span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: julio 2011

martes, 26 de julio de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (2)


(Continúa de la entrada anterior)

En la Iglesia y el convento de San Jorge las banderas egipcia y griega ondean juntas. Un llamativo cartel anuncia que la institución recibe ayuda financiera de una organización denominada Hellenic Aid. Después de 2.300 años, los lazos entre Grecia y Egipto tendidos por Alejandro Magno no habían desaparecido tras siglos de revoluciones históricas, culturales y religiosas. El edificio del convento es de sólida piedra y aspecto austero en el que destacan ciertos detalles un tanto llamativos, como una balconada que sobresale de un amplio arco cerrado por lo que parece un iconostasio de piedra. Unas relucientes escalinatas conducen hasta la iglesia ortodoxa, de forma circular y coronada por una gran bóveda rematada por una cruz que reafirma su identidad cristiana en el mar de minaretes que la rodean. El interior, forrado de mármoles, no reviste demasiado interés aparte de su inusual forma circular.

También aquí hay más animación fuera de la iglesia que dentro. Rodeada de un agradable espacio con árboles y bancos y aislada del tráfago circulatorio de la metrópoli, ha trascendido su papel de receptáculo de ceremonias religiosas para convertirse en punto de encuentro social. En este sentido, no se diferencia mucho de las mezquitas, donde la gente acude tanto para relacionarse como para atender a la oración del viernes.

Igual sucede en la Iglesia Colgante o Iglesia de la Escalera. Atravieso un porche flanqueado por modernos mosaicos naif de brillantes colores que representan escenas bíblicas, quizá un recordatorio de la antigua tradición artística bizantina. Entro a continuación en el silencio de un estrecho patio, desde el cual 29 escalones llevan a las puertas de madera que constituyen la entrada de la Iglesia copta, una de las más antiguas de Egipto, construida probablemente en el siglo VII. Muchos de sus tesoros se pueden contemplar hoy en el cercano Museo Copto, incluyendo la primera reliquia encontrada en la parte más vieja de la iglesia –un dintel de madera tallada del siglo V representando la entrada de Jesús en Jerusalén.

En el ajetreado interior, popes y fieles se mezclan tras el servicio que acaba de concluir, grupos
de chicas pasan a las capillas laterales para rezar o se entretienen hablando en voz baja. Enseguida llama la atención un púlpito elevado de mármol del siglo XI. Si se observan de cerca las 13 columnas que soportan dicho púlpito, se verá un símbolo habitual en las iglesias coptas: una es negra, representando a Judas, otra gris para el inseguro Tomás y los otros once son blancos, representando a Jesús y los apóstoles más devotos.

Murales y paneles de madera cubren los muros y las velas parpadean en el extremo oriental de la iglesia, donde los altares están dedicados a San Jorge, la Virgen María y San Juan Bautista. Una pequeña puerta de madera de pino finamente trabajada en la nave sur lleva a una pequeña capilla y un baptisterio de granito rojo, la parte más antigua de la iglesia. Una pintura de la Virgen cerca de la entrada te observa caminar, sus ojos siempre siguiendo a sus fieles devotos.

Paso un par de horas recorriendo las calles empedradas, flanqueadas por los muros de iglesias y conventos. Algunos callejones han sido tomados por vendedores de estampas de santos y beatos, que con sus hábitos negros y sus austeras miradas, no inspiran sentimiento bondadoso alguno. A su lado cuelgan láminas con reproducciones kitsch de motivos milenarios, como la Virgen y el Niño o el Cristo Redentor.

Paso a continuación a visitar el Museo Copto. En la entrada aún se pueden ver las rampas de acceso al antiguo cuartel fortificado de la guarnición romana. La presencia militar romana en Egipto constaba de tres legiones. Una estaba estacionada en Alejandría, otra en Tebas y una tercera tenía su cuartel general fortificado en Babilonia (no confundir con la ciudad de Mesopotamia), en el actual Cairo, justo donde yo me encuentro. El acceso al museo está fuertemente controlado por la policía, otra señal de que no todo va bien en la convivencia de los egipcios.

Un amplio patio precede a un edificio en el que se custodia una considerable colección de piezas de enorme valor que atestiguan la historia del cristianismo egipcio, uno de los más antiguos del mundo.

La importancia de Egipto en el desarrollo del cristianismo a menudo se infravalora -cuando no se
ignora directamente- por parte de los propios cristianos. Egipto fue uno de los primeros y más fértiles campos para la conversión y la fundación de instituciones de esa religión. La mayor parte de la ortodoxia cristiana fue fijada en Egipto, en sus escuelas de catequesis en Alejandría, y en las amargas disputas teológicas como las de san Atanasio y Arrio sobre la naturaleza de Cristo, o entre Cirilo y Nestorio sobre la naturaleza de María. El Credo de Nicea (que reza “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,…”) fue compuesto por religiosos egipcios. El Nuevo Testamento en su forma canónica fue por primera vez compilado en Egipto. Lejos de ser una filial exótica y aislada, Egipto fue una incubadora primero, y un pilar luego, de la Iglesia Cristiana.

Aunque Egipto sería posteriormente tierra musulmana, una fuerte minoría cristiana ha pervivido hasta hoy y forma parte integral de la vida egipcia. La tradición y experiencia coptas forman parte de las bases de la conciencia nacional. Las palabras “copto” y “Egipto” provienen ambas del antiguo Hikaptah (“Casa del Espíritu de Ptah”) egipcio a través del griego Aigyptos. Durante los primeros siglos del Islam, los árabes se referían a Egipto como Dar al-Qibt, “la morada de los coptos”.

De acuerdo con una tradición muy querida por los cristianos egipcios –aunque puesta en tela de juicio por los historiadores- el cristianismo fue traído a Egipto durante el reinado del emperador romano Nerón por San Marcos, quien fue martirizado en Alejandría. De hecho, poco se sabe sobre el desarrollo del cristianismo en Egipto durante los primeros tres siglos de nuestra era, pero su mensaje obviamente fructificó en la fértil tierra del valle del Nilo, penetrando primero en las ciudades gracias a las comunidades judías que en ellas residían, e irradiándose luego al campo. Para cuando el cristianismo comenzó a despuntar en la Historia, a finales del siglo III, ya era una religión dinámica, una fuerza creciente en Egipto. Una vez más, la afirmación de Herodoto de que los egipcios eran el pueblo más religioso de la Tierra, parece que se cumplía.

Las condiciones en el Egipto romano tardío eran favorables a la extensión de una nueva religión como el cristianismo. Las turbulencias del siglo III habían afectado mucho a un pueblo, los egipcios, que valoraba tanto el orden. Justo cuando los gobiernos fracasaban a la hora de atender las necesidades materiales de la sociedad, también lo hacían, en el ámbito espiritual, los sistemas religiosos existentes. ¿Hacia dónde se iban a dirigir en un mundo que se había convertido en un torbellino impredecible?

Las élites podían encontrar consuelo en las religiones mistéricas que proliferaron durante la Antigüedad tardía: los cultos a Isis, Mitra y otros, presentes no sólo en Egipto, sino en todo el Imperio. El atractivo de estas religiones era que afirmaban revelar el significado oculto que yacía tras las cambiantes apariencias de la vida. Aquellos con educación también tenían a su alcance el Neoplatonismo, que floreció en Alejandría, con su mezcla de filosofía, misticismo e incluso magia. A través de la magia uno podía vivir la ilusión de tener el control, doctrina que un filósofo neoplatónico expresó como “Yo no voy a los dioses. Los dioses vienen a mí”.

Otro fenómeno religioso, el Gnosticismo, ofrecía una experiencia directa de Dios a través del conocimiento (gnosis) de Él. De acuerdo con los gnósticos, el yo humano era una chispa del mundo espiritual atrapado en un cuerpo material que podía ser trascendido. El descubrimiento de una biblioteca gnóstica del siglo IV en Nag Hammadi en 1945, un hallazgo de la importancia de los manuscritos del Mar Muerto de Palestina, ha proporcionado un nuevo punto de vista no sólo del gnosticismo sino también del cristianismo primitivo.

El Maniqueísmo, una religión procedente del Imperio Persa, llegó a Egipto antes del final del siglo
III y encontró muchos seguidores, la mayor parte en el Medio y Alto Egipto. Los maniqueos creían en una dualidad subyacente, una lucha permanente entre las fuerzas opuestas del bien y el mal, una visión del universo que tenía sentido en los problemáticos tiempos del final del Imperio Romano. El hermetismo les ayudaba a conformar un espíritu de grupo alrededor de unos conocimientos y verdades eternas que creían dimanar de la más remota antigüedad. Los horóscopos, antes una rareza en Egipto, se hicieron populares durante los primeros siglos de la era cristiana al haber tanta gente inquieta y ansiosa por echar un vistazo al incierto futuro.

Todas estas fuerzas y creencias dejaron su huella en Egipto, pero la religión que echó raíces y dominó la tierra del Nilo durante varios siglos fue el cristianismo. Éste también ofrecía consuelo durante las crisis: a los que sufrían les regalaba el amor de Dios y la promesa de la justicia final y la recompensa de una vida eterna, tan importante ésta en la tradición egipcia. Pero los beneficios del cristianismo eran prácticos además de espirituales: un sentido de camaradería, de pertenencia a un grupo con un fuerte sentido identitario, una red de apoyo en tiempos difíciles y camaradas en los que podías confiar a la hora de llevar a cabo los ritos funerarios adecuados cuando llegara el momento (algo que también tenía excepcional importancia para los egipcios).

A medida que los impuestos, las exigencias oficiales y la conscripción se hicieron más y más opresivos, un creciente número de egipcios dejaba sus hogares y aldeas para encontrar refugio en las incontables tumbas y cavernas que horadaban las colinas del valle del Nilo. Huir de las vicisitudes de este mundo estaba sólo a un paso de contemplar los beneficios del siguiente. Esta fue la génesis del movimiento anacoreta, una de las muchas contribuciones que Egipto hizo al desarrollo del cristianismo.

(Continúa en la entrada siguiente)

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lunes, 18 de julio de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (1)


Egipto era territorio cristiano bajo el gobierno bizantino cuando fue conquistado por Amr ibn al-As, general del califa Omar. Los conquistadores musulmanes, unos 4.000 jinetes, cruzaron el Sinaí y entraron en Egipto a través de Gaza, y entre 639 y 641 el país fue definitivamente. Para el año 710, el árabe ya era la lengua oficial de la administración, pero la conversión religiosa al Islam se produjo más lentamente: en 725, casi cien años después de la conquista, alrededor del 98% de la población era aún cristiana. Los árabes se asentaron en el este del delta del Nilo y los siguientes gobernadores fueron trayendo sus propios ejércitos, cuyas tropas se establecieron en el país, casándose y comprando tierras. Esta colonización árabe de Egipto y los matrimonios con mujeres locales jugaron un papel determinante en la conversión, pero igualmente relevante fue la discriminación religiosa y los impuestos que recaían sobre los no musulmanes; así, en 1300, de acuerdo con el historiador egipcio Vatikiotis, “Egipto se había convertido en el más poderoso centro de poder y civilización Islámicos”.

En el período bizantino, El Cairo no era más que una pequeña fortaleza ribereña de escasa importancia que defendía la ruta que iba desde Alejandría a las ciudades que quedaban río arriba. La llamaban, la Babilonia de Egipto. Los musulmanes convirtieron esta fortaleza, hasta entonces sin importancia, en la primera ciudad de Egipto, y los cristianos nunca constituyeron un elemento tan dominante en la población de El Cairo como lo habían sido en Alejandría. En realidad, hasta el siglo XI, el Patriarca copto no se dignó trasladar allí su catedral desde Alejandría (reducida ya por entonces a poco más que un pueblo de pescadores). Hoy, El Cairo cuenta con una numerosa población copta, quizá unos cuatro millones del total de nueve (el 10% de los 85 millones de habitantes de Egipto son cristianos), pero se hallan dispersos en los barrios más pobres, precisamente donde quiso el destino que vivan también las facciones islámicas fundamentalistas más violentas.

El estilo de la ciudad cambia radicalmente en este barrio. La puerta de acceso al recinto amurallado, en parte de la época romana, conduce a un laberinto de callejuelas, en buena medida reconstruidas con dudoso gusto y que a primeras horas de la mañana todavía están desiertas. En este pequeño universo cristiano, me detengo en primer lugar en el escondido edificio que constituye la excepción: la sinagoga de Ben Ezra. Cuando en el 587 a.C. Nabucodonosor II conquistó Jerusalén, exilió a Babilonia a miles de judíos, pero muchos otros consiguieron escapar y llegar a Egipto, formando el núcleo de lo que sería una gran comunidad judía.

Tras la invasión musulmana, en general, la política fatimida hacia los dhimmis (cristianos y judíos) fue bastante tolerante, llegando incluso a apoyarlos en ciertas ocasiones. Muchos cristianos ocupaban buenos puestos dentro del gobierno y tenían cierto peso dentro de la sociedad, aunque fue precisamente a comienzos del periodo fatimida, en el siglo X, cuando los cristianos dejaron de ser mayoritarios en Egipto. Por su parte y al mismo tiempo, los judíos vivieron lo que probablemente fue su época dorada. Una comunidad judía, la mayor de Egipto desde la caída de Alejandría en manos árabes, se desarrolló en Fustat, cerca del antiguo Cairo, donde la sinagoga de Ben Ezra se había fundado en tiempos de los tulúnidas, en el siglo IX. “Los judíos que viven aquí son muy ricos” escribió Benjamín de Tudela en 1170. Fustat se convirtió en el centro judío de toda la zona, incluidas Palestina y Siria.

Gracias a la comunidad judía de Fustat disponemos de una excelente fuente de conocimiento de
la vida cotidiana en el Egipto medieval en la época fatimí. En la sinagoga de Ben Ezra había un "genizah", una palabra que se puede traducir libremente como “cofre”, en cuyo interior se guardaban antiguas y gastadas biblias hebreas junto a otras obras religiosas, ya que iba contra la ley destruir un documento que contuviera el nombre de Dios. Así, con el paso de los siglos, rollos y códices fueron introducidos en esa arca. El criterio sobre lo que debía guardarse y lo que no fue flexibilizándose cada vez más, por lo que acabaron conservándose una amplia variedad de documentos que no sólo tenían contenido religioso: matrimonios, divorcios, negocios, magia, medicina, educación… todo aquello importante para la sociedad no sólo hebrea, sino egipcia. A menudo los documentos hablan con voces muy personales: “Dios lo sabe, los precios son tan impredecibles estos días…” se queja un hombre de negocios; mientras que una esposa frustrada se queja de que su marido no ha tenido sexo con ella durante nueve meses: “Soy una mujer sedienta; el hombre es un inútil. Dejen que se separe, anulemos el matrimonio”.

Aunque ya no está abierta al culto, un policía examina las bolsas de los visitantes, que además
deben pasar por un arco detector; triste recordatorio del deterioro de las relaciones entre comunidades. Parte vital de la sociedad egipcia durante más de dos mil años, pocos judíos quedan en Egipto, y aquellos que aún sobreviven son casi invisibles. Muchos se marcharon tras la fundación del Estado de Israel, otros lo hicieron tras las diferentes guerras entre Egipto y su vecino judío. Este éxodo moderno es doblemente trágico porque no sólo privó al país de un valioso recurso nacional, sino que llegó en el momento en el que los judíos egipcios estaban a punto de alcanzar una paridad de estatus con las poblaciones cristiana y musulmana.

En la sinagoga se exhiben piezas de mármol y diversa decoración simbólica. Su forma es la de una iglesia, con tres naves, un piso superior soportado por arcos de medio punto al estilo árabe y unos techos de elaborado trabajo en madera. Los muros están adornados por paneles de madera con incrustaciones de marfil, elementos que, junto al alabastro, forman parte del "altar".

Dentro de los límites del barrio copto se esconden buen número de las iglesias cristianas de la ciudad. En una de ellas se estaba celebrando un oficio y aunque un barbudo celador me impide la entrada por mi condición de turista curioso, sí puedo permanecer en el umbral y observar con atención. Es aquí, próximo a las raíces geográficas y temporales del cristianismo, cuando mejor se percibe lo mucho que liga a esta religión con Oriente y cómo y en qué medida Occidente ha ido modificando esos orígenes. Por ejemplo, aquí existe una estricta separación de sexos, algo que no proviene de la influencia islámica, sino del cristianismo original: las mujeres ocupan un lado del pequeño templo y los hombres el otro; ellas llevan el cabello cubierto por un pañuelo, siendo el color preferido el blanco con bordados de cruces o santos. El cántico que entonan es inequívocamente oriental en su ritmo, cadencia y melodía. En un extremo, las chicas más jóvenes encienden una vela y la sostienen frente a un icono de la Virgen mientras rezan una plegaria. Los sacerdotes visten de blanco; una decena de ellos se sientan alrededor del principal oficiante, un rechoncho egipcio tocado con una especie de mitra blanca.

El acta de nacimiento de la Iglesia ortodoxa copta data del Concilio de Calcedonia, cuyas conclusiones rechazaron los fundadores. Así, está también catalogada como “anticalcedonia” y “monofisita”. El patriarcado de Alejandría, que sitúa su origen en San Marcos, surgió de esta querella, y la inmensa mayoría de la población egipcia siguió a los secesionistas. El patriarca copto de Alejandría y de toda África (actualmente Shenouda III, elegido en 1971), está a la cabeza de unos 16 millones de fieles en todo el mundo, la mayoría en Egipto.

La diferencia entre las cifras oficiales y las estimadas por la propia comunidad copta es llamativa. Y es que el “peso” demográfico de las “minorías” es un tema extremadamente sensible en los países de Oriente Medio, y todo el mundo hace trampas. Los interesados tienen tendencia a inflar las cifras, el Estado a reducirlas. Se cree que un árabe de cada tres es egipcio. Los coptos, cuya diáspora alcanza a un millón de personas, se han implantado en Sudán, al menos desde el siglo XIX, pero también desde el XX en Europa y América del Norte.

De la iglesia parece quedar poco que sea original. Los muros carecen de encanto y no tienen decoración. Sólo las antiguas columnas del siglo IV o V, coronadas por capiteles con hojas de acanto, dan testimonio de su edad. Tiene una atmósfera vieja y descuidada que la diferencia del buen estado en el que suelen encontrarse todas las mezquitas del país.

La iglesia ortodoxa de Santa Bárbara es un edificio de exterior anodino y sin gracia; lo único que llama la atención son las ventanas trabajadas en delicada tracería con cruces insertas y que evidentemente proceden de una construcción más antigua. En su interior, entre cánticos e incienso, se celebra otro servicio, pero con un aire mucho más informal. Las puertas están abiertas, los niños juegan en el exterior y los fieles permanecen en pie puesto que no hay bancos. Los más jóvenes entran y salen continuamente, impacientes ante la larga duración de las ceremonias ortodoxas.

La Iglesia griega ortodoxa es la heredera por línea directa de Bizancio. Rechazó las tres primeras grandes herejías: el arrianismo, el nestorianismo y, por último, el monofisismo. En 1054 se separó de Roma a causa de una excomunión recíproca. El Patriarca de Constantinopla negaba que, en las relaciones entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo procediera del Padre y del Hijo.

Solo en Oriente, la Iglesia ortodoxa griega cuenta con cuatro Patriarcas: el patriarca ecuménico de Constantinopla, con sede en Fanar, en la ribera del Cuerno de Oro, en Estambul; el patriarca de Alejandría de Egipto (sin poder sobre la Iglesia copta monofisita y ampliamente mayoritaria); el de Jerusalén, y el de Antioquia, con sede en Damasco. El patriarca ecuménico de Constantinopla no es más que un “primus inter pares” y no dispone de los mismos poderes que el papa sobre los obispos latinos. Las ceremonias obedecen a la liturgia bizantina y tienen lugar en griego y árabe.

Por contraste con las “Iglesias importadas”, la Iglesia griega ortodoxa se afirma, especialmente,
en Levante, como Iglesia autóctona y, a pesar de que su jerarquía haya sido helena durante largo tiempo, como Iglesia de los Árabes. Está implantada sobre todo en Siria, en el Líbano, en Jordania, en Irak, en Palestina y en Israel. Cuenta con setecientos u ochocientos mil fieles, es decir, por lo menos el 14% de la población cristiana del mundo árabe, y cuatrocientos mil en ambas Américas y en Europa. La comunidad ortodoxa griega goza de prestigio gracias a sus orígenes imperiales.

En la iglesia ortodoxa de San Jorge, la atmósfera está cargada de incienso y los detalles se perciben a través de una bruma blanquecina. A ese ambiente espiritual se une la luz que atraviesa las vidrieras superiores, difuminándose entre las nubes plateadas de las esencias. También hay misa, pero esta parece ser mucho más popular y concurrida que las coptas. De hecho, el templo está lleno. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, muchos de los fieles son gente joven.

Y otro rasgo más de sincretismo religioso: una gran cantidad de gente se descalza al entrar, como
sucede en las mezquitas o los templos hindúes. El canturreo se me hace inacabable mientras los popes dan la comunión, ceremonia acompañada por el estruendo de una especie de platillos metálicos. También la gente entra, sale, conversa... no es un ambiente rígido y respetuoso en el sentido occidental. Algunos fieles se acercan a los cuadros colgados de las paredes, en los que aparecen representados con chillones colores santos ortodoxos, y los tocan devotamente para llevarse luego la mano a la boca. Al finalizar el servicio, muchos hacen fila para recibir la bendición del pope. En el patio trasero del convento, unos sucios bancos de madera pintada de blanco sirven de lugar de reposo a familias, parejas y grupos de amigos (nunca mixtos), que se toman un te o un pan de pita relleno de verduras.

El barrio copto es mucho más que un barrio monumental. De hecho, su lado artístico o arquitectónico ofrece poco en comparación a su vertiente humana; pero para contemplar ésta es necesario acudir en día festivo, cuando las calles y templos, las plazas y rincones, sirven de lugar de encuentro a toda una comunidad que durante la semana vive dispersa, aislada e incluso oculta, pasando deliberadamente desapercibida en un país mayoritaria y crecientemente
musulmán. Es en esos días festivos cuando se reúnen aquí para sentirse ellos mismos. Las chicas vestidas con sus mejores galas -muy poco musulmanas y enseñando con desparpajo sus curvas y maquillaje- se pasean agarradas del brazo, exhibiéndose ante los grupos de muchachos que pasan la mañana aquí, más interesados en el sexo opuesto que en los misterios religiosos que se celebran en los diversos templos; los ancianos rememoran viejos tiempos y las familias y parientes charlan animadamente intercambiando chismorreos y novedades.

Y todo ello vigilado por policías apostados en todas las esquinas. No tienen el aire atemorizado y agresivo de un paracaidista británico en el Ulster, sino que sonríen y saludan amablemente, señal de que aquí no tienen nada que temer. Porque en realidad no están aquí para controlar a unos cristianos hostiles y fundamentalistas sino todo lo contrario, para protegerlos.

(Continúa...)

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viernes, 8 de julio de 2011

Wat Po - Custodio de la tradición


Paseando por Bangkok, el ruido golpea como si fuera algo físico. El taladrante repiqueteo de los martillos neumáticos se solapa con los escopeteos de los motores de los tuk tuks sobre el tapiz de fondo del congestionado tráfico de la gran ciudad. La construcción de carreteras y edificios es una actividad de veinticuatro horas en Bangkok. Este continuo ajetreo, como si de una gran colonia de abejas obreras se tratara, representa la culminación de un proceso económico y cultural que ha hecho del capitalismo en Tailandia algo muy similar a una religión. He vivido siempre en una sociedad capitalista, pero no se me había ocurrido pensar en ello como un sistema de creencias hasta que llegué a Bangkok. Cuando mis pasos me llevaron hasta la céntrica encrucijada de Silom y Patpong, pude ver el resultado combinado de años de rápido crecimiento económico y descenso en las tasas de natalidad, que habían ahorrado a Tailandia los horrores que atenazan muchos otros lugares del mundo que había visitado. Puede que Tailandia fuera el más pobre y tercermundista de los "Tigres del Pacífico", pero lo que se podía ver aquí estaba a mucha distancia de Turquía, el Próximo Oriente o Asia Central.

Los centros comerciales brillaban imponentes, como nuevos templos. En las atareadas avenidas, los establecimientos atraían a sus fieles exhibiendo intensas iluminaciones de neón de colores parpadeantes, suelos de mármol y atractivas dependientas. En los modernos establecimientos, hijos de la globalización mercantil, se ofrecían gafas Ray Ban, polos Lacoste, botas de cowboy, cámaras digitales Sony, teléfonos móviles de última generación, joyería o condones. Entre ellos se estrujaban sencillos establecimientos de madera que tientan al viandante con camisetas de marca falsificadas, maletas con ruedas y comida frita. En cualquier sitio se podía pagar con tarjeta de crédito y, tras las compras, cruzar la calle para tomar una hamburguesa en alguna cadena internacional de comida rápida.

La Tailandia tradicional parece haber quedado sepultada bajo la marea globalizadora. Pero solo lo parece. Cuando cruzo una de las dieciséis puertas que se abren en el muro del templo/monasterio de Wat Po, me reencuentro con las costumbres ancestrales, sus tradiciones, creencias y conocimientos.

Más del 90% de los tailandeses son practicantes del budismo theravada, la forma más primitiva de esa religión, con una pronunciada influencia india. Es, además, la religión oficial del Estado -el monarca ha de ser obligatoriamente budista para ocupar su cargo, como ocurre en Sri Lanka- y la comunidad monástica tailandesa es tan extensa que constituye un elemento a tener en cuenta dentro de la dinámica social y política. El budismo theravada enfatiza la moderación -a menudo se le denomina "camino de enmedio"-, la no confrontación y la conformidad. Igual que otras variantes del budismo y el confucionismo, el theravada fomenta aquellos rasgos sociales que más se ajustan a una economía occidental de servicios, precisamente lo que ruge más allá de los muros del templo.

Wat Po es uno de los centros religiosos más importantes de esta doctrina. Es posible que el complejo político-religioso de Wat Phra Keow, a un par de kilómetros calle arriba, atraiga la mayoría de las visitas por su espectacularidad arquitectónica, artística y alcance simbólico, pero Wat Po suele causar un mayor efecto sobre aquellos que traspasan sus puertas. No suele estar congestionado de turistas, presume de tener una larga historia y ser el templo más grande del país y, por si ello fuera poco, alberga un enorme Buda dorado que deja boquiabierto al visitante.

El templo tiene un claro valor artístico e histórico. Aunque fue fundado en el siglo X
VI, las estructuras que hoy se pueden ver datan de finales del siglo XVIII. El monasterio fue en realidad producto de un conflicto sangriento y muy poco religioso. Cuando tras una despiadada guerra Rama I derrocó a su rival por el trono, trasladó la capital desde Tonburi a lo que hoy es el centro de Bangkok. Como todos los reyes, quiso dejar su huella para la posteridad y renovó un monasterio preexistente en muy mal estado. Su nieto, Rama III, amplió el complejo en el siglo XIX cobrando su apariencia actual.

Los edificios están repartidos en dos patios separados. Las 16 entradas del muro que rodea el
templo, de las cuales sólo dos permanecen abiertas al público, están custodiadas por estatuas de piedra que representan a unos chinos tocados con chisteras europeas. Los gigantes de granito que decoran el patio son quizá los inmigrantes más antiguos de Tailandia: se cree que llegaron aquí como lastre de barcos chinos; una vez llenas sus bodegas de mercancía, fueron dejados atrás. Algunas encarnan guerreros, otras filósofos, eremitas o funcionarios; incluso se dice que una de ellas representa a Marco Polo.

El bot (edificio más sagrado del wat, donde tienen lugar las ceremonias) del patio oriental es la construcción principal, guardado por leones sentados de estilo chino y rodeado por dos galerías que contienen 394 budas. Los cuatro grandes chedis (relicarios, coronados por una punta afilada), decorados con porcelana, simbolizan a los cuatro primeros reyes de la dinastía Chakri, fundada por Rama I. Hay cerca de 100 prangs (espiras de estilo jemer) y chedis en todo el Wat Po.

Desde luego, el elemento más llamativo del monasterio/templo es el colosal Buda reclinado, tallado en la época de Rama III. Sus 46 metros de largo y 15 de altura hacen parecer pequeño al gran viharn que lo alberga (pabellón generalmente situado en el centro de un patio donde tienen lugar ceremonias). Cubierto por una capa de pan de oro, su postura simboliza la muerte de Buda y su paso al estado de nirvana. Las plantas de sus enormes pies están decoradas con los 108 laksana o virtudes y señales de Buda. Por desgracia, la espectacularidad de la estatua queda amortiguada por la falta de perspectiva global sobre la misma: se sitúe uno donde se sitúe, nunca consigue una visión completa del coloso dorado.

El Wat Po transmite esa sensación de equilibrio y armonía que favorece la meditación y la paz espiritual, algo común a la mayoría de edificios religiosos construidos por el hombre a través de los milenios. Pero es otro aspecto muy diferente el que me lleva a destacarlo sobre otros templos o wats de Tailandia: su galería médica, todavía en activo.

Desde la implantación del budismo en Tailandia, en el siglo VI, los monasterios se convirtieron en el centro de las comunidades, ya sean aldeas o barrios de grandes ciudades. La propia comunidad mantiene y alimenta a los monjes, puesto que ello la hace merecedora de méritos de cara a una mejor reencarnación. En la Tailandia urbana de hoy, frenética y globalizada, la comunidad monástica aún goza de un lazo especial con el pueblo llano. Muestra de ello es que los padres siguen enviando a sus hijos adolescentes al monasterio local, normalmente durante la estación de lluvias, donde viven tres o cuatro meses aunque bastantes pernoctan hasta uno o dos años. Allí aprenden los fundamentos del budismo y se familiarizan con una tradición y una disciplina profundamente arraigada en la sociedad tailandesa y que ellos mismos se encargarán de legar a la siguiente generación. A fin de cuentas, se trata de un rito de paso a la madurez.

Aunque a menudo se traduce la palabra "wat" como "templo" o "monasterio", se trata de una
acepción incompleta o imprecisa, porque en realidad se trata de un conjunto de edificios, pabellones de variado uso y monumentos simbólicos. Su papel ha sido tradicionalmente mucho más amplio que el de mero lugar de culto u oración: reciben ofrendas, ofrecen un ámbito para la meditación, se puede charlar y conversar con los bonzos o monjes sobre cuestiones de doctrina, sirve de espacio para festejos y celebraciones, de mercado durante los festivales religiosos, de albergue para viajeros, asilo para ancianos... y de centro educativo y custodio del conocimiento, en un rol similar al que cumplieron los monasterios europeos durante la Edad Media.

Porque, de hecho, en Tailandia, el monasterio ha sido la mayor fuente de educación hasta el siglo
XX. Algunos ejercían de escuela primaria, secundaria y universidad. En cualquiera de sus niveles, la educación era y es gratuita, y a los alumnos sólo se les pide que cooperen en las tareas domésticas. La enseñanza en el monasterio abarcaba los aspectos básicos de la educación: escritura, lectura, aritmética, fundamentos de budismo y cultura general. Por extensión, suele ser también la biblioteca del pueblo.

Y en este sentido, el rey Rama III fue un gobernante ilustrado: no se limitó a edificar, decorar y enriquecer el Wat Po, sino que lo imaginó como un centro de conocimiento, una especie de universidad pública a la que proporcionó un generoso apoyo. Hasta el día de hoy. Porque aunque el gobierno tailandés es quien se ocupa ahora del grueso de la educación (y a pesar de que muchos colegios ahora estatales continúan instalados en recintos religiosos en activo), el monasterio ha mantenido un papel fundamental en la conservación de una valiosa tradición nacional: la de la medicina ancestral tailandesa y sus famosos masajes.

La galería médica del templo está situada a los pies del gran chedi sur. Los médicos con licencia
para ejercer allí pertenecen a la Asociación de la Escuela Médica Antigua de Tailandia. La escuela ocupa dos edificios dentro del complejo, con camas sobre las que los pacientes de toda edad y condición reciben masajes de los profesores y sus estudiantes. Desde la refundación de la escuela en su versión moderna hace unas décadas, su crecimiento ha sido notable. Cientos de profesionales se han graduado aquí y cada año se matriculan un centenar de nuevos estudiantes. La mayoría de ellos se concentra en el masaje y sólo algunos estudian la medicina tradicional, ya que ésta reviste una gran complejidad.

El masaje tailandés trabaja sobre los músculos, los huesos y los nervios, con el objetivo de armonizar las energías corporales y equilibrar los cuatro elementos que, según la tradición oriental, componen el cuerpo: tierra, agua, fuego y aire. Los golpes, presiones, palmadas y estiramientos no van destinados simplemente a relajar al paciente, sino que sus aplicaciones se extienden al sistema respiratorio, el digestivo, el circulatorio o el metabolismo. En resumen, una terapia medicinal integral que el visitante puede probar por un módico precio.

La enseñanza de las técnicas del masaje comenzaron a impartirse en Wat Po en 1836. Como hemos dicho, el rey Rama III tenía una visión y quería que el monasterio se convirtiera en un centro de saber. Pudo encontrar profesores de historia, religión o medicina, pero con el masaje se topó con más problemas. Al final, dio con la solución siguiendo un camino menos ortodoxo. Muchos ascetas hindúes habían estado residiendo en Bangkok durante al menos un siglo. Como pasaban muchas horas meditando, se habían convertido en expertos en el automasaje para evitar que sus miembros se quedaran rígidos y doloridos. Así que los reclutó para que enseñaran en la nueva universidad.

Cerca de las puertas del Wat Po se conservan muchas estatuas de aquellos rishis o ascetas indios, algunos con sus cuerpos pétreos retorcidos en extrañas contorsiones, algunos con expresiones de felicidad, otros con muecas tensas, pero todos en un buen estado de salud tras 150 años de vida. Una prueba de la pericia de los artesanos de Rama III.

El monasterio ha sabido conservar su papel tutelar sobre una escuela única en su síntesis de
antiguas técnicas indias con los conocimientos tradicionales tailandeses, ya fuera en masajes o en el uso de hierbas medicinales con fines curativos o preventivos. La influencia de la medicina occidental ha añadido una nueva capa a este valioso legado. A pocos metros, más allá de los muros del monasterio, bulle una urbe moderna que no parece tener demasiado cariño por todo lo antiguo. Wat Po, sin embargo, no solo ha sobrevivido, sino que su paciente y dedicada labor ha jugado un papel clave en abrir un espacio de integración de la tradición tailandesa dentro del voraz mundo capitalista contemporáneo.
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