Cuatro horas y cuarenta y cinco minutos dura el viaje completo en tren desde la pintoresca población suiza de Interlaken hasta la cabecera del mayor glaciar de Europa continental, a cuatro mil metros de altura, uno de los viajes ferroviarios imprescindibles del viejo continente.
Los Alpes suizos han maravillado a los viajeros e inspirado a los artistas y escritores desde hace siglos. El pueblo de Interlaken, en la región del Oberland Bernés, lleva mucho tiempo siendo un apreciado destino para los amantes de la naturaleza. Situado en un valle, en la lengua de tierra que separa dos grandes lagos, Interlaken descansa a los pies del colosal macizo que forman los picos de Jungfrau, Eiger y Monch, todos ellos gigantes que rozan los 4.000 metros de altura. En los siglos XVIII y XIX los turistas se paseaban por los valles y las laderas de las cercanas montañas, impresionados por la belleza de los paisajes, la pureza del aire, y el silencio reinante que avivaban en su interior el espíritu romántico de la Naturaleza. Pero las cumbres perpetuamente nevadas que se alzaban sobre ellos eran otra cuestión. Sus paisajes de serena y eterna perfección eran sólo accesibles para los alpinistas más avezados. Y entonces llegó el turismo de masas.
La construcción de un ferrocarril que alcanzara lo más alto de la Jungfrau fue un desafío técnico espectacular para la época. Incluso hoy en día un proyecto semejante supondría un enorme esfuerzo tecnológico, financiero y humano. En 1893 se inauguró el primer tramo de la línea que cubriría el recorrido desde Interlaken, a 567 m de altitud, a la estación de Jungfraujoch, a 3.454 m.
En 1896, el ingeniero de Zurich Adolf Guyer-Zeller, dio comienzo a las obras para ver cumplido su sueño: construir la estación de tren más elevada de Europa. Y lo consiguió, hasta el punto de que es un récord que hoy sigue ostentando con orgullo. El turista que hoy se levante temprano -para evitar las densas multitudes de japoneses que a menudo llenan trenes enteros- y suba a uno de los vagones que salen de Interlaken, seguirá el mismo recorrido que este tren, modelo de tecnología y eficiencia, lleva escalando desde hace más de un siglo.
El primer tramo, un ferrocarril ordinario, llega hasta Lauterbrunnen, atravesando a poca velocidad un espectacular paisaje de praderas verdes cada vez más desnudas de árboles, y fantásticas vistas sobre los diminutos valles. El sol va asomando, al principio tímidamente, luego con fuerza, traspasando la bruma del amanecer y revelando una topografía viva y agreste, de una escala no humana.
En Lauterbrunnen, el tren se transforma en lo que popularmente conocemos como "tren cremallera". Las pronunciadas pendientes de algunos de los tramos y las severas condiciones ambientales hacían inviable el uso de un ferrocarril "ordinario", por lo que desde el principio se diseñó para que fuera eléctrico y que utilizara el sistema conocido como vías Strub: dientes de acero en la rueda de piñón del engranaje de la vía férrea o levas en los vagones, lo que permite "engancharse" literalmente a la vía e ir salvando con facilidad los desniveles más pronunciados.
Tras detenerse en el apacible pueblo de esquiadores de Wengen -al que sólo se puede acceder mediante el tren y donde el único tráfico rodado son pequeños vehículos eléctricos- el ferrocarril llega a Kleine Scheidegg, a 2.061 m de altitud y punto de partida del tren a la cima de la Jungfrau propiamente dicho. Hoy en día sigue sin haber carreteras que lleguen hasta este lugar, el ferrocarril sigue siendo el único acceso y canal de aprovisionamiento para sus habitantes y los negocios que explotan -básicamente relacionados con el turismo de esquí-. Estamos a los pies de la cara norte del Eiger. A partir de aquí nos esperan algo más de dos kilómetros hasta llegar al túnel principal. Los siguientes siete kilómetros transcurren enteramente por el interior de la montaña hasta llegar al Jungfraujoch, la cumbre del gigante alpino.
Los operarios que trabajaban en las obras alcanzaron el Eigergletscher dos años después de haber puesto la primera traviesa en Kleine Scheidegg. Aquí se instaló la base principal de los trabajos y hoy sirve como la única estación de mantenimiento de la línea. Basta mirar por la ventanilla del tren para captar el espíritu agreste de la montaña y reflexionar sobre los serios problemas que planteó no sólo su construcción, sino su mantenimiento regular en la actualidad. En pleno invierno resulta imposible llegar hasta aquí, por lo que era necesario hacer acopio de alimentos y materiales para que los trabajadores pudieran subsistir toda la estación invernal.
El túnel es ciertamente impresionante. Una vez que el tren se introduce en él durante su ascenso, se tiene la sensación de estar en las entrañas de una enorme, silenciosa e inmóvil criatura. Abrir esta cicatriz en la marga, la piedra caliza de montaña, no fue un trabajo fácil, pero los obstinados suizos, a base de dinamita y perforadoras eléctricas, no solo consiguieron hacerlo sin necesidad de colocar un revestimiento interno, sino que en Eigerwand, a 4 km montaña adentro y 2.865 m de altitud, construyeron una vía de derivación, un andén y un túnel paralelo en el que abrieron un asombroso mirador. Hoy, el tren se detiene aquí brevemente para que los pasajeros puedan bajar y admirar las alucinantes vistas de los nevados Alpes tras la protección de los cristales que cubren los grandes ventanales.
En 1905, nueve años después de comenzar las obras, se inauguró la segunda estación en el corazón de la montaña, Eismeer, a 3.160 metros de altitud y 5,7 km de la entrada del túnel. Una vez más, tenemos la oportunidad de bajar durante cinco minutos y asomarnos a un mirador acristalado, esta vez ante un macizo montañoso diferente.
El tramo final hasta el Jungfraujoch, (3,6 km, 3.454 m) fue un hueso duro de roer. La roca aquí era gneis y hubieron de utilizarse perforadoras más potentes. Además, las condiciones de trabajo empeoraron debido a la altura que, junto a las bajas temperaturas, convirtieron esta obra en una auténtica ordalía. No sería hasta 1912 cuando se inauguró el tramo final, desde Eismeer hasta el final de línea, que recorre un paso cubierto de hielo y nieve entre el Jungfrau (4.158 m) y el Monch (4.099 m). Por encima del nivel de la estación de término, la más alta de Europa, los visitantes se encuentran con un hotel, un restaurante, diferentes tiendas, rutas de esquí de fondo... y un mirador con unas vistas absolutamente sobrecogedoras.
Las montañas se alzan por encima de los valles invisibles, ocultos bajo las nubes y el aire es tan puro y claro que el cielo resplandece con un azul profundo. En un día despejado, pueden divisarse los Vosgos franceses y la Selva Negra alemana. Pero lo que una y otra vez atrae la mirada es el mayor río de hielo de Europa, el imponente glaciar Aletsch.
Los glaciares son uno de los más impresionantes espectáculos de la naturaleza. El único inconveniente para el observador casual es que la extraordinaria actividad que desarrolla sin cesar a lo largo de milenios y su terrible fuerza pasan desapercibidos: 27.000 millones de toneladas de hielo repartidos en una superficie de 87 km2 se mueven a una velocidad diaria de 60 cm, esto es, algo más de 200 metros al año. Aunque las fuerzas implicadas aquí son difícilmente asimilables en el marco de nuestras controladas vidas cotidianas, sí las podemos intuir. También lo hicieron los ancestros de los actuales habitantes del cantón de Valais, a los que aterraba esta masa inmensa. Había quien en el laberinto de gargantas, fosas, surcos y hendiduras creía ver las almas de los difuntos purgar sus pecados: era la entrada a un infierno azul y helado. En el silencio de la noche, escuchaban cómo los ruidos provocados por las fracturas del hielo se deslizaban valle abajo y la superstición popular los atribuía a los gritos de dolor de la montaña -un símil por lo demás bastante acertado, puesto que la montaña sufre de una intensa erosión debido al avance del glaciar, fenómeno que resulta visible en la forma de dos franjas oscuras de morrena -el barro glaciar que acumula al arrastrar en su bajada rocas y otros materiales desprendidos de la roca por el rozamiento del hielo- y que dividen la enorme autopista helada en tres lenguas que discurren paralelas.
Como de costumbre, la ciencia es menos colorista en sus descripciones e imágenes. Los 23 kilómetros de longitud del Aletsch se alimentan de tres fuentes, tres circos obtienen su nieve de los picos circundantes reuniéndose en la conocida como "Plaza de la Concordia". Es en este punto donde la nieve se compacta formando capas. Su propio peso comprime los estratos inferiores y la transforma en hielo en un proceso que puede durar hasta diez años. Cuando el peso y la presión son lo suficientemente grandes, la masa de hielo empieza a moverse. Empujada por la fuerza de la gravedad, se desliza a través de abismos rocosos, cascadas, cumbres de cuatro kilómetros de altura y lagos alpinos hasta su último estertor a 1.560 m de altitud, rodeado de bosques de abetos, abedules y rododendros. Pero su muerte no es más que una ilusión, porque el ciclo del agua nunca se detiene. El gigante de hielo se ha transformado en un humilde riachuelo cuyas aguas nutren a otro coloso europeo, el Ródano.
Calificado como Patrimonio de la Humanidad, hoy el viajero tiene la oportunidad de disfrutar cómodamente de un panorama que hace tan solo un siglo fue privilegio de unos pocos. En verano, aquellos con un espíritu más dinámico pueden vivir la experiencia del glaciar conduciendo un trineo tirado por perros, esquiando por el glaciar, practicando snowboard o montañismo. Pero en realidad, basta con apoyarse en el pasamanos del mirador al aire libre que corona la cima de la Jungfrau y mirar alrededor para sentir la fascinación y el respeto que inspira el glaciar Aletsch, amenazador, destructivo, quebradizo, longevo, frágil al tiempo que poderoso pero, sobre todo, uno de los lugares más hermosos de los Alpes suizos.
viernes, 13 de mayo de 2011
Aletsch: el gran río de hielo
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