En 1958, la energía atómica evocaba para gran parte de la gente imágenes nada tranquilizadoras: los hongos de Hiroshima y Nagasaki, la guerra fría, la división política mundial y la amenaza de un apocalipsis nuclear. Europa se hallaba dividida en dos bloques enfrentados que vivían en una tensión continua. En uno de ellos, el occidental, se comenzaba a fraguar el movimiento europeísta, cuyo centro era Bruselas. Fue precisamente en esa capital donde aquel mismo año se celebró una Exposición Universal.
Para entonces, las Exposiciones Universales eran ya una tradición bien establecida, eventos en los que se exhibía la fe en el progreso a través de exposiciones y edificios singulares que hacían uso de nuevos materiales y tecnologías, como el Palacio de Cristal de la Exposición de Londres de 1851 o la Torre Eiffel de la de París en 1889.
Los belgas hicieron una apuesta atrevida, incluso provocativa, al elegir como estandarte de la Exposición el símbolo del átomo, no como origen de muerte y destrucción, sino en su vertiente pacífica, como icono de la energía nuclear. Además, el lema seleccionado para el certamen fue "equilibrio para un mundo más humano", una llamada a la convivencia de ideologías y culturas que chocaba frontalmente con el sentimiento imperante de la época.
El encargado de diseñar el principal monumento de la muestra fue el ingeniero André Waterkeyn, cuyo proyecto consistió en levantar junto al castillo de Laeken un híbrido entre edificio y escultura de 102 metros de altura que representase, aumentados 165.000 millones de veces, los nueve átomos de un cristal de hierro. Era una mirada al interior de la materia, a la desintegración del átomo como culminación de la tecnología del momento.
El conjunto consta de ocho esferas de 18 metros de diámetro estructuradas alrededor de otra esfera central, todas ellas comunicadas entre sí por tubos de 3,3 metros de espesor y de 22 a 29 metros de longitud por cuyo interior los visitantes se desplazan mediante escaleras mecánicas. Tres de las esferas superiores se quedaron vacías, mientras que el resto de ellas, incluida la que ocupa la posición central, albergaron durante la Exposición Universal diversos actos, conferencias y debates.
El plan original contemplaba que todo el peso de la estructura descansara en el tubo central, pero los cálculos revelaron que las tensiones serían superiores a lo aconsejado, siendo necesario añadir piezas de apoyo debajo de tres de las esferas, recortando algo el liviano perfil inicial. Como suele suceder en este tipo de obras, el presupuesto inicial (que ascendía a la nada desdeñable cantidad de 4,2 millones de euros) resultó insuficiente para cubrir los costes totales, sobre todo por el recubrimiento que se aplicó a las esferas: una aleación de aluminio que proporcionaba a éstas un brillo especial al reflejar más intensamente tanto la luz solar diurna como la iluminación artificial que la rodeaba por la noche.
Como le sucedió a otro símbolo de una Exposición Universal, la Torre Eiffel, el Atomium consiguió sobrevivir al evento para el que fue concebido, hasta el punto de que hoy nadie recordaría tal celebración de no ser por él. Los planes iniciales contemplaban desmantelarlo al término de la muestra, pero alguien supo ver más allá y entender que la originalidad del edificio-escultura lo podría convertir en una excelente tarjeta de presentación de Bruselas junto al Manneken Pis y la Grand Place. Y así fue. El monumento que representó en su momento el futuro consiguió llegar a él. Aunque a punto estuvo de no hacerlo.
El descuido prolongado convirtió al Atomium en un riesgo, hasta el punto de que no se consideró seguro para el público y se cerró su acceso. Las autoridades llegaron incluso a considerar seriamente la posibilidad de echarlo abajo por el peligro que suponía su lamentable estado y el elevado coste de reconstrucción, que nadie quería asumir.
Finalmente, se decidió efectuar una renovación y salvarlo. Tras más de un año de minuciosa remodelación, el 18 de febrero de 2006 reabrió sus puertas para acoger a los miles de visitantes que, como nosotros, se acercan cada año hasta el parque Heysel, al norte de Bruselas, con el solo objetivo de verlo de cerca. El viejo aluminio de sus esferas plateadas, que con los años y la contaminación había perdido lustre, fue reemplazado por acero inoxidable tratado con una película protectora resistente a la acción de los agentes meteorológicos. Resulta llamativo que una restauración pueda llegar a costar, en términos relativos, más que la construcción. Nada menos que 25 millones de euros costó renovar 20 toneladas de la estructura, lo que supuso únicamente menos del 1% del peso del monumento (2.400 toneladas).
Hoy el Atomium, símbolo del siglo XX, continúa disfrutando de una edad dorada en el siglo XXI, como uno de los principales reclamos turísticos de Bruselas. La sociedad encargada de su explotación y gestión organiza exposiciones, proyecciones y estancias pedagógicas para niños en una zona especialmente diseñada para ellos. Hasta esta zona puede accederse en 25 segundos desde el nivel del suelo a través del ascensor que discurre por el tubo central. En realidad, el interior no es gran cosa y lo único realmente destacable se encuentra en la esfera superior, donde se encuentra un restaurante cuyas vistas sobre el parque Heysel, el antiguo recinto de la feria y la ciudad de Bruselas, son espléndidas.
Bruselas es una compleja mezcla, a menudo no bien aceptada, de modernidad y tradición, una ciudad en la que se integran instituciones de la Unión Europea y añejos edificios con varios siglos de antigüedad. La capital de Bélgica supo encontrar su lugar en el siglo XX gracias a su papel de centro administrativo del nuevo orden continental. Pero de todo lo edificado en la ciudad a lo largo de la última centuria -a menudo pulverizando viejos barrios históricos en el proceso- lo único que merece un lugar destacado en el corazón de los visitantes de la capital nominal de Europa es esta espectacular escultura gigante, el Atomium, un recordatorio del siglo en el que, por fin, comenzó a comprenderse la estructura íntima de la materia.
Para entonces, las Exposiciones Universales eran ya una tradición bien establecida, eventos en los que se exhibía la fe en el progreso a través de exposiciones y edificios singulares que hacían uso de nuevos materiales y tecnologías, como el Palacio de Cristal de la Exposición de Londres de 1851 o la Torre Eiffel de la de París en 1889.
Los belgas hicieron una apuesta atrevida, incluso provocativa, al elegir como estandarte de la Exposición el símbolo del átomo, no como origen de muerte y destrucción, sino en su vertiente pacífica, como icono de la energía nuclear. Además, el lema seleccionado para el certamen fue "equilibrio para un mundo más humano", una llamada a la convivencia de ideologías y culturas que chocaba frontalmente con el sentimiento imperante de la época.
El encargado de diseñar el principal monumento de la muestra fue el ingeniero André Waterkeyn, cuyo proyecto consistió en levantar junto al castillo de Laeken un híbrido entre edificio y escultura de 102 metros de altura que representase, aumentados 165.000 millones de veces, los nueve átomos de un cristal de hierro. Era una mirada al interior de la materia, a la desintegración del átomo como culminación de la tecnología del momento.
El conjunto consta de ocho esferas de 18 metros de diámetro estructuradas alrededor de otra esfera central, todas ellas comunicadas entre sí por tubos de 3,3 metros de espesor y de 22 a 29 metros de longitud por cuyo interior los visitantes se desplazan mediante escaleras mecánicas. Tres de las esferas superiores se quedaron vacías, mientras que el resto de ellas, incluida la que ocupa la posición central, albergaron durante la Exposición Universal diversos actos, conferencias y debates.
El plan original contemplaba que todo el peso de la estructura descansara en el tubo central, pero los cálculos revelaron que las tensiones serían superiores a lo aconsejado, siendo necesario añadir piezas de apoyo debajo de tres de las esferas, recortando algo el liviano perfil inicial. Como suele suceder en este tipo de obras, el presupuesto inicial (que ascendía a la nada desdeñable cantidad de 4,2 millones de euros) resultó insuficiente para cubrir los costes totales, sobre todo por el recubrimiento que se aplicó a las esferas: una aleación de aluminio que proporcionaba a éstas un brillo especial al reflejar más intensamente tanto la luz solar diurna como la iluminación artificial que la rodeaba por la noche.
Como le sucedió a otro símbolo de una Exposición Universal, la Torre Eiffel, el Atomium consiguió sobrevivir al evento para el que fue concebido, hasta el punto de que hoy nadie recordaría tal celebración de no ser por él. Los planes iniciales contemplaban desmantelarlo al término de la muestra, pero alguien supo ver más allá y entender que la originalidad del edificio-escultura lo podría convertir en una excelente tarjeta de presentación de Bruselas junto al Manneken Pis y la Grand Place. Y así fue. El monumento que representó en su momento el futuro consiguió llegar a él. Aunque a punto estuvo de no hacerlo.
El descuido prolongado convirtió al Atomium en un riesgo, hasta el punto de que no se consideró seguro para el público y se cerró su acceso. Las autoridades llegaron incluso a considerar seriamente la posibilidad de echarlo abajo por el peligro que suponía su lamentable estado y el elevado coste de reconstrucción, que nadie quería asumir.
Finalmente, se decidió efectuar una renovación y salvarlo. Tras más de un año de minuciosa remodelación, el 18 de febrero de 2006 reabrió sus puertas para acoger a los miles de visitantes que, como nosotros, se acercan cada año hasta el parque Heysel, al norte de Bruselas, con el solo objetivo de verlo de cerca. El viejo aluminio de sus esferas plateadas, que con los años y la contaminación había perdido lustre, fue reemplazado por acero inoxidable tratado con una película protectora resistente a la acción de los agentes meteorológicos. Resulta llamativo que una restauración pueda llegar a costar, en términos relativos, más que la construcción. Nada menos que 25 millones de euros costó renovar 20 toneladas de la estructura, lo que supuso únicamente menos del 1% del peso del monumento (2.400 toneladas).
Hoy el Atomium, símbolo del siglo XX, continúa disfrutando de una edad dorada en el siglo XXI, como uno de los principales reclamos turísticos de Bruselas. La sociedad encargada de su explotación y gestión organiza exposiciones, proyecciones y estancias pedagógicas para niños en una zona especialmente diseñada para ellos. Hasta esta zona puede accederse en 25 segundos desde el nivel del suelo a través del ascensor que discurre por el tubo central. En realidad, el interior no es gran cosa y lo único realmente destacable se encuentra en la esfera superior, donde se encuentra un restaurante cuyas vistas sobre el parque Heysel, el antiguo recinto de la feria y la ciudad de Bruselas, son espléndidas.
Bruselas es una compleja mezcla, a menudo no bien aceptada, de modernidad y tradición, una ciudad en la que se integran instituciones de la Unión Europea y añejos edificios con varios siglos de antigüedad. La capital de Bélgica supo encontrar su lugar en el siglo XX gracias a su papel de centro administrativo del nuevo orden continental. Pero de todo lo edificado en la ciudad a lo largo de la última centuria -a menudo pulverizando viejos barrios históricos en el proceso- lo único que merece un lugar destacado en el corazón de los visitantes de la capital nominal de Europa es esta espectacular escultura gigante, el Atomium, un recordatorio del siglo en el que, por fin, comenzó a comprenderse la estructura íntima de la materia.
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