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domingo, 24 de noviembre de 2013

Templo de Karnak - donde se abrazan lo humano y lo eterno






El complejo de Karnak es una de las mayores estructuras religiosas que se hayan construido nunca. Sin embargo, sus comienzos, como los de tantos grandes lugares de culto, no fueron sino los de un pequeño templo dedicado a una divinidad, Amón. Se inició durante el Reino Medio (2050 a.C.) y, al mismo tiempo que crecía el poder del dios, lo hacía su residencia en la tierra. Todos los faraones intentaron dejar su huella en este complejo, bien con añadidos arquitectónicos, con elementos decorativos o en forma de grandes obeliscos. El templo principal de Karnak es el de Amón, pero en su interior se hallan otros edificios como el de Khonsu, muy bien conservado, el de Mut o el de Montu.

Lo primero que observamos antes de entrar en el gran complejo es la Avenida de las Esfinges en su extremo opuesto al tramo que comienza en Luxor. Las esfinges con cabeza de carnero conducen hasta el primer pilono, la entrada propiamente dicha. Originalmente, esta enorme estructura que daba entrada al templo medía unos 40 metros de alto. En realidad está inacabada, tal como se aprecia en la diferencia de altura que existe entre ambos lados.

Karnak es más que un templo, es un espectacular complejo de santuarios, templetes, pilones y obeliscos dedicados a los dioses tebanos y a mayor gloria de los faraones. Todo aquí tiene un tamaño descomunal: el complejo mide 1,5 km por 800 m, suficientemente grande como para albergar diez catedrales, mientras que el primer pilón de la entrada es dos veces el del templo de Luxor. Durante el reinado de Ramsés III, 80.000 personas trabajaban en o para el templo, dándonos una idea de su importancia tanto espiritual como económica. Construido, ampliado, desmantelado, restaurado, agrandado y decorado durante casi 1.500 años, Karnak fue el lugar religioso más importante de Egipto durante el periodo tebano.

Karnak es enorme, pero sigue conservando la misma planta y estructura que otros más templos más pequeños: están construidos a lo largo de un eje; la entrada principal toma la forma de pilones que conducen a un patio circunscrito por una columnata y a una sala hipóstila. Las paredes llevan pomposas decoraciones en bajorrelieve, representando ritos del culto, actividades del faraón y a veces escenas más domésticas. Forman parte integral del edificio.

Y, tras atravesar un patio y el segundo pilono, llegamos a la gran estrella del complejo, los seis mil
metros cuadrados de la Sala Hipóstila: un total de 134 columnas forman esta maravilla en piedra que representa una lujuriante masa de papiros. Las doce columnas centrales alcanzan los 23 metros de altura y la circunferencia de sus capiteles es de 15 metros. En la base hay bloques tan gruesos que se necesitan más de 7 personas cogidas de la mano para rodear una de ellas. ¿Qué hay detrás de esta maravilla de la arquitectura, tanto desde un punto de vista espiritual como tecnológico?

Los faraones del Imperio Antiguo eran muy ricos, pero también disfrutaban de algo totalmente desconocido para Ramsés y su familia: seguridad. En aquellos primeros años de Egipto, el relativamente joven imperio estaba libre del peligro de invasiones y había otras señales que indicaban que los dioses estaban contentos. El Nilo fluía caudaloso y su crecida anual, rica en nutrientes, hacía que las granjas obtuvieran abundantes cosechas. Y como enlaces vivos con los dioses, los antiguos faraones se llevaban todo el mérito. La bonanza les permitía idear proyectos arquitectónicos increíblemente ambiciosos, se movilizaban ejércitos de trabajadores para construir las pirámides, los edificios más grandes de la Antigüedad. Pero aunque los faraones podían aprovechar y explotar la mano de obra de todo un Imperio, eran gobernantes remotos, nunca contemplados por sus súbditos.

La época de Ramsés fue muy diferente. La imagen decidida y divina del faraón de la época de las pirámides había desaparecido. Aunque seguía siendo un ser sagrado, en el Imperio Nuevo estaba algo más cerca de la tierra. Y Ramsés II lo sabía muy bien. El padre de Ramsés, Seti I, le preparó para este nuevo papel de faraón más expuesto, complaciente y accesible. En la época de Ramsés los faraones tenían que trabajar mucho más duro en las relaciones públicas, tenían que aparecer regularmente ante su pueblo y organizar ceremonias para que sus súbditos vieran que existían. Ramsés, como príncipe heredero, se ocupaba también de las tareas de faraón con su padre. Las pirámides formaban parte de una época muy distante, pero los edificios seguían siendo básicos para la autoridad del faraón y el simbolismo religioso era tan importante como siempre. En el Imperio Nuevo, Giza ya no era el centro del poder faraónico, que se había trasladado 650 km al sur, hasta Karnak, en el Nilo.

Al igual que las pirámides, las estructuras del templo tenían un poder sagrado, y ofrecían un camino
visible al más allá. Pero a diferencia de las elitistas pirámides, los templos de la época eran mucho más accesibles. Una de las primeras tareas de Ramsés junto a su padre, fue expandir este lugar religioso. Juntos crearon el mayor complejo de templos jamás construido, y lo coronaron con uno de los grandes logros de la ingeniería de la antigüedad: la Sala Hipóstila. Esta estancia formaba un camino intermedio entre los bulliciosos patios exteriores y las cámaras interiores, más sagradas y escondidas dentro de esa fantasía arquitectónica. Pero como los arquitectos del Imperio Antiguo, los constructores de Seti usaron métodos aparentemente sencillos para construir la sala.

Una vez que se hubo colocado la primera hilera de piedras del templo, se rellenó de arena la superficie interior. Los bloques de piedra de la segunda hilera fueron izados por medio de una rampa construida desde el exterior del edificio y, posteriormente, colocados en su sitio a través del terraplén. Luego, se añadió más arena hasta alcanzar la altura de los nuevos bloques y se continuó utilizando el mismo sistema hasta terminar los muros. Entonces, los obreros extrajeron la arena que cubría todo el templo y comenzaron a construir los muros de la fachada siguiendo el mismo sistema.

Posteriormente, se colocaron una serie de columnas de granito bastante labradas destinadas a sostener el techo. Cada una era colocada en su lugar por medio de cuadrillas de obreros que tiraban con cuerdas desde lo alto de los muros. Otra serie de obreros se encargaban de centrar las columnas, utilizando como palancas grandes estacas de madera. Cuando estuvieron colocadas en su sitio todas las columnas, se volvió a rellenar de arena todo el templo y se procedió a izar las grandes losas del techo por una rampa construida al efecto, arrastrándolas después por el terraplén hasta situarlas correctamente.

Una vez concluido el techo, comenzó a retirarse, por capas, el relleno, ya que era utilizado como plataforma por los artesanos que debían esculpir y pintar las paredes de revestimiento. Simultáneamente, otros artesanos se dedicaban a esculpir los capiteles de las columnas. El pavimento, que fue lo último en concluirse, se recubrió con losas de alabastro perfectamente talladas.

Igual que las antiguas pirámides, el templo de Karnak simbolizaba la búsqueda de la perfección y el
orden dentro del caos universal. La Sala Hipóstila, la gran obra de Ramsés, era la encarnación fosilizada de los mitos de tradición oral. Las grandes columnas que parecían plantas de papiro gigantes, representaban el pantano primigenio que cubría la tierra durante la creación.

Un significativo desarrollo en el culto al otro mundo, le daba a este edificio aún más valor. Cuando Ramsés heredó el trabajo de supervisar la decoración del interior de la Sala Hipóstila, continuaba un trabajo cósmicamente importante. El espíritu del faraón muerto ya no se alojaba en el corazón de una gran pirámide. Ahora brillaba desde todas las piedras y la pintura de las estatuas y los relieves. Los artistas hacían mucho más que decorar: estas imágenes transformaban la sala en una potente fuente de poder religioso y político. El futuro faraón comenzaba a crear su propia marca. Es en los templos donde el faraón proyecta su imagen, son los carteles donde puede publicitar su gloria y su fe en los dioses. En parte, intentaba también impresionar a los dioses, no solo al pueblo en general, así que tenía que satisfacer a dos públicos.

En tiempos de los faraones, esta sala estaba cubierta y todavía se pueden ver algunos de los dinteles que la sustentaban. El interior quedaba sumido en una semioscuridad acentuada por los rayos de luz que entraban por las enrejadas ventanas situadas a lo largo del pasillo central. Resulta fácil imaginar las procesiones de los sacerdotes avanzando por el recinto sagrado e incluso a los faraones deteniéndose a admirar los bajorrelieves que representaban a los dioses a su imagen y semejanza. Más allá, el complejo del templo se extiende hasta donde llega la vista.

Los egipcios no estaban interesados en experimentar con el espacio interior, y la vasta sala era meramente un “vestíbulo”, en el sentido de antesala. Más allá yace la cámara sagrada, el santuario, en comparación oscuro y estrecho, donde la residía el dios en forma de estatua alojada dentro de un sepulcro. Porque se creía que las deidades vivían en el sanctasantorum, donde solo el faraón y el sumo sacerdote podían entrar. Eran, pues, moradas de los dioses, no lugares de culto para el pueblo. La gente común no era admitida, pero en los festivales, que eran extremadamente elaborados, imágenes de los dioses eran llevadas fuera del templo para ser adoradas por la gente. Una vez al año, durante la época de inundaciones -cuando la gente no podía trabajar en los campos- la imagen de Amón salía de Karnak, pasaba por la vía ceremonial flanqueada por esfinges hasta el Nilo y embarcaba con gran esplendor hacia Tebas, realizando diversas paradas para visitar a otros dioses. Cantantes, danzarinas y músicas acompañaban el solemne cortejo. Mientras tanto, sus fieles le acosaban a preguntas, pronunciadas siempre por boca de los sacerdotes, sabios intérpretes de sus santas respuestas, que se manifestaban mediante las oscilaciones de la barca donde era transportado.

Pero también eran algo más que morada de dioses. En silencio, vago por el laberinto de patios, atravieso la extensión vacía del lago sagrado y, finalmente, llego hasta un pabellón desde el que puedo ver la totalidad de esta ciudad sagrada bañada en la luz rosada del atardecer. Multitud de edificios, estancias, obeliscos, estatuas, patios, salas, santuarios, capillas, almacenes... Los grandes templos, como los monasterios medievales, eran grandes unidades autónomas que contenían talleres de artesanos y escuelas. En el siglo XII a.C. el templo de Amón en Karnak empleaba alrededor de 10.000 personas, sin contar a mucha otra gente que, de forma más o menos directa, encontraba su sustento atendiendo las necesidades de los sacerdotes, escribas y artesanos a sueldo de Amón. Había una profesión en concreto que resultaba absolutamente fundamental para el funcionamiento, no sólo del templo, sino de todo el Imperio: el escriba.

No es casual que de entre todas las profesiones descritas en la famosa Sátira de los Oficios y donde
ninguna encuentra el más mínimo beneplácito por parte del autor, se cite la del escriba como la única apetecible. Dice el texto: “Os haré amar el oficio de escriba más que a vuestra madre, os mostraré sus bellezas. Es la más grande de todas las vocaciones, no hay ningún oficio como él en el mundo. Apenas un escriba ha empezado a crecer, cuando todavía es un niño, ya se le reverencia y se le envía como mensajero; no volverá para ponerse los faldellines de trabajo. El albañil construye, siempre en el exterior, expuesto al viento (…); sus brazos se hunden en el barro, todas sus ropas están manchadas (…) No hay ningún oficio en el que no se reciban órdenes, excepto el de funcionario; en ese caso es él quien ordena. El saber escribir os será más útil que cualquier otro oficio”.

Este escrito de la XII dinastía, también conocido por Enseñanzas de Jeti y que se utilizaba como
material de trabajo en las escuelas, nos revela dos características principales del escriba: la comodidad de su trabajo y su condición de funcionario, ya fuera al servicio de la administración o de un templo. En efecto, respetado y hasta adulado por todos, ejercía una profesión relativamente descansada, ajena a la rudeza de otros oficios, y con la cual podía ascender fácilmente en el escalafón social. Pero más importante que eso, el escriba constituía la amplia base del funcionariado en el antiguo Egipto, sin cuyo concurso todo se hubiera paralizado. Entre sus múltiples funciones, debía levantar actas de los juicios, anotar las entradas y salidas de mercancías en los almacenes estatales, vigilar el cobro de impuestos y contribuciones, redactar cartas y contratos a particulares, plasmar las leyes dictadas por el faraón y sus visires…

La élite cultivada de los escribas representa el alma del antiguo Egipto. Se dice que una imagen vale
más que mil palabras, y si eso es cierto nada mejor que recurrir a la famosa estatua El Escriba Sentado que se conserva en el Museo del Louvre. No son pocos los que han querido ver en esta obra maestra de la escultura el más fiel retrato del espíritu del Egipto milenario. Sus manos no enarbolan una espada, sino que sostienen un utensilio de escritura, símbolo que nos debería conducir a la siguiente reflexión: podemos imaginar un Egipto sin soldados, pero jamás sin pirámides, jamás sin templos y, desde luego, nunca sin jeroglíficos, lo que nos remite inevitablemente al pacífico escriba.

En cuanto a la casta sacerdotal, es casi un denominador común de todas las culturas antiguas –al menos en sus etapas más primitivas- la estrecha relación existente entre la política y la religión, hasta el punto de que la autoridad terrenal venía a simbolizar la voluntad divina. En este aspecto, resulta notorio el hecho de que en el antiguo Egipto al faraón se le considerara un auténtico dios. Pero además se daba la circunstancia de que tanto dioses como hombres estaban sujetos a un orden universal denominado maat, cuya conservación era la garantía del modelo social y político que regía la vida en las riberas del Nilo y del que tan orgulloso se sentía todo egipcio.

Todas las ceremonias, procesiones y ofrendas que se realizaban en los templos tenían por objeto la conservación de la maat. Pero como el faraón, en su calidad de rey-dios, era el último garante del equilibrio cósmico, se daba la extraña paradoja de que sólo sus oraciones y sus ofrendas eran verdaderamente eficaces. Sólo él tenía, por consiguiente, autoridad para ejecutar el ceremonial de culto, y por este motivo recibió, ya desde principios del Imperio Medio, el apelativo de Señor del Ritual.

En los relieves del interior de los templos resulta habitual encontrar representaciones del faraón consumando las ceremonias rituales prescritas por el culto. Sin embargo, como cabe suponer, el monarca no podía estar simultáneamente en todos los lugares donde, cada día, debían renovarse los curiosos protocolos que aseguraban el curso feliz del mundo. Y así, del mismo modo que en la administración del Estado se rodeaba de importantes funcionarios nombrados directamente por él, también para los asuntos de la religión elegía personalmente a los sacerdotes, que habrían de actuar exclusivamente como representantes suyos.

La comparación entre la administración pública y el edificio religioso resulta sumamente gráfica,
pues igual que el enorme aparato estatal requería incontables funcionarios, también los templos formaban fuertes núcleos de poder con múltiples ramificaciones, bajo cuyos tentáculos se cobijaba una ingente multitud de servidores. Entre esta muchedumbre se contaban escribas y médicos, artesanos que trabajaban en los talleres adscritos al templo, campesinos que labraban la tierra sagrada y auxiliares de todo tipo, así como cantantes, bailarinas y tañedoras de instrumentos.

El clero propiamente dicho ya era, en sí mismo, bastante numeroso. Los sacerdotes se podían casar y, por lo general, llevaban una vida no muy distinta a la de cualquier otro egipcio, si exceptuamos su destacada profesión. Exteriormente, una fina túnica blanca de lino y unas sandalias también blancas les distinguían del resto de la población. Pero lo más llamativo eran sus lustrosas calvas: la pureza que requerían para ejecutar su oficio les obligaba a depilarse cada dos días, incluyendo cejas y pestañas, “para que –según cuenta Herodoto- no pueda establecerse en los pelos ningún piojo o cualquier otro insecto”.

Tampoco podían mantener relaciones sexuales durante los periodos de culto –un mes de cada cuatro-,
ni entrar en contacto con mujeres menstruantes. En este aspecto no se diferenciaban gran cosa de los demás, pues en el antiguo Egipto, donde al parecer no existía el tabú de las relaciones incestuosas entre hermano y hermana, sí se consideraba impura la regla de la mujeres, hasta el punto de que los trabajadores eran dispensados de acudir al tajo durante los días de menstruación de sus esposas o hijas.

Subdivididos en múltiples categorías, los títulos y funciones de los sacerdotes resultaban muy variados. Si en principio los cargos que ostentaban dependían del rey, lo cierto es que con el tiempo sus titulares tendían a convertirlos en auténticas propiedades que, como la tierra, podían ser heredadas por sus sucesores. De hecho, y especialmente a partir de la XVIII Dinastía, ejercer la profesión de sacerdote ofrecía brillantes posibilidades de ascenso.

La jerarquía, que en su escalafón incluía sacerdotes lectores, puros, padres del dios y profetas –rango
que contemplaba incluso gradaciones como segundo profeta o primer profeta-, culminaba en la figura del sumo sacerdote, designado directamente por el faraón y que ostentaba títulos tan pretenciosos como Jefe de los Secretos del Cielo o Jefe de los Sacerdotes de Todos los Dioses del Alto y Bajo Egipto, título este último que implicaba auténtico poder político, sobre todo en los tiempos de mayor auge del culto a Amón, al final del Imperio Nuevo.

El sumo sacerdote resultaba escogido, por lo general, fuera de la jerarquía regular, y era el principal encargado de consumar el culto en representación del monarca. Para ello debía someterse antes a una escrupulosa limpieza y purificar su boca con una pequeña dosis de natrón, producto que, por cierto, se empleaba también en el proceso de momificación, así como para la limpieza doméstica en los hogares. Una vez aseado, y asegurándolo con la fórmula “Yo estoy limpio”, penetraba en lo más profundo del santuario. Aquí, lejos de la mirada de cualquier profano, desnudaba la estatua del dios al cual estaba consagrado el templo.

Milagrosamente, y tras una serie de abluciones mientras recitaba devotamente “Yo te aplico ungüentos para que aten tus huesos, para que unan tu carne, para que diluyan tus supuraciones”, el dios cobraba vida. Acto seguido, el sacerdote procedía a vestirle con adornos, ofrecerle aromáticos aceites y cubrirle con un manto rojo al tiempo que recitaba “Isis lo ha tejido, Neftis lo ha hilado”. Luego, y después de esparcir arena por el suelo, efectuar varias vueltas alrededor de la barca sagrada y limpiarlo todo con sumo cuidado, cerraba el tabernáculo y lo sellaba con la siguiente fórmula: “No entre el mal en este templo”.

El dios recibía asimismo, ricos manjares, que le eran presentados en una bandeja. Mediante una serie de palabras rituales, su grosera y mundana sustancia pasaba al mundo de lo invisible para así poder alimentar a la divinidad. Resulta obvio que los manjares en modo alguno se transformaban en comida divina, por lo que las abundantes sobras eran retiradas del altar tal y como habían sido presentadas. Ninguna contradicción hacía mella, sin embargo, en la inquebrantable fe de los fieles: ni cortos ni perezosos, procedían a llevar inmediatamente esos alimentos a la mesa de aquellos altos dignatarios que, gracias a sus donativos, habían sido admitidos en el interior del templo, y pronto eran engullidos por sus poco divinos estómagos (si resulta ingenuo o difícil de creer, pensemos que, al fin y al cabo, la transubstanciación de la Eucaristía católica parte de un principio semejante). Finalmente, lo realmente sobrante se repartía entre todo el personal del templo.

Al parecer, la creciente profesionalización del sacerdocio fue la causa de que la mujer, que en épocas
anteriores al Imperio Nuevo había ocupado cargos de auténtica sacerdotisa, acabara relegada a un papel meramente representativo en los templos, destinado a proporcionar mayor boato a las ceremonias públicas. Así, sus funciones consistían en deleitar al dios con “voz agradable”, aunque en Karnak existía personal femenino entre el clero. Las concubinas de Amón procedían de las clases altas de la sociedad o eran reclutadas entre las hijas y las esposas de los sacerdotes. Se cree que era de buen tono que las altas damas de la sociedad formaran parte del harén particular de Amón. Sin embargo, tal denominación no implica, pese a las apariencias, que estas encopetadas señoras fueran educadas como cortesanas.

Focos donde hallaban expresión místicas creencias, los templos del antiguo Egipto fueron, asimismo, tabernáculos de la ciencia. La mayoría de ellos disponía de una denominada Casa de la Vida, probablemente porque era donde se enseñaba medicina a los alumnos aventajados. Pero también era allí donde debían acudir los escribas para aprender el arte de la escritura y, sobre todo, donde se estudiaba y establecía todo lo referente a la complicada teología egipcia. Ciencia y teología no son precisamente dos disciplinas que se den la mano, pero en el mundo de la antigüedad, donde todo estaba aún por descubrir, ambas constituían las dos caras de la misma moneda. Religión y ciencia seguían, dentro de los muros de los templos egipcios, caminos entrelazados. Y parece que a ninguna les fue mal de ese modo.

El templo de Karnak constituye la máxima expresión de la búsqueda de la inmortalidad por parte de los antiguos faraones egipcios. En tanto que muestra de la arquitectura religiosa, es más representativo de la vida en el antiguo Egipto que las propias pirámides de Giza, ya que éstas, a pesar de sus impresionantes dimensiones, son meras tumbas de los últimos faraones del Imperio Antiguo. En cambio, la influencia directa del templo sobre la vida económica, social, religiosa y política del país, se extendió
durante más de 1.300 años.

Si, como Goethe sugirió, la arquitectura es música congelada, entonces Egipto ofrece algunas de las mejores sinfonías del mundo, composiciones de sobrecogedor genio. Como las grandes catedrales de Europa o los complejos religiosos mayas o jemeres, el templo de Karnak es una declaración espiritual, demostración en piedra de la existencia continuada de la afinidad del hombre con lo eterno.

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martes, 16 de julio de 2013

El Palacio Real de Phnom Penh - Decorado para un monarca de película




Cuando los tailandeses conquistaron Angkor a finales del siglo XIV, la disminuida corte jemer huyó hasta una llanura aluvial lo suficientemente alejada de las fuerzas enemigas. Por supuesto, cuando se está empezando de nuevo tras haber sufrido un duro revés y en tiempos de graves crisis políticas, siempre viene bien una ayudita divina. El hallazgo de una reliquia supondría un buen empujón para la hundida moral. Y eso fue lo que sucedió. Una mujer llamada Penh encontró cuatro estatuas de Buda depositadas en las orillas del rio Mekong. Buen augurio que permitiría a la recién fundada ciudad beneficiarse de la afluencia de peregrinos deseosos de contemplar las milagrosas estatuas. Había nacido Phnom Penh (“La Colina de Pehn).

La leyenda ha seleccionado a la buena señora de Penh como ganadora del concurso a fundador de la moderna capital de Camboya. Pero la realidad fue probablemente menos religiosa y sí más pragmática. Angkor estaba mal situada para el comercio y, peor aún, sometida a la continua amenaza del reino siamés de Ayuthaya. Phnom Penh, en cambio, tenía una ubicación más céntrica dentro de los territorios jemeres y estaba perfectamente ubicada para el comercio fluvial con Laos y China a través del delta del Mekong, a la vez que el río Tonlé Sap ofrecía acceso a las aguas ricas en pesca del lago del mismo nombre.

Phnom Penh conservó su estatus de capital real durante 73 años, desde 1432 a 1505. Después, la corte estuvo cambiando de lugar durante 360 años debido a luchas intestinas entre los diferentes pretendientes. Pero la ciudad ya existía y no dejó de crecer: a mediados del siglo XVI, el comercio la había convertido en una potencia regional, atrayendo a gran cantidad de comerciantes chinos e indonesios.

Un siglo más tarde, sin embargo, las incursiones vietnamitas en territorio jemer habían privado a la
ciudad del acceso a las vías marítimas, y los comerciantes chinos conducidos al sur por la dinastía manchú empezaron a monopolizar el comercio. El reino, sin salida al mar y cada vez más aislado, se convirtió en un estado tapón entre los pujantes tailandeses y los agresivos vietnamitas. En 1772, los tailandeses redujeron Phnom Penh a cenizas. Aunque fue reconstruida, se vio continuamente perturbada por las intrigas rivales entre tailandeses y vietnamitas, hasta que los franceses se hicieron con el control de la zona en 1863. Durante todo ese periodo de incertidumbre la población de la ciudad no sobrepasó la cifra de 25.000 habitantes.

El protectorado francés en Camboya dio a Phnom Penh el trazado que presenta actualmente. La ciudad se dividió en barrios o quartiers y muchos monumentos importantes fueron edificados en esa época: el Museo Nacional, el mercado central, los edificios ministeriales… y el Palacio Real.

El impresionante Palacio se alza en el centro de la capital y cerca del río Tonle Sap, no lejos de donde
éste confluye con el Mekong. Con sus clásicos techos anaranjados con ornamentaciones doradas y unas formas verticales y estilizadas, los edificios del palacio dominan la silueta de la ciudad. Es un complejo impresionante, que recuerda a su homólogo en Bangkok. Escondido tras unos muros encalados y a la sombra de impresionantes edificios ceremoniales, el palacio es un oasis de tranquilidad con exuberantes jardines, setos cuidadosamente recortados y macizos de flores elegantemente dispuestos. Todo está tan nuevo, tan recién pintado, luce tan "real" que se diría nos hallamos en un parque temático, sensación que viene reforzada por los grupos de turistas que se distribuyen por los amplios espacios que separan los edificios. Eso sí, las autoridades obligan a los visitantes a mantener cierto decoro en el vestuario: como mínimo es necesario llevar pantalones hasta la rodilla y camisetas o blusas hasta el codo. De lo contrario, ha de alquilarse un atuendo apropiado para cubrirse según lo exigido.

Y es que, al fin y al cabo, el lugar sigue siendo la residencia oficial del monarca y no conviene que turistas occidentales en horribles pantalones cortos o desvergonzados tops sin mangas mancillen el espíritu del sitio. La mitad del complejo está cerrado al público y a los visitantes solo se les permite ver la Pagoda de Plata, el Salón del Trono y sus terrenos circundantes.

El Palacio Real nació con la recuperación de la monarquía jemer en el siglo XIX, tras un periodo de inestabilidad en el que Camboya estuvo cerca de ser absorbida por sus vecinos. La era del toma y daca entre siameses y vietnamitas llegó a su fin en 1864, cuando cañones franceses intimidaron al rey Norodom I (1860-1904) hasta que firmó un tratado que consagraba el territorio como un protectorado. Irónicamente, se trataba de un protectorado literal, es decir, un espacio protegido, porque Camboya corría el peligro de desaparecer del mapa. El control francés de Camboya se ejerció como una campaña supeditada a sus intereses en Vietnam, increíblemente parecida a la experiencia americana que se vivió un siglo después, y que inicialmente implicaba pocas interferencias directas en los temas internos de Camboya. La presencia francesa también ayudó a mantener a Norodom en el trono a pesar de las ambiciones de sus rebeldes hermanastros.

En la década de 1870, los oficiales franceses asentados en Camboya empezaron a ejercer presión para tener un mayor control sobre los asuntos internos. En 1884, Norodom se vio forzado a firmar un tratado que transformó su país en una auténtica colonia, provocando una rebelión de dos años que constituyó el único gran levantamiento en Camboya hasta la Segunda Guerra Mundial. La rebelión tan sólo finalizó cuando el rey persuadió a los sublevados para abandonar las armas a cambio del retorno al statu quo anterior.

Durante las décadas siguientes, los oficiales camboyanos de alto rango abrieron la puerta al control francés directo sobre el día a día de la administración del país, al ver en ello ciertas ventajas. Los franceses mantuvieron la corte de Norodom en un esplendor desconocido desde el apogeo de Angkor, lo que ayudó a afianzar la posición de la monarquía. 


A Norodom I le sucedió Sisowath (1904-1927), y a éste, el rey Monivong (1927-1941). A la muerte
de Monivong, el gobernador general francés de la Indochina ocupada por el agresivo Japón de la Segunda Guerra Mundial, el almirante Jean Decoux, colocó al príncipe Norodom Sihanuk, de 19 años, en el trono camboyano. Las autoridades francesas supusieron que el joven Sihanuk sería un mero títere, pero cometieron un grave error de cálculo. Se convirtió en una figura clave en el desordenado mundo de la política camboyana, un personaje de proporciones épicas, muy dado a posiciones políticas cambiantes, cuyas proezas amorosas (le apodaban "el príncipe galán") dominaron los primeros años de su vida. Más tarde se convirtió en el príncipe que dirigió a la nación en sus primeros pasos tras el fin del colonialismo francés, gobernó Camboya en sus años dorados, fue encarcelado por los jemeres rojos y, desde un exilio privilegiado, al final volvió triunfante como rey. Un camaleón político que ha demostrado ser un auténtico superviviente.

Sihanuk se consideraba el padre de la nación y se dirigía a su pueblo llamándolo "mes enfants". Durante sus frecuentes viajes por el país, multitudes vociferantes se agolpaban a ambos lados de las carreteras con la ilusión de verlo, y había quien recorría largas distancias sólo para tocar el suelo que él había pisado. Era un hombre inteligente, calculador, imprevisible, carismático, apasionado, histérico e increíblemente vanidoso. También era un animal político impredecible y un astuto negociador, como demostró en sus conversaciones con los franceses, que culminaron con la independencia total de Camboya en noviembre de 1953.

El período que siguió a la independencia estuvo marcado por la paz y prosperidad; fueron los años dorados de Camboya, una época de creatividad y optimismo. Phnom Penh aumentó de tamaño y los templos de Angkor se convirtieron en el mayor reclamo turístico del Sureste Asiático mientras Sihanuk recibía a muchos líderes influyentes de todo el mundo. No obstante, la guerra de Vietnam pronto iba a extenderse a los países vecinos.

En 1955, Sihanuk abdicó, temeroso de ser marginado del poder. El “cruzado real” se convirtió en “ciudadano Sihanouk”. Juró no volver nunca más al trono, el cual fue ocupado por su padre. Fue un golpe maestro que ofreció a Sihanuk tanto autoridad real como poder político supremo. Su partido recién creado, Sangkum Reastr Niyum (Comunidad Socialista Popular), ganó todos los escaños del parlamento en las elecciones de septiembre de 1955 y Sihanuk dirigió la política del país durante los 15 años siguientes.

Aunque temía a los comunistas vietnamitas, Sihanuk consideraba a Vietnam del Sur y Tailandia, ambos aliados de EEUU, como las mayores amenazas para la seguridad de Camboya, e incluso para su supervivencia. En un intento por esquivar estas amenazas, declaró la neutralidad de Camboya y rechazó aceptar más ayuda estadounidense, que hasta entonces había significado una parte importante del presupuesto militar del país. También nacionalizó muchas industrias, incluido el negocio arrocero. En 1965, Sihanuk, convencido de que EEUU había estado conspirando contra él y su familia, rompió relaciones diplomáticas con Washington y se alió con los norvietnamitas y China. En privado consideraba que los comunistas ganarían la guerra y permitió que el ejército norvietnamita y el Viet Cong trasladaran sus provisiones en secreto por la línea ferroviaria de Ho Chi Minh y desde el puerto camboyano de Konpong Song. Creía que, al permitir estos transportes, Camboya quedaría al margen de los estragos de la guerra. Era una apuesta arriesgada y con el tiempo se demostró nefasta para el país.

Estos movimientos y las políticas económicas socialistas emprendidas, hicieron que los elementos conservadores de la sociedad camboyana fueran apartados del poder, incluidos los jefes militares y la élite urbana. A su vez, los camboyanos de izquierdas, muchos de ellos educados en el extranjero, expresaron su desacuerdo con la política doméstica. Agravó los problemas de Sihanuk el hecho de que todas las clases sociales estuvieran hartas de la corrupción dominante en las esferas gubernamentales y en los círculos cercanos a la familia real. Según la sabiduría convencional, Sihanuk era Camboya, y su liderazgo, la clave del éxito nacional. Sin embargo, cuando el país se vio afectado por la guerra de Vietnam y aunque la mayoría de campesinos reverenciaban a su rey como una figura semidivina, empezó a ser considerado un lastre. Con la economía destrozada, su obsesivo interés en la industria cinematográfica camboyana y sus anuncios públicos declarando a Camboya “un oasis de paz”, indicaban que era un hombre que no sólo había abdicado del trono sino también de la realidad. A resultas de todo ello, en 1967 estalló una rebelión rural en la provincia de Battambang, que hizo que el monarca considerara que la mayor amenaza para su régimen venía de la izquierda. Cediendo a las presiones del Ejército, puso en marcha una dura política represiva contra la disidencia izquierdista.

En 1969, el conflicto entre el ejército y los rebeldes comunistas había empeorado, pues los vietnamitas buscaban asilo en Camboya. La posición política de Sihanuk se había deteriorado, debido en parte, ya lo hemos dicho, a su obsesión por el séptimo arte, que le restaba tiempo para su trabajo de gobernante. En marzo de 1970, mientras Sihanuk se encontraba de viaje en Francia, el general Lon Nol y el príncipe Sisowath Sirk Matak, primo de Sihanuk, le depusieron como jefe de Estado, aparentemente con el consentimiento tácito de EEUU. Sihanuk marchó a Beijing, donde estableció un régimen en el exilio en alianza con un movimiento revolucionario camboyano que el monarca había apodado “jemeres rojos”. Fue un momento clave para la historia contemporánea camboyana, pues los jemeres rojos utilizaron su asociación con Sihanuk para atraer nuevas incorporaciones a su entonces pequeña organización. Los primeros jemeres rojos afirmaban que “iban a las montañas” (un eufemismo para denominar el alistamiento en el que vivía su organización) para luchar por su rey, y no sabían nada de Mao ni del marxismo.

Se habían trazado las bases para una sangrienta etapa de guerra civil. Sihanuk fue condenado a muerte in absentia, un movimiento excesivo por parte del nuevo gobierno que impidió cualquier tipo de compromiso durante los cinco años siguientes. Lon Nol dio a las tropas comunistas vietnamitas un ultimátum para que se retiraran en una semana, lo que equivalía a una declaración virtual de guerra, pues los soldados vietnamitas se negaban a volver a su país para enfrentarse a los norteamericanos.

El resto de la historia fue una horrible tragedia de guerra, muerte, bombardeos, triunfo de los jemeres y apocalipsis.

El Salón del Trono era el pabellón en el que los consejeros, generales y funcionarios del rey
desempeñaban sus labores. Aún se utiliza con ocasión de ceremonias religiosas o reales (coronaciones, bodas) así como espacio de recepción en el que los diplomáticos presentan sus credenciales. Con forma de cruz, el Salón está coronado por tres espiras, la central de 59 metros de alto y con una cabeza de cuatro rostros de Brahma inspirada en el templo de Bayon en Angkor. Originalmente, se trató de una gran estructura de madera levantada por el rey Norodom en 1870. En 1915 fue demolido siguiendo órdenes del rey Sisowath, quien pasó a erigir uno en piedra. Muchos de los objetos que en otra época había expuestos fueron destruidos por los jemeres rojos.

Muchos de los edificios del complejo se construyeron siguiendo el estilo arquitectónico y artístico tradicional jemer, pero incorporando características europeas provenientes de la influencia francesa. Es a los galos a los que se debe el extraño edificio de hierro grisáceo que vemos en la explanada, diseñado sin tener en cuenta el clima camboyano, que fue ofrecido al rey Norodom por Napoleón III de Francia y que ofrece un extraño contraste con el resto, como si hubiera caído del cielo.

La Pagoda de Plata es el otro pabellón "estrella" del conjunto real abierto a las visitas. Se trata en realidad de un pequeño complejo situado al sur de la explanada. Su nombre proviene de su suelo, cubierto por más de 5.000 baldosas de plata con un peso de 1 kg cada una. Cerca de la entrada se puede echar un vistazo a unas cuantas de esas baldosas, ya que la mayoría están cubiertas con alfombras para protegerlas. También conocida como Wat Preah Keo (pagoda del Buda Esmeralda), la pagoda fue originalmente construida en madera en 1892 durante el reinado de Norodom -quien aparentemente se inspiró en el Wat Phra Keo de Bangkok-, y posteriormente reconstruida en 1962.

La escalera que conduce a la pagoda de Plata es de mármol italiano. En su interior, el Buda Esmeralda -que, digan lo que digan los camboyanos, está casi con seguridad hecho de cristal de bacarrá-, se sienta en un pedestal dorado en lo alto de una tarima. Enfrente hay un buda de oro de tamaño real decorado con 9.584 diamantes, el más grande de los cuales es de 25 quilates. Creado en los talleres del palacio alrededor de 1907, este buda de oro pesa unos 90 kg. Justo delante de esta figura hay una stupa en miniatura de oro y plata que contiene una reliquia de Buda traída desde Sri Lanka. A la izquierda hay un buda de bronce de 80 kg y, a la derecha, otro de plata. Más allá hay estatuillas de oro macizo que describen la vida y milagros de Buda. A lo largo de los muros de la pagoda se exponen extraordinarios ejemplos de artesanía jemer, incluidas intrincadas máscaras que se utilizaban en la danza clásica y decenas de budas de oro. Los muchos objetos preciosos regalados a los monarcas camboyanos por los diferentes jefes de estado extranjeros quedan deslucidos al lado de tan diversas y fastuosas muestras de arte jemer.

Pregunté a un cuidador cómo era posible que los jemeres rojos hubieran preservado este edificio y
casi todo su contenido, habida cuenta de su fanatismo antirreligioso y odio hacia cualquier muestra de ostentación -entre otras cosas, quemaron todo el dinero que encontraron en el Banco Central camboyano cuando conquistaron Phnom Penh-. La respuesta era obvia: lo utilizaron como escaparate para los pocos dignatarios extranjeros que visitaron Camboya en aquel entonces. Los ilusos políticos eran traídos hasta aquí y deslumbrados con el patrimonio histórico jemer al tiempo que aleccionados sobre el interés del régimen por la conservación de las riquezas culturales. Mientras tanto, a poca distancia, en la prisión de Tuol Sleng, ejecutaban diariamente a docenas de personas tras torturarlas salvajemente.

Hay otros edificios notables, como el Chan Chaya o Pabellón de la Luz Lunar, que todavía cumple su función original: servir de escenario para los espectáculos de danza clásica camboyana; o el Palacio Khemarin, la residencia del rey, separado del resto del complejo por un muro. Pero es desde la explanada, con las vistas de los bellos edificios, mezcla de lo moderno y lo antiguo, de lo secular y lo sagrado, de lo oriental y lo occidental, donde se capta mejor el espíritu de la Historia.

Para salir de uno de los pabellones se atraviesa un pasillo en cuyas paredes colgaban retratos y fotografías en blanco y negro de Sihanuk, el rey todoterreno. Varias de ellas lo mostraban en compañía de estrellas del cine locales. Su obsesión enfermiza por el cine fue uno de los motivos que acabaron provocando su derrocamiento.

Entre 1965 y 1969, Sihanuk escribió, dirigió y produjo nueve largometrajes, una cifra que dejaría corto a cualquier prolífico director de Hollywood. Sihanuk se tomó muy en serio la realización de películas, y tanto su familia como los miembros de la Administración fueron invitados a aportar su granito de arena: el ministro de Asuntos Exteriores fue el protagonista masculino de su primera película, “Apsara” (Ninfa celestial, 1965), mientras que su propia hija, la princesa Bopha Devi, interpretó a la protagonista femenina. Cuando en esa misma película se requirió una exhibición de armamento, entró en acción la fuerza aérea, al igual que la flota de helicópteros y el ejército.

Sihanuk interpretó a menudo él mismo los papeles protagonistas. Entre sus interpretaciones más destacadas están la de un espíritu del bosque y la de un general victorioso. Quizá no fue ninguna sorpresa, dada la aparente adicción del rey por el mundo del celuloide, que Camboya desafiara a Cannes con su Festival Internacional de Cine de Phnom Penh. El festival se celebró en dos ocasiones, en 1968 y 1969. En ambas, Sihanuk ganó el premio principal. Posteriormente, el monarca siguió haciendo películas, y se calcula que a lo largo de su carrera rodó alrededor de 30 largometrajes.

Tras la victoria de los jemeres rojos el 17 de abril de 1975, Sihanuk regresó a Camboya como jefe del nuevo Estado llamado Kampuchea Democrática. Dimitió en menos de un año y quedó recluido en el Palacio Real como prisionero de los propios jemeres rojos a los que había defendido; allí se quedó hasta principios de 1979 cuando, en la víspera de la invasión vietnamita, fue enviado de nuevo a Beijing. Transcurriría más de una década hasta que Sihanuk finalmente pudo regresar a Camboya.

Este peculiar monarca nunca dejó de querer serlo todo para Camboya: estadista internacional,
general, presidente, director de cine, hombre del pueblo... El 24 de septiembre de 1993, después de 38 años en la política, se estableció una vez más como rey. Su segundo período como monarca fue frustrante; reinó más que gobernó, y debió situarse por detrás de los políticos. Abdicó el 7 de octubre de 2004. Se mencionaron muchos motivos para su abdicación (su edad, una salud maltrecha), pero la mayoría de observadores indican que se trató de una decisión política calculada para asegurar el futuro de la monarquía. Mientras los políticos estaban entretenidos escogiendo un sucesor, su hijo, el rey Sihamoni subió al trono y Camboya logró superar otra crisis. Sihanuk murió en octubre de 2012, pero tiene un puesto asegurado en la historia como el último de una larga sucesión de dioses-reyes de Angkor.

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lunes, 21 de enero de 2013

Angkor Wat : Belleza Eterna







La expansión de la cultura india por el Sudeste Asiático dio como resultado la construcción de alucinantes monumentos religiosos. Borobudur, en la isla de Java, fue uno. El otro, sin duda más impactante, fue Angkor Wat. A menudo considerado como la estructura religiosa más grande del mundo, este coloso de piedra es sencillamente único, una sorprendente mezcla de espiritualidad y simetría, la fusión de los principios materiales y espirituales de la cultura jemer y un ejemplo duradero de la devoción del hombre por sus dioses. Es el templo mejor conservado de toda la ciudad de Angkor, porque nunca fue abandonado a su suerte.

La adopción del hinduismo por parte de la realeza jemer de la ciudad de Angkor Thom llevó consigo la identificación de cada soberano jemer con un dios al que consideraba su protector. Estos reyes ordenaban alzar un templo en honor de esa deidad con la que se deseaba reunir después de su muerte. El templo constituye por tanto una expresión arquitectónica de tamaño gigantesco de esta tradición hinduista.


En este sentido, Angkor Wat fue probablemente construido como templo funerario para Suryavarman II (1112-1152) en honor a Visnú, el "Controlador del Mundo", la divinidad hindú con quien se identificaba a sí mismo. Más tarde, sin embargo, con el cambio de religión oficial, pasó a ser un wat o monasterio budista.

Además de sus dimensiones, hay mucho en Angkor Wat que lo hace único entre los templos que le rodean. Aunque el estilo jemer proviene de la India, está lejos de ser una mera copia del hindú y la inventiva y la imaginación de los constructores jemer, sin mencionar sus habilidades técnicas, lo convierten en un arte propio y bien diferenciado. La forma curva de las torres, de las cuales sobreviven sólo cinco de las nueve originales, puede derivarse en última instancia de Bhubaneswar, en la India, pero es bastante diferente, como también lo es su efecto total como brotes de un tallo común.

Igualmente significativo es el hecho de que el edificio esté orientado hacia el oeste, simbólicamente la dirección de la muerte, lo que en su día llevó a un gran número de eruditos a concluir que Angkor Wat debió haber sido concebido como una tumba. La idea se sustentaba por el hecho de que los magníficos bajorrelieves del templo se diseñaron para ser vistos en el sentido contrario a las agujas del reloj, una práctica que tiene sus precedentes en antiguos ritos funerarios hindúes. Visnú, sin embargo, a menudo también se asocia con el oeste, y en la actualidad se acepta que Angkor Wat sirvió principalmente como templo y mausoleo para Suryavarman II.

Los hombres religiosos de la época de Angkor se debían haber deleitado en sus múltiples capas llenas
de significado, de la misma forma que un experto en iconografía artística y arquitectónica europea podría deleitarse con las más ricas catedrales medievales. Las dimensiones espaciales de Angkor Wat son paralelas a las longitudes de las cuatro épocas del pensamiento clásico hindú. El visitante de Angkor Wat que atraviesa el paso elevado hasta la entrada principal y a través del patio hasta la torre central, que en su día contuvo una estatua de Visnú, está viajando metafóricamente de vuelta a la primera época de la creación del universo. Por todos sitios hay pistas, señales que hablan al peregrino. Yo sólo soy capaz de descifrar algunas de ellas.

Como los otros templos-montaña de Angkor, Angkor Wat también es una réplica en miniatura del universo. Primero, el visitante o peregrino atraviesa un foso de 190 m de ancho, que forma un rectángulo gigantesco de 1,5 km por 1,3 km, que hace que los fosos que rodean a los castillos europeos parezcan un juego de niños. Ese foso simboliza los océanos, y se salva por el oeste mediante un paso elevado de arenisca. Angkor Wat se construyó con bloques de arenisca transportados por vía fluvial a bordo de balsas que debían recorrer más de 50 km. La logística de tal operación es impresionante: se necesitó el trabajo de miles de personas en una época en la que no existían ni grúas ni camiones.

Atravesado el foso, llegamos a la pared rectangular exterior, que mide ¡1.025 m por 800 m!. Hay una
puerta en cada lado, pero la entrada principal, un porche de 235 m de ancho muy bien decorado con tallas y esculturas, está en el lado oeste. Hay una estatua de Visnú, de 3.25 m de altura, esculpida en un único bloque de arenisca, situada en la torre derecha. Los ocho brazos de Visnú sostienen un laberinto, una lanza, un disco, una caracola y otros objetos. Da igual que Visnú sea una deidad hindú y que su presencia aquí date de la época en la que Camboya seguía esa religión. La religiosidad natural del pueblo la ha incorporado al budismo con total naturalidad como lo demuestran los mechones de cabello que se ven a su alrededor: se trata de donaciones de gente joven próxima a contraer matrimonio y de peregrinos que dan las gracias por su buena fortuna.

Una avenida elevada de piedra, de 475 m de largo y 9,5 m de ancho y bordeada con barandillas con nagas, lleva desde la entrada principal hasta el templo central. La naga de siete cabezas, la serpiente universal, se convierte así en un simbólico puente en forma de arco iris para que el hombre alcance la morada de los dioses. Sus cabezas -una imagen recurrente en el hinduismo- representan los colores del arco iris (originalmente debió de haber estado pintada de brillantes colores). Resultan sorprendentes las similitudes entre los conceptos y los símbolos de diferentes religiones. La imaginería religiosa de las pinturas rupestres del Parque Nacional de Kakadu, en Australia, ya mostraban al arco iris asociado a la serpiente como puente entre la tierra y el cielo, una manifestación de lo sagrado; lo mismo ocurre en la teología de los incas.

El recorrido del peregrino nos conduce hasta la gran entrada cruciforme al complejo del templo propiamente dicho, que mide cerca de 200 m de largo. Todo aquí, desde el gran foso hasta las serpientes de piedra que vigilan mi camino, está diseñado para hacerle a uno sentir diminuto ante la majestad de Visnu.

El patio está dividido en cuatro por galerías maravillosamente decoradas. La planta es cuadrada, una forma inspirada por el mandala o carta divina usada como base del diseño de muchos templos hindúes. Las paredes de la galería inferior del templo están cubiertas con bajorrelieves. Los personajes de las escenas narran en una sucesión de alucinantes imágenes la cosmología hinduista, escenas del poema épico Mahabharata, episodios bélicos de la historia jemer y admoniciones sobre las torturas del infierno. A pesar de los más de ocho siglos de saqueos y erosión, las tallas, que ocupan una longitud superior a 800 metros y una superficie de 2.000 m2, han conservado su abrumadora belleza.

Empinados peldaños conducen al segundo nivel, delimitado por galerías, con torres en cada esquina. Otra empinada pendiente conduce al patio central, otra vez dividido en cuatro, con torres en las esquinas y, en el centro donde las galerías se cruzan, la torre central. El complejo del templo central está formado por tres plantas, cada una de ellas hecha de laterita, que encierran una plaza rodeada por galerías intrincadamente unidas entre sí. Dentro del plano espiritual del universo, estos patios representan los continentes rodeando la torre central.

Las esquinas de la segunda y tercera planta están jalonadas por torres, cada una rematada con simbólicos capullos de loto. A 31 m por encima del tercer nivel y 55 m por encima de la tierra está la torre central, el Monte Meru, que proporciona a todo el conjunto su sublime unidad. Las escaleras que llevan al nivel superior son muy empinadas, porque alcanzar el reino de los dioses no era una tarea fácil.

Se completa el peregrinaje al llegar a la torre central. Hemos llegado al centro de esta enorme representación del universo jemer, reflejo de una íntima relación entre la naturaleza, la arquitectura y el espíritu de tal intensidad que las construcciones contemporáneas parecen desprovistas de alma.

Los visitantes de Angkor Wat se ven sorprendidos por su impresionante grandeza y, de cerca, por el
minucioso detalle de sus fascinantes ornamentos decorativos y abundantes bajorrelieves, especialmente sus cautivadoras apsaras, las ninfas celestiales encargadas de transmitir la alegría del Paraíso a los dioses. Eran las consortes de los dioses, los héroes y los reyes y fueron creadas durante la guerra entre los dioses y los demonios -el bien y el mal, otra constante humana-. Las atractivas mujeres celestiales usaron sus encantos femeninos para distraer a los demonios, facilitando así la victoria de los dioses. Jóvenes ataviadas y enjoyadas como las apsaras eran seleccionadas por los sacerdotes para ejecutar los bailes que se llevaban a cabo como parte del complejo ritual hindú.

Las bailarinas de piedra muestran la parte superior del cuerpo desnuda y únicamente visten una larga
falda. Asimismo, lucen peinados llenos de imaginación. Solamente en Angkor Wat se han contado más de 1.500 de tales representaciones. Cada figura es una obra maestra por sí sola. Ningún relieve es igual a otro.

A mediodía y de forma excepcional, Angkor Wat se alza silencioso. El húmedo calor y la hora del almuerzo han vaciado de turistas el recinto. La ausencia de densas masas de visitantes permite disfrutar de la calma, el silencio y la espiritualidad que a menudo se les hurta a los edificios religiosos. La austeridad de las piedras ennegrecidas y las sólidas torres laterales contrastan con las femeninas curvas y las cálidas sonrisas de las apsaras que dirigen sus miradas hacia nosotros desde todos los ángulos. El último paso del peregrinaje, sin embargo, el ascenso a la torre central para llegar al sancta sanctorum, resulta imposible de realizar ya que por motivos de restauración el acceso ha sido restringido.

Todavía hay campesinos en Camboya convencidos de que Angkor fue construido por dioses. Y lo parece. Aunque hoy sólo queden ruinas –aunque grandiosas-, la idea de querer emular a la divinidad sigue siendo el rasgo más sobrecogedor de Angkor Wat. Su magnificencia es la expresión en piedra del deseo de inmortalidad del hombre, de su voluntad de trascendencia, de dominar el tiempo y el espacio.

Si Angkor no consiguió ser una ciudad eterna, porque hace siglos que ya nadie vive allí, sí logró que los rasgos de sus estatuas, la finura de sus bajorrelieves y la armonía de sus monumentos fuesen de una belleza eterna.

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