span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: septiembre 2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Era un día soleado, caluroso. Por las orillas de los bulevares despoblados y sin árboles, los escasos viandantes, algunos vestidos con trajes de poliéster, otros con las tradicionales túnicas aterciopeladas y los casquetes asiáticos, deambulaban en fila por la estrecha franja de sombra que proporcionaban unos tenderetes. Algunos ejecutivos -eso parecían, aunque probablemente fueran funcionarios- ataviados con camisa azul y corbata y con un maletín en la mano, paseaban por las interminables aceras, increíblemente limpias. Las mujeres vestían todas, sin excepción, con el precioso vestido largo turkmeno, de colores púrpura, verde o rojo oscuro. Tenían una elegancia y un orgullo natural especial, con su pelo cuidadosamente peinado y recogido en coletas negro azabache y su manera de andar, erguida y majestuosa.

Los edificios, como he mencionado, son de difícil descripción. Algunos parecen mausoleos griegos, con un zócalo en su base sobre el que se levanta una estructura cuadrangular rodeada de columnas cilíndricas y, rematando el conjunto, una cúpula de estilo persa y botón dorado. Otros eran colosales construcciones que recordaban los peores excesos comunistas, matizados, eso sí, por el deslumbrante color blanco de sus fachadas y los adornos decorativos azul celeste. No se había descuidado el verde, y por todas partes se habían plantado jardines y parterres que aliviaban el sofoco irradiado por el hormigón y el cemento. Todo parecía nuevo, recién construido, exprimido de los petrodólares sobre los que Turkmenistán estaba navegando.

El oasis de Margiana fue el centro de una avanzada sociedad agrícola hace unos nueve mil años y se cree que su nivel de desarrollo igualaba al de Egipto, India, China y Mesopotamia. La tierra que se extiende entre el mar Caspio y el río Amu Darya fue terreno de paso para incontables ejércitos. Alejandro Magno fundó a poca distancia de la moderna Ashgabat la ciudad de Merv. La región en la que nos encontramos fue el corazón del Imperio parto desde el siglo II a.C. hasta el siglo I d.C. La capital del imperio se encontraba en Nisa, a tan solo diez kilómetros de distancia de lo que entonces no era sino una pequeña población agrícola. En el siglo I un terremoto la destruyó por completo, aunque el oasis en que se asentaba, un codiciado lugar de paso de la Ruta de la Seda, hizo que los comerciantes la fueran reconstruyendo poco a poco, hasta convertirla otra vez en una próspera ciudad denominada Konyikala, que los mongoles se encargaron de destruir de nuevo en el siglo XIII, cuando ya estaba ocupada por un nuevo pueblo venido del noreste, los turcos selyúcidas.

Se desconoce con precisión cuando aparecieron los modernos turcomanos, pero se cree que fue
alrededor del siglo XI, al tiempo que los turcos selyúcidas. Se trataba de tribus nómadas, originarias de las montañas Altay y dedicadas a la cría de caballos, que encontraron nuevos pastos en los oasis exteriores del desierto de Karakum, Persia, Siria y Anatolia. Como nómadas que eran, no tenían interés alguno en el concepto de Estado o el modo de vida urbano y por ello permanecieron ajenos a los vaivenes dinásticos e imperiales que han marcado la historia de esta parte del mundo.

Como ya vimos en otra entrada, cuando los rusos se presentaron en el siglo XIX en la región para “civilizarla”, se dieron de bruces con un pueblo temible en la guerra. Capturaron miles de soldados eslavos para venderlos como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara, lo que, naturalmente, provocó la ira de los zares rusos, que acabaron por entrar a saco y masacrar a miles de turcomanos en 1881. Después de esto, toda la región fue anexionada al Imperio Ruso, algo de lo que todavía Turkmenistán está intentando recuperarse.

Cuando los rusos llegaron a Ashgabat en 1881, no encontraron más que un villorrio. Aunque la ciudad más importante de la región era entonces Merv, los enviados del zar decidieron establecer aquí la nueva capital regional, tal vez por su estratégica situación, próxima a la Persia dominada por los ingleses. A finales del siglo XIX, Ashgabat relucía con modernos hoteles y tiendas de corte europeo, una estación de ferrocarril de impresionante arquitectura y una efervescente vida social, disfrutada principalmente por la mayoritaria población rusa, con los oficiales del ejército a la cabeza. Tras la revolución bolchevique en Rusia, Ashgabat fue ocupada por los comunistas en 1919, pasando a convertirse en la República Soviética Socialista de Turkmenistán, en 1924.

La historia de Ashgabat sufriría un revés brutal la noche del 6 de octubre de 1948, cuando la ciudad entera desapareció en menos de un minuto a causa de un violento terremoto que alcanzó los nueve grados en la escala de Richter. Era la época de la férrea propaganda estalinista, cuando en la Unión Soviética no podían ocurrir desastres, y las cifras oficiales hablaron entonces de 14.000 muertos. A pesar de que durante cinco años el acceso a la zona quedó herméticamente cerrado para que no trascendiera ninguna información mientras se retiraban los cuerpos y se iniciaba la reconstrucción de la ciudad, estimaciones de expertos independientes elevaron el número real de víctimas por encima de los 100.000 muertos, lo que equivale a unos dos tercios de la población de la época.

La consiguiente reconstrucción convirtió a Ashgabat en una ciudad de moderno diseño, con rectas avenidas y nuevos edificios de escasa altura en previsión de los frecuentes terremotos que suelen sacudir la zona. Y después, llegó Turkmenbashi, el Líder, el Padre...

Llegamos a la enorme plaza de la Independencia, donde saqué una foto -ilegal- del palacio presidencial, un gran edificio coronado por una gran cúpula dorada y rodeado de verjas tras las cuales vigilaban soldados. Era una plaza de dimensiones sobrecogedoras, preparada para acoger a las vitoreantes multitudes que se reunían para aclamar los soporíferos y egocéntricos discursos del líder. O quizá fuera para dejar espacio libre a los tanques en el caso de que hubiera que echar mano de ellos para aplastar a esas mismas multitudes.

La plaza tenía espectaculares fuentes aquí y allá, situadas en diferentes niveles y expulsando una cantidad obscena de agua en un país que es básicamente un desierto. Extensos cuadrados de césped intentaban ofrecer un contraste al gris amarillento del hormigón.

En aquella misma plaza, tan desierta de gente como si hubiera caído una bomba de neutrones, vimos por primera vez al líder, una fotografía a gran tamaño colgada de un edificio ministerial. Un tipo de mediana edad -la foto lo mostraba tal y como era años atrás, porque en realidad pasaba de la sesentena-, con ojos ligeramente almendrados y cara algo rechoncha. Una foto totalmente oficial.

En el vistoso anuncio colgado del Ministerio de Justicia, se exhibían tres de los libros escritos por el presidente, todos ellos acerca de la gloriosa historia turkmena y su valeroso pueblo. Y, enfrente de nosotros, el horrible Arco de la Neutralidad, un edificio de mármol con ascensores de cristal instalados en los lados. Se asemejaba a una especie de Sputnik de 75 metros de altura en cuya cúspide descansa la estatua alada y dorada del propio presidente, de doce metros, que gira siguiendo la trayectoria del sol. Y, algo más allá, un busto dorado de Turkmenbashi en mitad de una plazoleta ajardinada. Era imposible sustraerse a la aviesa mirada del líder en muchos metros a la redonda. Todas las construcciones de la ciudad están dedicadas al líder turkmeno, tan sólo una tímida estatua de Lenin, escondida en un parquecillo, sobrevive al colapso de la URSS. Se la había conservado como a un recuerdo kitsch del pasado, decorando el pedestal de su estatua con motivos turkmenos, convirtiendo lo que había sido una muestra de respeto al líder espiritual del comunismo soviético en una ridiculización del pasado.

Aunque teóricamente se trata de un país libre y democrático, el miedo salta a la vista. Mis
intentos de trabar conversación intrascendente con gente que encuentro por la calle se encuentran con expresiones de preocupación, miradas en derredor y huidas rápidas y silenciosas. El dictador de facto tiene ojos y oídos en todas partes. La omnipresente policía lo controla todo, a menudo sin ser vista. A partir de las diez de la noche piden la documentación a cualquiera que circule por la calle, y quien quiera viajar fuera de la ciudad tiene que sufrir exhaustivos controles policiales, como si atravesara una frontera. El aparato represivo del antiguo régimen soviético ha sido heredado en su integridad, así como la insufrible burocracia. A Turkmenbashi las divisas del turismo le traen sin cuidado. Lo que le importa es el escrutinio riguroso de todos cuantos entran o salen del país, que de inmediato se convierten en sospechosos. ¿Por qué querría nadie visitar un lugar como éste?, parece ser la pregunta que se hacen en el Ministerio correspondiente cada vez que alguien solicita un visado. La respuesta a esa pregunta es el interminable calvario de trámites, pesquisas y tiempo que transcurre hasta que uno paga el abusivo visado que le concede el dudoso privilegio de recorrer aquel secarral y degustar sus excelentes tomates y pepinos.

El nombre real del líder era Saparmunat Niyazov, aunque él mismo se ha rebautizado como
Turkmenbashi, que significa “Padre de los Turkmenos”. Su lema preferido, tan omnipresente como su efigie, definía su política y la idea que tenía de cómo se debía gobernar un país: “Halk, Watan, Turkmenbashi”, o lo que es lo mismo: “Gente, Nación, Yo”. ¿De dónde salió este oscuro elemento, olvidado por las organizaciones proderechos humanos de todo el mundo pese a su evidente –aunque silenciosa- mano de hierro?

No lo tuvieron fácil los soviéticos para subyugar a Turkmenistán y encajarlo dentro de su programa de exterminio de las tribus y colectivización agrícola forzosa. La resistencia continuó hasta 1936 en forma de guerra de guerrillas y más de un millón de turkmenos huyeron de los principales centros urbanos internándose en el desierto del Karakum o trasladándose a Irán o Afganistán, donde podían continuar con sus costumbres nómadas. La campaña antirreligiosa de Moscú también influyó en ellos: de las 441 mezquitas que existían en Turkmenistán en 1911, sólo cinco permanecían activas en 1941.

Al mismo tiempo, comenzó una inmigración constante de rusos que comenzaron a llegar en la década de los veinte y que fueron clave en la modernización de Turkmenistán y en la orientación de su economía hacia el algodón. El clima árido del país hubiera hecho que cualquier agrónomo medianamente competente se diera cuenta que semejante cultivo era una locura, pero los planes quinquenales estalinistas no tenían en cuenta pequeños detalles como la naturaleza o la geografía
. Así, se dedicaron a construir un gigantesco canal de irrigación, el Canal de Karakum, de 1.100 km de distancia, que atraviesa toda la república de norte a sur y que desangra el río Amu-Darya para alimentar una franja fértil en la que cultivar el ansiado algodón. Aparentemente, el plan tuvo éxito: la producción de algodón se cuadruplicó. Pero no se tuvieron en cuenta las catastróficas consecuencias sobre el Mar de Aral y la insostenibilidad del proyecto a largo plazo.

Turkmenistán vivió una existencia tranquila durante la época soviética. Su reducida población, la ausencia de industria pesada y su alejamiento geográfico hicieron que Moscú los apartara de su malvada mente. En 1985, un desconocido Saparmyrat Niyazov fue elegido Secretario General del Partido Comunista de Turkmenistán. Inicialmente considerado un reformador, pronto se hizo evidente que aunque Niyazov no ponía inconvenientes para llevar a cabo los cambios que se aplicaban desde Moscú, no tenía interés alguno en formar parte de ese proceso de manera activa. El 27 de octubre de 1991, un fax desde Moscú les anunció que a partir de ese momento eran independientes. Había llegado el momento de navegar solos.

En ese momento, Niyazov demostró que era muy capaz de dar órdenes además de obedecerlas. Decidido a conservar el poder, renombró al Partido Comunista como Partido Democrático de Turkmenistán como paso previo a la eliminación de cualquier competidor político y el cultivo de un monstruoso culto a la personalidad.

Niyazov había nacido en 1940 en Kipçak, un pueblo cerca de Ashgabat. Su padre murió en combate en la Segunda Guerra Mundial y su madre y hermanos fallecieron en el terremoto de 1948 que destruyó la ciudad. Sus padres pasaron a formar parte del culto público al líder –en especial su madre, cuyo nombre, Gurbansoltan Elje, pasó oficialmente a designar el mes de abril-.

El joven presidente creció en un orfanato y cursó estudios de ingeniería en el prestigioso Instituto Técnico de San Petersburgo, regresando a Ashgabat para trabajar en una central eléctrica. Se unió al partido comunista en 1962 y su primer éxito político llegó cuando fue nombrado cabeza del partido en el comité de la capital. Desde ese puesto, puso en práctica sus ideas en urbanismo (un hobby que acabó degenerando en auténtica adicción). Un año después fue nombrado por Gorbachov –pese a que apenas lo conocía- secretario general del Partido Comunista de Turkmenistán. Seguramente, su perfil gris y obediente le facilitaron tal privilegio en una época en la que el líder ruso intentaba cambiar las cosas. Pero tampoco pudo ser ajeno a la decisión de Moscú el que, criado en un orfanato, careciera de afinidades hacia ningún clan tribal de los que todavía habitaban en la desértica república.

Poco tiempo después de convertirse en presidente de la recién nacida república, se hizo nombrar Turkmenbashi, esto es, “líder de los turkmenos”. Escribió un libro guía espiritual titulado Rukhnama (Libro del Alma), que se ha convertido en lectura obligatoria en las escuelas y materia de examen para aquellos que quieren entrar en la universidad. Cerró los cines, el ballet, la ópera y todo aquello relacionado con las artes que no fuera “turkmeno” –esto es, poca cosa más allá de los bailes tradicionales-.

Junto al Arco de la Neutralidad estaba el Toro Sagrado, estatua de un gigantesco toro sobre un
plinto de mármol. El animal parecía querer quitarse de encima una esfera colocada sobre su lomo, pues en la tradición turcomana el toro embravecido es el símbolo de los terremotos. De pie delante del toro, una mujer mostraba su hijo al sol. La mujer era la madre de Turkmenbashi, el niño era él mismo. Monumentos más pequeños, de oro y mármol, en honor del presidente ocupaban los lados de la plaza.

¿Egomanía? Esperen, aún hay más. El Camino de la Salud era uno de los proyectos más queridos por Niyazov. Se trata de una escalinata de cemento excavada en las laderas de la cordillera de Kopet Dag. Hay dos caminos hacia la cima, uno de 8 km y otro de 37 km. Una vez al año, en un ritual deliciosamente humillante, el presidente hacía subir a sus ministros y miles de funcionarios los interminables escalones. Él se desplazaba en helicóptero hasta la cima para saludarles y felicitarles mientras intentaban recuperar desesperadamente el resuello.

¿Cómo era posible ese carísimo despliegue de edificios de estilo neocomunista-oriental en un país con un banco central insolvente, sin clase media, con pensiones mensuales de diez dólares y una fuerza laboral en su mayor parte en paro? La respuesta son dos palabras: petróleo y gas. Ambos recursos han permitido embolsarse a Turkmenbashi millones en concepto de primas por contrato y anticipos por la exploración.

(Continúa en la siguiente entrada)

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martes, 6 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (1)


Tras un vuelo de tres horas y media, aterrizamos en el viejo y lúgubre aeropuerto de Ashgabat a las doce de la noche. Cuando descendía por la escalerilla del avión y seguía cansinamente al resto del pasaje hacia el único edificio iluminado, recibí la primera bocanada de un aire extraño, seco y preñado de los inquietantes olores del desierto. En la terminal –por llamarla de algún modo generoso- unos funcionarios de aspecto prepotente y fatigado -peligrosa combinación- distribuyeron a todos los pasajeros en dos filas a lo largo de un pasillo de deprimente iluminación y pintura desvaída. Éramos los únicos pasajeros de aquel aeropuerto ajado y lleno de retorcidos corredores, pesadilla de un arquitecto moderno. Los turkmenos agitaban sus pasaportes y eran rápidamente introducidos en el país sin aparente problema. Los visitantes éramos harina de otro costal.

Media hora después de haber comenzado la lenta y refinada tortura aduanera, llegaba a la cabecera de mi fila y me enfrentaba al policía que, de pie, con las piernas separadas y sabedor del poder que ostentaba, iba canalizando a la gente hacia los dos mostradores de madera contrachapada tras los cuales se agazapaban los encargados de sellar los pasaportes. El sujeto uniformado revisó mi pasaporte, murmuró algo ininteligible y me señaló la otra cola, a cuyo final me tuve que situar completamente desconcertado. Comprendí entonces que, erróneamente, me había estado situando en la fila de aquellos que llevaban en sus manos una carta de invitación, hecho que me hizo encoger el corazón. ¡Cielos, yo no tenía ese papel! Se suponía que la agencia inglesa se había encargado de ello, pero, ¿dónde estaba el mío? Por mi mente empezaron a desfilar todo tipo de aterradoras imágenes en las que se mezclaban repatriaciones forzosas, noches en el aeropuerto, policías corruptos, sobornos y chantajes.

En la cola conocí a Steve, un galés curtido en repúblicas ex-soviéticas y cuyo currículo viajero, en el que se contaban un centenar de países, le había enseñado a ser paciente y dejar los nervios en casa. Fuimos los dos últimos en pasar el control y, por fortuna, no sufrimos incidentes a pesar de que nada menos que seis personas revisaron nuestros pasaportes - tres de ellas anotando nuestros nombres-. En el mostrador tenían preparadas nuestras cartas de invitación y, pese a nuestros temores, no nos intentaron sacar dinero aduciendo cualquier estúpido motivo. Pero fue mera cuestión de suerte. Había víctimas más vulnerables. Los policías habían apartado a un par de personas de la fila, una de ellas con rasgos indios, que esperaban en un rincón, con cierta inquietud reflejada en sus rostros, a que todos los demás pasáramos. Entre otros detalles poco tranquilizadores, la guía Lonely Planet mencionaba la propensión de los funcionarios locales -y en especial los policías- al chantaje y la práctica de bribonadas con los acobardados turistas. Eran capaces de encontrar -o directamente sacarse de la chistera- grietas burocráticas capaces de acogotar al más pintado.

Otro de los encarecidos avisos que se dan a los viajeros es que no olvide solicitar un certificado de entrada de divisas en el aeropuerto, puesto que a la salida del país, tres días después, podrían exigírnoslo como justificante del dinero que portábamos (ni que fuéramos a Turkmenistán a comprar divisas para evadirlas a continuación). Fue inútil. En unas repisas de madera contrachapada se amontonaban unos impresos amarilleados por el tiempo y escritos en turkmeno, pero no parecían ser lo que andábamos buscando. Intentamos preguntar a los soldados y policías de aduana por el papel en cuestión, pero no entendían una palabra de inglés y, lo que es peor, al intentar explicarles que era algo relacionado con el dinero -"dollars", "money"-, comenzaron a mirarnos con cara de sospecha. Temiendo que acabaran creyendo que queríamos declarar una cantidad inusual de dólares o nos tomaran por millonarios, decidimos olvidarnos del asunto.

Eran las tres de la mañana y estaba reventado. Llevaba más de 24 horas viajando desde que salí
de Zaragoza. Lo único que quería era llegar al hotel y descansar. Steve y yo nos unimos al muchacho indio que había soportado el abuso de los funcionarios turkmenos y cuyo nombre era Ahmit. Los tres compartiríamos viaje, conversación y aventuras durante las siguientes dos semanas en nuestro camino hacia Kirguizistán. Ahmit, como Steve, era una persona de eterno buen humor, siempre bien dispuesto y con gran don de gentes. Ese flexible carácter le permitía sobrellevar los inconvenientes que habitualmente encontraba en los aeropuertos a causa de su tez morena, confundida a menudo con la de un árabe. Para complicar las cosas, viajaba solamente con equipaje de mano y acarreaba todo tipo de chismes electrónicos que levantaban las sospechas de los agentes de aduana. En Turkmenistán, se encontró con otro tipo de problema. Quizá fuera que su papeleo era algo más enrevesado de lo normal -había tenido que tramitar sus permisos desde Nueva York a través de la India- o su condición de residente en los Estados Unidos; el caso es que se convirtió en presa fácil para los ladinos aduaneros turkmenos. Le dijeron que no habían recibido los papeles necesarios y le hicieron retirarse de la cola y aguardar a que todo el mundo hubiera pasado los controles para así no tener testigos del inminente chantaje, arte en el cual estos herederos de la cultura soviética eran practicantes experimentados. Al final, Ahmit pudo solucionar el asunto con 60 dólares, tras cuyo pago, aparecieron milagrosamente los papeles remitidos por su país natal.

Una vez reunidos los tres, subimos a la furgoneta que nos trasladó al hotel recorriendo las desiertas calles y avenidas. Turkmenistán, un país no menor que España pero habitado sólo por cinco millones de almas es una fascinante república en mitad del desierto que, nominalmente, ha superado la época soviética. Cuna de antiguas culturas y tierra de gran belleza natural, solamente suele aparecer en los medios de comunicación por dos motivos: la extravagante personalidad de su ya fallecido presidente y las reservas de gas que contiene su subsuelo.
El 90% de su territorio es desierto y la población se aglutina en media docena de oasis. Su capital, Ashgabat (500.000 habitantes), donde me encontraba, sufrió en 1948 un terremoto de nueve grados en la escala de Richter que la dejó reducida a escombros. La primera impresión fue que la ciudad era un enorme y enloquecido cementerio, donde grandes y flamantes edificios brillantemente iluminados representaban el papel de lápidas. Por todos lados se veían obras en curso y grandes bloques de incalificable estilo arquitectónico. Una cosa sí se podía decir de ellos: estaban levantados para impresionar. No se veía ni rastro de tráfico rodado o peatonal, aunque teniendo en cuenta la intempestiva hora, no me extrañó. Decidí esperar al día siguiente para hacerme una idea más acertada del país.

Llegamos al hotel Nissa, un flamante edificio, oscuro a esas horas y con un personal de recepción
algo adormilado. Mientras buscaban la llave de mi carísima habitación (60 euros en un país subdesarrollado como aquel) me fijé en un cartel que anunciaba el servicio de internet. La tarifa era abusiva y, para colmo, todos los mensajes que salían del país eran minuciosamente revisados por agentes del gobierno. Existen sólo dos accesos a internet en la capital y ambos estaban intervenidos. Para colmo, el hotel era propiedad del hijo del presidente de aquel país surrealista y uno de los pocos disponibles en una ciudad que, por lo demás, no era muy visitada por personal extranjero ajeno al negocio de la construcción o el de los hidrocarburos.
A las 4.30 me metí en la cama de mi amplia y confortable habitación con vistas a la gran mezquita de la capital, de reciente inauguración -y a la que nadie acudía porque, tras unos accidentes mortales ocurridos durante su construcción, la gente creía que tenía mal "karma"-. Los pobres Steve y Ahmit no habían reservado nada, así que se tuvieron que conformar con una cabezada en los amplios sofás del vestíbulo a la espera de la llegada del no lejano amanecer.

A las diez de la mañana me reuní con Joan, una intrépida trotamundos neocelandesa, para explorar juntos la capital de Turkmenistán. Ella llevaba ya un día en la ciudad. Había llegado dos días atrás pero se encontró con que no tenía plaza en el hotel y se las arregló para alojarse con una familia que le presentó el taxista que la recogió en el aeropuerto. Había comido y cenado con ellos y, pese a que no hablaban prácticamente nada de inglés, tuvo la oportunidad de vivir una experiencia de primera mano de la vida real de los turkmenos. Le pregunté cómo eran sus casas.

- Era un hogar confortable. Me descalcé a la entrada. Todo el piso estaba cubierto por alfombras. Exhiben su riqueza y prosperidad con alfombras. Da igual que ya no vivan en tiendas en el desierto y que su existencia nómada haya quedado dos generaciones atrás. Las viejas tradiciones se resisten a morir por mucho que las familias abandonen sus tribus y se trasladen a bloques de hormigón. El salón no tenía otro mobiliario que unos sofás pegados a las paredes y una televisión en un rincón. En el resto de la casa no había muebles. Comían y dormían en el suelo, otro recuerdo de su pasado nómada: para trasladarse con la casa a cuestas, es preciso reducir las posesiones al mínimo.”

Ashgabat (en persa, “lugar adorable”), capital de Turkmenistán, es la más meridional de las
capitales de la antigua Unión Soviética, pues se encuentra a pocos kilómetros de la frontera iraní, a los pies de la cordillera de Kopet Dag. La vida en la capital estaba a mitad de camino entre la esquizofrenia, el delirio y la perplejidad. Para empezar, no parecía circular nadie por aquellas inmensas avenidas flanqueadas por imponentes edificios de dimensiones grandiosas. No había apenas tráfico rodado, pero es que tampoco se hacían notar los peatones. Los únicos seres humanos que se veían eran soldados que custodiaban celosamente los edificios oficiales -que, en aquella parte de la ciudad, parecían ser la única arquitectura presente-. Curiosamente, no llevaban armas, ni siquiera una pistola. El gobierno no se fiaba de tener más gente armada que los más incondicionales al régimen. Eso sí, en cuanto veían que te echabas la cámara de fotos a la cara o que salías de la acera para contemplar un poco más de cerca la ecléctica arquitectura de los palacios, en los que se combinaba la grandiosidad estalinista con los deslumbrantes motivos de cerámica, las cúpulas y las arcadas del Oriente Próximo musulmán, entonces los guardias se acercaban gesticulando de una forma que no daba lugar a equívocos: o te alejabas y guardabas la cámara o te atenías a las consecuencias. Había tantos soldados/policías que la ciudad parecía que había sido acabada de conquistar por una potencia extranjera.
Los seres humanos quedaban empequeñecidos en medio de semejante grandiosidad arquitectónica. En otra zona vimos grandes parques y una extensa cuadrícula de calles silenciosas con casas de una planta de estilo provincial ruso, cuyas fachadas descamadas parecían deshacerse en el intenso calor. En ningún otro lugar se advertía con más claridad la penetración del Imperio ruso hacia el sur, camino del océano Índico, que en esta ciudad achicharrada de 550.000 habitantes, más agradable, a pesar del calor y la arquitectura, que Tashkent, capital de Uzbekistán, con más de un millón de habitantes y más altos índices de criminalidad.

(Continúa en la siguiente entrada)
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