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Dedico un largo rato a visitar el museo, observando piezas que encarnan el sincretismo cultural que tuvo lugar en aquellos lejanos siglos: pinturas murales de santos ojerosos, una representación de San Onofrio, desnudo y sólo cubierto por una larga barba que le llegaba a los tobillos; el bajorrelieve de una figura masculina desnuda portando un bastón en una mano y con la otra sujetando un racimo de uvas mientras un perro subido a su cabeza bebe de una especie de recipiente; un fragmento de un bajorrelieve del siglo IIII que muestra a Afrodita saliendo del mar, desnuda y con un colgante al cuello; sus facciones y grandes ojos, casi caricaturescos, no se parecen nada al arte romano del mismo periodo. En una estela funeraria de la misma época, un hombre vestido con una túnica permanece de pie entre dos columnas que soportan un dintel de cabezas de cobra; a su lado, un chacal representando a Anubis.
Es una época de transición, en la que el estilo romano se funde con la iconografía tradicional de la mitología egipcia. A esa influencia griega, romana y egipcia, se incorpora la de la floreciente comunidad cristiana, que hace uso de las mismas imágenes paganas para representar sus creencias. Así, un Heracles luchando contra el león de Nemea comparte espacio con dos pequeños Eros que, cumpliendo el papel de ángeles, sostienen un friso decorado con una cruz; o, en otra sala, un dios Pan, con su barba de chivo, grandes ojos y expresión pícara, que baila alegremente con una bacante, comparte habitación con una cruz en bajorrelieve del siglo VI tallada igual que un ankh egipcio, símbolo de la vida, coronada por un águila.
El arte religioso de los siglos siguientes mantiene su marcado carácter oriental: los frescos del monasterio de San Jeremías, en Saqara, muestran Cristos, vírgenes y ángeles, de tez pálida y expresión ojerosa. Cristo y María no se sientan en tronos, sino en grandes cojines al estilo oriental. Otra de las vírgenes se saca el pecho a través de un pliegue de su túnica púrpura para dar de mamar a su hijo, una representación muy inusual durante buena parte de la historia del arte sacro occidental. A medida que avanzo por las salas del museo, la iconografía pagana va difuminándose hasta desaparecer allá por el siglo VII. La persecución del paganismo y el auge del movimiento monástico imponen un arte ya totalmente religioso en el que dominan las figuras de ángeles, evangelistas, santos anacoretas y pioneros del monasticismo.
Pero aquí y allá resurge la tradición egipcia, resistiéndose a morir: un fresco del siglo VII en el que aparecen tres ratones caminando sobre sus patas traseras y sosteniendo diversos objetos simbólicos, como un estandarte, un cáliz, un rollo de papiro (la representación de animales actuando como seres humanos acumulaba una tradición milenaria en Egipto); tapices y bajorrelieves de los siglos V al VII mostraban centauros, cupidos, ninfas o figuras dionisiacas.
Y es que otra de las razones que explican la receptividad de Egipto hacia el cristianismo fue la resonancia que muchos de sus elementos hallaban en la antigua religión que había dominado las mentes y espíritus de los habitantes del valle del Nilo durante miles de años. El mito fundamental de Osiris, Isis y Horus podía ser interpretado como una alegoría de la Sagrada Familia: Isis se identificaba fácilmente con María y los parecidos entre Isis cuidando del niño Horus y la imagen cristiana de la Virgen y el Niño eran obvios. Los artistas cristianos primitivos que retrataban a la Virgen amamantando al niño Jesús se copiaron directamente de retratos paganos de Isis y Horus. El faraón como hijo encarnado de Dios se asemejaba al papel de Cristo; de la misma forma, las visiones cristianas del Último Juicio y la entrada a un Paraíso celestial o un Infierno subterráneo no eran nada nuevo para los egipcios. Incluso la doctrina de la Sagrada Trinidad, un concepto extraño para muchas culturas no cristianas, era fácilmente comprensible para los egipcios gracias a su costumbre de agrupar a las deidades en tríadas. Muchos otros paralelos, incluyendo el parecido entre la cruz cristiana y el símbolo egipcio del ankh, facilitaron la aceptación de la nueva religión. Y, sin embargo, mientras que las antiguas creencias proporcionaron un marco adecuado para la introducción del cristianismo, de forma sutil dejaron también su huella en aquél, al menos en las particularidades propias que se desarrollaron en Egipto mediante el sincretismo.
Aunque dejó pocos rastros en los registros históricos, el cristianismo había hecho grandes avances en Egipto hacia el final del siglo III, cuando las evidencias al respecto ya son abundantes. Las iglesias se levantaban en cada esquina del país, incluyendo los oasis occidentales, y se había establecido una jerarquía de obispos en la mayoría de las provincias, subordinados al Obispo de Alejandría. No existen suficientes datos que nos permitan estimar el número de cristianos existentes en Egipto en ese momento, pero probablemente eran todavía una minoría, pequeña pero muy dinámica. Las conversiones aumentaban de forma constante incluso aunque no resultaba nada fácil convertirse. Era necesario pasar por un periodo preliminar de instrucción antes del bautismo y la administración de la primera comunión. El aspirante debía permanecer por detrás y aparte del resto de la congregación durante los servicios religiosos. El cristianismo en Egipto era un compromiso que se tomaba muy en serio.
El cristianismo egipcio estaba también adquiriendo su propio lenguaje, escritura y liturgia, unos desarrollos que al final servirían para hacer de la Iglesia Egipcia una entidad nacional. En el Egipto romano se usaban tres lenguas: el egipcio, el griego y el latín. De los tres, el latín era el que había tenido un impacto más superficial, quedando reservado sobre todo para asuntos gubernamentales. Nunca hubo un grupo amplio de hablantes de latín en Egipto. El griego tenía una implantación más profunda, en parte gracias a los siglos de gobierno ptolemaico y en parte porque el griego era el lenguaje de la administración, la cultura y el comercio del Mediterráneo oriental.
Sin embargo, la mayor parte de los egipcios seguían hablando egipcio. Aunque a comienzos de la edad imperial romana aún sobrevivían algunos artesanos capaces de tallar inscripciones jeroglíficas, casi todos los textos egipcios ya se escribían entonces en demótico; pero debido a que había poca gente alfabetizada, a que era difícil de leer y que la documentación oficial y de negocios había de escribirse en griego, el demótico también comenzó a experimentar un declive en su uso. Aparte de algunos graffiti en Filae, en la frontera sur de Egipto, no hay textos demóticos después de mediados del siglo III. Así que en el país se hablaba el egipcio, pero no se podía escribir, una situación que se prolongó dos siglos. La solución se encontró en el desarrollo de la escritura copta.
La mayoría de los egipcios nunca aprendieron griego, pero esa lengua afectó a cada aspecto de sus vidas, así que era natural para ellos, a falta de una escritura para su propio lenguaje, intentar escribir palabras egipcias con letras griegas. Fueron los clérigos egipcios, que sabían hablar y escribir griego, los que tomaron la iniciativa de establecer un sistema que permitiera usar el alfabeto griego para representar sonidos egipcios, añadiendo siete letras nuevas que representaran aquellos sonidos para los que no existían signos. La lengua egipcia escrita en este “nuevo” alfabeto es lo que llamamos copto. Aunque el egipcio había continuado evolucionando con el paso de los milenios, el copto es el descendiente directo de aquella lengua hablada por los faraones. Cuando escuchamos la liturgia copta, oímos el eco del Antiguo Egipto. Muchos nombres de personas populares entre las familias coptas de Egipto son palabras muy antiguas. Pronto, la Biblia se tradujo al copto y en esa escritura se compusieron nuevos trabajos píos. Los servicios religiosos se hacían en copto y los evangelios podían ser predicados al pueblo en su propia lengua.
La rápida expansión de la Iglesia por todo Egipto y el Imperio Romano llamó la atención del gobierno. Aunque los romanos eran habitualmente muy tolerantes con otras religiones y a menudo las integraban en su vida civil, el cristianismo tenía algunas características inquietantes para ellos. Para empezar, era como una sociedad secreta, algo que siempre ponía nerviosos a los romanos; y aún peor, los cristianos se negaban a reconocer la religión oficial, cuya observancia se identificaba con la lealtad al emperador y al propio Estado. Comenzaron a circular rumores sobre orgías y canibalismo… La respuesta romana fue la persecución, esporádica y a menudo localizada, alternando con largos periodos de tolerancia, pero devastadora cuando se llevaba a cabo con denuedo. A los cristianos perseguidos se les daba una oportunidad de salvar el cuello renegando de su religión o haciendo un sacrificio público simbólico a los dioses; aquellos que rechazaban la oferta, eran torturados y condenados a muerte, convirtiéndose en mártires o testigos de la fe.
Egipto también sufrió la ola de persecuciones que barrió el imperio durante el corto gobierno de Decio. Muchos fueron martirizados mientras que otros, como Origen, cabeza de la Escuela de Catequesis de Alejandría, fueron torturados y luego liberados. Después de que Decio muriera mientras luchaba contra los godos en la frontera del Danubio en 251, su sucesor Valeriano continuó la persecución, pero el siguiente emperador, Galieno, emitió un edicto de tolerancia. Mucho peor fue la Gran Persecución iniciada por Diocleciano, un acontecimiento de tanta importancia para el cristianismo egipcio que en el calendario copto, la “Era de los Mártires” no comienza con el nacimiento de Cristo, sino en 284 d.C., el primer año del reinado de Diocleciano.
Diocleciano, que había participado en campañas en Egipto, desató esta ola de violencia en 303. El prefecto de Egipto, Sosiano Hierocles, puso un especial celo en la tarea y la lista de víctimas crecía rápidamente. Eusebio, autor de la influyente “Historia de la Iglesia”, fue un testigo directo:
“Estábamos allí y vimos muchas ejecuciones, algunas por decapitación, otras en la pira, tantas que el hacha del verdugo se desgastó, melló y rompió en pedazos; los verdugos estaban tan agotados que tuvieron que hacer turnos. Y sin embargo, siempre vimos el celo más maravilloso y un poder y una impaciencia verdaderamente divinos en aquellos que creían en Cristo. Tan pronto como el primer grupo era sentenciado, otros acudían rápidamente al tribunal y se proclamaban cristianos, haciendo caso omiso del horror y la tortura, hablando con valor y compostura sobre su religión y el Dios del universo. Recibían sus sentencias de muerte con alegría, risa y felicidad, cantando himnos de gratitud a Dios hasta su último aliento”.
Hoy los llamaríamos fanáticos, sin duda, y los miraríamos con recelo y temor. Algo parecido les debió suceder a los romanos, aunque otros se sintieron impresionados y atraídos por semejante fe y devoción.
Se desconoce el número de cristianos torturados, mutilados y ejecutados en Egipto durante la Gran Persecución. Las cifras coptas, que pueden ser del orden de cientos de miles, son sin duda exageradas, pero no hay duda de que el sufrimiento y las matanzas fueron generalizados y terroríficos. Y, sin embargo, en lugar de erradicar el cristianismo en Egipto, Diocleciano lo imprimió a fuego en el alma del país.
La persecución de Diocleciano fue de lejos la más importante, pero también la última. La suerte de los cristianos dentro del Imperio Romano cambió de manera bastante repentina. La Gran Persecución fue finalizada por uno de los sucesores de Diocleciano, Galerio, en su lecho de muerte en 311. Unos años más tarde, el emperador Constantino, mientras se hallaba en campaña para controlar el gobierno del Imperio, tuvo una visión previa a una decisiva batalla en la que obtendría la victoria. Con el Edicto de Milán, en 313, otorgó a los cristianos libertad de culto, restaurando los bienes de la iglesia y permitiendo a los fieles celebrar públicamente sus liturgias. Fue la primera de una serie de manifestaciones imperiales de apoyo al cristianismo. Con la excepción del emperador Juliano (361-63), que intentó revivir el paganismo durante su breve reinado, el resto de los emperadores a partir de Constantino fueron cristianos. El camino estaba abierto para que el cristianismo prosperara en el interior del imperio y, especialmente, en Egipto. La cifra de cristianos en este país a finales del siglo IV d.C. es del 90%, aunque probablemente un 50% se acerque más a la realidad. Sean cuales sean las cifras que se tomen, el incremento fue rápido y sustancial, haciendo del cristianismo la religión más importante de Egipto.
Los logros del cristianismo egipcio son muchos, como la vida monástica, pero merecerían un estudio más profundo que el breve comentario que hago aquí. Aunque mi viaje por el país del Nilo se centraría principalmente en el Egipto faraónico, me iría encontrando aquí y allá con las huellas de los cristianos, unas veces como minoría asediada por los musulmanes fanáticos, otras en el papel de agresores, especialmente en la antigua Alejandría. Su importancia en el desarrollo del cristianismo tal y como lo conocemos hoy es a menudo desconocido para el creyente, que piensa en Egipto como una nación musulmana casi desde la noche de los tiempos.
Sin embargo, fue Egipto el que proporcionó la matriz teológica para la formación del Nuevo Testamento, un proceso que se desarrolló durante dos siglos tras la muerte de Cristo. Los primeros cristianos se apoyaban en los Salmos y otros elementos del Antiguo Testamento para sus servicios religiosos, pero además de eso y desde finales del siglo I, existían una amplia variedad de textos circulando entre la comunidad: evangelios, compilaciones de dichos y máximas de Jesús y los Apóstoles, cartas… Algunos se incorporaron más adelante al Nuevo Testamento canónico, pero había muchos otros, algunos con un contenido asombroso que apuntaba ya a una gran diversidad dentro de este cristianismo primitivo, tal y como ha venido revelando la mencionada biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La presión uniformadora exigía un cuerpo canónico de textos. La élite clerical egipcia jugó un papel importante a la hora de decidir qué incluir y qué dejar fuera o incluso suprimir (por ejemplo, el Evangelio de Santo Tomás). La primera lista de libros del Nuevo Testamento tal y como la conocemos, también proviene de Egipto.
Gran parte de la doctrina cristiana fue forjada en Egipto. La influencia de la tradición filosófica del Museion alejandrino es evidente en el pensamiento cristiano primitivo. En la segunda mitad del siglo I, los cristianos fundaron una Escuela de Catequesis en Alejandría. Uno de sus primeros directores fue Clemente (150-216), un converso al cristianismo con profundos conocimientos de literatura griega. Aunque sus escritos subrayaban la superioridad de la filosofía cristiana sobre la griega, su bagaje clásico le hizo apreciar la necesidad de continuidad con el pasado y se le llegó a considerar como demasiado “contaminado” por el clasicismo. Su sucesor fue Origen, Padre de la Iglesia y prolífico teólogo. Origen fue el primero en clarificar principios dogmáticos como la naturaleza de Dios y Cristo, el alma y la salvación. Las ideas que salieron de la Escuela de Catequesis se extendieron por todo el Imperio Romano y más allá.
Con el crecimiento de la iglesia en número y organización, cobró fuerza la ortodoxia, literalmente “creencia correcta”, la convicción de que existe sólo una fe verdadera cuyos principios pueden ser establecidos, y que no existía la salvación fuera de ellos. Estos principios eran universales y cualquiera que los desafiara era considerado hereje y expulsado de la Iglesia. Las disputas sobre los dogmas podían revestir proporciones titánicas, especialmente cuando intervenía la autoridad imperial. Si a la explosiva mezcla se añadían los componentes étnicos y nacionalistas, podía suceder de todo y nada bueno y Egipto fue el centro de algunos de estos desgarradores conflictos, en los cuales tampoco podemos profundizar mucho a riesgo de desviarnos demasiado.
Además de arte en forma de representaciones pictóricas o escultóricas, el museo exhibe otras piezas interesantes que van desde los instrumentos musicales hasta la vestimenta (en una vitrina conservan tres magníficas túnicas bordadas de la época bizantina con sus correspondientes zapatos). El museo en sí deja mucho que desear en cuanto a exhibición: las salas suelen estar mal iluminadas, el etiquetado es mediocre y la disposición algo caótica. Aunque se trata de un edificio grande y espacioso, con excepción de algunas salas que cuentan con un extraordinario trabajo de artesonado, es bastante soso, siniestro e incluso deprimente. Sí que es de justicia destacar las magníficas balconadas en celosía.
Cuando finalizo en el museo, regreso a las cercanas calles del barrio copto. Pero no me quedo mucho: el lugar hierve ahora de turistas alemanes de autobús que han tomado por asalto las iglesias, sin saber que hace solo unas horas, esas estancias oscuras y desiertas estaban iluminadas y llenas de vida. El barrio es un lugar de encuentro, social y religioso, no residencial. Si no se acude el día y las horas correctas, lo más probable es que uno se lleve la impresión de estar en una zona fantasma.
El legado cristiano en Egipto está desapareciendo. Su extraordinario papel en el desarrollo del cristianismo tal y como hoy lo entendemos es ignorado por la mayoría de los creyentes del resto del planeta, que además no demuestran interés alguno en saber de las dificultades y amenazas a las que tienen que hacer frente los herederos de aquellos primeros seguidores de Cristo. El barrio copto de El Cairo es un mundo oculto, hasta hermético, para el visitante extranjero. Pero es de justicia aprender y reconocer la deuda que nuestra cultura e historia tiene con sus últimos representantes.
sábado, 13 de agosto de 2011
Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (y 3)
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