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viernes, 25 de marzo de 2011

Parque Nacional Chobe: Santuario de elefantes (y 3)


Después de comer, en las orillas del río Chobe abordamos la motora que habíamos contratado en la agencia. Las entradas a los parques nacionales de Botswana son muy caras incluso para el nivel de precios occidental. En 1989, el gobierno subió las tarifas para extranjeros en un 600% (los locales pagan muchísimo menos). Las autoridades animan así a los viajeros de alto presupuesto marginando a los mochileros al suponer para éstos un gasto enorme el privilegio de disfrutar de los mayores atractivos del país. El dinero obtenido no se dedica, como algunos podrían pensar, a la conservación de las reservas naturales (de hecho, el presupuesto de los parques es muy ajustado). La intención del gobierno es sacar lo máximo de los parques invirtiendo lo mínimo en infraestructuras y limitando los efectos negativos del turismo de masas. El ejemplo que ponen es el de Kenia, con sus autobuses llenos de turistas rodeando a un león en el Masai Mara. Pero, dado que los locales no tienen el tiempo, la inclinación ni los medios para visitar los parques de Botswana, éstos se convierten, de facto, en reservas privadas para disfrute de ricos extranjeros, compañías de tours de lujo, occidentales expatriados y trabajadores de ONG´s.

Se trataba de una motora con capacidad para una docena de personas, pero sólo la ocupamos tres y el piloto, Salomón, un joven nativo de espigada pero fuerte constitución y carácter tranquilo que hizo un papel silencioso pero eficiente. Aquella tarde nos resarcimos de la sequía faunística del paseo de la mañana. Por supuesto, los animales más fáciles de ver en cualquier lugar de África son las aves, y aquí eran multitud, desde veloces martines pescadores a señoriales águilas, pasando por estilizados cormoranes que volaban rasantes con sus alas casi tocando la superficie del agua y centenares de ágiles abejarucos escarlata que construían sus nidos en los arcillosos desniveles de las orillas. En el capítulo de pesos pesados, disfrutamos del panorama de cocodrilos, búfalos, hipopótamos, elefantes, jirafas, cebras…. Todo lo que Chobe nos había ocultado en las anteriores ocasiones, ahora lo mostraba generosamente. Era como participar en un documental de National Geographic (una analogía que es muy utilizada por todos los viajeros al continente negro).

En la orilla del río, un par de hipopótamos remoloneaban indecisos. Nos acercamos lo más silenciosamente que el motor permitía hasta situarnos a no más de dos metros de los imponentes animales. Fue un encuentro típico de turista blanco con un hipopótamo en 9 fases:

1- Nuestro guía nos señala que en la zona del río donde nos encontramos es fácil ver hipopótamos

2- Uno de los pasajeros, de repente, decide compartir con nosotros un breve dato fácilmente encontrable en cualquier guía de campo: los hipopótamos son los animales que más muertes causan en África todos los años, pero solamente cuando están en el agua o entrando en ella.

3- Nuestro guía exclama: “Oh, allí está”, señalando a un conjunto de ojos asomando fuera del agua a tan sólo veinte metros de distancia.

4- Yo, encantado de poder ver un hipopótamo en su hábitat natural.

5- Los ojos del hipopótamo desaparecen súbitamente bajo el agua

6- Todos nos preguntamos dónde demonios está el hipopótamo y recordamos el punto nº 2

7- Yo empezando a estar preocupado, acompañado en el sentimiento por mis compañeros

8- El guía imprimiendo máxima velocidad a la lancha para alejarnos de allí lo más rápido posible.

9- El hipo volviendo a asomar exactamente en el mismo lugar donde estaba anteriormente, esta vez con una satisfecha y maliciosa expresión en su cabezota.

Sólo el elefante supera en masa al hipopótamo y un ejemplar adulto alcanza, por término medio
los 1.500 kilos. Sus orejas, ojos y nariz nacen de su cabezota en la forma de protuberancias, de tal manera que sus sentidos continúan operativos cuando su cuerpo está sumergido (los hipopótamos no son anfibios y necesitan respirar aire fresco, pero pueden aguantar bajo el agua hasta seis minutos). No dudará en mostrar su enfado ante las embarcaciones que pasen cerca de él, abriendo la enorme bocaza y enseñando los amenazantes dientes que le crecen en la mandíbula inferior. Aunque su cuerpo está totalmente cubierto de grasa con un espesor de hasta cinco centímetros, el hipopótamo carece de pelo, su epidermis es muy delgada y no tiene glándulas sudoríparas. Por tanto, la única manera que tiene de enfriarse es permaneciendo sumergido o revolcándose en el barro para “vestirse” con una capa protectora de lodo. Una secreción glandular que hace que el animal parezca estar sudando sangre hace el papel de crema protectora del sol. Aunque de aspecto cómico y apariencia torpe y poco inteligente, estas criaturas tienen un carácter especialmente violento y los nativos saben muy bien que hay que tratarlos con respeto.

Sólo un poco más allá, Salomón nos señaló lo que parecía ser un pedazo de madera flotante en mitad del río y que no era otra cosa que un cocodrilo, totalmente inmóvil, tan sólo sus perversos y fríos ojillos delatando su condición de ser vivo. Así, nada más empezar, habíamos visto a los animales que más muertes causan en África cada año, muy por delante de las marcas alcanzadas por leones o leopardos.

Nuestro siguiente hallazgo fueron tres viejos elefantes que caminaban parsimoniosamente por el
margen de una de las islas del río. Parecía que estaban decidiendo si cruzar o no a la otra orilla, pero no tenían demasiada prisa. Salomón acercó la motora hasta casi tocar tierra con la proa. Nos acercamos hasta una distancia tan corta que hubiera bastado alargar la mano para tocar sus trompas. No daba la impresión de que se sintieran amenazados por nosotros. Quizá estaban acostumbrados a la presencia de embarcaciones; o tal vez, viniendo del río, no nos identificaban como algo peligroso. Bien es verdad que los elefantes no temen a ningún animal y que es el resto de los habitantes de la sabana los que ceden con temor el paso y el turno de beber en ríos y estanques a los grandes paquidermos.

De mayores dimensiones que los elefantes asiáticos, son animales que destilan un poderío
extraordinario y aunque a menudo se comportan de manera tranquila –puesto que saben que ningún animal les atacará- a decir de los expertos hay pocas visiones más aterradoras que un elefante cargando de frente, agitando furiosamente las orejas y barritando con ira. Unos días después nos contaron que durante un safari en el delta del Okavango, tan solo un par de semanas antes, un elefante embistió contra uno de los vehículos de safari, volcándolo y matando a una turista japonesa. Un recordatorio de que no estamos en un safari park, sino en plena naturaleza, y los extraños aquí somos nosotros. De todas formas, tragedias como aquélla no son habituales. Hay que tener en cuenta que en Botswana los elefantes pueden mostrar más agresividad que en otros lugares de África debido a que la política conservacionista que se lleva a cabo en el país permite su caza en aquellos momentos en los que el número de ejemplares amenaza, supuestamente, con rebasar los recursos de la reserva en la que viven. Esto tiene como consecuencia el que los elefantes –que, como todo el mundo sabe, además de con su instinto animal, cuentan con una enorme memoria- no consideren al hombre precisamente un amigo o un actor neutro en su vida.

Se siguieron sucediendo escenas inolvidables a lo largo de la tarde: un numeroso grupo de jirafas que bajaba
n cautelosamente a abrevar al río, sus largos cuellos asomando por entre los arbustos mientras oteaban los alrededores, temerosas de ser atacadas en el momento en que son más vulnerables (mientras beben, han de abrir sus patas delanteras para que el cuello llegue al agua y les resulta imposible incorporarse rápidamente, lo que las convierte en blancos perfectos para un depredador); un pequeño elefantito tumbado de costado junto al agua profundamente dormido y al que nos pudimos acercar tanto –sin que pareciese advertir nuestra presencia- que alargando la mano lo hubiéramos podido tocar. Esto fue un privilegio. Los elefantes viven mucho tiempo –unos 60 años o incluso más- pero sólo duermen unos minutos al día. Los naturalistas se las ven y se las desean para fotografiarlos o simplemente estudiarlos durante ese breve periodo.

La siguiente postal: una manada de elefantes que, levantando una gran polvareda, bajaban hasta
el río para cruzar la corriente y pasar la noche pastando en una de las islas tapizadas de jugosa hierba que jalonan el Chobe. Los elefantes no tienen ningún problema a la hora de nadar. Como sus antepasados y parientes, los dugongos y manatíes, los elefantes acostumbran a vadear todos los ríos de África y lo hacen divirtiéndose. Sus grandes cavidades sinoidales y un enorme volumen de grasa les permiten flotar sin problemas.

Aquí, en el norte de Botswana, los elefantes encuentran un santuario. Su prodigiosa presencia atestigua una dura realidad. Los elefantes no sólo acuden por el agua, sino también porque saben que están a salvo. Esto último lo corrobora la marcha generalizada de elefantes de toda África a las tierras protegidas de los parques. Sus conocimientos de las fronteras humanas quedan conmovedoramente demostrados cuando se congregan aquí, en el río Chobe. El río atraviesa la franja de Caprivi, en Namibia, un lugar donde se han cazado furtivamente muchos elefantes, pero donde las exuberantes orillas están repletas de hierba y árboles. Desde la orilla del Chobe que pertenece a Botswana, los elefantes nadan hasta Namibia, sumergidos en el río, con la trompa alzada como un periscopio para respirar. A menudo hacen la travesía a estas horas, durante el crepúsculo, para pacer y ramonear al amparo de la oscuridad, y regresan al alba al refugio de Botswana.

Mientras completábamos nuestro recorrido por el río, disfrutamos de las águilas pescadoras de intensa mirada y elegante perfil posadas sobre árboles secos que asomaban sus esqueléticos troncos por encima de una lámina de nenúfares en flor. Como broche de la tarde, Salomón nos llevó hasta un recodo del río para poder contemplar cómo el sol, convertido en una bola de fuego con reflejos dorados, se iba escondiendo tras el horizonte, silueteado por un grupo de elefantes que recorrían una isla ya sumida en penumbras.

El regreso, con el sol por debajo del horizonte y el cielo desvaneciéndose entre tonos lila y
anaranjados, lo hicimos a gran velocidad, viéndonos sometidos a un bombardeo intensivo de pequeños insectos que sobrevolaban la superficie del río al atardecer y que impactaban contra nuestros cuerpos (aunque sería más exacto decir que éramos nosotros los que chocábamos contra ellos). Teníamos que sacárnoslos continuamente de los ojos y oídos y escupir los que conseguían colarse en nuestras bocas. Al final no tuvimos otra opción que cubrirnos la cara con lo que teníamos más a mano, cerrar los ojos y resignarnos a perdernos parte de la explosión de rojos y anaranjados de aquel ocaso africano sobre el río Chobe.

Una vez llegamos a la orilla, nos encontramos con el uruguayo Walter quien, como reconocimiento a nuestra condición de latinos, nos ofreció un rodeo nocturno por las carreteras externas al parque cercanas a Kasane, taladrándonos con sus historias de explorador chiflado y volviendo a escupirnos encima sus irritantes comentarios racistas. Las carreteras estaban prácticamente desiertas. Los turistas ya se habían refugiado en sus campings o lujosos lodges y los locales no deambulaban a oscuras por los alrededores. Siendo noche cerrada, apenas se distinguían los arbustos que crecían a diez metros del asfalto. Tampoco ayudaba que circuláramos sin faros para no asustar a los animales que pudieran encontrarse por los alrededores. De repente, Walter aminoró la velocidad hasta detenerse a tan sólo cuatro metros de una enorme sombra que salió de no se sabe dónde a nuestra derecha y cruzó velozmente la carretera sin un solo ruido. Se trataba de un elefante, y verlo a esa distancia, en plena noche y desde un vehículo descubierto, resultó una experiencia ciertamente impresionante. No lejos de allí, una pata de elefante tirada cerca de la carretera desprendía la fetidez característica de la carroña.

- Un elefante murió aquí hace tres días. Eso es todo lo que queda después de que las hienas, los buitres y quién sabe si algún depredador mayor, hayan dado cuenta de él. Estas noches pasadas se podían ver aquí elefantes visitando a su pariente muerto. Los paquidermos tienen una actitud hacia la muerte muy humana, si entendéis lo que quiero decir. Se reúnen junto al cadáver noche tras noche, lo olfatean y se resisten a abandonarlo.

Contaban los naturalistas Derek y Beverly Joubert una anécdota de las muchas que vivieron con los elefantes en esta misma zona:

Viajando de vuelta al campamento desde las regiones más orientales del parque, nos encontramos el esqueleto de un elefante. Los colmillos todavía estaban allí, pero podían soltarse fácilmente. Discutimos qué hacer con ellos. Estaba claro que nadie los encontraría nunca allí y, si los cogíamos para venderlos, en último término no haríamos más que alimentar el negocio del tráfico de marfil, algo que nos disgustaba profundamente. Así que recogimos los colmillos para entregárselos a los guardabosques de Savuté cuando llegáramos allí. Estábamos cansados y cuando oscureció, nos salimos de la senda, estiramos los sacos de dormir en la trasera del jeep y nos echamos a dormir.

Sobre las dos de la madrugada nos despertó un golpe en el vehículo. Beverly miró a la luna y no vio más que oscuridad. "Debe estar nublado", pensó. Pero en realidad, lo que estaba mirando no era otra cosa que el costado de un elefante, tan cercano a ella que lo hubiera podido tocar. Levanté la cabeza y vi otro animal en mi lado. Di una palmada y los paquidermos se retiraron unos cuantos pies. Volvimos a dormir con tres elefantes a nuestro alrededor, lo que nunca nos ha molestado (de hecho, nos hacía sentir cómodos y seguros). Pero media hora más tarde volvieron a zarandear el coche. Salí fuera del saco, puse pie a tierra y los espanté, esta vez parece que con éxito. Otra vez a la cama. Media hora más tarde estábamos de nuevo sintiendo los empujones de los animales. El mal genio comenzaba a adueñarse de nosotros. “¿Qué os pasa viejos?” dijo Beverly. Entonces vimos cómo una trompa se introducía dentro del coche y olisqueaba los colmillos que habíamos recogido el día anterior. A los humanos nos cuesta aprender, pero cuando nuestro sueño se ve amenazado, lo pillamos todo enseguida. Arrojé los colmillos fuera del coche y volvimos a los sacos de dormir.

El resto de la noche todo estuvo tranquilo.
Cuando nos levantamos al amanecer, seguimos las huellas de los tres elefantes. No parecían estar
en ninguna parte, pero 100 metros más allá, uno de los colmillos aparecía tirado y roto cerca de un árbol. Observando las huellas y las marcas en marfil y corteza, llegamos a la conclusión de que uno de los elefantes había tratado de encajar el colmillo en el árbol, rompiéndolo al final. Los elefantes sienten una extraña fascinación por el marfil. Si hay algún trozo en las cercanías, siempre se lo acaban llevando. Los hemos visto oliendo el marfil de los colmillos de sus compañeros muertos. Intentan a menudo aplastarlos o romperlos contra los árboles, lo que parece una especie de antiguo ritual. O quizá no quieren que los restos de sus amigos y congéneres sean utilizados por los humanos como mercancía de lujo”.

Los elefantes son asombrosos. Existen filmaciones de un elefante cuya trompa quedó herida por la metralla recibida de unos cazadores furtivos. Apenas podía beber agua puesto que aquélla se escapaba por las heridas (los elefantes absorben el agua en la trompa y luego se introducen ésta en la boca soplando y expulsando el líquido). Otros miembros de la manada cuidaban de él, pasándole ramas para alimentarlo.

Chobe es uno de los últimos refugios de África para este magnífico animal. Miles de ellos deambulan por el parque y el viajero tiene muchas posibilidades de contemplarlos desde muy cerca, en su hábitat natural y sin el agobio de los gentíos que inundan otras reservas naturales del continente.
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viernes, 11 de marzo de 2011

Parque Nacional Chobe- Santuario de los elefantes (2)


No se puede decir que la noche fuera tranquila. Los afrikaners acabaron, con la colaboración alegre y desinteresada de algún grupo de viajeros, celebrando un concurso de “Miss Camiseta Mojada”. Puedo decir sin temor a equivocarme, que durante mi estancia en África ninguna manada de elefantes resultó tan ruidosa como aquel grupo hiperexcitado por la explosiva mezcla de alcohol y hormonas. Sólo unas horas después, a las cinco y media, salimos de las tiendas para subir a una furgoneta descubierta que nos conduciría al interior del Chobe para una cacería fotográfica de la fauna local. El amanecer y el ocaso son las horas más indicadas para encontrar animales puesto que las temperaturas son más agradables y el sol no cae a plomo sobre la tierra, marchitando cualquier intento de actividad física mínimamente intensa. Durante las horas diurnas, los animales permanecen ocultos al amparo de alguna sombra, sin moverse demasiado, y es difícil captarlos con las cámaras.

De todas maneras, ni siquiera en las horas “punta” es fácil ver a los animales si no se tiene el ojo entrenado. Es entonces cuando uno se da cuenta de la maravillosa capacidad de adaptación al entorno de la fauna. Incluso las especies más grandes, como los búfalos o los elefantes, son capaces de camuflarse con éxito a pocos metros del atento viajero. Por otro lado, la vegetación dominante en la mayor parte de los parques naturales de África del sur se compone de frondosos arbustos que forman auténticas barreras vegetales tras las cuales podría esconderse el pasaje completo del Arca de Noé. Es diferente en otros paraísos faunísticos de África, como el Serengueti o el Ngorongoro, en Tanzania, donde lo que preside el paisaje son extensas llanuras tapizadas de hierbas y sin obstáculos para la visión.

Apenas a un kilómetro del camping, circulando por la carretera principal hacia Chobe, el conductor se detiene para señalar una sombra inmóvil a escasos metros del arcén. Nos restregamos los legañosos ojos y forzamos la vista. La sombra comienza a recortarse más claramente y, al fin, conseguimos identificarla: se trata de un búfalo. Aunque su aspecto aparenta ser tan dócil como el de los bovinos domésticos, estas enormes criaturas están consideradas como
uno de los animales más peligrosos de África cuando se encuentran heridos, acorralados o amenazados. No cabe duda de que tienen un aspecto imponente junto a un modo de mirar ciertamente desasosegante. Cuando un vehículo se aproxima y se detiene cerca de donde se encuentran estos poderosos animales, se quedan inmóviles, observando fijamente a los intrusos, sin mover ni el rabo, con aspecto de malhumor, como si se les debiera dinero. Los búfalos se muestran más activos por la noche, cuando se alimentan, y al amanecer y ocaso, cuando acuden a beber. Fuera de estas horas, se dedican a permanecer al abrigo del sol, bajo la sombra de algún árbol o arbusto.

Tras una visita a este lugar en los años treinta, sir Charles Rey, el comisionado británico de Bechuanalandia, propuso crear aquí una reserva de caza. Nada se hizo hasta 1960, cuando una pequeña porción de lo que hoy es el parque se puso bajo protección oficial. Sin embargo, no fue hasta 1968, tras la independencia de Botswana, que se creó el actual parque nacional de 11.000 km2, uno de los principales imanes turísticos con los que cuenta el país. Es una gran extensión de
terreno herboso castigado por el sol, acacias y mopanes, refugio de una asombrosa variedad de vida animal.

Las orillas del río Chobe, con su permanente presencia de agua, albergan las mayores concentraciones de vida salvaje del parque. Las zonas pantanosas del Linyanti son hermosas. Los canales de agua están cubiertos de papiros y palmeras datileras silvestres; las higueras estranguladoras gigantes embellecen los bosques de ribera; las zonas de mopanes, acacias y kiaats se extienden hasta el horizonte.

No tuvimos demasiada suerte en aquel paseo matutino. A medida que el sol iniciaba su camino ascendente hacia el cenit, las tinieblas nocturnas iban siendo sustituidas por las alargadas sombras de árboles y arbustos. Nuestros trofeos se redujeron a unos adormilados hipopótamos semisumergidos, amontonados cerca de la orilla del Chobe esperando a que el sol calentara sus lomos, algunos búfalos que pronto se apartaron de la vista, una familia de facoceros que huyeron asustados al vernos, un solitario elefante macho que vislumbramos a lo lejos y montones de antílopes, que por su número acababan por saturar nuestro interés. Los caminos eran en su mayoría estrechas pistas arenosas que discurrían entre espesos matorrales. El que el parque sea uno de los principales santuarios salvajes de África queda demostrado, no obstante, bajando del vehículo y fijándose en la cantidad de huellas impresas en la arena y las defecaciones de dimensiones bíblicas y variadas formas. ¿Sería eso lo más cerca que tendríamos un animal (o un resto del mismo)? Hay que acostumbrarse a que los animales no tienen un instinto exhibicionista que les impulse a mostrarse al turista en su quehacer cotidiano. Al contrario, siempre que pueden evitan la presencia del hombre. No cabe pues más que confiar en la suerte –que a veces acompaña y otras se muestra esquiva- y esperar que durante el trayecto, la vida de alguno de los magníficos animales que pueblan el parque se cruzará con la propia a la vuelta de alguna curva.

Un tanto decepcionados por no haber experimentado esa explosión de vida que anuncian todas las guías en grandes letras acompañadas de llamativas fotografías de leones y leopardos, regresamos al camping para un nutritivo y tardío desayuno. A mediodía nos dirigimos de nuevo a Kasane con la intención de contratar una lancha motora que nos permitiera recorrer el río Chobe
y ver más de cerca los animales que acudieran a la orilla para beber o refrescarse por la tarde. Como ya comenté más arriba, Kasane consistía en un conjunto de edificios en desigual estado de conservación, alineados a lo largo de una carretera sin arcén. Se notaba que la afluencia de turismo al parque nacional estaba mejorando poco a poco el pueblo, pero todavía tenía un largo camino por delante. Deambulamos por el desangelado mercado local, donde los alimentos, animales y vegetales, languidecían bajo espesos grupos de moscas mientras se cuarteaban bajo unos toldos que apenas detenían el sol.

Los únicos establecimientos que destacaban eran el puñado gestionado por inmigrantes blancos. La población blanca de Botswana asciende a unas 15.000 personas, dos tercios de las cuales son extranjeros residentes. Una librería local en la que adquirí un magnífico libro sobre fauna autóctona parecía transportada directamente desde el londinense Covent Garden: cuidadas ediciones en tapa dura, material escrupulosamente ordenado en limpias estanterías, tarjetas de felicitación con cursis motivos gráficos de ositos y flores silvestres ajenos totalmente al mundo africano, manuales de jardinería y aves (actividades estas tan caras para los anglosajones)… La dueña era una mujer madura de cabellos blancos y aspecto saludable que hacía gala de una suavidad y acento típicamente británicos. Si no hubiera sido por la dependienta de color y la intensa luminosidad africana que entraba a raudales por las amplias ventanas, uno se hubiera creído en Inglaterra.

En Botswana hay muchos blancos que decidieron hacer de este desértico y fascinante país su hogar, su lugar de trabajo, el sitio en el que criar a sus hijos. Pero la cara menos amable del fenómeno nos sale al paso en una agencia de aventura en la que entramos a preguntar por la actividad que andábamos buscando. Mientras explicamos lo que queremos, oímos que alguien se dirige a nosotros en español. No muy alto, con inconfundibles rasgos latinos, vestimenta de safari y aspecto no particularmente imponente, Walter era de nacionalidad uruguaya y llevaba, según nos dijo, veintitrés años viviendo en Botswana. Inmediatamente, comenzó a darnos la brasa con sus ínfulas de gran explorador, una mezcla de cuentos fantasiosos, experiencias exageradas y machadas salidas de tono.

- Durante la temporada de caza de elefantes acompaño a los ricachones que compran licencia para matar a alguna de esas bestias. Varias veces he acompañado al primo de su rey –el de España- por aquí. - Bueno, a mí eso de la malaria ya no me preocupa ¿saben? La he sufrido varias veces. Pero nada, unos días de fiebre y malestar y luego, como nuevo. - ¿Van con un camión overland? Bah, si quieren les puedo llevar no lejos de aquí, a la verdadera África, la que no van a ver con un viaje así. Podemos montar las tiendas en mitad de ninguna parte y les garantizo que por la noche veremos leones. - No, si uno sabe cómo manejar a esos gatos grandes, no son peligrosos. Yo ya llevo tiempo aquí; no tengo ningún problema con ellos.
- Tomad mi tarjeta. Estoy preparando un viaje siguiendo la ruta de Livingstone, por la verdadera África, sin campings ni nada. Si queréis volver y conocer de verdad esto, contactad conmigo.

Era un individuo presumido, pedante y prepotente, pero lo más irritante de todo era su profundo y visceral racismo. Probablemente gozaba de una gran experiencia en el país y conocía la zona, la fauna y la manera de sobrevivir, pero jamás habría viajado con él. Además de su desbordante vanidad, hacía de su desprecio a los negros un motivo de alarde y supuesta jocosidad. Jalonaba continuamente sus egocéntricos discursos con comentarios despectivos e hirientes hacia la población local. “Son unos perezosos, no sirven para nada”. “Yo los tengo de boys, a pagarles lo menos posible, lo que se merecen. Total, con nada que les des, ya sobreviven”. “¿Ésos son los que van de tripulación con ustedes en el camión? Seguro que esos negros no tienen ni idea. Tendrían que venirse conmigo”. Bla bla bla… Al final y aunque no resultó tarea fácil –se ve que llevaba mucho tiempo sin practicar su idioma materno y no detenía sus exabruptos ni para respirar- conseguimos quitarnos de encima lo más amablemente posible al desagradable sujeto. De momento.
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sábado, 29 de enero de 2011

Parque Nacional Chobe - Santuario de los elefantes (1)


En el paso fronterizo de Kazungula entre Zambia y Botswana se acumulaban los vehículos, principalmente camiones cargados de grano sudafricano con destino al Congo, avejentados por las carreteras, los kilómetros, el tiempo y la falta de recambios. Estaban aparcados en el arcén, parecían llevar allí días y días y no se apreciaba el menor signo de movimiento. Los chóferes deambulaban por los alrededores o conversaban con sus colegas relajadamente, esperando un turno de paso que nunca parecía llegar, despreocupados (tampoco podían tomárselo de otra manera) del efecto que sobre sus mercancías pudiera tener el intenso calor. Los únicos vehículos que circulaban con cierta fluidez eran las furgonetas cargadas de turistas que iban y venían entre Botswana y Zambia para disfrutar, bien de las cataratas Victoria aquí, bien del Parque Nacional de Chobe allí. Un grupo de peones se sentaba a pleno sol alrededor de un corto tramo de camino cuyo empedrado se suponía que estaban sustituyendo, aunque la impresión era que aquello llevaba años haciéndose y, al enérgico ritmo que desplegaban los obreros, todavía tardaría varias décadas más en completarse. Mujeres y niños cargados de cestas esperaban cobijados bajo la misericordiosa sombra de los árboles que bordeaban el camino y la valla.

La frontera en sí no era más que una caseta de anodina construcción y una alambrada. Traspasarla suponía cambiar de país. Una estrecha franja de apenas treinta metros de largo separaba la valla del río Chobe. El sentido común hubiera dictado que la corriente fluvial marcara la línea fronteriza, pero esto es África. Botswana había conseguido poner un pie –aunque de talla minúscula- en la orilla opuesta, creándose más problemas que ventajas. Porque aunque podíamos decir que estábamos ya en Botswana, el Chobe nos aislaba de facto del resto del país. Para salvar este accidente geográfico, un oxidado y antediluviano ferry cubría un chirriante y breve recorrido entre ambas orillas tosiendo sus chimeneas un negro y aceitoso humo. El cruce en ferry ya no es tan emocionante como solía. Hubo un tiempo en el que, para dar impulso a la embarcación y hacerla arrancar, un pesado camión tenía que entrar en él a toda velocidad y pisar los frenos justo en el momento adecuado para empujar con su inercia a la embarcación lejos de la orilla.

Por fin en Botswana, un país cuya superficie de 600.370 km2 sólo alberga a dos millones de habitantes (España, con 504.000 km2 acoge a 44 millones de habitantes) y cuya población, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros lugares del continente, es étnicamente homogénea (el 98% de sus habitantes pertenece a la tribu Tswana).

Seis kilómetros y pocos minutos después de cruzar el río Chobe llegamos al Thebe River Safaris,
camping que nos alojaría durante las siguientes dos noches. Instalado junto al río, el suelo era arenoso y polvoriento. Abundaba la maleza y el matorral frondoso y adaptado a climas secos. Las instalaciones se reducían a un rústico bar y unas duchas comunitarias sin puerta (tan sólo una cadena cruzada indicaba que había alguien usando el servicio). Pequeños monos se deslizaban en las horas más tranquilas del día por entre las ramas con la esperanza de encontrar algo comestible olvidado por los descuidados turistas. Lo mismo que los babuinos al amanecer y multitud de aves exóticas y ardillas que no perdían ocasión de hacerse rápida y audazmente con las migajas que caían alrededor de los campistas.

No era, en cualquier caso, lo que aquí llaman un “rough camp” en referencia a las frecuentes invasiones de los animales. En la cercana zona de Savuti, a no demasiados kilómetros, durante la sequía de principios de los noventa, un grupo de elefantes sedientos entraron en uno de los campings para saciar su sed en el pequeño edificio de los baños. Uno se puede imaginar lo que sucede cuando un elefante intenta meterse en un retrete para manipular la cadena y beber. Aquello quedó en ruinas y ahora construyen a la vez baños a prueba de elefantes y bebederos para los animales. En estos lugares conviene ser cuidadoso con los alimentos y evitar llevar fruta y, especialmente, naranjas, el equivalente elefantino de las chocolatinas. Los paquidermos tienen un extraordinario olfato y una vez detectan el olor de un cítrico, no hay quien los pare. Las hienas a menudo deambulan por estos campings llevándose, en competencia con los babuinos y chacales, todo aquello que el campista descuidado no ha dejado a buen recaudo.

Montamos las tiendas y nos dirigimos a Kasane, la principal población del área del parque,
aunque no dejaba de ser un pueblo nacido a lo largo de la polvorienta carretera, castigado por el sol y con pocos alicientes. Conseguimos algo de moneda local (llamada pula) en una oficina del Barclays Bank y provisiones en una tienda cercana. En general, en los centros urbanos de cierto tamaño de África meridional, existen buenos establecimientos pertenecientes a grandes cadenas de supermercados donde se pueden adquirir todo tipo de comestibles, frescos, congelados y en conserva. Pero en Kasane no parecía haber nada parecido. El tenducho en el que recalamos apiñaba en unas sucias estanterías todo tipo de cajas, paquetes y conservas. La peor parte era la siniestra vitrina de la carne, en la que unos trozos de animal desconocido, colocados aleatoriamente, rezumaban un líquido oscuro que se acumulaba en las esquinas. La ausencia de refrigeración y la cálida temperatura ambiente contribuían a extraer de aquella carroña un penetrante olor capaz de atraer tan sólo a las moscas.

Ya de vuelta en el camping, subimos a bordo de una gran barcaza cubierta que nos llevaría a dar un paseo por el río Chobe, fuente de vida del parque. El Parque Nacional de Chobe está considerado como una de las mejores reservas del continente, por detrás de la región del Serengeti y Masai Mara. Se trata de una extensa zona agreste, rica en fauna y situada en el extremo norte de Botswana. Su interior alberga el sueño de un ecoturista: sus áreas ribereñas y sus llanuras de inundación reflejan los esplendores de las grandes zonas pantanosas del Okavango; al sur se hallan llanuras cubiertas de praderas que se extienden hasta el horizonte, tupidos bosques de mopane y las llanuras de la zona semidesértica del Kalahari animada, en ocasiones, por una charca natural. Incluso en la inmensidad de la depresión de Mababe existe el cauce de un lago lleno de fósiles.

Todos estos paisajes y, en especial, las zonas del norte, ricas en recursos hídricos, crean una maravillosa diversidad de hábitats en los que viven numerosos ejemplares de elefantes, búfalos y antílopes, especies por los que Chobe es muy conocido. También cabe destacar a los depredadores: el león y el leopardo, el guepardo, el licaón y la hiena.

Sentados en la cubierta de la barcaza podíamos contemplar cómo se abría el río Chobe ante
nosotros. A cierta distancia, lo que parecía ser un grupo de vacas, pastaba tranquilamente. A medida que nos acercamos la escena se fue transformando hasta convertirse en una imagen directamente sacada de los tiempos previos a la Edad de Hielo: enormes paquidermos se alimentaban, sin preocuparse de lo que les rodeaba, deambulando lentamente entre grandes extensiones de frondoso pasto.

La barcaza remontaba lentamente el río mientras otras lanchas, más pequeñas y rápidas, nos adelantaban a la búsqueda de un contacto más cercano con la vida animal del que se podía disfrutar desde nuestra embarcación, demasiado grande para acercarse a los animales. No fue particularmente emocionante, pero tuvimos la oportunidad de ver hipopótamos, búfalos, elefantes y los siempre aburridos cocodrilos dormitando en las orillas. Martines pescadores, cormoranes, águilas y garzas completaban una escena de naturaleza en perfecto equilibrio. Aquel paseo de tres horas fue una toma de contacto con los paisajes y la vida natural del continente. No pudimos aproximarnos demasiado a los animales –aquello no era un zoo ni un safari park- y eso supuso una pequeña decepción, pero, al día siguiente, nos resarcimos con creces.

No dejamos de ver la isla de Sedudu, un islote plano y cubierto de alta y verde hierba en mitad del río, con una bandera plantada en medio. Se trata de uno de esos pedazos de tierra repartidos por el planeta que han levantado agrias discusiones y disputas por estúpidos motivos fronterizos. En los antiguos mapas alemanes, la isla se situaba dentro de las fronteras de Namibia mientras que en los ingleses figuraba en Bechuanalandia. Durante la ocupación sudafricana de Namibia, el conflicto se agravó y se pidió un arbitraje internacional para solucionar el problema. Al final, se determinó que el canal más profundo del río pasaba al norte de la isla, dejando a Sedudu dentro de Botswana. Los namibios no se dieron por vencidos. Continuaron llamando al pedazo de tierra Kasikile y dijeron que el asunto permanecía en el limbo legal. En las campañas políticas previas a la independencia namibia, se realizaron llamamientos emocionales para la recuperación de ese “territorio robado”, e incluso en la actualidad el asunto resurge cada vez que un político quiere unir al país para una causa determinada. Tan vivo está el conflicto, que en febrero de 1996 ambos países firmaron un acuerdo para llevar sus respectivas reivindicaciones a la Corte Internacional, iniciativa que supone un gasto de varios millones de dólares.

Este paisaje acuático es una excepción en Botswana. En este país, la palabra más importante, una palabra que encierra un significado muy profundo para sus gentes, es “pula”, lluvia. Sirve también como una forma de saludo, de expresión de buenos deseos para el futuro. Y, además, es el nombre de la moneda nacional. Pero todos estos son usos secundarios que enfatizan y rinden tributo al papel de la lluvia en esta árida porción del continente africano.

En Botswana, el agua es el más precioso de los recursos. La mayoría de sus habitantes dependen, de una u otra forma, de la tierra para su supervivencia y, aquélla, demasiado a menudo, es seca y poco agradecida. Las lluvias son esporádicas, la sequía es la norma más que la excepción y grandes superficies del territorio carecen de cualquier tipo de humedad superficial. Las únicas corrientes permanentes son el Okavango, los tributarios del Shashe y el Limpopo y el Chobe, todas ellas en la región norteña del país, dejando al resto de la nación sin agua. Resulta curioso que, precisamente, esas escasas corrientes de agua sean las que han atraído en masa al turismo, haciendo del país uno de los principales destinos para los interesados en viajar al continente africano.

El río Chobe separa de una manera harto peculiar Botswana de Namibia. Y digo peculiar porque las fronteras naturales serían las de Angola y Zambia, pero los namibios consiguieron hacerse con un estrechísimo fragmento de tierra al norte de Botswana, de tan solo 700 m de ancho, ¿Qué interés tenía Namibia en alargar con semejante pseudópodo sus fronteras? Muy sencillo, atrapar una parte del Okavango antes de que este río (situado al oeste del Chobe), deje Angola para penetrar en Botswana. Y es que el Okavango es una fuente muy preciada de un recurso escaso. De acuerdo con las leyes internacionales, Namibia tiene todos los derechos sobre la porción de agua que discurre sobre su territorio y, en noviembre de 1997, tras una prolongada sequía en el país, el gobierno namibio propuso la construcción de un trasvase de 1.250 km desde el río Okavango hasta la capital, Windhoek. En un principio, al proyecto se le dio la calificación de “emergencia” y se fijó como fecha tope para su terminación el año siguiente, 1998. Pero la llegada de precipitaciones y el consiguiente alivio del problema hicieron que el plan se fuera retrasando.

Un descenso en el caudal del río Okavango afectaría a toda la hidrología del delta interior que forma antes de perderse en el Kalahari. Botswana, temerosa de que desaparezca todo un entorno natural, ha instado al gobierno namibio a que contemple otras posibilidades, como la desalinización o el uso de los ríos Kunene o Zambeze, pero lo cierto es que ambas opciones son financieramente inviables. El apartado medioambiental en el Okavango no es motivo menor. Los
registros indican que el río viene transportando menos agua desde principios de los años ochenta y que en los últimos cincuenta años el caudal ha descendido casi un 20%. Los oponentes al trasvase opinan que se privaría al río de agua precisamente en las épocas en las que más lo necesita, durante las sequías, y que en unos cuantos años el desarrollo de Namibia, su incremento de población y el crecimiento de la base industrial serán insostenibles. Los defensores del proyecto argumentan que el trasvase tendría poco efecto sobre la vida salvaje, puesto que ésta ya está acostumbrada a las intensas variaciones en el caudal que se producen cíclicamente de forma natural. En todo caso, un asunto todavía sin cerrar y con perspectivas nada esperanzadoras.

Por la noche nos reunimos en el camping alrededor de las brasas de una pequeña hoguera sobre la que intentamos hacer lo imposible con un pedazo de carne local. Estaba dura como suela de zapato y a duras penas conseguíamos masticar y tragar los pedazos de buey, vaca, antílope o lo que demonios fuera aquello. Hubiera sido mejor traer la carne desde Zimbabwe, pero las leyes de Botswana eran muy estrictas en lo que se refería a la entrada de alimentos en el país. En la frontera, los policías nos habían hecho bajar del camión y caminar sobre unas pringosas toallas empapadas con algún producto químico exterminador de parásitos. El propio camión debió atravesar un estanque del mismo líquido, de tono oscuro y amenazador, para eliminar de las ruedas posibles pasajeros microscópicos indeseables provenientes de países vecinos y que pudieran provocar una epidemia de fiebre aftosa entre el ganado local.

Y es que la industria ganadera bovina constituye una de las fuentes de riqueza del país y existe un gran temor a la entrada de epidemias. No hace mucho tiempo, la dolencia conocida como enfermedad del pulmón o pleuroneumonía causó serias pérdidas en el sector. En 1939, la administración de Bechuanalandia erradicó la enfermedad, pero volvió a resurgir en 1995, reintroducida a través de las fronteras con Namibia. El gobierno reaccionó intentando contener la enfermedad mediante la construcción de cuatro vallas veterinarias en la esquina noroccidental del país, pero la medida no tuvo éxito y las autoridades acabaron sacrificando 320.000 cabezas de ganado para eliminar la epidemia. Un par de días después atravesaría en compañía de un neocelandés uno de esos cordones veterinarios y aprendería de su boca más sobre el particular.

Después de cenar nos acercamos al pequeño bar del camping, atestado a esas horas de fornidos y
rubicundos afrikaners pegados a latas de cerveza como si de ello dependiera su vida. Parece ser que el gobierno de Botswana, escaso en ciudadanos con conocimientos agrícolas y/o iniciativa empresarial, animaba a los sudafricanos a emigrar y establecerse en el país, vendiéndoles tierras y proporcionándoles todo tipo de facilidades. Así, un número no pequeño de familias descendientes de los ásperos boers tomaban posiciones en la nación vecina, convirtiéndose en un factor influyente y próspero. Sin embargo, aunque el gobierno de Gaborone les recibía con los brazos abiertos, no parecía ocurrir lo mismo con la población nativa. Los afrikaners no se mezclan con los tswana, quienes por un lado les echan en cara a sus vecinos blancos su actitud altiva y despreciativa y, por otro, no pueden dejar de envidiar su nivel de vida y los lujos de los que viven rodeados. Una situación sin duda difícil.

En la vecina Zimbabwe una casilla de partida semejante, avivadas las pasiones primigenias por un político sin escrúpulos, Robert Mugabe, acabó desembocando en ataques de extremistas negros contra las granjas de los blancos (que, al fin y al cabo, eran tan nativos del país y tan africanos como los otros). El propio camping en el que nos encontrábamos estaba dirigido por sudafricanos y todas las noches recibían la visita de sus compatriotas, propietarios de las granjas cercanas, que se acercaban a tomar unas cervezas en su ruidoso estilo en compañía de otros expatriados.
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viernes, 4 de septiembre de 2009

Kalahari: un desierto en peligro


África es un lugar básicamente vacío. Los puntos de especial interés suelen estar separados unos de otros por enormes distancias que no queda más remedio que cubrir por carretera si uno no es persona de recursos y no se puede permitir el gasto del transporte aéreo. Y, en medio de esos dos puntos, no suele haber gran cosa. Las poblaciones suelen ser nuevas, como construidas de la noche a la mañana, destartaladas y sin ningún interés. Pero desplazarse por tierra tiene dos ventajas: por un lado, se toma conciencia de las dimensiones del continente y, por otro, se disfruta del paisaje, tan diferente del que estamos habituados a ver que resulta difícil cansarse de él. Entre el delta del Okavango en Botswana y la frontera con Namibia se extienden 600 kilómetros de horizonte monótono y plano con una elevación constante de 1.000 metros sobre el nivel del mar, sin que una sola colina, elevación o valle rompa la uniformidad. Es el Kalahari.

Como suele suceder con los desiertos, éste no ha sido siempre una tierra de calor, silencio y arena. Hace millones de años, esta vasta depresión arenosa que ocupa el interior del sur de África estuvo ocupada por el enorme lago Makgadikgadi. Viendo el árido panorama abrasado por el sol que se extiende a ambos lados de la pista que recorremos, resulta imposible formar la imagen mental de una masa de agua que llegó a cubrir 275.000 km2 con una profundidad de hasta 30 metros. Sus aguas se evaporaron paulatinamente hace unos 10.000 años y su lecho acumuló grandes depósitos de sal y arena hasta el punto de que en algunos lugares su profundidad hasta el estrato de roca alcanza los 300 metros. En la actualidad, la temperatura media anual asciende a 34ºC aunque los promedios de mínimas en invierno descienden por debajo de los 0ºC. En lengua tswana Kalahari significa "gran sed" y se extiende por una superficie de 900.000 km2 (más grande que España), de los que el 80% pertenece a Botswana.

Sin embargo, el nombre de desierto puede resultar engañoso. No hay aquí fotogénicos mares de dunas y, de hecho, sólo una zona del suroeste tiene la consideración estricta de desierto. Su calificación no deriva de su aspecto, sino de la cantidad de precipitaciones que recibe anualmente. Es más correcto describirlo como una sabana reseca que, aunque árida, exhibe mucha más vegetación de la que cabría esperar: acacias, hierbas amarillentas que brotan del suelo arenoso, arbustos espinosos, melones silvestres… Lo cierto es que la lluvia cae con la suficiente periodicidad como para sostener una biodiversidad vegetal asombrosa: hasta veintitrés mil especies habitan en estas desoladas tierras, de las que siete mil no se encuentran en ninguna otra parte del planeta. El hombre ha encontrado en algunas de estas plantas una reserva de vida que le ha permitido soportar los rigores térmicos. La nuez de Mangetti, por ejemplo, tiene cinco veces más calorías y diez veces más proteínas que los cereales europeos, y aporta un 60% de la presencia vegetal en la dieta de los bosquimanos. Otras especies, como los melones y pepinos silvestres o el morama aportan importantes cantidades de líquido.

Pero hay más. Los bosquimanos han vivido en sintonía con la naturaleza desde hace milenios, acumulando una enorme experiencia en los múltiples usos de las plantas autóctonas. Hace relativamente poco las empresas farmacéuticas comenzaron a apreciar las inmensas posibilidades comerciales que se escondían bajo esos conocimientos ancestrales. En poco tiempo, sus investigaciones proporcionaron principios activos para combatir el apetito, la artritis y el reumatismo, cosméticos o incluso remedios para enfermedades mentales. Son grandes avances, sin duda, pero la apisonadora capitalista se ha cobrado su precio. La recolección de tubérculos y plantas (entre ellas el aloe vera) para estas multinacionales se ha convertido en fuente de sustento para miles de familias que habitan dentro de los límites del Kalahari en Botswana, Namibia y Sudáfrica, pero la remuneración que perciben por su trabajo es humillantemente baja: menos del 1% del negocio que generan esas plantas. Al tiempo que los dólares entran en la caja de las compañías occidentales a millones, los habitantes tradicionales de las tierras y custodios últimos del rentable conocimiento de las mismas, están siendo arrinconados hasta su extinción.

Los Tswana, Kgalagadi y Herero son los principales grupos étnicos que viven en el Kalahari. Todos ellos han conseguido, en mayor o menor medida, irse adaptando a los cambios que los tiempos imponen. Sin embargo, los que están llevando la peor parte, marginados y despreciados por todos, son los San.

Los San (hotentotes o bushmen, según la antigua denominación inglesa, o bosquimanos, como les llamaron los holandeses) han vivido en el Kalahari durante 20.000 años, llevando una existencia de cazadores-recolectores. Utilizaban arcos y flechas envenenadas para cobrar sus presas aunque su dieta se compone esencialmente de bayas, bulbos, plantas, frutos e insectos. Puede parecer asombroso pero, en un alarde de adaptación humana al medio, los San apenas beben agua y obtienen el líquido de las raíces y los melones silvestres que en ciertos parajes crecen por miles asomando entre las dunas. Son individuos de corta estatura, de piel color miel y constitución enjuta y fibrosa. Viven en comunidades de 10 o 15 personas, sin jerarquías pero con funciones concretas. Su existencia en estas inhóspitas tierras se centra en una constante búsqueda de agua y alimento, recorriendo incansables distancias considerables.

Desgraciadamente, su capacidad de supervivencia y adaptación no conseguirá batir a un enemigo tan poderoso como la economía globalizada. Ya hablamos de las multinacionales farmacéuticas, pero las plantas no son el único tesoro que espera a ser descubierto bajo los pies de los bosquimanos. En los estratos más profundos se han encontrado grandes reservas de carbón y ese hallazgo, junto a la política conservacionista de la reserva, está desalojando a los San del Kalahari. Se les confinó en las zonas de Nuevo Xade y Kaudwane en la Reserva de Caza del Kalahari Central, pero la explotación de diamantes y los safaris turísticos estrechan todavía más su cerco. De unos 3.000 individuos asentados hace unos años, apenas quedan 300, que resisten gracias al apoyo de una organización de derechos humanos; el resto fue trasladado a otros lugares donde languidece desarraigado y se entrega a la angustiosa perspectiva de la extinción.

El monótono paisaje está atravesado por pistas de arena de color ocre rojizo, que contrastan con unas hierbas pintadas de amarillo por los rayos solares. Donde hay vegetación se dan las condiciones para que se desarrolle la vida animal. Cuando el sol desciende, los animales despiertan de su embotamiento y comienzan a buscar comida y agua. Esa es la razón de que se prohíba circular de noche por los dos parques nacionales que alberga el Kalahari. Al suroeste del país se encuentra el Gemsbok, un espacio protegido que se estira hacia el interior de Sudáfrica y forma el conjunto denominado Parque Internacional Kalahari-Gemsbok. El segundo parque es la Reserva de Caza del Kalahari Central, y se encuentra en pleno centro de Botswana. Ya hablamos de ella como lugar de “confinamiento” de los desahuciados bosquimanos.

Durante la mitad del año, la vida animal del Kalahari vive mirando al cielo, esperando las lluvias que transformarán el paisaje y revitalizarán todo el ecosistema. Durante un periodo que siempre se antoja corto, la hierba verde cubre las arenas del desierto y el río Okavango vierte en el desierto las aguas que ha recogido en Angola durante las lluvias. Se forman estanques y pantanales en los que las aves migratorias, como los flamencos, remueven el cieno a la búsqueda de insectos y larvas y los leones de melena negra acechan al atardecer a los antílopes que se acercan a saciar su sed. Otros grandes mamíferos que se pueden ver en el Kalahari son el rinoceronte negro y el guepardo.

Sin embargo, son los animales pequeños los que están mejor adaptados a las duras condiciones en el desierto. Uno de los más llamativos y sorprendentes es el suricata, un tipo de mangosta de 30 cm y un kilo de peso que vive en colonias de veinte a cuarenta individuos fuertemente unidos por lazos sociales.

El comportamiento de estos pequeños animales es fascinante, mucho más que el de otros mamíferos de mayor tamaño y más llamativos. Sus grupos están perfectamente organizados a partir de una pareja dominante. Hay niñeras, rastreadores y centinelas. Cuando la colonia está fuera de sus madrigueras -que excavan en el subsuelo cubriendo una amplia superficie- jugando o alimentándose, uno o varios suricatas permanecen erguidos sobre sus patas traseras en un punto elevado vigilando en turnos de una hora. Si un depredador se aproxima, el centinela emite un ladrido de aviso que servirá a los demás de señal para buscar refugio en sus agujeros. El centinela no abandona entonces su papel, sino que es el primero en asomar la cabeza de la madriguera y continuará emitiendo su grito de alerta en tanto no compruebe que la amenaza ha desaparecido. Según algunos, esto es muestra de comportamiento altruista. Y, desde luego, eso es lo que parece hacer el suricata que se ocupa de cuidar a los más pequeños: su misión es la de protegerlos de cualquier amenaza arriesgando incluso su propia vida. Cuando detecta peligro, lleva a los jóvenes suricatas al subsuelo y se prepara para defenderlos. Si la retirada a la madriguera queda cortada, los reúne a todos y se echa encima de ellos.

El tamaño minúsculo del suricata se compensa con un carácter valeroso y feroz; su morfología le ha otorgado orejas que pueden sellarse al introducir la cabeza en los huecos polvorientos, y una cola fina, pero muy fuerte que le sirve para mantener el equilibrio cuando se alza sobre las patas traseras. Sus patas terminan en uñas largas y curvas para escarbar en el suelo reseco donde encuentra huevos, lagartos, insectos, plantas y escorpiones. Precisamente, los suricatas son inmunes a ciertos venenos, entre ellos al del peligroso escorpión del Kalahari. Los pequeños aprenden mediante la observación y la imitación de los adultos cómo comer uno de estos arácnidos venenosos: quitan el aguijón y se les enseña cómo cogerlo para evitar un picotazo que, de todas formas, podría ser doloroso. Hasta que no alcanzan la edad de un mes, los más jóvenes no comienzan a buscar comida por ellos mismos y lo hacen siguiendo a un miembro adulto que actúa como tutor.


Los suricatas son sólo una más de las sorpresas que esconde un territorio aparentemente hostil a la vida. Nos hubiera gustado poder entretenernos más observando a los animales, disfrutando de las puestas de sol e internándonos por pistas que rara vez sienten la presencia del hombre. Pero el invierno estaba a punto de finalizar y si queríamos continuar viajando por la franja desértica de África Austral debíamos proseguir hacia Namibia y sus maravillas naturales...
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