La Ópera parece que vaya a emprender el vuelo. Una extraña pareja que han aprendido a convivir en armonía.
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