span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: abril 2010

miércoles, 21 de abril de 2010

Bryce Canyon: un lugar infernal para perder una vaca


“Hay profundas cavernas y barrancos que se asemejan a ruinas de una prisión, castillos con almenas y muros fortificados, iglesias con sus campanarios y capiteles, nichos y huecos que ofrecen el escenario más salvaje y asombroso que el ojo del hombre haya contemplado jamás. Es, de hecho, una de las maravillas del mundo”. Esta es la vívida descripción que el topógrafo del gobierno T.C.Bailey escribió en 1877 sobre el llamado “anfiteatro” de Bryce Canyon. En aquellos años el cañón y la zona circundante suscitaron gran curiosidad y varias expediciones llegaron hasta aquí para fotografiar y cartografiar la zona, localizada al suroeste del Estado de Utah, a 410 km al sur de Salt Lake City.

Los grabados rupestres de la zona nos hablan de la presencia de antiguos pueblos en estas mesetas y cañones, pero los primeros pobladores de los que se sabe algo con certeza fueron los indios paiute, una rama de la tribu shoshone, que habitaban la región desde hacía unos mil años antes de que llegara el hombre blanco. Tuvieron tiempo de imaginar fantásticas leyendas que explicaran el inusual paisaje que les rodeaba, como aquella que narra cómo las columnas del anfiteatro fueron en realidad hombres condenados y convertidos en piedra para toda la eternidad por la ira del Gran Coyote.

Alrededor de 1776 comenzaron a llegar los primeros europeos, soldados y misioneros españoles, señalando el final del dominio nativo. Los indios no escaparon al triste destino de convertirse en una minoría confinada en reservas. Pero los primeros blancos que vinieron hasta aquí con intención de establecerse de forma permanente fueron los mormones. El escocés Ebenezer Bryce y su mujer Mary fueron enviados por su iglesia a la región para establecer una granja en el Paria Valley y construir un sistema de irrigación que facilitara la labor agrícola y ganadera. Fue un intento infructuoso. Aquel lugar de extrañas formaciones rocosas, a 2.700 m de altitud, tenía un clima extremo, con largas sequías, veranos abrasadores, inviernos gélidos y aluviones que se llevaban por delante los caminos y canalizaciones que los esforzados pioneros mormones trataban de mantener abiertos. Cuando finalmente se marchó a Arizona, Ebenezer Bryce, además de dar su nombre al cañón, dejó atrás una definición memorable del sitio: “Un lugar infernal para perder una vaca”.


La intervención del hombre blanco en estas tierras estaba destinada a alterar para siempre un entorno que había permanecido virgen hasta ese momento: deforestación indiscriminada y ganado pastando sin control aceleraron el proceso de desintegración de las formaciones rocosas. No fue hasta los años veinte del siglo XX cuando se puso en marcha un programa serio de conservación. La zona fue proclamada Monumento Nacional y la línea de ferrocarril de Union Pacific la incluyó en un circuito turístico que recorría las principales atracciones del Sudoeste. El 25 de febrero de 1928 se dobló la superficie protegida y se declaró Parque Nacional. Una ampliación en 1942 amplió el área hasta los 145.000 km2

Hoy, Bryce Canyon recibe cada año más de un millón y medio de visitantes de todo el mundo y ni uno solo queda decepcionado por su espectacular paisaje. Las infraestructuras están perfectamente acondicionadas para un turismo no agresivo; además de la carretera de 29 km que recorre los trece miradores sobre los riscos, el visitante dispone de una red de sendas que conforman diez itinerarios de diferente duración.



Desde una de esas atalayas, en todas direcciones, el horizonte aparece dominado por las mesetas de Markagunt, Sevier y Aquarius, con una altitud media de 2.500 metros. Al este, el tranquilo perfil es interrumpido por el Anfiteatro, un ejemplo extraordinario de erosión creado por el río Paria, proceso que todavía no se ha detenido. Al sur podemos ver la Gran Escalera, una serie de colosales terrazas rocosas de diferentes colores que comienzan en Pink Cliff y descienden hacia los Gray, White y Vermilio Cliffs.

La historia geológica del parque es similar a la de otros parques del Sudoeste americano. La región de Bryce Canyon, originalmente un mar, se transformó con los milenios en una línea costera, una meseta y el lecho de un lago. Hoy, su topografía es el resultado de la fuerza erosiva del hielo, el agua y el viento a lo largo de millones de años. Moviéndose a lo largo de las fallas naturales de la roca, la desintegración y erosión llevó inicialmente a la formación de largas paredes paralelas de 30 kilómetros que se fracturaron en una apretada concentración de miles de riscos, agujas, pináculos y columnas, algunos de los cuales son tan altos y esbeltos que dan la impresión de estar a punto de venirse abajo.

En las paredes existen ventanas naturales conocidas como “agujeros de cielo” y a través de los cuales, el intenso azul del cielo dibuja un agudo contraste con el rojo de las rocas; frágiles puentes naturales enmarcan arcos inmensos; los pilares rocosos de extravagantes formas picudas son conocidos como “hoodoos”, “formaciones que hechizan”, un nombre que no podía haber sido mejor elegido.

Estos monumentos geológicos, que parecen una filigrana tintada de color, adquieren gran variedad de matices dependiendo no sólo de su composición mineral, sino de la época del año o la luz del día. Las rocas sedimentarias, con óxido de hierro y manganeso, dan nombre a los Acantilados Rosa (Pink Cliffs), en cuyo interior se esconden fósiles marinos y de dinosaurios; el tramo siguiente hacia el norte adquiere un color lechoso que da nombre a los Acantilados Blancos, compuestos por arena solidificada del Jurásico; los Acantilados Grises son de perfil menos arisco y toman su nombre de los estratos sedimentarios de origen carbonífero.

Como un gigantesco arrecife sin mar, el anfiteatro de Bryce Canyon es uno de los escenarios naturales más formidables del planeta, un laberinto de columnas, arcos y caprichosas esculturas a los que la imaginación y la perspectiva humanas han bautizado con nombres como El Papa, Reina Victoria, El Puente de la Torre, la Muralla China, el Templo de Osiris, Gran Escalera… Lo que para el bueno de Ebenezer Bryce fue un lugar poco hospitalario y agotador, para el visitante actual es una maravilla natural cuyas formas y colores desprenden una magia única, incluso en una región tan rica en fenómenos espectaculares como es el sudoeste norteamericano.
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martes, 20 de abril de 2010

Tiahuanacu: Donde los muros tienen ojos


- Yo fui bautizada en el Catolicismo, pero ahora mis creencias han cambiado, evolucionado. Ahora creo en la Pachamama, la Madre Tierra-, afirmó con total naturalidad Rosa, una bajita muchacha de acentuados rasgos indígenas que se sentaba a mi lado en el autobús que aquella brumosa mañana me llevaba hacia Tiahuanaco.

La declaración de Rosa no dejaba de ser sorprendente en un país, Bolivia, cuya población es católica en un 95%. Estos son los datos oficiales, claro, porque la realidad suele esquivar las estadísticas gubernamentales. Y aquel frío once de abril, Domingo de Resurrección, la realidad tomaba por asalto la carretera que salía de La Paz hacia el lago Titicaca.

Salir de la capital en aquel día festivo no fue nada fácil. El autobús se vio metido de lleno en los atascos provocados por las procesiones y desfiles que llenaban las calles y carreteras. Lo chocante es que aquellas manifestaciones religiosas no eran de confesión católica, herencia de la conquista española, que uno podría esperar. Ciertamente, la mayor parte de los bolivianos sí son católicos, aunque la escasa implantación del clero en muchas áreas rurales ha conducido a una extraña fusión entre el credo cristiano y los sistemas de creencias incas o aymaras en lo que a ritos, doctrinas y supersticiones se refiere. Pero tampoco eran esas creencias sincréticas las que impulsaban el fervor de los participantes en las procesiones.

En los últimos tiempos las diferentes confesiones protestantes y evangélicas procedentes de Estados Unidos han conquistado un número considerable de almas en este país, quizá debido al descontento de unos fieles que no consiguen ver mejorada su vida gracias al catolicismo y abrazan la esperanza que prometen nuevos dogmas. La cantidad de marchas, desfiles y concentraciones que tenían lugar aquel Domingo de Resurrección por los barrios periféricos de La Paz que el autobús iba atravesando, era realmente apabullante. Se cruzaban unas con otras, algunas con fieles vestidos a la manera tradicional indígena, otras con irritantes y ruidosas bandas musicales cuyos miembros desafinaban con fervor, otras con el pastor profiriendo sus sermones y cánticos con ayuda de megáfonos... todos yendo y viniendo por los arcenes en una especie de enloquecido desfile de maniáticos que paralizaba el flujo rodado.

Precisamente, mi destino aquella mañana era un antiguo centro religioso. Emplazada en lo alto de los Andes, la ciudad de Tiahuanaco fue el centro espiritual y ceremonial de una civilización que dominó la región en los tiempos preincaicos. A una hora de camino por el Altiplano desde La Paz, Tiahuanaco es uno de los yacimientos arqueológicos más relevantes de América del Sur.

Aunque la cultura Tiahuanaco marcó la historia de estas tierras desde el año 500 al 900 d. C aproximadamente, poco es lo que se sabe de ella. Sus raíces parecen estar en la cultura Pucará, que se desarrolló a partir del 500 a.C. en la orilla peruana del lago Titicaca. Esta gigantesca reserva de agua dulce, a 3.812 metros de altitud, condicionó de manera decisiva las vidas de los pueblos que se desarrollaron en sus cercanías. La vida es muy dura en los Andes: el clima es frío y seco, el aire cortante, el suelo rocoso y poco apto para el cultivo, los desplazamientos difíciles a causa de la accidentada geografía... Por eso el Titicaca era una especie de oasis andino: donde hay agua hay vida y los antiguos indígenas podían sustentarse fácilmente con los peces que capturaban en sus aguas y con las aves, mamíferos y batracios que medraban en las orillas.

Pero, además, la humedad que el lago transmite al aire favorece los cultivos en los alrededores, circunstancia que aprovecharon los indígenas desarrollando una técnica agrícola que consistía en rellenar con tierra los espacios inundados por las lluvias, consiguiendo así ampliar el suelo cultivable. La quinua -una legumbre local-, el maíz y la patata fueron los productos más comunes. Y, con la agricultura, nació la ganadería. Fue aquí donde comenzaron a domesticarse la llama, la alpaca, la vicuña y el guanaco, camélidos endémicos de los Andes que con su lana, leche y carne mejoraron las condiciones de vida de los hombres. La vida seguía siendo difícil, pero menos, y ello permitió dedicar esfuerzos hacia actividades más elevadas que la simple supervivencia. Fue entonces cuando se desarrolló una cultura estable, la de los Pucará, que fijaron su centro en Tiahuanaco.

Entre el 500 y 700 de nuestra era, la construcción de la ciudad ya había comenzado. Hacia el siglo VII a. de C, Tiahuanaco podía considerarse una civilización que en muchos aspectos era tan avanzada como la de los antiguos egipcios: tenían un amplio sistema de caminos, canales de irrigación y cultivos en terrazas, construyeron barcos de madera capaces de transportar 55.000 kilos de troncos a lo largo de 48 km a través del lago cuyas orillas, en aquel entonces, llegaban hasta la misma ciudad; bloques de arenisca de 145 toneladas fueron acarreados de alguna forma desde una cantera situada a 10 km de distancia.

Tiahuanaco creció y prosperó durante esa época, conocida como Período Clásico, hasta convertirse en la capital religiosa y política del altiplano peruano. Hasta 20.000 personas llegaron a vivir aquí, repartidos en una superficie de alrededor de 3 km2. Los artesanos y arquitectos alcanzaron un nivel técnico notable: crearon cerámica, tallaron sillares con elaborados calendarios y diseños representando a su dios de barba blanca, Viracocha, así como otros jeroglíficos que aún permanecen sin descifrar.

Su influencia, tanto en lo referente a formas artísticas y métodos constructivos como a control religioso y político fue muy amplia, llegando a establecer diversas colonias a lo largo de la costa del Pacífico -en el sur de Perú y norte de Chile-, los lindes de la selva boliviana y el noroeste de Argentina. No parece, sin embargo, que la importancia de este protoimperio se apoyara en la fuerza de las armas. Había una clase guerrera bien considerada, pero se cree que fue la religión y el comercio lo que mantenía los lazos con las diferentes colonias.

Tiahuanaco permaneció habitada hasta el 1200 de. C. No se sabe bien cuáles fueron las causas del declive de esta cultura. Se ha propuesto que pudo deberse a un descenso en el nivel de agua del lago Titicaca -que en la actualidad dista 19 kilómetros de las ruinas de la ciudad- , lo que dejó a sus habitantes demasiado alejados de su fuente de agua. Otros postulan que fue atacada y su población masacrada por los Kollas (o Aymaras) provenientes del oeste. Cuando los españoles llegaron a estas tierras, oyeron hablar de una leyenda inca acerca de una batalla entre los Kollas y los “barbudos hombres blancos” en una isla del lago Titicaca. Esos hombres blancos pudieron haber sido los Tiahuanacos, algunos de los cuales quizá escaparon a la matanza refugiándose en esa isla. Los incas creían que la ciudad había sido construida por el mismísimo dios Viracocha; era allí desde donde reinaba sobre el mundo y el lugar de origen de los primeros seres humanos.

Lo primero que se percibe de Tiahuanaco es su falta de grandeza estética. No goza de la situación geográfica o la espectacularidad monumental de Macchu Picchu, Palenque o Teotihuacan, por mencionar sólo algunas de las ruinas más célebres de civilizaciones americanas. La parte excavada, correspondiente a la zona central de la ciudad, es bastante reducida y no han quedado demasiadas estructuras en pie a causa de la utilización de las piedras para otros usos y el robo con intereses lucrativos. Hay poca vegetación; aquí y allí un trozo de hierba verde consigue asomar entre las piedras tostadas por el sol.

Esta falta de intensidad visual es una de las razones por las que Tiahuanaco no ha sufrido un grado de reconstrucción arqueológica masivo como ha sucedido en yacimientos mayas o incas. El gobierno boliviano, incapaz de rentabilizar turísticamente el lugar, no se ha tomado demasiado interés en investigar la zona. Además, tampoco se han encontrado magníficas joyas o fantásticos tesoros que pudieran haber atraído a arqueólogos a la búsqueda de gloria y riqueza.

Por otra parte, sus restos han sido literalmente esparcidos por las cuatro esquinas del planeta. El oro fue saqueado por los españoles y trabajos de piedra y cerámica fueron a menudo destruidos por ser considerados ídolos paganos; muchas piezas acabaron expuestas en las vitrinas de museos europeos; los granjeros locales destruyeron objetos de valor al convertir las tierras circundantes en pastos y áreas de cultivo; la iglesia vendió o mantuvo ciertas figuras como curiosidades y otras fueron reutilizadas por los españoles en sus trabajos de construcción, incluida la línea de ferrocarril que une La Paz con Guaqui.

Sin embargo, el yacimiento, un gran complejo de 1.000 por 500 metros, no carece en absoluto de interés. Simplemente, hay que verlo con otros ojos y hacer un esfuerzo con la imaginación para reconstruir una ciudad a partir de una serie de plataformas, plazas, pirámides escalonadas, cámaras subterráneas, murallas adornadas con esculturas de caras humanas, estelas de piedra y megalitos. Y Tiahuanaco pone esta capacidad a prueba porque las ruinas a veces no llegan ni a esa categoría, sino que son simples elevaciones y colinas artificiales separadas por senderos que serpentean por entre los restos esparcidos y cuya interpretación es prácticamente imposible a menos que un guía te ilumine o que seas un experto en la materia. Es lo que pasa, por ejemplo, con la pirámide de Akapana, construida sobre una formación geológica preexistente, o la plataforma ritual de Kalasasaya.

Más claras están las cosas –o más enteras las piedras- en la estructura inconclusa conocida como Puerta del Sol, un pasaje megalítico esculpido a partir de un solo bloque de andesita de 44 toneladas y situado junto a la entrada del Templo de Kalasasaya. En su friso se distingue una figura adornada con una máscara solar carente de expresión y que extiende los brazos sosteniendo sendos bastones rematados por cabezas de animales. Este ser se conoce como Dios de Tiahuanaco, Dios de los Bastones o Dios Llorón, por las tallas en forma de lágrima que brotan de sus mejillas, y su imagen se repite con frecuencia en todas las decoraciones de Tiahuanaco. Se cree que es la deidad máxima de la cultura que habitó aquí, representación de un culto vinculado al Sol. De hecho, el lugar era conocido en tiempos preincáicos como Ciudad del Sol o Ciudad de los Dioses, nombres que eran intercambiables para un pueblo que creía que el sol era tanto una deidad como su antepasado primigenio.

Muy cerca del templo hay otra puerta similar, aunque más pequeña, esta con relieves de animales, que ha sido bautizada como Puerta de la Luna. Al este de la entrada principal del templo esta el Templete Semisubterráneo. Se trata de una especie de patio hundido, cuyos 700 m2 están rodeados por muros de arenisca decorados por 175 caras humanas. El aspecto alienígena de algunos rostros ha disparado las especulaciones de los entusiastas de costumbre, pero los expertos en culturas andinas apuntan a que esas "cabezas trofeo" pueden estar vinculadas con creencias de origen amazónico o de algún culto a los difuntos. El propio templo, bajo el nivel del suelo, podría representar el Mundo de los Muertos mientras que el Templo de Kalasasaya simbolizaría la Tierra.


Tiahuanaco fue el hogar de una civilización avanzada en astronomía y construcción, y eso solo por mencionar aquellos aspectos más llamativos y que se pueden ver a simple vista. Al carecer de escritura, nada sabemos acerca de su filosofía, sensibilidad o actitud frente al mundo. Sin embargo, y de manera inesperada, su antiguo papel de centro ceremonial se ha recuperado por una nueva y heterodoxa generación.

Cada 21 de junio, solsticio de invierno en el hemisferio sur, Tiahuanaco celebra el Año Nuevo Aymara. El festival atrae a 5.000 personas, muchas de ellas seguidores de religiones New Age que vienen de todo el mundo para participar en la gran fiesta, durante la que se bebe alcohol, se mascan hojas de coca, se sacrifican llamas y se baila hasta el amanecer. En ese momento, todo el mundo vuelve sus caras hacia el este para contemplar la salida del sol. Sus rayos se van alargando hasta penetrar en el recinto amurallado decorado con las peculiares caras, que emergen de las sombras para recibir la bendición del astro rey.



Resulta fascinante el poder que sobre el hombre ejercen los lugares sagrados, aprovechados una y otra vez por diferentes creencias. El culto a la deidad solar fue sustituido en el alma de los indígenas por el dogma cristiano, contaminado por residuos de la cultura y supersticiones arcaicas. Y ahora, los modernos aymaras regresan al culto de la Madre Tierra, mientras seguidores de nebulosas creencias New Age utilizan las antiguas piedras para bañarse con la luz del sol. Puede que las piedras de Tiahuanaco hayan ido desapareciendo con el tiempo, pero su influencia sobre el hombre no.
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lunes, 5 de abril de 2010

Atomium - Icono del siglo XX


En 1958, la energía atómica evocaba para gran parte de la gente imágenes nada tranquilizadoras: los hongos de Hiroshima y Nagasaki, la guerra fría, la división política mundial y la amenaza de un apocalipsis nuclear. Europa se hallaba dividida en dos bloques enfrentados que vivían en una tensión continua. En uno de ellos, el occidental, se comenzaba a fraguar el movimiento europeísta, cuyo centro era Bruselas. Fue precisamente en esa capital donde aquel mismo año se celebró una Exposición Universal.

Para entonces, las Exposiciones Universales eran ya una tradición bien establecida, eventos en los que se exhibía la fe en el progreso a través de exposiciones y edificios singulares que hacían uso de nuevos materiales y tecnologías, como el Palacio de Cristal de la Exposición de Londres de 1851 o la Torre Eiffel de la de París en 1889.

Los belgas hicieron una apuesta atrevida, incluso provocativa, al elegir como estandarte de la Exposición el símbolo del átomo, no como origen de muerte y destrucción, sino en su vertiente pacífica, como icono de la energía nuclear. Además, el lema seleccionado para el certamen fue "equilibrio para un mundo más humano", una llamada a la convivencia de ideologías y culturas que chocaba frontalmente con el sentimiento imperante de la época.

El encargado de diseñar el principal monumento de la muestra fue el ingeniero André Waterkeyn, cuyo proyecto consistió en levantar junto al castillo de Laeken un híbrido entre edificio y escultura de 102 metros de altura que representase, aumentados 165.000 millones de veces, los nueve átomos de un cristal de hierro. Era una mirada al interior de la materia, a la desintegración del átomo como culminación de la tecnología del momento.

El conjunto consta de ocho esferas de 18 metros de diámetro estructuradas alrededor de otra esfera central, todas ellas comunicadas entre sí por tubos de 3,3 metros de espesor y de 22 a 29 metros de longitud por cuyo interior los visitantes se desplazan mediante escaleras mecánicas. Tres de las esferas superiores se quedaron vacías, mientras que el resto de ellas, incluida la que ocupa la posición central, albergaron durante la Exposición Universal diversos actos, conferencias y debates.

El plan original contemplaba que todo el peso de la estructura descansara en el tubo central, pero los cálculos revelaron que las tensiones serían superiores a lo aconsejado, siendo necesario añadir piezas de apoyo debajo de tres de las esferas, recortando algo el liviano perfil inicial. Como suele suceder en este tipo de obras, el presupuesto inicial (que ascendía a la nada desdeñable cantidad de 4,2 millones de euros) resultó insuficiente para cubrir los costes totales, sobre todo por el recubrimiento que se aplicó a las esferas: una aleación de aluminio que proporcionaba a éstas un brillo especial al reflejar más intensamente tanto la luz solar diurna como la iluminación artificial que la rodeaba por la noche.

Como le sucedió a otro símbolo de una Exposición Universal, la Torre Eiffel, el Atomium consiguió sobrevivir al evento para el que fue concebido, hasta el punto de que hoy nadie recordaría tal celebración de no ser por él. Los planes iniciales contemplaban desmantelarlo al término de la muestra, pero alguien supo ver más allá y entender que la originalidad del edificio-escultura lo podría convertir en una excelente tarjeta de presentación de Bruselas junto al Manneken Pis y la Grand Place. Y así fue. El monumento que representó en su momento el futuro consiguió llegar a él. Aunque a punto estuvo de no hacerlo.

El descuido prolongado convirtió al Atomium en un riesgo, hasta el punto de que no se consideró seguro para el público y se cerró su acceso. Las autoridades llegaron incluso a considerar seriamente la posibilidad de echarlo abajo por el peligro que suponía su lamentable estado y el elevado coste de reconstrucción, que nadie quería asumir.

Finalmente, se decidió efectuar una renovación y salvarlo. Tras más de un año de minuciosa remodelación, el 18 de febrero de 2006 reabrió sus puertas para acoger a los miles de visitantes que, como nosotros, se acercan cada año hasta el parque Heysel, al norte de Bruselas, con el solo objetivo de verlo de cerca. El viejo aluminio de sus esferas plateadas, que con los años y la contaminación había perdido lustre, fue reemplazado por acero inoxidable tratado con una película protectora resistente a la acción de los agentes meteorológicos. Resulta llamativo que una restauración pueda llegar a costar, en términos relativos, más que la construcción. Nada menos que 25 millones de euros costó renovar 20 toneladas de la estructura, lo que supuso únicamente menos del 1% del peso del monumento (2.400 toneladas).

Hoy el Atomium, símbolo del siglo XX, continúa disfrutando de una edad dorada en el siglo XXI, como uno de los principales reclamos turísticos de Bruselas. La sociedad encargada de su explotación y gestión organiza exposiciones, proyecciones y estancias pedagógicas para niños en una zona especialmente diseñada para ellos. Hasta esta zona puede accederse en 25 segundos desde el nivel del suelo a través del ascensor que discurre por el tubo central. En realidad, el interior no es gran cosa y lo único realmente destacable se encuentra en la esfera superior, donde se encuentra un restaurante cuyas vistas sobre el parque Heysel, el antiguo recinto de la feria y la ciudad de Bruselas, son espléndidas.

Bruselas es una compleja mezcla, a menudo no bien aceptada, de modernidad y tradición, una ciudad en la que se integran instituciones de la Unión Europea y añejos edificios con varios siglos de antigüedad. La capital de Bélgica supo encontrar su lugar en el siglo XX gracias a su papel de centro administrativo del nuevo orden continental. Pero de todo lo edificado en la ciudad a lo largo de la última centuria -a menudo pulverizando viejos barrios históricos en el proceso- lo único que merece un lugar destacado en el corazón de los visitantes de la capital nominal de Europa es esta espectacular escultura gigante, el Atomium, un recordatorio del siglo en el que, por fin, comenzó a comprenderse la estructura íntima de la materia.
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