- Yo fui bautizada en el Catolicismo, pero ahora mis creencias han cambiado, evolucionado. Ahora creo en la Pachamama, la Madre Tierra-, afirmó con total naturalidad Rosa, una bajita muchacha de acentuados rasgos indígenas que se sentaba a mi lado en el autobús que aquella brumosa mañana me llevaba hacia Tiahuanaco.
La declaración de Rosa no dejaba de ser sorprendente en un país, Bolivia, cuya población es católica en un 95%. Estos son los datos oficiales, claro, porque la realidad suele esquivar las estadísticas gubernamentales. Y aquel frío once de abril, Domingo de Resurrección, la realidad tomaba por asalto la carretera que salía de La Paz hacia el lago Titicaca.
Salir de la capital en aquel día festivo no fue nada fácil. El autobús se vio metido de lleno en los atascos provocados por las procesiones y desfiles que llenaban las calles y carreteras. Lo chocante es que aquellas manifestaciones religiosas no eran de confesión católica, herencia de la conquista española, que uno podría esperar. Ciertamente, la mayor parte de los bolivianos sí son católicos, aunque la escasa implantación del clero en muchas áreas rurales ha conducido a una extraña fusión entre el credo cristiano y los sistemas de creencias incas o aymaras en lo que a ritos, doctrinas y supersticiones se refiere. Pero tampoco eran esas creencias sincréticas las que impulsaban el fervor de los participantes en las procesiones.
En los últimos tiempos las diferentes confesiones protestantes y evangélicas procedentes de Estados Unidos han conquistado un número considerable de almas en este país, quizá debido al descontento de unos fieles que no consiguen ver mejorada su vida gracias al catolicismo y abrazan la esperanza que prometen nuevos dogmas. La cantidad de marchas, desfiles y concentraciones que tenían lugar aquel Domingo de Resurrección por los barrios periféricos de La Paz que el autobús iba atravesando, era realmente apabullante. Se cruzaban unas con otras, algunas con fieles vestidos a la manera tradicional indígena, otras con irritantes y ruidosas bandas musicales cuyos miembros desafinaban con fervor, otras con el pastor profiriendo sus sermones y cánticos con ayuda de megáfonos... todos yendo y viniendo por los arcenes en una especie de enloquecido desfile de maniáticos que paralizaba el flujo rodado.
Precisamente, mi destino aquella mañana era un antiguo centro religioso. Emplazada en lo alto de los Andes, la ciudad de Tiahuanaco fue el centro espiritual y ceremonial de una civilización que dominó la región en los tiempos preincaicos. A una hora de camino por el Altiplano desde La Paz, Tiahuanaco es uno de los yacimientos arqueológicos más relevantes de América del Sur.
Aunque la cultura Tiahuanaco marcó la historia de estas tierras desde el año 500 al 900 d. C aproximadamente, poco es lo que se sabe de ella. Sus raíces parecen estar en la cultura Pucará, que se desarrolló a partir del 500 a.C. en la orilla peruana del lago Titicaca. Esta gigantesca reserva de agua dulce, a 3.812 metros de altitud, condicionó de manera decisiva las vidas de los pueblos que se desarrollaron en sus cercanías. La vida es muy dura en los Andes: el clima es frío y seco, el aire cortante, el suelo rocoso y poco apto para el cultivo, los desplazamientos difíciles a causa de la accidentada geografía... Por eso el Titicaca era una especie de oasis andino: donde hay agua hay vida y los antiguos indígenas podían sustentarse fácilmente con los peces que capturaban en sus aguas y con las aves, mamíferos y batracios que medraban en las orillas.
Pero, además, la humedad que el lago transmite al aire favorece los cultivos en los alrededores, circunstancia que aprovecharon los indígenas desarrollando una técnica agrícola que consistía en rellenar con tierra los espacios inundados por las lluvias, consiguiendo así ampliar el suelo cultivable. La quinua -una legumbre local-, el maíz y la patata fueron los productos más comunes. Y, con la agricultura, nació la ganadería. Fue aquí donde comenzaron a domesticarse la llama, la alpaca, la vicuña y el guanaco, camélidos endémicos de los Andes que con su lana, leche y carne mejoraron las condiciones de vida de los hombres. La vida seguía siendo difícil, pero menos, y ello permitió dedicar esfuerzos hacia actividades más elevadas que la simple supervivencia. Fue entonces cuando se desarrolló una cultura estable, la de los Pucará, que fijaron su centro en Tiahuanaco.
Entre el 500 y 700 de nuestra era, la construcción de la ciudad ya había comenzado. Hacia el siglo VII a. de C, Tiahuanaco podía considerarse una civilización que en muchos aspectos era tan avanzada como la de los antiguos egipcios: tenían un amplio sistema de caminos, canales de irrigación y cultivos en terrazas, construyeron barcos de madera capaces de transportar 55.000 kilos de troncos a lo largo de 48 km a través del lago cuyas orillas, en aquel entonces, llegaban hasta la misma ciudad; bloques de arenisca de 145 toneladas fueron acarreados de alguna forma desde una cantera situada a 10 km de distancia.
Tiahuanaco creció y prosperó durante esa época, conocida como Período Clásico, hasta convertirse en la capital religiosa y política del altiplano peruano. Hasta 20.000 personas llegaron a vivir aquí, repartidos en una superficie de alrededor de 3 km2. Los artesanos y arquitectos alcanzaron un nivel técnico notable: crearon cerámica, tallaron sillares con elaborados calendarios y diseños representando a su dios de barba blanca, Viracocha, así como otros jeroglíficos que aún permanecen sin descifrar.
Su influencia, tanto en lo referente a formas artísticas y métodos constructivos como a control religioso y político fue muy amplia, llegando a establecer diversas colonias a lo largo de la costa del Pacífico -en el sur de Perú y norte de Chile-, los lindes de la selva boliviana y el noroeste de Argentina. No parece, sin embargo, que la importancia de este protoimperio se apoyara en la fuerza de las armas. Había una clase guerrera bien considerada, pero se cree que fue la religión y el comercio lo que mantenía los lazos con las diferentes colonias.
Tiahuanaco permaneció habitada hasta el 1200 de. C. No se sabe bien cuáles fueron las causas del declive de esta cultura. Se ha propuesto que pudo deberse a un descenso en el nivel de agua del lago Titicaca -que en la actualidad dista 19 kilómetros de las ruinas de la ciudad- , lo que dejó a sus habitantes demasiado alejados de su fuente de agua. Otros postulan que fue atacada y su población masacrada por los Kollas (o Aymaras) provenientes del oeste. Cuando los españoles llegaron a estas tierras, oyeron hablar de una leyenda inca acerca de una batalla entre los Kollas y los “barbudos hombres blancos” en una isla del lago Titicaca. Esos hombres blancos pudieron haber sido los Tiahuanacos, algunos de los cuales quizá escaparon a la matanza refugiándose en esa isla. Los incas creían que la ciudad había sido construida por el mismísimo dios Viracocha; era allí desde donde reinaba sobre el mundo y el lugar de origen de los primeros seres humanos.
Lo primero que se percibe de Tiahuanaco es su falta de grandeza estética. No goza de la situación geográfica o la espectacularidad monumental de Macchu Picchu, Palenque o Teotihuacan, por mencionar sólo algunas de las ruinas más célebres de civilizaciones americanas. La parte excavada, correspondiente a la zona central de la ciudad, es bastante reducida y no han quedado demasiadas estructuras en pie a causa de la utilización de las piedras para otros usos y el robo con intereses lucrativos. Hay poca vegetación; aquí y allí un trozo de hierba verde consigue asomar entre las piedras tostadas por el sol.
Esta falta de intensidad visual es una de las razones por las que Tiahuanaco no ha sufrido un grado de reconstrucción arqueológica masivo como ha sucedido en yacimientos mayas o incas. El gobierno boliviano, incapaz de rentabilizar turísticamente el lugar, no se ha tomado demasiado interés en investigar la zona. Además, tampoco se han encontrado magníficas joyas o fantásticos tesoros que pudieran haber atraído a arqueólogos a la búsqueda de gloria y riqueza.
Por otra parte, sus restos han sido literalmente esparcidos por las cuatro esquinas del planeta. El oro fue saqueado por los españoles y trabajos de piedra y cerámica fueron a menudo destruidos por ser considerados ídolos paganos; muchas piezas acabaron expuestas en las vitrinas de museos europeos; los granjeros locales destruyeron objetos de valor al convertir las tierras circundantes en pastos y áreas de cultivo; la iglesia vendió o mantuvo ciertas figuras como curiosidades y otras fueron reutilizadas por los españoles en sus trabajos de construcción, incluida la línea de ferrocarril que une La Paz con Guaqui.
Sin embargo, el yacimiento, un gran complejo de 1.000 por 500 metros, no carece en absoluto de interés. Simplemente, hay que verlo con otros ojos y hacer un esfuerzo con la imaginación para reconstruir una ciudad a partir de una serie de plataformas, plazas, pirámides escalonadas, cámaras subterráneas, murallas adornadas con esculturas de caras humanas, estelas de piedra y megalitos. Y Tiahuanaco pone esta capacidad a prueba porque las ruinas a veces no llegan ni a esa categoría, sino que son simples elevaciones y colinas artificiales separadas por senderos que serpentean por entre los restos esparcidos y cuya interpretación es prácticamente imposible a menos que un guía te ilumine o que seas un experto en la materia. Es lo que pasa, por ejemplo, con la pirámide de Akapana, construida sobre una formación geológica preexistente, o la plataforma ritual de Kalasasaya.
Más claras están las cosas –o más enteras las piedras- en la estructura inconclusa conocida como Puerta del Sol, un pasaje megalítico esculpido a partir de un solo bloque de andesita de 44 toneladas y situado junto a la entrada del Templo de Kalasasaya. En su friso se distingue una figura adornada con una máscara solar carente de expresión y que extiende los brazos sosteniendo sendos bastones rematados por cabezas de animales. Este ser se conoce como Dios de Tiahuanaco, Dios de los Bastones o Dios Llorón, por las tallas en forma de lágrima que brotan de sus mejillas, y su imagen se repite con frecuencia en todas las decoraciones de Tiahuanaco. Se cree que es la deidad máxima de la cultura que habitó aquí, representación de un culto vinculado al Sol. De hecho, el lugar era conocido en tiempos preincáicos como Ciudad del Sol o Ciudad de los Dioses, nombres que eran intercambiables para un pueblo que creía que el sol era tanto una deidad como su antepasado primigenio.
Muy cerca del templo hay otra puerta similar, aunque más pequeña, esta con relieves de animales, que ha sido bautizada como Puerta de la Luna. Al este de la entrada principal del templo esta el Templete Semisubterráneo. Se trata de una especie de patio hundido, cuyos 700 m2 están rodeados por muros de arenisca decorados por 175 caras humanas. El aspecto alienígena de algunos rostros ha disparado las especulaciones de los entusiastas de costumbre, pero los expertos en culturas andinas apuntan a que esas "cabezas trofeo" pueden estar vinculadas con creencias de origen amazónico o de algún culto a los difuntos. El propio templo, bajo el nivel del suelo, podría representar el Mundo de los Muertos mientras que el Templo de Kalasasaya simbolizaría la Tierra.
La declaración de Rosa no dejaba de ser sorprendente en un país, Bolivia, cuya población es católica en un 95%. Estos son los datos oficiales, claro, porque la realidad suele esquivar las estadísticas gubernamentales. Y aquel frío once de abril, Domingo de Resurrección, la realidad tomaba por asalto la carretera que salía de La Paz hacia el lago Titicaca.
Salir de la capital en aquel día festivo no fue nada fácil. El autobús se vio metido de lleno en los atascos provocados por las procesiones y desfiles que llenaban las calles y carreteras. Lo chocante es que aquellas manifestaciones religiosas no eran de confesión católica, herencia de la conquista española, que uno podría esperar. Ciertamente, la mayor parte de los bolivianos sí son católicos, aunque la escasa implantación del clero en muchas áreas rurales ha conducido a una extraña fusión entre el credo cristiano y los sistemas de creencias incas o aymaras en lo que a ritos, doctrinas y supersticiones se refiere. Pero tampoco eran esas creencias sincréticas las que impulsaban el fervor de los participantes en las procesiones.
En los últimos tiempos las diferentes confesiones protestantes y evangélicas procedentes de Estados Unidos han conquistado un número considerable de almas en este país, quizá debido al descontento de unos fieles que no consiguen ver mejorada su vida gracias al catolicismo y abrazan la esperanza que prometen nuevos dogmas. La cantidad de marchas, desfiles y concentraciones que tenían lugar aquel Domingo de Resurrección por los barrios periféricos de La Paz que el autobús iba atravesando, era realmente apabullante. Se cruzaban unas con otras, algunas con fieles vestidos a la manera tradicional indígena, otras con irritantes y ruidosas bandas musicales cuyos miembros desafinaban con fervor, otras con el pastor profiriendo sus sermones y cánticos con ayuda de megáfonos... todos yendo y viniendo por los arcenes en una especie de enloquecido desfile de maniáticos que paralizaba el flujo rodado.
Precisamente, mi destino aquella mañana era un antiguo centro religioso. Emplazada en lo alto de los Andes, la ciudad de Tiahuanaco fue el centro espiritual y ceremonial de una civilización que dominó la región en los tiempos preincaicos. A una hora de camino por el Altiplano desde La Paz, Tiahuanaco es uno de los yacimientos arqueológicos más relevantes de América del Sur.
Aunque la cultura Tiahuanaco marcó la historia de estas tierras desde el año 500 al 900 d. C aproximadamente, poco es lo que se sabe de ella. Sus raíces parecen estar en la cultura Pucará, que se desarrolló a partir del 500 a.C. en la orilla peruana del lago Titicaca. Esta gigantesca reserva de agua dulce, a 3.812 metros de altitud, condicionó de manera decisiva las vidas de los pueblos que se desarrollaron en sus cercanías. La vida es muy dura en los Andes: el clima es frío y seco, el aire cortante, el suelo rocoso y poco apto para el cultivo, los desplazamientos difíciles a causa de la accidentada geografía... Por eso el Titicaca era una especie de oasis andino: donde hay agua hay vida y los antiguos indígenas podían sustentarse fácilmente con los peces que capturaban en sus aguas y con las aves, mamíferos y batracios que medraban en las orillas.
Pero, además, la humedad que el lago transmite al aire favorece los cultivos en los alrededores, circunstancia que aprovecharon los indígenas desarrollando una técnica agrícola que consistía en rellenar con tierra los espacios inundados por las lluvias, consiguiendo así ampliar el suelo cultivable. La quinua -una legumbre local-, el maíz y la patata fueron los productos más comunes. Y, con la agricultura, nació la ganadería. Fue aquí donde comenzaron a domesticarse la llama, la alpaca, la vicuña y el guanaco, camélidos endémicos de los Andes que con su lana, leche y carne mejoraron las condiciones de vida de los hombres. La vida seguía siendo difícil, pero menos, y ello permitió dedicar esfuerzos hacia actividades más elevadas que la simple supervivencia. Fue entonces cuando se desarrolló una cultura estable, la de los Pucará, que fijaron su centro en Tiahuanaco.
Entre el 500 y 700 de nuestra era, la construcción de la ciudad ya había comenzado. Hacia el siglo VII a. de C, Tiahuanaco podía considerarse una civilización que en muchos aspectos era tan avanzada como la de los antiguos egipcios: tenían un amplio sistema de caminos, canales de irrigación y cultivos en terrazas, construyeron barcos de madera capaces de transportar 55.000 kilos de troncos a lo largo de 48 km a través del lago cuyas orillas, en aquel entonces, llegaban hasta la misma ciudad; bloques de arenisca de 145 toneladas fueron acarreados de alguna forma desde una cantera situada a 10 km de distancia.
Tiahuanaco creció y prosperó durante esa época, conocida como Período Clásico, hasta convertirse en la capital religiosa y política del altiplano peruano. Hasta 20.000 personas llegaron a vivir aquí, repartidos en una superficie de alrededor de 3 km2. Los artesanos y arquitectos alcanzaron un nivel técnico notable: crearon cerámica, tallaron sillares con elaborados calendarios y diseños representando a su dios de barba blanca, Viracocha, así como otros jeroglíficos que aún permanecen sin descifrar.
Su influencia, tanto en lo referente a formas artísticas y métodos constructivos como a control religioso y político fue muy amplia, llegando a establecer diversas colonias a lo largo de la costa del Pacífico -en el sur de Perú y norte de Chile-, los lindes de la selva boliviana y el noroeste de Argentina. No parece, sin embargo, que la importancia de este protoimperio se apoyara en la fuerza de las armas. Había una clase guerrera bien considerada, pero se cree que fue la religión y el comercio lo que mantenía los lazos con las diferentes colonias.
Tiahuanaco permaneció habitada hasta el 1200 de. C. No se sabe bien cuáles fueron las causas del declive de esta cultura. Se ha propuesto que pudo deberse a un descenso en el nivel de agua del lago Titicaca -que en la actualidad dista 19 kilómetros de las ruinas de la ciudad- , lo que dejó a sus habitantes demasiado alejados de su fuente de agua. Otros postulan que fue atacada y su población masacrada por los Kollas (o Aymaras) provenientes del oeste. Cuando los españoles llegaron a estas tierras, oyeron hablar de una leyenda inca acerca de una batalla entre los Kollas y los “barbudos hombres blancos” en una isla del lago Titicaca. Esos hombres blancos pudieron haber sido los Tiahuanacos, algunos de los cuales quizá escaparon a la matanza refugiándose en esa isla. Los incas creían que la ciudad había sido construida por el mismísimo dios Viracocha; era allí desde donde reinaba sobre el mundo y el lugar de origen de los primeros seres humanos.
Lo primero que se percibe de Tiahuanaco es su falta de grandeza estética. No goza de la situación geográfica o la espectacularidad monumental de Macchu Picchu, Palenque o Teotihuacan, por mencionar sólo algunas de las ruinas más célebres de civilizaciones americanas. La parte excavada, correspondiente a la zona central de la ciudad, es bastante reducida y no han quedado demasiadas estructuras en pie a causa de la utilización de las piedras para otros usos y el robo con intereses lucrativos. Hay poca vegetación; aquí y allí un trozo de hierba verde consigue asomar entre las piedras tostadas por el sol.
Esta falta de intensidad visual es una de las razones por las que Tiahuanaco no ha sufrido un grado de reconstrucción arqueológica masivo como ha sucedido en yacimientos mayas o incas. El gobierno boliviano, incapaz de rentabilizar turísticamente el lugar, no se ha tomado demasiado interés en investigar la zona. Además, tampoco se han encontrado magníficas joyas o fantásticos tesoros que pudieran haber atraído a arqueólogos a la búsqueda de gloria y riqueza.
Por otra parte, sus restos han sido literalmente esparcidos por las cuatro esquinas del planeta. El oro fue saqueado por los españoles y trabajos de piedra y cerámica fueron a menudo destruidos por ser considerados ídolos paganos; muchas piezas acabaron expuestas en las vitrinas de museos europeos; los granjeros locales destruyeron objetos de valor al convertir las tierras circundantes en pastos y áreas de cultivo; la iglesia vendió o mantuvo ciertas figuras como curiosidades y otras fueron reutilizadas por los españoles en sus trabajos de construcción, incluida la línea de ferrocarril que une La Paz con Guaqui.
Sin embargo, el yacimiento, un gran complejo de 1.000 por 500 metros, no carece en absoluto de interés. Simplemente, hay que verlo con otros ojos y hacer un esfuerzo con la imaginación para reconstruir una ciudad a partir de una serie de plataformas, plazas, pirámides escalonadas, cámaras subterráneas, murallas adornadas con esculturas de caras humanas, estelas de piedra y megalitos. Y Tiahuanaco pone esta capacidad a prueba porque las ruinas a veces no llegan ni a esa categoría, sino que son simples elevaciones y colinas artificiales separadas por senderos que serpentean por entre los restos esparcidos y cuya interpretación es prácticamente imposible a menos que un guía te ilumine o que seas un experto en la materia. Es lo que pasa, por ejemplo, con la pirámide de Akapana, construida sobre una formación geológica preexistente, o la plataforma ritual de Kalasasaya.
Más claras están las cosas –o más enteras las piedras- en la estructura inconclusa conocida como Puerta del Sol, un pasaje megalítico esculpido a partir de un solo bloque de andesita de 44 toneladas y situado junto a la entrada del Templo de Kalasasaya. En su friso se distingue una figura adornada con una máscara solar carente de expresión y que extiende los brazos sosteniendo sendos bastones rematados por cabezas de animales. Este ser se conoce como Dios de Tiahuanaco, Dios de los Bastones o Dios Llorón, por las tallas en forma de lágrima que brotan de sus mejillas, y su imagen se repite con frecuencia en todas las decoraciones de Tiahuanaco. Se cree que es la deidad máxima de la cultura que habitó aquí, representación de un culto vinculado al Sol. De hecho, el lugar era conocido en tiempos preincáicos como Ciudad del Sol o Ciudad de los Dioses, nombres que eran intercambiables para un pueblo que creía que el sol era tanto una deidad como su antepasado primigenio.
Muy cerca del templo hay otra puerta similar, aunque más pequeña, esta con relieves de animales, que ha sido bautizada como Puerta de la Luna. Al este de la entrada principal del templo esta el Templete Semisubterráneo. Se trata de una especie de patio hundido, cuyos 700 m2 están rodeados por muros de arenisca decorados por 175 caras humanas. El aspecto alienígena de algunos rostros ha disparado las especulaciones de los entusiastas de costumbre, pero los expertos en culturas andinas apuntan a que esas "cabezas trofeo" pueden estar vinculadas con creencias de origen amazónico o de algún culto a los difuntos. El propio templo, bajo el nivel del suelo, podría representar el Mundo de los Muertos mientras que el Templo de Kalasasaya simbolizaría la Tierra.
Tiahuanaco fue el hogar de una civilización avanzada en astronomía y construcción, y eso solo por mencionar aquellos aspectos más llamativos y que se pueden ver a simple vista. Al carecer de escritura, nada sabemos acerca de su filosofía, sensibilidad o actitud frente al mundo. Sin embargo, y de manera inesperada, su antiguo papel de centro ceremonial se ha recuperado por una nueva y heterodoxa generación.
Cada 21 de junio, solsticio de invierno en el hemisferio sur, Tiahuanaco celebra el Año Nuevo Aymara. El festival atrae a 5.000 personas, muchas de ellas seguidores de religiones New Age que vienen de todo el mundo para participar en la gran fiesta, durante la que se bebe alcohol, se mascan hojas de coca, se sacrifican llamas y se baila hasta el amanecer. En ese momento, todo el mundo vuelve sus caras hacia el este para contemplar la salida del sol. Sus rayos se van alargando hasta penetrar en el recinto amurallado decorado con las peculiares caras, que emergen de las sombras para recibir la bendición del astro rey.
Cada 21 de junio, solsticio de invierno en el hemisferio sur, Tiahuanaco celebra el Año Nuevo Aymara. El festival atrae a 5.000 personas, muchas de ellas seguidores de religiones New Age que vienen de todo el mundo para participar en la gran fiesta, durante la que se bebe alcohol, se mascan hojas de coca, se sacrifican llamas y se baila hasta el amanecer. En ese momento, todo el mundo vuelve sus caras hacia el este para contemplar la salida del sol. Sus rayos se van alargando hasta penetrar en el recinto amurallado decorado con las peculiares caras, que emergen de las sombras para recibir la bendición del astro rey.
Resulta fascinante el poder que sobre el hombre ejercen los lugares sagrados, aprovechados una y otra vez por diferentes creencias. El culto a la deidad solar fue sustituido en el alma de los indígenas por el dogma cristiano, contaminado por residuos de la cultura y supersticiones arcaicas. Y ahora, los modernos aymaras regresan al culto de la Madre Tierra, mientras seguidores de nebulosas creencias New Age utilizan las antiguas piedras para bañarse con la luz del sol. Puede que las piedras de Tiahuanaco hayan ido desapareciendo con el tiempo, pero su influencia sobre el hombre no.
1 comentario:
Yo también estuve por allí, hace bastante tiempo. Estuve por carnaval y comprobé esa mezcla de tradiciones de la que hablas, sobre todo en Copacabana, cerca de la isla del sol.
Tiahuanaco me parece impresionante. No sé si has estado en Huaraz, el lugar empezó todo
, pero curiósamente tiene muchas similitudes con la cultura de Tiahuanaco con las cabezas clavas, los patios hundidos y el tipo de esculturas.
Un saludo y a seguir viajando!
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