span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: La Torre Eiffel- la vieja dama de hierro

jueves, 25 de marzo de 2010

La Torre Eiffel- la vieja dama de hierro


Los edificios representativos de una nación suelen ser siempre monumentales y fácilmente reconocibles, pues ese es su papel como símbolos de un país. En Washington DC, el Capitolio, la Casa Blanca y los monumentos que flanquean el Mall se han convertido en iconos americanos cuya tarea es reflejar el estatus del país a nivel internacional. En Gran Bretaña, los monumentos equivalentes son el Parlamento, Buckinham Palace y los ministerios que tienen su sede a lo largo de Whitehall hasta Trafalgar Square. En el caso de París hay una diferencia significativa: los monumentos más sobresalientes desde el punto de vista simbólico no son sedes de gobierno y poder, sino de cultura. Los Campos Elíseos, el Louvre, el Arco de Triunfo, han pasado a representar la identidad de la nación francesa allende sus fronteras de manera más inmediata que la Asamblea Nacional o el presidencial Palacio de Elíseo. Pero de todos los símbolos franceses, el más poderoso de todos es la Torre Eiffel.

La Torre Eiffel fue la culminación de una cadena de descubrimientos, nuevas tecnologías, talento personal, iniciativa empresarial y apoyo gubernamental. Hacia 1750, el aprovechamiento de la energía del carbón y el vapor permitió el abaratamiento de la producción del hierro fundido, el cristal y el acero. Entre los años 1775 y 1779 se tendió el primer puente de arco del mundo construido con hierro colado sobre el río Severn en Coalbrookdale, Inglaterra.
Ese fue el momento en el que nació la llamada arquitectura industrial, que tuvo su primera aplicación práctica en el recién nacido ferrocarril: puentes y estaciones de Inglaterra y Gran Bretaña comenzaron a introducir el hierro como parte fundamental de sus estructuras. Les seguirían las fábricas y los populares "pasajes comerciales", el primero de los cuales fue el de los Panoramas (París, 1800). Sin embargo, las "arquitecturas oficiales" británica y francesa no estaban aún preparadas para incorporar el metal como parte visible de sus edificios.

Donde los nuevos materiales y las técnicas que los acompañaban tuvieron su verdadero escaparate fue en las Exposición Universales. De hecho, para la primera de ellas, celebrada en Londres en 1851, Joseph Paxton construyó su celebrado Crystal Palace, un gran edificio de hierro y cristal que causó una enorme sensación en la época. Las estructuras metálicas eran idóneas para estos eventos autopublicitarios en los que los gobiernos deseaban mostrar al mundo su modernidad y avance tecnológico: los pabellones hechos de hierro tenían aspecto futurista, se construían en un taller y se montaban fácilmente con un coste cinco o diez veces más barato que la piedra. Además, una vez terminada la fiesta, se podían desmontar con igual rapidez y sus piezas podían fundirse y reutilizarse.

El artífice que mezclaría todos esos conocimientos con su propio genio para dar forma al que desde hace más de un siglo es símbolo de Francia fue Gustave Eiffel. Nacido en 1823, cursó estudios de química en la École Centrale, consiguiendo a continuación un empleo en un taller metalúrgico que fue adquirido por una compañía ferroviaria. Contaba 35 años cuando llegó su oportunidad de demostrar el talento que tenía a la hora de solucionar problemas de construcción, haciendo gala de tanta resolución como inventiva. Se trataba de construir un puente ferroviario de 500 metros de longitud, en un plazo de dos años y en unas condiciones de trabajo ciertamente difíciles. Su éxito en tal empresa le llevó a construir las estaciones de tren de Tolouse y Agen en 1865, ejemplos de estructuras que aunaban elegancia y funcionalidad. Su creciente prestigio le proporcionó contratos tanto en otros países como en el suyo propio, encargándose de la estructura de la Halle de Machines, en la Exposición Internacional de París de 1867.

Establecido por su cuenta tras comprar un taller metalúrgico, Eiffel amplió sus horizontes, realizando todo tipo de proyectos de ingeniería civil, entre ellos la estructura de la Estatua de la Libertad que hoy se ha convertido en uno de los símbolos de Nueva York. No iba a tardar en responsabilizarse de otro símbolo, esta vez para su propio país.

En 1884, el presidente francés presentó el proyecto de una nueva Exposición Universal a celebrar en 1889 y que conmemoraría el centenario del nacimiento de la República. Era necesario encontrar un emblema representativo del evento, algo que destacara de forma espectacular. Las propuestas presentadas no satisfizieron al ministro de comercio Kockroy, responsable de la organización del certamen. Y entonces aparece Eiffel, proponiendo algo que no suele fallar a la hora de atraer el interés: construir la estructura vertical más alta de la historia. Se trataba de alcanzar los 300 metros, una meta que ya se habían marcado sin éxito otros ingenieros europeos y norteamericanos de la época. Hasta la fecha, la construcción más alta del mundo era el obelisco de granito de Washington, que se levantaba 169 m del suelo .

Parecía un reto imposible, pero Eiffel contaba con un as en la manga. Dos ingenieros de su estudio, Maurice Koechlin (que ya se había encargado de los cálculos estructurales de la Estatua de la Libertad) y Émile Nougier habían patentado un diseño que se ajustaba a lo exigido pero que no había llegado a ser considerado para su ejecución. Viendo la oportunidad que se le presentaba, Eiffel compró la patente, mejoró el proyecto y lo presentó al concurso convocado a mediados de 1886 y en el que participaron 107 propuestas. Como era de esperar, no tuvo problemas para que su torre resultara seleccionada.

Empezaron entonces las complicadas negociaciones pecuniarias. Eiffel iba a necesitar toda su resolución, inventiva y recursos para levantar en dos años y medio la construcción más alta del mundo; y, lógicamente, quería obtener un beneficio económico de ello. Consiguió una subvención de un millón y medio de francos (aproximadamente un 20% del coste total estimado) así como el derecho a explotar comercialmente la torre durante el tiempo que durara la Exposición Universal. Aunque al término de la misma pasaría a ser propiedad de la ciudad, se embolsaría el taquillaje durante veinte años más. Seguramente, cuando en enero de 1887, Eiffel firmó el contrato para construir la torre podía presumir no sólo de su éxito como industrial, inventor y constructor, sino como financiero.

Menos de un mes más tarde, comenzaban las obras de cimentación. El ritmo de construcción constituyó todo un récord para la época y se consiguió gracias tanto a la técnica empleada como a la organización laboral establecida por el propio Eiffel. El ingeniero aplicó aquí la experiencia que había adquirido en la industria ferroviaria -de hecho, la torre se puede considerar como una especie de "pilar" de puente ferroviario-, hija a su vez del carbón y el hierro: los diferentes elementos se diseñaron y fabricaron en los talleres Gustave Eiffel & Cie, se numeraron y enviaron a pie de obra, en el Campo de Marte, utilizando barcazas por el Sena. Con ayuda de grúas montadas in situ los 18.030 módulos prefabricados se elevaron hasta sus emplazamientos correspondientes, utilizándose dos millones y medio de remaches para ensamblarlos.

El procedimiento de "montaje" de la torre fue revolucionario, pero habría sido imposible terminarlo en el plazo de 26 meses si Eiffel no hubiera establecido unas pautas de trabajo e inspirado un espíritu de orgullo y decisión poco habituales en sus obreros. Las condiciones de seguridad de la época dejaban mucho que desear y no eran una cuestión tan importante para los promotores como la velocidad o la rentabilidad. Pero Eiffel consiguió obtener magníficos resultados en estos dos últimos factores sin descuidar el primero: sólo una vida se perdió en la construcción de la torre, un coste ridículo si se compara con otros grandes proyectos de la época. No era ajeno a ello la estricta disciplina que el ingeniero impuso entre los trabajadores, prohibiendo terminantemente el consumo de alcohol y despidiendo a todo aquel que se viera involucrado en algún altercado.

Eiffel prefirió la calidad a la cantidad, una elección también poco usual para aquellos tiempos. Contrató a un número variable de expertos metalúrgicos según las necesidades de cada momento (de 80 a 250 personas) a quienes pagaba buenos salarios y a los que proporcionaba un servicio de comidas que les llevaba el almuerzo a la propia torre. Las condiciones de trabajo eran tan buenas que pronto se formó un espíritu de equipo que ligó a los obreros al importante trabajo que llevaban a cabo. Esto permitió que la nómina de trabajadores fuera estable y no hubiera de perderse tiempo en buscar, seleccionar y adiestrar nuevos operarios todas las semanas. A cambio, los obreros habían de trabajar en una jornada fija que se prolongaba desde las 6.30 hasta que se desvaneciera la luz solar, todos los días del año e independientemente de las condiciones meteorológicas.

Hoy se sigue considerando a la torre como un gran logro de la ingeniería civil y una construcción moderna en muchos sentidos. Ya hemos mencionado los novedosos procedimientos de montaje y lo que hoy los pedantes gustan llamar "gestión de recursos humanos". Pero hay más. Puede que hoy nos parezca lo más natural del mundo que cualquier estructura o edificio sea cuidadosamente diseñado, realizando cálculos sobre tensiones y fuerzas. Sin embargo, lo cierto es que la mayor parte de los edificios que se construyeron hasta entonces usando madera, piedra o ladrillo, se levantaron siguiendo el método de prueba y error. Eiffel era ingeniero, no arquitecto, y su enfoque difería sustancialmente de los de éstos. Además, lo que pretendía construir no era una estructura maciza, sino una gran celosía de hierro elaborada a base de módulos. Se hacía necesario tener en cuenta detalles como el viento que, dada la gran superficie implicada, podía llegar a derribar la torre si no se realizaban los cálculos adecuados -su estilizada cima responde precisamente a esa necesidad de mínima resistencia-.

La filigrana de hierro del diseño no sólo reunía valores estéticos, sino que permitió alcanzar los deseados 300 metros de altura, un récord que mantuvo durante nada menos que 42 años, hasta que en 1930, el Chrysler Building de la ciudad de Nueva York superó su altura por tan sólo 18 metros. Aunque parezca mentira a la vista de su tamaño, toda la estructura equivale únicamente a 9 m3 de hierro y su peso, 7.300 toneladas, es inferior al de un cilindro de aire equivalente a la circunferencia de su base.

Esta combinación de celosía clásica y moderna estructura modular no resultó del agrado de todos. Desde el primer momento y durante mucho tiempo después de su finalización, le llovieron críticas y comentarios mordaces. Guy de Maupassant afirmaba con sarcasmo que uno de sus restaurantes favoritos de París era el instalado en el primer piso de la Torre Eiffel, pues era el único lugar de la ciudad desde donde no podía contemplar aquel engendro. Desde todo tipo de foros bienpensantes se la calificó como "supositorio solitario", "vergüenza de París" o "candelabro trágico". Buen número de intelectuales firmaron un manifiesto en contra del proyecto, que consideraban un atentado estético, y arquitectos de la vieja escuela -entre ellos, Charles Garnier, arquitecto de la Ópera de París- se opusieron con vehemencia a la torre.

Tal rechazo tenía su razón de ser. Lo que hoy en día denominamos "arquitectura de ingeniería del siglo XIX no se consideraba realmente como arquitectura. La edificación de fábricas, grandes almacenes, pabellones de exposiciones y estaciones y puentes ferroviarios, esto es, todas las estructuras que comenzaron a surgir por primera vez en aquella época, eran "edificios funcionales", construidos con "metales comunes" como el hierro o el acero, de los que no se podía extraer ninguna obra de arte que mereciera el calificativo de "arquitectura". No debe extrañarnos por tanto que el destino de la torre tras la celebración de la Exposición, fuera la demolición.

A Eiffel no le debió resultar fácil soportar la avalancha de críticas, pero se mantuvo firme, afirmando que la belleza y la elegancia de su torre residían en la sensación de ligereza, transparencia, el efecto de tensión y de fragilidad. Tuvo que pasar más de medio siglo antes de que el gran público fuera consciente de tales virtudes.

Contradiciendo a todos los científicos escépticos que señalaban con precisión la altura a partir de la cual se colapsaría la construcción, la obra fue avanzando sin contratiempos hasta su finalización el 31 de marzo de 1889. Dos meses después, el 7 de mayo, se iluminó con bengalas para su inauguración. A lo largo de los seis meses siguientes, durante la vida de la Exposición, se convirtió en el elemento más popular de la misma, llegando a registrar 20.000 visitantes en un solo día. Todo el mundo quería subir en ascensor -otra de las grandes novedades del momento- a la construcción más alta del mundo. Los casi seis millones de francos que se recaudaron en taquilla fueron suficientes para cubrir los costes y hacer de Eiffel un millonario.

Pese a su éxito y al orgullo patrio con que fue recibido tan importante logro de la ingeniería y capacidad francesas, la polémica continuó hasta el cambio de siglo. Hubo proyectos para decapitarla y coronarla con una estatua de una mujer desnuda o para sustituir sus cuatro pilonos de apoyo por efigies de elefantes. Por fortuna ninguno se llevó a cabo y, con la llegada del siglo XX, cuando se fundieron arte, tecnología, ingeniería y arquitectura, el monumento no sólo terminó por acallar todas las protestas sino que pasó a recibir los elogios que merecía.



Durante bastantes años tras la finalización de la Exposición Universal de 1889, la torre se convirtió en el principal sustento de su creador. De hecho, fue la última obra de Eiffel, que aquel mismo año se vio afectado por el escándalo financiero que rodeó el proyecto del canal de Panamá y en el que el ingeniero había intervenido desde 1887 junto a otro compatriota, Lesseps. Éste acabó en la cárcel por apropiación indebida de fondos e Eiffel fue también condenado aunque finalmente puesto en libertad. La experiencia le había arrebatado la energía necesaria para continuar construyendo, así que se aferró a la torre, cuya explotación económica podía disfrutar aún durante bastantes años.

Primero la utilizó como plataforma ideal desde la que experimentar con la resistencia al viento de objetos en caída libre. Acabaría construyendo un túnel aerodinámico en la base, lo que añadió al currículo de Eiffel el ser uno de los pioneros de la ciencia aerodinámica. La torre volvió a ser objeto de atención gracias a la Exposición Universal de 1900. El espectro de la demolición volvió a planear sobre el monumento y Eiffel lo conjuró dándole una nueva utilidad en otro campo científico recién nacido: el de las comunicaciones. Desde ella se efectuaron las primeras transmisiones radioeléctricas al otro lado del Atlántico y en 1909, fecha en la que inicialmente se había previsto su desmantelamiento, ya había renovado su derecho a permanecer en pie. Tres años después, en 1912, la torre emitió por radio al mundo entero la señal horaria. En 1932 se instaló un gran reloj y en 1934 un termómetro. Un año después, la instalación de una antena permitió los primeros experimentos de televisión.

Además de su papel tecnológico, la torre continuó formando parte de la vida cotidiana parisiense. Desde 1926 hasta 1936, estuvo iluminada con una cascada de luces de colores con publicidad de Citroën, empresa patrocinadora cuya fábrica estaba cerca. En 1937, la torre vivió su última Exposición Universal hasta la fecha, la tercera, volviendo a ser el centro de atención gracias a los espectáculos de luz y los fuegos artificiales. Pintores, deportistas, músicos, cineastas... también han utilizado la torre como inspiración o lugar desde el que realizar algún acto destacado, ya sea lanzarse en paracaidas, conmemorar un evento o descender en bicicleta por las escaleras. Su última actuación estelar como símbolo de París fue con motivo de las celebraciones de fin de milenio, cuando 20.000 lámparas renovaron su imagen mientras a su alrededor se desplegaba un magnífico espectáculo de fuegos artificiales.


Hoy la torre puede gustar más o menos, pero nadie se plantea ya su desaparición. Nadie se acuerda tampoco de que su nombre original fue “torre de los 300 m” y que Torre Eiffel se lo pusieron sus detractores. Su forma ha pasado a ocupar el corazón no sólo de los parisienses sino de los cinco millones de visitantes que cada año suben a lo alto del monumento. Desde su inauguración, más de 200 millones de personas han visitado la torre Eiffel.

Es por ello que los parisienses asumen sin críticas ni protestas los tres millones de euros que cada siete años supone pintar de nuevo los 200.000 m2 de superficie de la torre con esmaltes especiales de tres gradaciones diferentes. A lo largo de quince meses, 25 pintores gastan 15.000 pinceles en renovar el buen aspecto de la estructura.

La Torre Eiffel es un símbolo nacional y ése es el motivo por el que hoy es apreciada por propios y extraños, que acuden hasta el Campo de Marte para rendirle homenaje. Pero es también un raro superviviente de una etapa de la arquitectura poco valorada en su momento y cuyos ejemplos son mucho más escasos, pese a su proximidad temporal, que los del barroco o el renacimiento. De hecho, la Torre Eiffel es casi el único testigo vivo de aquel sueño de creatividad. Los pabellones de las Exposiciones Universales fueron desmantelados sin remordimientos tras su breve vida. El hormigón armado, del que nacerían los rascacielos y que cambiaría el rostro de las ciudades para siempre, estaba a la vuelta de la esquina y los viejos materiales cayeron pronto en el olvido.

La Torre Eiffel es, pues, una celebración de la durabilidad y elegancia del hierro asi como el feliz resultado de la unión, por primera vez en la historia, de la arquitectura y su hermana, la ingeniería.

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