En el paso fronterizo de Kazungula entre Zambia y Botswana se acumulaban los vehículos, principalmente camiones cargados de grano sudafricano con destino al Congo, avejentados por las carreteras, los kilómetros, el tiempo y la falta de recambios. Estaban aparcados en el arcén, parecían llevar allí días y días y no se apreciaba el menor signo de movimiento. Los chóferes deambulaban por los alrededores o conversaban con sus colegas relajadamente, esperando un turno de paso que nunca parecía llegar, despreocupados (tampoco podían tomárselo de otra manera) del efecto que sobre sus mercancías pudiera tener el intenso calor. Los únicos vehículos que circulaban con cierta fluidez eran las furgonetas cargadas de turistas que iban y venían entre Botswana y Zambia para disfrutar, bien de las cataratas Victoria aquí, bien del Parque Nacional de Chobe allí. Un grupo de peones se sentaba a pleno sol alrededor de un corto tramo de camino cuyo empedrado se suponía que estaban sustituyendo, aunque la impresión era que aquello llevaba años haciéndose y, al enérgico ritmo que desplegaban los obreros, todavía tardaría varias décadas más en completarse. Mujeres y niños cargados de cestas esperaban cobijados bajo la misericordiosa sombra de los árboles que bordeaban el camino y la valla.
La frontera en sí no era más que una caseta de anodina construcción y una alambrada. Traspasarla suponía cambiar de país. Una estrecha franja de apenas treinta metros de largo separaba la valla del río Chobe. El sentido común hubiera dictado que la corriente fluvial marcara la línea fronteriza, pero esto es África. Botswana había conseguido poner un pie –aunque de talla minúscula- en la orilla opuesta, creándose más problemas que ventajas. Porque aunque podíamos decir que estábamos ya en Botswana, el Chobe nos aislaba de facto del resto del país. Para salvar este accidente geográfico, un oxidado y antediluviano ferry cubría un chirriante y breve recorrido entre ambas orillas tosiendo sus chimeneas un negro y aceitoso humo. El cruce en ferry ya no es tan emocionante como solía. Hubo un tiempo en el que, para dar impulso a la embarcación y hacerla arrancar, un pesado camión tenía que entrar en él a toda velocidad y pisar los frenos justo en el momento adecuado para empujar con su inercia a la embarcación lejos de la orilla.
Por fin en Botswana, un país cuya superficie de 600.370 km2 sólo alberga a dos millones de habitantes (España, con 504.000 km2 acoge a 44 millones de habitantes) y cuya población, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros lugares del continente, es étnicamente homogénea (el 98% de sus habitantes pertenece a la tribu Tswana).
Seis kilómetros y pocos minutos después de cruzar el río Chobe llegamos al Thebe River Safaris, camping que nos alojaría durante las siguientes dos noches. Instalado junto al río, el suelo era arenoso y polvoriento. Abundaba la maleza y el matorral frondoso y adaptado a climas secos. Las instalaciones se reducían a un rústico bar y unas duchas comunitarias sin puerta (tan sólo una cadena cruzada indicaba que había alguien usando el servicio). Pequeños monos se deslizaban en las horas más tranquilas del día por entre las ramas con la esperanza de encontrar algo comestible olvidado por los descuidados turistas. Lo mismo que los babuinos al amanecer y multitud de aves exóticas y ardillas que no perdían ocasión de hacerse rápida y audazmente con las migajas que caían alrededor de los campistas.
No era, en cualquier caso, lo que aquí llaman un “rough camp” en referencia a las frecuentes invasiones de los animales. En la cercana zona de Savuti, a no demasiados kilómetros, durante la sequía de principios de los noventa, un grupo de elefantes sedientos entraron en uno de los campings para saciar su sed en el pequeño edificio de los baños. Uno se puede imaginar lo que sucede cuando un elefante intenta meterse en un retrete para manipular la cadena y beber. Aquello quedó en ruinas y ahora construyen a la vez baños a prueba de elefantes y bebederos para los animales. En estos lugares conviene ser cuidadoso con los alimentos y evitar llevar fruta y, especialmente, naranjas, el equivalente elefantino de las chocolatinas. Los paquidermos tienen un extraordinario olfato y una vez detectan el olor de un cítrico, no hay quien los pare. Las hienas a menudo deambulan por estos campings llevándose, en competencia con los babuinos y chacales, todo aquello que el campista descuidado no ha dejado a buen recaudo.
Montamos las tiendas y nos dirigimos a Kasane, la principal población del área del parque, aunque no dejaba de ser un pueblo nacido a lo largo de la polvorienta carretera, castigado por el sol y con pocos alicientes. Conseguimos algo de moneda local (llamada pula) en una oficina del Barclays Bank y provisiones en una tienda cercana. En general, en los centros urbanos de cierto tamaño de África meridional, existen buenos establecimientos pertenecientes a grandes cadenas de supermercados donde se pueden adquirir todo tipo de comestibles, frescos, congelados y en conserva. Pero en Kasane no parecía haber nada parecido. El tenducho en el que recalamos apiñaba en unas sucias estanterías todo tipo de cajas, paquetes y conservas. La peor parte era la siniestra vitrina de la carne, en la que unos trozos de animal desconocido, colocados aleatoriamente, rezumaban un líquido oscuro que se acumulaba en las esquinas. La ausencia de refrigeración y la cálida temperatura ambiente contribuían a extraer de aquella carroña un penetrante olor capaz de atraer tan sólo a las moscas.
Ya de vuelta en el camping, subimos a bordo de una gran barcaza cubierta que nos llevaría a dar un paseo por el río Chobe, fuente de vida del parque. El Parque Nacional de Chobe está considerado como una de las mejores reservas del continente, por detrás de la región del Serengeti y Masai Mara. Se trata de una extensa zona agreste, rica en fauna y situada en el extremo norte de Botswana. Su interior alberga el sueño de un ecoturista: sus áreas ribereñas y sus llanuras de inundación reflejan los esplendores de las grandes zonas pantanosas del Okavango; al sur se hallan llanuras cubiertas de praderas que se extienden hasta el horizonte, tupidos bosques de mopane y las llanuras de la zona semidesértica del Kalahari animada, en ocasiones, por una charca natural. Incluso en la inmensidad de la depresión de Mababe existe el cauce de un lago lleno de fósiles.
Todos estos paisajes y, en especial, las zonas del norte, ricas en recursos hídricos, crean una maravillosa diversidad de hábitats en los que viven numerosos ejemplares de elefantes, búfalos y antílopes, especies por los que Chobe es muy conocido. También cabe destacar a los depredadores: el león y el leopardo, el guepardo, el licaón y la hiena.
Sentados en la cubierta de la barcaza podíamos contemplar cómo se abría el río Chobe ante nosotros. A cierta distancia, lo que parecía ser un grupo de vacas, pastaba tranquilamente. A medida que nos acercamos la escena se fue transformando hasta convertirse en una imagen directamente sacada de los tiempos previos a la Edad de Hielo: enormes paquidermos se alimentaban, sin preocuparse de lo que les rodeaba, deambulando lentamente entre grandes extensiones de frondoso pasto.
La barcaza remontaba lentamente el río mientras otras lanchas, más pequeñas y rápidas, nos adelantaban a la búsqueda de un contacto más cercano con la vida animal del que se podía disfrutar desde nuestra embarcación, demasiado grande para acercarse a los animales. No fue particularmente emocionante, pero tuvimos la oportunidad de ver hipopótamos, búfalos, elefantes y los siempre aburridos cocodrilos dormitando en las orillas. Martines pescadores, cormoranes, águilas y garzas completaban una escena de naturaleza en perfecto equilibrio. Aquel paseo de tres horas fue una toma de contacto con los paisajes y la vida natural del continente. No pudimos aproximarnos demasiado a los animales –aquello no era un zoo ni un safari park- y eso supuso una pequeña decepción, pero, al día siguiente, nos resarcimos con creces.
No dejamos de ver la isla de Sedudu, un islote plano y cubierto de alta y verde hierba en mitad del río, con una bandera plantada en medio. Se trata de uno de esos pedazos de tierra repartidos por el planeta que han levantado agrias discusiones y disputas por estúpidos motivos fronterizos. En los antiguos mapas alemanes, la isla se situaba dentro de las fronteras de Namibia mientras que en los ingleses figuraba en Bechuanalandia. Durante la ocupación sudafricana de Namibia, el conflicto se agravó y se pidió un arbitraje internacional para solucionar el problema. Al final, se determinó que el canal más profundo del río pasaba al norte de la isla, dejando a Sedudu dentro de Botswana. Los namibios no se dieron por vencidos. Continuaron llamando al pedazo de tierra Kasikile y dijeron que el asunto permanecía en el limbo legal. En las campañas políticas previas a la independencia namibia, se realizaron llamamientos emocionales para la recuperación de ese “territorio robado”, e incluso en la actualidad el asunto resurge cada vez que un político quiere unir al país para una causa determinada. Tan vivo está el conflicto, que en febrero de 1996 ambos países firmaron un acuerdo para llevar sus respectivas reivindicaciones a la Corte Internacional, iniciativa que supone un gasto de varios millones de dólares.
Este paisaje acuático es una excepción en Botswana. En este país, la palabra más importante, una palabra que encierra un significado muy profundo para sus gentes, es “pula”, lluvia. Sirve también como una forma de saludo, de expresión de buenos deseos para el futuro. Y, además, es el nombre de la moneda nacional. Pero todos estos son usos secundarios que enfatizan y rinden tributo al papel de la lluvia en esta árida porción del continente africano.
En Botswana, el agua es el más precioso de los recursos. La mayoría de sus habitantes dependen, de una u otra forma, de la tierra para su supervivencia y, aquélla, demasiado a menudo, es seca y poco agradecida. Las lluvias son esporádicas, la sequía es la norma más que la excepción y grandes superficies del territorio carecen de cualquier tipo de humedad superficial. Las únicas corrientes permanentes son el Okavango, los tributarios del Shashe y el Limpopo y el Chobe, todas ellas en la región norteña del país, dejando al resto de la nación sin agua. Resulta curioso que, precisamente, esas escasas corrientes de agua sean las que han atraído en masa al turismo, haciendo del país uno de los principales destinos para los interesados en viajar al continente africano.
El río Chobe separa de una manera harto peculiar Botswana de Namibia. Y digo peculiar porque las fronteras naturales serían las de Angola y Zambia, pero los namibios consiguieron hacerse con un estrechísimo fragmento de tierra al norte de Botswana, de tan solo 700 m de ancho, ¿Qué interés tenía Namibia en alargar con semejante pseudópodo sus fronteras? Muy sencillo, atrapar una parte del Okavango antes de que este río (situado al oeste del Chobe), deje Angola para penetrar en Botswana. Y es que el Okavango es una fuente muy preciada de un recurso escaso. De acuerdo con las leyes internacionales, Namibia tiene todos los derechos sobre la porción de agua que discurre sobre su territorio y, en noviembre de 1997, tras una prolongada sequía en el país, el gobierno namibio propuso la construcción de un trasvase de 1.250 km desde el río Okavango hasta la capital, Windhoek. En un principio, al proyecto se le dio la calificación de “emergencia” y se fijó como fecha tope para su terminación el año siguiente, 1998. Pero la llegada de precipitaciones y el consiguiente alivio del problema hicieron que el plan se fuera retrasando.
Un descenso en el caudal del río Okavango afectaría a toda la hidrología del delta interior que forma antes de perderse en el Kalahari. Botswana, temerosa de que desaparezca todo un entorno natural, ha instado al gobierno namibio a que contemple otras posibilidades, como la desalinización o el uso de los ríos Kunene o Zambeze, pero lo cierto es que ambas opciones son financieramente inviables. El apartado medioambiental en el Okavango no es motivo menor. Los registros indican que el río viene transportando menos agua desde principios de los años ochenta y que en los últimos cincuenta años el caudal ha descendido casi un 20%. Los oponentes al trasvase opinan que se privaría al río de agua precisamente en las épocas en las que más lo necesita, durante las sequías, y que en unos cuantos años el desarrollo de Namibia, su incremento de población y el crecimiento de la base industrial serán insostenibles. Los defensores del proyecto argumentan que el trasvase tendría poco efecto sobre la vida salvaje, puesto que ésta ya está acostumbrada a las intensas variaciones en el caudal que se producen cíclicamente de forma natural. En todo caso, un asunto todavía sin cerrar y con perspectivas nada esperanzadoras.
Por la noche nos reunimos en el camping alrededor de las brasas de una pequeña hoguera sobre la que intentamos hacer lo imposible con un pedazo de carne local. Estaba dura como suela de zapato y a duras penas conseguíamos masticar y tragar los pedazos de buey, vaca, antílope o lo que demonios fuera aquello. Hubiera sido mejor traer la carne desde Zimbabwe, pero las leyes de Botswana eran muy estrictas en lo que se refería a la entrada de alimentos en el país. En la frontera, los policías nos habían hecho bajar del camión y caminar sobre unas pringosas toallas empapadas con algún producto químico exterminador de parásitos. El propio camión debió atravesar un estanque del mismo líquido, de tono oscuro y amenazador, para eliminar de las ruedas posibles pasajeros microscópicos indeseables provenientes de países vecinos y que pudieran provocar una epidemia de fiebre aftosa entre el ganado local.
Y es que la industria ganadera bovina constituye una de las fuentes de riqueza del país y existe un gran temor a la entrada de epidemias. No hace mucho tiempo, la dolencia conocida como enfermedad del pulmón o pleuroneumonía causó serias pérdidas en el sector. En 1939, la administración de Bechuanalandia erradicó la enfermedad, pero volvió a resurgir en 1995, reintroducida a través de las fronteras con Namibia. El gobierno reaccionó intentando contener la enfermedad mediante la construcción de cuatro vallas veterinarias en la esquina noroccidental del país, pero la medida no tuvo éxito y las autoridades acabaron sacrificando 320.000 cabezas de ganado para eliminar la epidemia. Un par de días después atravesaría en compañía de un neocelandés uno de esos cordones veterinarios y aprendería de su boca más sobre el particular.
Después de cenar nos acercamos al pequeño bar del camping, atestado a esas horas de fornidos y rubicundos afrikaners pegados a latas de cerveza como si de ello dependiera su vida. Parece ser que el gobierno de Botswana, escaso en ciudadanos con conocimientos agrícolas y/o iniciativa empresarial, animaba a los sudafricanos a emigrar y establecerse en el país, vendiéndoles tierras y proporcionándoles todo tipo de facilidades. Así, un número no pequeño de familias descendientes de los ásperos boers tomaban posiciones en la nación vecina, convirtiéndose en un factor influyente y próspero. Sin embargo, aunque el gobierno de Gaborone les recibía con los brazos abiertos, no parecía ocurrir lo mismo con la población nativa. Los afrikaners no se mezclan con los tswana, quienes por un lado les echan en cara a sus vecinos blancos su actitud altiva y despreciativa y, por otro, no pueden dejar de envidiar su nivel de vida y los lujos de los que viven rodeados. Una situación sin duda difícil.
En la vecina Zimbabwe una casilla de partida semejante, avivadas las pasiones primigenias por un político sin escrúpulos, Robert Mugabe, acabó desembocando en ataques de extremistas negros contra las granjas de los blancos (que, al fin y al cabo, eran tan nativos del país y tan africanos como los otros). El propio camping en el que nos encontrábamos estaba dirigido por sudafricanos y todas las noches recibían la visita de sus compatriotas, propietarios de las granjas cercanas, que se acercaban a tomar unas cervezas en su ruidoso estilo en compañía de otros expatriados.
sábado, 29 de enero de 2011
Parque Nacional Chobe - Santuario de los elefantes (1)
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