En Chile, la carretera panamericana discurre hacia el norte desde Santiago atravesando el Valle Central, una fértil llanura que en su parte más ancha sólo mide 70 kilómetros desde la falda de los Andes hasta la costa. Su prolífico suelo, formado a partir de los sedimentos arrastrados por las aguas de deshielo de los Andes a lo largo de millones de años, combinado con un suave clima mediterráneo, convierten a esta región en una gran huerta que abastece al país de fruta, vino y cereales. No puede extrañar que en esta franja se concentre el 75% de la población de Chile así como la mayor parte de la industria. Casi un tercio de los habitantes de esta región viven en Santiago, pero en el Valle Central también se localizan otras poblaciones importantes como Viña del Mar y mi destino, Valparaíso.
Desde el interior del cómodo autobús miro a través de las ventanillas la gran cordillera andina. Nunca se pierde de vista la casi infranqueable muralla de roca y nieve que aisla a Chile de sus vecinos orientales. Aunque Argentina se encuentra justo al otro lado, el túnel de los Libertadores, al nordeste de la capital, es el único paso practicable durante todo el año.
Hora y media después llego a la caótica y congestionada estación de autobuses de Valparaíso. Sus 275.000 habitantes ocupan una estrecha terraza labrada por las olas, sobre la que se elevan precipicios y escarpadas laderas. Las urbanizaciones que cubren las montañas circundantes se unen al centro por tortuosas carreteras, caminos empinados y ascensores (en realidad funiculares).
Nada más salir de la Estación de Autobuses me encuentro con el Congreso Nacional, terminado en 1990 y centro de numerosas controversias. Fue un subproducto de la Constitución pinochetista de 1980, que separaba el poder legislativo del ejecutivo, este último concentrado en Santiago. Erigido en una zona donde Pinochet había vivido en su infancia, fue la última obra pública importante realizada durante la dictadura. Los cien millones de dólares de presupuesto con que contaron las obras sólo han servido para crear problemas. Desde el retorno a la democracia, el emplazamiento del Parlamento fuera de Santiago supone un gran inconveniente, ya que una comunicación rápida entre las dos urbes sólo es posible en helicóptero, y más de un diputado ha sido multado en la ruta 68 por exceso de velocidad. Hace años que la polémica sigue dando que hablar: ¿devolver el Congreso a Santiago y dar por perdida una multimillonaria inversión? ¿o continuar utilizándola a pesar de los gastos y los trastornos organizativos que supone?
Comencé a caminar hacia la zona portuaria. Durante un buen rato no pude evitar pensar que todos los elogios que se dedicaban a la ciudad eran totalmente exagerados. Desde luego, las avenidas que iba atravesando no hacían merecer a la ciudad su sobrenombre de Perla del Pacífico. La Avenida Pedro Montt es la arteria más importante de la zona llamada El Plan, área comercial enclavada entre los cerros y el mar. Es una zona algo sombría y deslustrada, construida sobre tierras de relleno y aunque no le falta animación –rodada y pedestre- no tiene ningún atractivo. Las aceras están repletas de comercios familiares, vendedores callejeros, puestos de comida y talleres. Sólo algunos edificios de estilo neocolonial sobresalen de la mediocridad arquitectónica.
La plaza Victoria, rodeada de pastelerías y con un parquecillo de palmeras y araucarias en el centro, bulle de animación gracias a los numerosos colegiales vestidos de azul y gris, universitarios haciendo novillos y jubilados charlatanes. Algo más allá, las calles se estrechan y los edificios se elevan. Es el “distrito financiero”, donde se concentran bancos, navieras, compañías importadoras y, destacando sobre el resto, el sólido edificio de El Mercurio de Valparaíso, el periódico más antiguo de Chile. Se viene publicando desde 1827 y su sede data de 1903.
Las callejuelas desembocan en la plaza Sotomayor, hostil, sórdida y sin el ambiente relajado de otros espacios urbanos de la ciudad. Constituye el corazón de Valparaíso pero ello es solo por los edificios oficiales que cobija: la Primera Zona Naval, el monumento a los Héroes de Iquique, la Aduana Nacional y la estación Puerto. Carente de sombras, con un pavimento pulido que refleja la luz del sol y con una vía rápida que la separa del muelle Prat, no es un lugar en el que apetezca estar.
El muelle Pratt, frecuentado por los turistas gracias a sus tenderetes y la posibilidad de alquilar embarcaciones, forma parte de la importante zona portuaria de Valparaíso. El hecho de que el 90% del comercio exterior chileno entre por vía marítima y de que Valparaíso sea la ciudad portuaria más importante del país, da una idea de la intensa actividad que vive y vivió el gran puerto, al que se llegó a llamar, como dijimos, La Perla del Pacífico. Hurgando un poco en su historia se descubre que fue el primer muelle que se construyó en el país y que, en el siglo XIX, era la única base naval de Chile para su marina de guerra. En 1892 se levantaron los primeros almacenes francos y en 1910 se empezó la construcción del actual Puerto Artificial, con más de dos kilómetros lineales de frente de atraque y ocho sitios de carga.
La oficina de turismo se halla en el muelle Prat y allí tres desocupadas muchachas dejaron su animada conversación para dibujarme sobre un plano de la ciudad las rutas más pintorescas que recorrían los cerros de la parte alta. Las líneas de rotulador serpenteaban por el intrincado tapiz de callejuelas, pasadizos y ascensores que prometían, cuando menos, un interesante ejercicio de orientación.
Salí de la oficina y me alejé rápidamente del muelle y sus decepcionantes alrededores compuestos de edificios portuarios cubiertos de mugre, almacenes abandonados y un aire rancio de haber vivido tiempos mejores. Recordé que aun cuando Chile es un país seguro para el viajero, Valparaíso, como suele suceder en tantas y tantas ciudades portuarias del planeta, es la excepción. Las chicas de la oficina de turismo me recomendaron encarecidamente que no deambulara por la zona portuaria una vez hubiera anochecido.
A poca distancia de la plaza Sotomayor tomé el ascensor El Peral. Cada uno de los 15 ascensores que funcionan en la ciudad tiene su propio horario y su precio es diferente dependiendo de si se sube o se baja. Casi siempre los encargados de los ascensores son personas mayores que se han pasado la vida cobrando entradas y moviendo palancas. No solo ahorran un considerable esfuerzo a vecinos y visitantes, sino que por un precio ridículo se puede entrar en un entorno lleno de historia además de disfrutar de las vistas que ofrece el recorrido. Millones de veces han subido y bajado agarrándose a sus empinadas vías y, aunque renqueantes, no han abandonado el servicio desde que se abriera el primero de ellos en 1883 (el último se construyó en 1916).
El ascensor me lleva hasta el Cerro Alegre que, junto a su vecino Cerro Concepción, fueron declarados en 2003 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ambos fueron los preferidos de las colonias de ingleses y alemanes, que se esforzaron por darles vida y progreso, convirtiéndolos en lugares pintorescos y elegantes. De forma muy sutil, los británicos introdujeron sus costumbres y construyeron elegantes mansiones con jardines y huertos, iglesias, colegios y hospitales de indiscutible sello británico. La mejor receta para conocerlos es caminar por sus paseos y dejarse sorprender.
Nada más pisar el cerro, descubrí que Valparaíso sí era un lugar muy especial y entendí entonces que haya sido durante los últimos dos siglos fuente de inspiración para pintores, poetas y escritores. Los cerros de Valparaíso son como un mundo aparte, alejado del ajetreo que discurre a sus pies pero deudor del mismo. Sobre ellos se extiende, como una alfombra de intricado diseño, un laberinto de estrechas callejuelas, empinadas y tortuosas pendientes, silenciosos pasadizos, misteriosos patios, viviendas humildes junto a otras de postín, siempre limpias y cuidadas, callejones sin salida...
Aquí la ciudad muestra su aire nostálgico, sereno, como si una burbuja la protegiera del paso del tiempo. Perros vagabundos, estudiantes de arte sentados en cualquier escalinata con sus lápices y cuadernos, unas veces dibujando y otras simplemente disfrutando de las vistas que se abren ante ellos, amas de casa volviendo a su hogar después de haber recogido del colegio a sus hijos, turistas solitarios, personajes bohemios... son la única vida del Valparaíso de los cerros. Rojos, verdes, amarillos, azules... colores de vida que salían de los edificios para atrapar la vista del caminante, sorprendido de la viveza arquitectónica inserta en una ciudad enmarañada como el más diabólico enigma medieval, cuyas casas luchan unas con otras por abrirse su propio espacio.
El estrecho y sinuoso pasaje Gálvez está flanqueado por típicas construcciones forradas en calaminas traídas como lastre en barco por ingleses a fines del siglo XIX. Estas casas llaman la atención por sus escalas de mármol y puertas con vidrios biselados. Varias han sido remodeladas dando paso a pequeños hoteles y restaurantes. A poca distancia se abre el Paseo Atkinson un hermoso mirador de esta ciudad-anfiteatro orientada hacia el mar. Desde aquí, además de tomarse un respiro en la espléndida terraza del Hotel Brighton, se puede apreciar la peculiar geografía de Valparaíso. Probablemente sólo alguien que haya vivido aquí toda su vida podrá llegar a conocer a fondo todos sus caminos secretos.(continua...)
miércoles, 1 de junio de 2011
Valparaíso: poesía y color junto al Pacífico (1)
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