span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: junio 2011

jueves, 23 de junio de 2011

Yapahuwa - Fragmentos de una monarquía de leyenda


La historia precolonial de Sri Lanka que ha llegado hasta nosotros es un colorista tapiz de mitos, cuentos, leyendas y fantasías nacionalistas que se entrecruzan con la realidad en una trama de la que resulta difícil separar la verdad de la quimera. Los nombres y hechos de su historia lejana, auténticos o legendarios, fueron compilados en el siglo V a.C. por monjes budistas en el llamado Mahavamsa o "Gran Historia": tablas hechas de hojas de palma que, como el Antiguo Testamento judeocristiano, forman una crónica de antiguos reyes tejida con el hilo argumental del Pueblo Elegido guiado por la Verdadera Fe. En este caso, los héroes eran los cingaleses –que hoy constituyen el 70% de la población de la isla- y esta especie de memoria nacional fue –y continúa siendo- un modo de afirmar su ancestral conexión con esta tierra. Al igual que el Antiguo Testamento, estos anales fueron redactados como una especie de propaganda nacionalista en tiempos en los que la antigua capital, -Anuradhapura-, se veía amenazada por el avance de ejércitos extranjeros -provenientes del sur de la India-.

Sri Lanka aparece en las leyendas hindúes con un estatus similar al de Troya en la Ilíada homérica. En el poema épico Ramayana, el héroe Rama viaja a la isla para vengar el secuestro de su amada esposa Sita por un rey demonio de diez cabezas y veinte brazos llamado Lanka. En su misión, Rama recibe la ayuda de su hermano, Lakshmana, y un ejército de monos dirigidos por el dios Hanuman, que todavía hoy es adorado en su calidad de protector de los valores de la lealtad y la ayuda desinteresada. Su aventura le llevó a enfrentarse con los guardianes demoniacos, los rakshasas, y vencer a su rey, Ravana. Es una historia llena de superhéroes de época que pueden mutar su forma o volar. Es posible que la historia narrada en el Ramayana tenga alguna base remota de verdad puesto que la historia de Sri Lanka siempre ha estado muy unida a la del sur de la India. Numerosas invasiones han penetrado desde esa dirección y quizá alguna de ellas sirvió de inspiración para crear la historia del héroe hindú.

El origen de la monarquía cingalesa es un cuento que comienza, por extraño y embarazoso que pueda parecer, con la unión entre un león y una princesa. Desde aquí, la historia va incorporando una incómoda colección de incestos, personajes de moralidad dudosa, brujas, demonios, traiciones, intrigas y muertes violentas. Los historiadores pueden sacar poco en claro de este cuento, pero sí se sabe que la existencia de los prósperos imperios y reinos que gobernaron Sri Lanka fue posible gracias a su dominio del agua. El almacenamiento del agua de lluvia durante la época húmeda en enormes estanques y su canalización de tal manera que los campos de arroz pudieran ser regados durante todo el año, incluida la abrasadora época seca, requerían un ambicioso proyecto de obras públicas y una burocracia especializada, esto es, un gobierno con un alto grado de centralización que se financiara mediante impuestos. Sri Lanka vivió entonces un boom económico: producía piedras preciosas, excedentes de arroz, elefantes de primera clase y especias de calidad igual o superior a las de la India. Había nacido un imperio.

Ese imperio registró una historia larga y tumultuosa, repleta de batallas, invasiones, intriga, riquezas y tesoros, capitales magníficas y acontecimientos dignos de figurar en una novela de
fantasía. Hacia una de las antiguas capitales nos dirigíamos aquella tarde en nuestro camino al norte. Las carreteras aparecían repletas de tuk tuks, camiones, peatones, serpientes y lagartos que cruzaban la calzada, perros sentados en mitad del asfalto y que se incorporaban lentamente y de mala gana para dejarnos pasar, vacas de mirada estúpida que no parecían sentir el menor temor ante los vehículos que pasaban rozándolas... Y todo rodeado de un verde intenso, lujurioso, agresivo. A veces, los árboles entrecruzaban sus ramas y la carretera se transformaba en un túnel verde oscuro. Campos de arroz, tamarindos, banianos, palmeras, árboles del mango, helechos y enormes plantas flanqueaban el camino.

Comenzó a llover intermitentemente pero de forma intensa cuando llegamos a Yapahuwa,
antigua y breve capital de la monarquía medieval cingalesa. A primera vista, no parece haber quedado mucho. Las ruinas se han fundido con la naturaleza y la topografía local para conformar una imagen propia de película de aventuras: la jungla rodea una fenomenal roca de granito de 91 metros de altura a la que se aferran los restos del complejo palaciego, bloques de piedra grisácea cubiertos por una pátina de musgos y líquenes.

Cuando en 1272 llegó aquí el rey Bhuvenakabahu, eran tiempos difíciles para el reino. Las invasiones dravídicas provenientes del sur de la India volvían a amenazar la supervivencia de la monarquía y las tradiciones de su pueblo. El monarca se vio obligado a abandonar la entonces capital, Polonnaruwa, para trasladar la corte a esta fortaleza protegida por la gran roca, llevando consigo la reliquia más sagrada del budismo, el diente de Buda.

La doble misión de este edificio, como palacio y como alcázar, se puede deducir de los restos que han pervivido hasta hoy. En la base aún se pueden observar fosos y rampas. Más arriba, secciones de las murallas se combinan con una larga escalinata ornamental, el elemento más llamativo, que da acceso al cuerpo principal del palacio. Mientras ascendemos por los empinados y resbaladizos peldaños observo los frisos de músicos y bailarines; me doy cuenta de que, al tiempo que decoración, la propia escalera está integrada en el sistema defensivo del bastión. Efectivamente, los peldaños sólo se pueden subir y bajar de lado, no de frente, debido a su estrechez e inclinación. Cualquier intento de abordarlos corriendo estaba destinado al desastre. Los defensores, situados en lo alto, gozaban así de una evidente ventaja.

La fortaleza, no obstante, no pudo proteger la sagrada reliquia de Buda. Cuando el rey murió en 1284, los invasores indios, atacaron la fortaleza, capturaron el diente y se lo llevaron a su tierra, en el sur del subcontinente. Yapahuwa no pudo sobrevivir a semejante revés y fue abandonada; nunca más volvió a ser mencionada en los anales históricos. Inició entonces una nueva vida como refugio de monjes y eremitas budistas. Se instalaron en cuevas en la base de la roca, que decoraron con inscripciones, construyeron una estupa y plantaron un árbol de Bodhi. El abandono definitivo vendría cuando los portugueses llegaron hasta aquí en el siglo XVI y demolieron lo que quedaba del palacio, dejando sólo las ruinas que hoy contemplamos.

En la cima nos reciben los restos de una gran puerta flanqueada por gruesos muros y dos ventanas exquisitamente decoradas. Era aquí donde se hallaban las estancias donde la reliquia era custodiada. Hoy son solo piedras por entre las que juegan y nos observan los macacos de pelaje anaranjado que se mueven con rapidez por las ruinas. No les asustan las abiertas fauces del peculiar león de piedra que, subido sobre un pedestal, remata la escalinata. Su estilo recuerda poderosamente los tradicionales leones chinos que con sus poderes protectores ejercían de centinelas a la entrada de palacios imperiales, tumbas y templos. No es una ilusión o una mera asociación de ideas. Aunque resulte difícil de imaginar, los hallazgos arqueológicos realizados apuntan a que este lugar hoy olvidado y aislado, rodeado de jungla, tuvo en su día relaciones comerciales y probablemente diplomáticas con la lejana China. De alguna forma, el comercio encontró su reflejo en el arte.

La mirada del león se pierde en el horizonte, melancólica. Su compañero -los leones guardianes
siempre se colocaban por parejas- hace siglos que desapareció. Una bruma blanquecina se eleva desde el verde bosque tropical que se extiende como un mar alrededor de nosotros, una imagen robada de un relato del Libro de la Selva: jungla, monos, ruinas perdidas... De los doce años que Yapahuwa fue capital de un orgulloso reino, ahora no quedan más que simples y pequeños fragmentos pétreos de su historia, detalles cuyo contexto apenas es discernible y cuya información completa se ha perdido para siempre. Dejé de intentar comprender lo que sugerían y preferí disfrutar de su color, de su textura, del sonido de la lluvia golpeando las hojas de los árboles y el apagado rumor de los monos deslizándose por entre lo que ahora se ha convertido en su reino.

Leer Mas...

miércoles, 15 de junio de 2011

Valparaíso: poesía y color junto al Pacífico (2)


El cuerpo me pedía ya un descanso y algunas calorías extra para continuar la visita, así que entré en un peculiar lugar llamado Color Café, donde por tres euros se podía degustar un menú vegetariano de tres platos servido en una rústica pero preciosa vajilla. Era un local pequeño, con cuatro o cinco mesas y las paredes repletas de cuadros de estilo naif, posters de viejos conciertos y demás material hippie. Allí conocí a Paola y Arturo. Ambos se hallaban preparando un nuevo proyecto musical vanguardista mientras almorzaban.

Paola era una profesora de música santiaguina que se trasladó a Valparaíso buscando un ambiente más relajado. En su infancia quedó fascinada por la danza, pero su físico no acompañaba esa pasión y centró sus miras en la coreografía y de ahí a la música. Arturo, por su parte, era profesor de literatura en la Universidad Valparaíso. Les comenté que me había sorprendido la abundante presencia de estudiantes por toda la ciudad.

- Valparaíso es sede universitaria –comenta Paola- y marco de muchas actividades culturales y sociales que se desarrollan tanto al aire libre como en los muchos locales desperdigados por la ciudad. Tenemos nada menos que cuatro universidades. No está mal para una ciudad de poco más de un cuarto de millón de habitantes. Los estudiantes que ha visto dan vida a la ciudad y mantienen la conciencia crítica alerta contra cualquier desmán. Eso sin contar con la animación nocturna de los fines de semana.

- Aquí se dio la primera revuelta del proletariado ante el ejército –añade Arturo- y quizá por eso raro es el día que no hay un grupo de ciudadanos reclamando algo con pancartas y manifestaciones ante el Congreso.

Les comento también que me ha sorprendido mucho la estructura urbana de la ciudad. No parece haber tan apenas restos de la época española, si es que alguna vez los hubo.

- Al contrario que muchas ciudades de Sudamérica, Valparaíso no se conquistó a cañonazos –señala Arturo no sin cierta satisfacción-, sino que más bien fue obra de un golpe fortuito del azar. El primero en llegar aquí, en 1536 fue un marinero español, Juan de Saavedra, en su goleta Santiaguillo. Los expedicionarios españoles desembarcaron en la ensenada, comenzaron a construir sus casas alrededor de una capilla, indiferentes a los indígenas que entonces poblaban esta región meridional del imperio inca, y bautizaron el asentamiento con el nombre de Valparaíso. Más adelante, Pedro de Valdivia la designó puerto natural de Santiago, pero hasta 1802 el rey de España Carlos IV no otorgó la real cédula por la que obtenía el título y escudo oficial de ciudad. A partir de entonces la marcha de Valparaíso fue imparable. Albergó la primera bolsa del continente sudamericano y el primer cuerpo de bomberos. A mediados del siglo XIX ya era el puerto más importante del Océano Pacífico. Aquí arribaban navegantes, comerciantes y armadores de todo el mundo.

Arturo rememoraba soñadoramente tiempos que con la distancia parecían mejores. En 1818, año
de la independencia, Chile ocupaba una superficie mucho menor que la actual y compartía fronteras muy ambiguas con Argentina, Perú, Bolivia y el hostil territorio araucano al sur del río Biobío. Mientras las guerras de independencia de la mayoría de los países latinoamericanos dejaron sus economías en serias dificultades, Chile adoptó una organización política que permitió estabilizar rápidamente la agricultura, la minería, la industria y el comercio. Además, los enfrentamientos y conflictos regionales eran menos violentos que en Argentina, por ejemplo. A pesar de la escisión económica y social, la población era relativamente homogénea y los problemas de racismo eran menores que en otros países de América del Sur. Chile era un país emergente tan bien considerado que fue capaz de beneficiarse de las nuevas corrientes comerciales internacionales. Así, el puerto de Valparaíso, como recordaba Arturo, se convirtió en un importante centro importador de trigo y satisfizo la gran demanda que producía la fiebre del oro en América. En 1818, Valparaíso contaba con 5.000 personas escasas. Treinta años después la población ascendía a 55.000 habitantes. La construcción del ferrocarril procedente de Santiago impulsó aún más la economía, hasta el punto de que en 1880 había más de 100.000 habitantes.

-Las cosas son muy diferentes ahora, claro. –Paola, a diferencia de Arturo, no parecía contemplar aquellos tiempos con tanta nostalgia-. En 1906 un fuerte terremoto destruyó numerosos edificios del centro y buena parte de la historia de la ciudad desapareció entonces. Pero lo peor fue la apertura del canal de Panamá. Los barcos europeos evitaron desde entonces la ruta del cabo de Hornos, más larga y peligrosa. Y, por si fuera poco, las exportaciones de nitratos minerales chilenos decayeron debido a los sustitutos sintéticos.

-Y la depresión de los años treinta trajo nuevos desastres para nuestra economía. Disminuyeron las exportaciones y el puerto decayó mucho –añadió Arturo- .

-¿Y hoy en día? –pregunté- ¿De qué vive Valparaíso? No he visto muchos turistas.

-Bueno, aunque el puerto ya no es el motor económico que una vez fue, sigue funcionando. Se ha
ampliado hace poco e incluso con las nuevas obras no es capaz de asumir toda la carga que llega, por lo que se desvía al sur, a San Antonio, que maneja casi el doble de mercancías que Valparaíso. Además, la presencia de la Armada siempre deja dinero –Arturo hizo una mueca de disgusto. Evidentemente, los militares no eran de su agrado-. Y, por supuesto, los estudiantes.

-Dependemos menos del turismo que Viña del Mar –comenta Paola. Les cuento que el día anterior había estado en la población vecina y que no me había gustado demasiado – Sí, es cierto. No tenemos nada que ver. Valparaíso tiene historia y una arquitectura y ambiente únicos. Viña del Mar no deja de ser una especie de barrio de veraneo para los santiaguinos. De todas maneras las autoridades, a raíz de la declaración de Patrimonio de la Humanidad, quieren apostar fuerte por la ciudad. Ya veremos...

Satisfecho por la comida, el lugar y la compañía y dejando a Arturo y Paola discutiendo sus proyectos culturales, continúo mi caminata, ahora ya bajando de nuevo hacia la parte moderna, pero sólo para tomar el ascensor del Espíritu Santo y subir al cerro Bellavista, en cuya cima se encuentra la casa de Pablo Neruda, La Sebastiana. No tenía muy claro si entraría o no en la villa, pero sin duda el paseo merecería la pena.

A medida que ascendía por las empinadas pendientes, el sol de mediodía hacía notar su poder y poca gente –sólo conté a una turista a todas luces germana, que ascendía trabajosamente con una enorme mochila a sus espaldas- se aventuraba a practicar “alpinismo” por los cerros superiores. O quizá la soledad y tranquilidad, casi somnolencia, que parecía presidirlo todo en aquellos momentos era el estado natural de esa parte de la ciudad.

Las casas fueron perdiendo su carácter señorial y su bella estética constructiva. Se trataba ahora
en su mayor parte de calles –siempre en pendiente- con casas de dos alturas como máximo, muchas de ellas levantadas a base de hormigón sin revestimiento y probablemente destinadas a obreros y marinos.

A la vuelta de
una esquina, en un portal protegido por la sombra, se encontraban sentados dos adolescentes con atuendo de militantes de hip-hop libando de una litrona y dejando pasar el tiempo y el calor. Cuando me vieron pasar, inmediatamente me abordaron preguntándome de dónde era. Una vez fijada mi nacionalidad, me interrogaron acerca de los grupos de música hip-hop que había en España. Les manifesté mi total ignorancia al respecto y ya buscaba la forma de desembarazarme de manera educada de aquellos dos representantes de la adolescencia globalizada cuando, de repente, atacan por donde menos lo esperaba.

-¿Vas a La Sebastiana? –me preguntó uno de ellos subiéndose los pantalones –que amenazaban con escurrírsele hasta las rodillas-.

-Sí, así es –respondí haciendo ademán de continuar mi camino.

-¡Pablo Neruda es el más grande poeta de todos los tiempos! Es tan triste y melancólico... ¿Has leído algún poema suyo? – Allí me pillaron. Que no supiera nada de música hip-hop, podía pasar. Pero no haber leído nada de Neruda, eso ya era harina de otro costal. En realidad recordaba vagamente haber leído fragmentos de “Doce poemas de amor y una canción desesperada” pero aquello era a todas luces insuficiente.

Los rapaces no se lo tomaron a mal y tras un apasionado discurso en apoyo de su compatriota poeta me despidieron alegremente para seguir dándole embestidas a la litrona, Pero aquel pequeño encuentro me dio que pensar. No podía imaginar a un adolescente español defendiendo con la misma vehemencia a Juan Ramón Jiménez o García Lorca. Los chilenos guardan un lugar especial en sus corazones para sus dos héroes literarios, Gabriela Mistral y Pablo Neruda.

Neruda, a diferencia de Mistral –de la que fue contemporáneo- se convirtió en una rutilante figura pública cuya vida privada fue de dominio general. Se construyó excéntricas casas que decoró con objetos estrafalarios y, en alguna ocasión, sus compromisos políticos le acarrearon más de un problema. También sus talantes eran muy distintos: al aire sombrío de Gabriela, don Pablo solía estar sonriente y, aunque meditabundo, nunca de mal humor.

Fue cónsul en Java en la década de 1930 y allí se casó con Maria Antonieta Haagenar, una holandesa, a quien posteriormente dejó por Delia del Carril, diez años mayor que él. Tras veinte años de matrimonio con Delia, Neruda la abandonó por Matilde Urrutia, apodada La Chascona (que para los chilenos significa melenuda, como Neruda describía el cabello de Matilde), nombre que daría origen a la casa que se edificó en Santiago.

Después del fracaso de la República española, el diplomático chileno se volcó en ayudar a los vencidos a escapar de la dictadura. En España se comprometió con el Partido Comunista, aunque no se afilió hasta su vuelta a Chile, donde fue elegido senador por las regiones mineras del Norte Grande. Tras liderar con éxito la campaña electoral de Gabriel González Videla, se enfrentó a los caprichos del nuevo gobernante, que terminó por ilegalizar el Partido Comunista. Seguidamente, Neruda se exilió a Argentina y cruzó los Andes a caballo y a pie.

Cuando González Videla dejó el poder, don Pablo regresó a Chile para continuar sus actividades políticas, sin descuidar su obra poética. En 1969, fue el candidato comunista a la presidencia del país, pero declinó en favor de Salvador Allende, quien le nombró embajador en Francia. Neruda murió doce días después del golpe militar de 1973.

A mi entender, la talla humana de Neruda está distorsionada por la lente de la ideología y la
calidad de su obra. Sus poemas de amor no le impidieron renegar de su única hija, Malva Marina, que nació del matrimonio con su primera mujer: la pequeña padecía de hidrocefalia desde su alumbramiento y Neruda se negó a verla o tener contacto con ella. Aunque enviaba dinero para su manutención, no tuvo reparos en que su hija quedara a cargo de una familia en Holanda, donde murió a los ocho años de edad sin conocer a su padre. Por otra parte, la riqueza que fue adquiriendo con los años y el privilegiado estilo de vida que disfrutaba parecía no casar muy bien con sus convicciones políticas y su credo izquierdista –especialmente en un país no precisamente rico- pero parece que eso a él nunca le causó ningún problema de conciencia. Sin herederos, el escritor legó todos sus bienes al pueblo chileno a través de la fundación que lleva su nombre.

Aunque ningún gobierno pudo suprimir su obra, que se encontraba en la mayoría de los hogares chilenos, la dictadura pinochetista hizo lo imposible por borrar su memoria. Tras su muerte, las casas del poeta fueron saqueadas. Sin embargo, su viuda Matilde y decenas de voluntarios crearon la Fundación Neruda, a pesar de los obstáculos legales.

Pablo Neruda probablemente pasó menos tiempo en La Sebastiana, su casa menos conocida y visitada, que en La Chascona o en Isla Negra, pero no faltó ningún Año Nuevo para contemplar los fuegos artificiales desde lo alto del cerro Bellavista. Restaurada y abierta al público, La Sebastiana (hoy gestionada y ocupada por la Fundación Neruda) quizá sea el mejor lugar para los admiradores del poeta. Se trata de la única de sus tres casas por la que se puede deambular sin seguir un recorrido fijo. Es un lugar fascinante tanto por la inusual estructura arquitectónica de la casa (con puertas falsas y pasadizos ocultos que permitían a Neruda desaparecer por un lado y reaparecer por otro vestido con alguno de sus disfraces) como por el estrafalario gusto en su decoración. Neruda coleccionaba cualquier cosa, cachivaches y objetos de todo tipo: antiguas garrafas de whisky, botellas de vidrio, placas publicitarias, juguetes, objetos náuticos, caracolas, máscaras,... sus casas eran museos inclasificables y eclécticos.

La Sebastiana resultó ser una visita fundamental en Valparaíso aunque no se tenga un interés
especial por el poeta. Merece la pena pagar el precio de la entrada por disfrutar de la belleza de la vivienda y de las magníficas vistas que desde ella se tienen de todo Valparaíso. Un salón espléndido y luminoso y un dormitorio por el que entraba la luz a raudales, escondidos baños y barras de bar y un aislado e inspirador estudio, todo ello profusamente decorado y lleno de objetos, amueblado con gusto, pero sin pomposidad ni afectación, perfectamente adaptado a una casa cuyos orígenes no fueron en absoluto aristocráticos. A pesar de haber sido escasamente habitada por su dueño, tiene un aire confortable, hogareño, que hace que el visitante se sienta inmediatamente cómodo.

Mis dos últimas horas en Valparaíso las pasé subiendo y bajando por las tortuosas callejas y los ascensores de los cerros Florida, Mariposa, Monjas y La Cruz. Eran lugares más humildes que los cerros que había visitado por la mañana, pero en absoluto carentes de encanto. Las casas “colgadas” de madera (solución arquitectónica más habitual de lo que pudiera parecer y que puede ser contemplada en varios lugares del mundo) pendían peligrosamente de los riscos y el imposible trazado callejero permitía disfrutar de sus perspectivas desde múltiples ángulos. En algunos lugares la degradación era patente. Los habitantes no contaban con dinero ni para pagar las tasas de recogida de basura, que se acumulaba en las calles mientras sarnosos perros vagabundos trataban de encontrar en ella algo con que llenar el estómago. Pero, curiosamente, en esas mismas calles se abrían pasadizos y vías sin salida al final de las cuales se levantaban caras viviendas con lujosos coches aparcados en sus frontales.

El atardecer me acompañó en mi descenso hacia El Plan y la estación de autobuses. Me apenó el no poder explorar los cerros de noche y disfrutar de la que dicen es una espléndida vista, con miles y miles de lucecitas plantadas en las laderas que caen al mar. Quizá en otra ocasión. Valparaíso resultó ser una ciudad única e irrepetible, un mundo donde se mezcla lo natural con la obra del hombre de una manera armónica, un legado arquitectónico y cultural, una ciudad que encanta, en el sentido literal de la palabra.
Leer Mas...

miércoles, 1 de junio de 2011

Valparaíso: poesía y color junto al Pacífico (1)


En Chile, la carretera panamericana discurre hacia el norte desde Santiago atravesando el Valle Central, una fértil llanura que en su parte más ancha sólo mide 70 kilómetros desde la falda de los Andes hasta la costa. Su prolífico suelo, formado a partir de los sedimentos arrastrados por las aguas de deshielo de los Andes a lo largo de millones de años, combinado con un suave clima mediterráneo, convierten a esta región en una gran huerta que abastece al país de fruta, vino y cereales. No puede extrañar que en esta franja se concentre el 75% de la población de Chile así como la mayor parte de la industria. Casi un tercio de los habitantes de esta región viven en Santiago, pero en el Valle Central también se localizan otras poblaciones importantes como Viña del Mar y mi destino, Valparaíso.

Desde el interior del cómodo autobús miro a través de las ventanillas la gran cordillera andina. Nunca se pierde de vista la casi infranqueable muralla de roca y nieve que aisla a Chile de sus vecinos orientales. Aunque Argentina se encuentra justo al otro lado, el túnel de los Libertadores, al nordeste de la capital, es el único paso practicable durante todo el año.

Hora y media después llego a la caótica y congestionada estación de autobuses de Valparaíso. Sus 275.000 habitantes ocupan una estrecha terraza labrada por las olas, sobre la que se elevan precipicios y escarpadas laderas. Las urbanizaciones que cubren las montañas circundantes se unen al centro por tortuosas carreteras, caminos empinados y ascensores (en realidad funiculares).

Nada más salir de la Estación de Autobuses me encuentro con el Congreso Nacional, terminado en 1990 y centro de numerosas controversias. Fue un subproducto de la Constitución pinochetista de 1980, que separaba el poder legislativo del ejecutivo, este último concentrado en Santiago. Erigido en una zona donde Pinochet había vivido en su infancia, fue la última obra pública importante realizada durante la dictadura. Los cien millones de dólares de presupuesto con que contaron las obras sólo han servido para crear problemas. Desde el retorno a la democracia, el emplazamiento del Parlamento fuera de Santiago supone un gran inconveniente, ya que una comunicación rápida entre las dos urbes sólo es posible en helicóptero, y más de un diputado ha sido multado en la ruta 68 por exceso de velocidad. Hace años que la polémica sigue dando que hablar: ¿devolver el Congreso a Santiago y dar por perdida una multimillonaria inversión? ¿o continuar utilizándola a pesar de los gastos y los trastornos organizativos que supone?

Comencé a caminar hacia la zona portuaria. Durante un buen rato no pude evitar pensar que
todos los elogios que se dedicaban a la ciudad eran totalmente exagerados. Desde luego, las avenidas que iba atravesando no hacían merecer a la ciudad su sobrenombre de Perla del Pacífico. La Avenida Pedro Montt es la arteria más importante de la zona llamada El Plan, área comercial enclavada entre los cerros y el mar. Es una zona algo sombría y deslustrada, construida sobre tierras de relleno y aunque no le falta animación –rodada y pedestre- no tiene ningún atractivo. Las aceras están repletas de comercios familiares, vendedores callejeros, puestos de comida y talleres. Sólo algunos edificios de estilo neocolonial sobresalen de la mediocridad arquitectónica.

La plaza Victoria, rodeada de pastelerías y con un parquecillo de palmeras y araucarias en el centro, bulle de animación gracias a los numerosos colegiales vestidos de azul y gris, universitarios haciendo novillos y jubilados charlatanes. Algo más allá, las calles se estrechan y los edificios se elevan. Es el “distrito financiero”, donde se concentran bancos, navieras, compañías importadoras y, destacando sobre el resto, el sólido edificio de El Mercurio de Valparaíso, el periódico más antiguo de Chile. Se viene publicando desde 1827 y su sede data de 1903.

Las callejuelas desembocan en la plaza Sotomayor, hostil, sórdida y sin el ambiente relajado de otros espacios urbanos de la ciudad. Constituye el corazón de Valparaíso pero ello es solo por los edificios oficiales que cobija: la Primera Zona Naval, el monumento a los Héroes de Iquique, la Aduana Nacional y la estación Puerto. Carente de sombras, con un pavimento pulido que refleja la luz del sol y con una vía rápida que la separa del muelle Prat, no es un lugar en el que apetezca estar.

El muelle Pratt, frecuentado por los turistas gracias a sus tenderetes y la posibilidad de alquilar embarcaciones, forma parte de la importante zona portuaria de Valparaíso. El hecho de que el 90% del comercio exterior chileno entre por vía marítima y de que Valparaíso sea la ciudad portuaria más importante del país, da una idea de la intensa actividad que vive y vivió el gran puerto, al que se llegó a llamar, como dijimos, La Perla del Pacífico. Hurgando un poco en su historia se descubre que fue el primer muelle que se construyó en el país y que, en el siglo XIX, era la única base naval de Chile para su marina de guerra. En 1892 se levantaron los primeros almacenes francos y en 1910 se empezó la construcción del actual Puerto Artificial, con más de dos kilómetros lineales de frente de atraque y ocho sitios de carga.

La oficina de turismo se halla en el muelle Prat y allí tres desocupadas muchachas dejaron su animada conversación para dibujarme sobre un plano de la ciudad las rutas más pintorescas que recorrían los cerros de la parte alta. Las líneas de rotulador serpenteaban por el intrincado tapiz de callejuelas, pasadizos y ascensores que prometían, cuando menos, un interesante ejercicio de orientación.

Salí de la oficina y me alejé rápidamente del muelle y sus decepcionantes alrededores compuestos de edificios portuarios cubiertos de mugre, almacenes abandonados y un aire rancio de haber vivido tiempos mejores. Recordé que aun cuando Chile es un país seguro para el viajero, Valparaíso, como suele suceder en tantas y tantas ciudades portuarias del planeta, es la excepción. Las chicas de la oficina de turismo me recomendaron encarecidamente que no deambulara por la zona portuaria una vez hubiera anochecido.

A poca distancia de la plaza Sotomayor tomé el ascensor El Peral. Cada uno de los 15 ascensores que funcionan en la ciudad tiene su propio horario y su precio es diferente dependiendo de si se sube o se baja. Casi siempre los encargados de los ascensores son personas mayores que se han pasado la vida cobrando entradas y moviendo palancas. No solo ahorran un considerable esfuerzo a vecinos y visitantes, sino que por un precio ridículo se puede entrar en un entorno lleno de historia además de disfrutar de las vistas que ofrece el recorrido. Millones de veces han subido y bajado agarrándose a sus empinadas vías y, aunque renqueantes, no han abandonado el servicio desde que se abriera el primero de ellos en 1883 (el último se construyó en 1916).

El ascensor me lleva hasta el Cerro Alegre que, junto a su vecino Cerro Concepción, fueron
declarados en 2003 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ambos fueron los preferidos de las colonias de ingleses y alemanes, que se esforzaron por darles vida y progreso, convirtiéndolos en lugares pintorescos y elegantes. De forma muy sutil, los británicos introdujeron sus costumbres y construyeron elegantes mansiones con jardines y huertos, iglesias, colegios y hospitales de indiscutible sello británico. La mejor receta para conocerlos es caminar por sus paseos y dejarse sorprender.

Nada más pisar el cerro, descubrí que Valparaíso sí era un lugar muy especial y entendí entonces que haya sido durante los últimos dos siglos fuente de inspiración para pintores, poetas y escritores. Los cerros de Valparaíso son como un mundo aparte, alejado del ajetreo que discurre a sus pies pero deudor del mismo. Sobre ellos se extiende, como una alfombra de intricado diseño, un laberinto de estrechas callejuelas, empinadas y tortuosas pendientes, silenciosos pasadizos, misteriosos patios, viviendas humildes junto a otras de postín, siempre limpias y cuidadas, callejones sin salida...

Aquí la ciudad muestra su aire nostálgico, sereno, como si una burbuja la
protegiera del paso del tiempo. Perros vagabundos, estudiantes de arte sentados en cualquier escalinata con sus lápices y cuadernos, unas veces dibujando y otras simplemente disfrutando de las vistas que se abren ante ellos, amas de casa volviendo a su hogar después de haber recogido del colegio a sus hijos, turistas solitarios, personajes bohemios... son la única vida del Valparaíso de los cerros. Rojos, verdes, amarillos, azules... colores de vida que salían de los edificios para atrapar la vista del caminante, sorprendido de la viveza arquitectónica inserta en una ciudad enmarañada como el más diabólico enigma medieval, cuyas casas luchan unas con otras por abrirse su propio espacio.

El estrecho y sinuoso pasaje Gálvez está flanqueado por típicas construcciones forradas en calaminas traídas como lastre en barco por ingleses a fines del siglo XIX. Estas casas llaman la atención por sus escalas de mármol y puertas con vidrios biselados. Varias han sido remodeladas dando paso a pequeños hoteles y restaurantes. A poca distancia se abre el Paseo Atkinson un hermoso mirador de esta ciudad-anfiteatro orientada hacia el mar. Desde aquí, además de tomarse un respiro en la espléndida terraza del Hotel Brighton, se puede apreciar la peculiar geografía de Valparaíso. Probablemente sólo alguien que haya vivido aquí toda su vida podrá llegar a conocer a fondo todos sus caminos secretos.(continua...)
Leer Mas...