span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: 2012

martes, 20 de noviembre de 2012

Bayón: Budismo y egolatría real


En el centro de Angkor Thom, la ciudad devorada por la selva y antaño llena de vida, sobrevive lo que siempre fue el edificio más importante de la urbe, el Bayon, un espectacular templo funerario rodeado por un foso. Ahora se sabe que fue construido por Jayavarman VII, aunque durante mucho tiempo sus orígenes permanecieron en la sombra. Envuelto en la densa jungla, a los investigadores también les costó bastante tiempo darse cuenta de que se encuentra en el centro exacto de la ciudad de Angkor. Todavía hay muchos misterios asociados con el Bayon –como su función exacta o su simbolismo-, algo que parece de lo más apropiado para un monumento cuya imagen es la de un enigmático rostro sonriente.

El Bayon fue único incluso entre sus pétreos contemporáneos, porque se trataba de un monumento no sólo a un hombre, sino a una nación y su religión. Hacia 1181, cuando comenzó la construcción de la ciudad de Angkor Thom, el imperio jemer había sustituido el hinduismo por el budismo como fe oficial, por lo que las imágenes e iconografía de ambas religiones se solaparon y fusionaron en su arte. Esto nos da una clave para comprender la presencia de las cabezas que vimos en las murallas de la entrada a la ciudad. Jayavarman VII se veía a sí mismo como un buda compasivo, por lo que aquellas grandes cabezas podían interpretarse bien como las de Buda bien como las del egocéntrico monarca. De ahí se infería que el rey era un bodisatva, un ser iluminado comprometido a ayudar a los demás.

Es un lugar de pasillos estrechos, empinados tramos de escaleras y, lo mejor de todo, una colección
de 54 torres góticas decoradas con 216 enormes rostros de Avalokiteshvara, que se parecen mucho al propio rey y que ofrecen una fría sonrisa. Estas enormes cabezas observan desde todos los ángulos, emanando poder y control mezclados con pequeñas dosis de humanidad, precisamente la combinación necesaria para dominar tan enorme imperio, asegurando que la dispar y remota población cediera sumisa a su magnánima voluntad. Al caminar por aquí, una docena o más de cabezas se hacen visibles de una sola vez, a cara completa o de perfil.

A diferencia de Angkor Wat, que impresiona desde todos sus ángulos, el Bayon, en la distancia, no parece más que un cúmulo de glorificados escombros. Únicamente cuando se entra al templo y se accede al tercer nivel, la magia se hace aparente. La estructura básica del Bayon la constituyen tres sencillos niveles, que se corresponden más o menos con las tres fases de construcción. Debido a la avanzada edad del rey Jayavarman VII al inicio de las obras, éste nunca confió en que pudiera ser acabada antes de su muerte. Solo cuando se completaba una fase, se pasaba a la siguiente. Los dos primeros niveles tienen forma cuadrangular y están decorados con bajorrelieves. Desde aquí se asciende a un tercer nivel, este circular, en el que se encuentran las torres y sus rostros.

Pero puede que el Bayon, además de su poder y simbolismo espiritual, hubiera sido el custodio de un mensaje político, aunque hoy no sea posible verlo de forma clara. Porque en su origen, una estatua de Jayavarman, desaparecida hace tiempo, se alzaba sobre el resto de las cabezas coronando toda la estructura. El aspecto triunfal y mundano del Bayon se refuerza por el kilómetro de bajorrelieves con más de 11.000 figuras que decoran sus muros. En ellos se recoge con detalle la victoria de los ejércitos jemeres liderados por el propio Jayavarman sobre los invasores cham.

Las tallas, no obstante, deben su fama no sólo a la representación de batallas, sino a la información
que nos han legado sobre la vida cotidiana en la Camboya del siglo XII. Efectivamente, son los únicos que no muestran temas mitológicos sino acontecimientos cotidianos del siglo XII: desfiles militares, hindúes adorando un lingam, gente despiojándose, mujeres dando a luz, personas jugando al ajedrez, peleas de gallos, mujeres vendiendo pescado en el mercado, animales persiguiendo personas, un circo jemer con equilibristas y enanos, gente comiendo en sus casas, trabajando el campo... Es curioso comprobar cómo muchos aspectos de la vida cotidiana de los antiguos jemeres son similares a los de hoy. Las casas, los mercados, los carros tirados por bueyes, los rickshaws, los instrumentos musicales actuales... son casi idénticos a los que unos anónimos escultores tallaron en granito hace ocho siglos.

Es, sin duda, un lugar con un poder extraordinario. Antes de marcharnos me detengo junto al foso y vuelvo a mirar al Bayon, sus cabezas del dios/rey se reflejan en las tranquilas aguas del foso que lo circunda. Parece como si aquellas caras hubieran sido talladas y colocadas en el lugar exacto que proclamara que el edificio estaba vivo, que era una estructura sagrada cuyas mismísimas piedras vibraban con energía.

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jueves, 11 de octubre de 2012

Ta Prohm - La ruina perfecta




Existen lugares en el mundo, cada vez más escasos, en los que, si se tiene suerte, todavía se puede sentir el eco del romántico espíritu de las hazañas de exploración de antaño. Uno de ellos es la ciudad "perdida" de Angkor, epítome de la transitoriedad de la gloria, de la fragilidad de la civilización y el inmenso y despiadado poder de la Naturaleza.

Una de las imágenes más evocadoras e icónicas de la figura del explorador es la del occidental blanco abriéndose paso a machetazos por la densa jungla para encontrarse, inesperadamente, con los grandiosos restos de una ciudad largo tiempo olvidada dominada por una arquitectura misteriosa e intimidante. Y eso fue precisamente lo que a mediados del siglo XIX le sucedió a Charles-Emile Bouillevaux, un misionero francés que se topó con unas colosales ruinas de paredes ricamente talladas engullidas por la selva.

Unos años más tarde, otro explorador francés, el naturalista Henri Mouhot, también quedó maravillado ante ese conjunto de más de cien templos budistas e hinduistas repletos de relieves y estatuas de extravagante belleza que ofrecían a sus ojos un extenso catálogo no sólo de las creencias y mitos de sus extintos habitantes, sino de su vida cotidiana: bailarinas, reyes, elefantes, guerreros, artesanos... Pero, ¿quiénes habían sido sus constructores? ¿cuál había sido la causa de su caída? ¿Cómo era posible que los antepasados de aquellos camboyanos sumidos en la miseria hubieran sido capaces de semejante hazaña? Era un enigma, porque los documentos históricos que se habían conservado acerca de la historia de Camboya no retrocedían más allá del siglo XV.

Los arqueólogos se pusieron a trabajar de inmediato y cuanto más averiguaban más asombrados quedaban. Angkor fue una enorme ciudad que llegó a contabilizar un millón de habitantes en sus años de apogeo, una cifra veinte veces superior a la de la mayor urbe europea de aquellos tiempos. Sus restos son colosales, pero no constituyen más que el esqueleto pétreo de un cuerpo urbano mayormente edificado de madera y paja. Sólo el ladrillo o la piedra, materiales reservados a los dioses, han sobrevivido a los siglos y la selva.

La enseñanza y divulgación histórica a las que debemos nuestros conocimientos son claramente
etnocentristas. Los logros de las civilizaciones geográficamente alejadas de la nuestra son dejados de lado sin tener en cuenta que sus éxitos merecen el mismo grado de consideración. Pero, aún así, hay otros factores que contribuyen a la marginación de las culturas asiáticas. Por ejemplo, a diferencia de griegos, romanos o árabes, no existe un abundante cuerpo de documentos escritos que hayan pasado de una cultura a otra a través del tiempo y ello fue debido a la costumbre tradicional de utilizar como soporte de escritura cortezas, hojas de palmera o pieles, todas ellas fácilmente degradables. Y, no menos importante, las claves religiosas y la visión antropocéntrica de estas civilizaciones son en muchos casos tan diferentes de la occidental que el desciframiento de sus claves -a menudo llevado a cabo por eruditos occidentales- requiere un esfuerzo adicional.

El imperio jemer, responsable de la edificación de Angkor, se extendió desde el año 802 d.C. hasta 1432 d.C. y nació a partir de grupos que salieron de los reinos meridionales de China para asentarse a lo largo del curso del río Mekong. En ese periodo, el imperio con base en Angkor se constituyó en una de las grandes potencias del Sudeste Asiático. En el curso de esos seis siglos, naturalmente, hubo de todo: auges y declives, prosperidad y confusión, guerras de invasión y revoluciones religiosas, conquista de imperios vecinos y rivalidades por la sucesión, destrucción y reconstrucción... Comenzó siendo una civilización de religión y cultura hinduistas para adoptar luego el budismo y su correspondiente legado espiritual e intelectual. Su prosperidad material se basó en la construcción de un sofisticado sistema de infraestructuras hidráulicas que aseguraba el alimento incluso en la época seca.

Los sucesivos reyes construyeron sus propios templos-montaña rodeados de lagos (una alegoría del
sagrado Monte Meru del hinduismo) que, a su vez, pasaban a formar parte del sistema hídrico de la ciudad. El declive llegó precisamente por causa del agua. Se cree que el sistema hidráulico de embalses y canales que sostenía la agricultura de Angkor se estiró demasiado. Lentamente empezó a encenagarse debido a la superpoblación y la deforestación. Como sucede actualmente en muchos puntos del planeta, la supervivencia acabó directamente ligada a la relación entre población y medioambiente. El deterioro del segundo tuvo su reflejo en la primera. Por otra parte, la incesante edificación de templos llevó a continuas tensiones económicas y sociales que desembocaron en la invasión de un pueblo de Vietnam del sur, los chams, que incendiaron la ciudad y saquearon sus tesoros en 1177. Los jemeres, liderados por Jayavarman VII, tardaron cuatro años en reaccionar y expulsar a los chams fuera de Angkor y Camboya. Jayavarman se convirtió en el rey más importante de la historia jemer. Una de sus maravillosas construcciones fue el Ta Prohm.

Conviene llegar a Ta Prohm a primera hora de la mañana, antes de que las multitudes de turistas inunden el lugar arruinando su silencioso encanto. Estas pintorescas ruinas son lo más parecido que podemos encontrar en Angkor a la visión que disfrutaron aquellos primeros exploradores. Porque, al contrario que otros templos de mayor tamaño, éste no ha sufrido un proceso de conservación que incluyera la limpieza de la cubierta vegetal. Ya se deba ello a la imposibilidad material de arrancar los árboles sin dañar los edificios -tal es el grado de simbiosis a que han llegado- ya sea por una motivación puramente estética, la visita a Ta Prohm constituye una experiencia única que ningún visitante de Angkor debe dejar pasar. Es cierto también que el recinto está lejos de ser salvaje y que los conservadores se ocupan en contener un avance descontrolado de la jungla que no sólo haría impracticable su apertura al turismo sino que acabaría por engullir a la propia construcción.

Un paseo por Ta Prohm es como caminar por el interior de un esqueleto sagrado tapizado de musgo, rodeado de una capa de vegetación y protegido del sol por una cubierta de frondosos árboles de edad indefinida. Sus raíces, como si tuvieran vida propia, emergen del suelo y abrazan con fuerza los frontones, galerías y muros, como si trataran de romper y tragar los bloques de piedra. Es como presenciar la escena congelada de un enorme drama en el que la Naturaleza se enfrenta con su fecundidad y paciencia a la obra del hombre vengándose por haber sido sometida durante siglos.

Esta misteriosa fusión de elementos orgánicos y minerales debió tener un aspecto muy diferente nada
más terminar su construcción por orden de Jayavarman VII. Tan importante o más que su faceta militar y política, la religión de este rey cambió la historia de su imperio y de la actual Camboya. Durante siglos la fuente de divinidad real reposó en la deidad hindú Siva -y a veces, en Visnú-. Jayavarman VII adoptó el budismo mahayana y dedicó sus oraciones a Avalokiteshvara, el bodhisattva de la compasión, para que lo iluminara durante su reinado. El budismo -en este caso el Mahayana- cree que la manera de escapar del ciclo de reencarnaciones era hacer méritos. En cambio, el budismo Theravada, que llegó más tarde y es el predominante hoy en día, consideraba que la salvación se conseguía mediante rituales y ceremonias personales.

Es posible que, siguiendo los pasos que en Occidente dio Constantino al abrazar el cristianismo, Jayavarman decidiera convertirse a una religión que ya gozaba de un amplio apoyo popular entre sus súbditos. Los expertos barajan también la posibilidad de que hubiera sido la destrucción de la ciudad de Angkor por los invasores cham la pieza que terminara de socavar la fe en el carácter divino de la realeza jemer. Era necesaria una nueva religión que ayudara a recuperar la confianza en algo más grande que el hombre.

Y la religión budista, claro está, tuvo su reflejo en la arquitectura. Jayavarman VII se embarcó en una mareante lista de proyectos para la construcción no sólo de templos, sino de toda una nueva ciudad, Angkor Thom, rodeada de murallas y un foso que formaba parte del complejo sistema de irrigación de Angkor.

Entre los templos construidos durante su reinado esta el Ta Prohm, levantado a partir de 1186 y
conocido entonces como Rajavihara (Monasterio del Rey). Originalmente dedicado a la madre del rey, es uno de los pocos de la región de Angkor donde las inscripciones en las paredes, datadas en el siglo XII, nos dan detalles sobre los trabajadores y sacerdotes que moraban en el interior de esta ciudad religiosa. Y es que Ta Prohm era mucho más que un templo. Su población era de nada menos que 12.640 habitantes, incluyendo 13 altos sacerdotes, 2.740 funcionarios, 615 bailarinas, artesanos y granjeros que trabajaban produciendo arroz para el sustento de los sacerdotes y funcionarios. ¡Qué espectáculo debió resultar la contemplación de la pompa y el lujo de la corte jemer, con todos sus colores y formas destacando contra el tapiz verde de la jungla!.

Pero como sucede con muchas cosas hermosas, este centro de culto religioso resultó ser más frágil de lo que sus rocas y pilares harían pensar. Hace ya siglos que desaparecieron las tiendas, los palacios, las bibliotecas y los hogares de sacerdotes, burócratas y artistas. Todo ha sido reclamado por una jungla imbatible. La obra del hombre, una vez más, no superó el enfrentamiento con la Naturaleza. Todo está envuelto en una sofocante cortina de vegetación que convierte a Ta Prohm en el lugar favorito de Angkor para mucha gente.

Grandes escarabajos y lagartos han excavado sus hogares en este laberinto de torres, patios cerrados y pasillos estrechos. Por muchos de los corredores ya no es posible pasar al hallarse obstruidos por grandes bloques de piedra delicadamente tallados, desplazados por las raíces de los árboles. Los bajorrelieves de las paredes están cubiertos de una pátina de liquen, musgo y plantas trepadoras, y los arbustos brotan desde los techos de las monumentales terrazas.

Grandes bloques de hasta una tonelada yacen en el suelo vencidos por la fuerza de la gravedad; otros aún la desafían, mostrando sus intimidades arquitectónicas. Ceibas centenarias, algunas apoyadas sobre arbotantes, dominan el ambiente mientras sus hojas filtran la luz del sol y proyectan una capa grisácea sobre toda la escena. De las muchas formaciones de raíces, la más conocida es la que está en el interior del gopura (pabellón de entrada) situado más al este del recinto central, apodado “árbol cocodrilo”. Antes se podía escalar hasta las galerías más dañadas, pero ahora está prohibido para proteger el templo -y a los visitantes-.

Es difícil imaginar un lugar tan ruinoso y desordenado que a la vez posea tanta plasticidad, tantos
recovecos imposibles de disposición tan perfecta. Así es como las ruinas deberían ser: salvajes, auténticas, la fusión perfecta de brillantez artística, devoción religiosa y esa caprichosa armonía propia del mundo natural. A ello se une el sentimiento morboso que da la certeza de que lo que se ve, esta arquitectura orgánica involuntariamente casada con la humana, no va a perdurar. Como todos los seres vivientes, Ta Prohm está muriendo. La vegetación lo devora. ¡Pero qué muerte más magnífica!

Aunque, pensándolo dos veces, quizá no dejen morir a la gallina de huevos de oro. Talarán los árboles, arrancarán las raíces que estrangulan las ruinas y volverán a poner las piedras una encima de la otra. Pero tampoco en este caso Ta Prohm seguirá siendo el mismo. Desaparecerá completamente esa ilusión que ahora nos invade, imaginando que somos el Indiana Jones galo que descubrió el lugar en un estado muy similar al que ahora vemos.

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viernes, 31 de agosto de 2012

Lago Tonle Sap - el corazón líquido de Camboya




Los 1.900 km de aguas navegables de Camboya siguen constituyendo un elemento clave en el sistema de transporte del país, especialmente si se tiene en cuenta el estado en el que se encuentran la mayor parte de las carreteras y vías férreas. Nuestra intención es llegar a Siem Riap desde Battambang y de las dos opciones posibles (interminables horas en un traqueteante y caluroso autobús o un recorrido fluvial), elegimos sin dudar la acuática.

A las siete de la mañana abordamos la embarcación que efectúa el recorrido expreso en tan sólo cinco horas. Su capacidad teórica suele ser de unas treinta personas y aunque normalmente se rebasan con creces, aquel día tengo suerte y mis únicos compañeros de viaje aparte de los dos miembros de la tripulación resultan ser un oficial del ejército, una señora de mediana edad cargada hasta lo imposible de sacos y bolsas de lo más heterogéneo, tres turistas franceses y cuatro camboyanos.


El patrón y su ayudante colocan la impedimenta en el techo de la motora, encienden con un leve petardeo el motor, desatracan la embarcación y nos ponemos en marcha. Inmediatamente trepo hasta el techo para disfrutar del panorama que brinda uno de los recorridos en barco más espectaculares del continente asiático.

La embarcación comienza recorriendo estrechas vías fluviales, roza los árboles de las orillas y nos permite echar un vistazo cercano a la vida cotidiana de los camboyanos más humildes. La gente se lava en las achocolatadas aguas o hace la colada, repara las redes de pesca o atiende los fuegos siempre encendidos sobre los que se cuece el arroz. Los niños chapotean entre el barro, las mujeres venden plátanos y hortalizas, los pescadores remiendan las redes o colocan sus capturas en cestos de mimbre. Casi todas las viviendas son chamizos paupérrimos hechos con madera y paja de cuyas ventanas asoman las cabezas de niños que nos gritan excitados agitando sus manos en gesto de saludo. Merodeando entre la espesura, pastando entre la jugosa hierba, se mueven escuálidas vacas blancas: aquí no se utilizan como fuente de leche sino como animales de trabajo en los cultivos. Allí asoma el esbelto minarete blanco de una mezquita; algo más allá, las estilizadas formas de madera policromada que anuncian la presencia de un templo budista.

Si exceptuamos los motores fueraborda de unos cuantos sampans el paisaje podría ser muy similar al de hace siglos, con multitud de sencillas canoas de madera con gastados motores diesel, con bordas tan bajas que a menudo sus usuarios han de achicar agua con botellas de plástico cortadas por la mitad o viejos cazos. Para ahorrar combustible, utilizan los motores tan solo para desplazamientos largos, siendo lo normal que se impulsen y maniobren sirviéndose de rudimentarios remos.

A bordo de las primitivas embarcaciones, niños desnudos solos, mujeres con sus cabezas protegidas por amplios tocados, madres que cuidan a sus
retoños de corta edad mientras tienden sus redes haciéndolas flotar con boyas improvisadas hechas a partir de botellas de pvc vacías, forman un laberinto por el que nuestro barco ha de abrirse paso causando no poco trastorno y obligando a los pescadores a sujetarse a sus botes para no caer al agua al ser zarandeados por nuestra estela. Desde nuestra privilegiada atalaya observamos y somos observados por los habitantes de estas tierras aparentemente paradisíacas y generosas, pero cuyos caprichos meteorológicos pueden ser igualmente crueles y destructores.

El rio va ensanchándose hasta desembocar en el lago Tonle Sap, el órgano vital del país junto con el río del mismo nombre y el Mekong. Se trata del mayor lago de agua dulce del Sudeste Asiático, un maravilloso fenómeno natural que proporciona pescado y agua de riego a la mitad de la población de Camboya.

El lago está conectado al sistema hídrico presidido por el Mekong, que discurre de norte a sur del país, entrando por el norte desde Laos y atravesando una amplia llanura aluvial antes de abandonar Camboya por la frontera suroccidental con Vietnam. Es la vía fluvial más larga del sudeste asiático y uno de los ríos de mayor recorrido del mundo. Varios de sus tributarios son, a su vez, ríos importantes.

Los geólogos creen que el lago Tonle Sap se formó debido al impacto de un gran meteorito hace
770.000 años, creando un gran cráter de 100 km de diámetro. En este gran agujero se vertían varios ríos cuyo nacimiento se localizaba en las colinas circundantes. Al llenarse de agua, el cráter se convirtió en un lago, el corazón de Camboya.

El lago se une al río Mekong en Phnom Penh mediante un canal de 100 km de longitud conocido también como Tonle Sap ("tonle" significa “río”). De mediados de mayo a principios de octubre (la estación húmeda), el nivel del Mekong sube rápidamente debido a las lluvias del monzón y la fundición de hielo en los Himalayas, haciendo que el río Tonlé Sap retroceda y fluya hacia el noroeste, entrando así en el lago Tonlé Sap. Durante esta época, el lago aumenta su superficie de 2.500 km2 a 10.000 km2 o más, y su profundidad máxima pasa de unos 2,2 metros a más de 10 metros. A principios de octubre, cuando el nivel de agua del Mekong empieza a descender, el curso del río Tonlé Sap cambia de sentido, vaciando el lago y devolviendo las aguas al Mekong.

Este extraordinario proceso no sólo fertiliza enormes superficies agrícolas, sino que lo convierte en una de las fuentes de pescado de agua dulce más ricas del mundo, ya que los bosques inundados constituyen unos fértiles lugares de desove. Los expertos creen que las migraciones de peces desde el lago ayudan a repoblar las pesquerías en lugares tan septentrionales como China. De la industria pesquera vive un millón de personas en Camboya y la captura de un solo pescador en el lago es de una media de entre 100 kg y 200 kg al día en la estación seca. De aquí proviene nada menos que el 60% de la pesca del país, una cifra aún más espectacular si tenemos en cuenta que Camboya cuenta con una generosa salida al mar y varios puertos pesqueros. De acuerdo con el tonelaje de capturas por kilómetro cuadrado, es el lago más rico del mundo en cuanto a pesca

Este ecosistema único ha contribuido a que se otorgara al Tonle Sap la categoría de biosfera
protegida, pero quizá eso no baste para protegerlo de las presas que se construyen río arriba y de la deforestación desenfrenada, amenazas que siempre van de la mano. Las presas, incluido el embalse de Sambor, cerca de Kratie, y el de Si Phan Done, en el sur de Laos, deparan consecuencias inciertas para las pautas que seguirá la corriente del Mekong, así como para los hábitos migratorios de los peces. La tala ilegal desprende la capa superior del suelo en las tierras altas de Camboya y el cieno es arrastrado por los ríos del país hasta el lago. Las zonas de agua menos profunda podrían a su vez comenzar a encenagarse, lo que acarrearía consecuencias desastrosas, no sólo para Camboya, sino también para el vecino Vietnam. Es de esperar que se tomen medidas para proteger de daños posteriores a esta maravilla natural única, pero si la población camboyana sigue creciendo a un ritmo de 300.000 habitantes al año, no habrá protección que valga.

Las tranquilas aguas del lago se convierten en un espejo perfecto en el que cielo y tierra se confunden en un espejismo ondulante. Los nenúfares y la espesa alfombra de vegetación flotante -en realidad una plaga que obstaculiza la penetración de los rayos de sol y succiona el oxígeno del agua en detrimento de los peces- se combinan con el verde de las copas de los árboles que sobresalen de entre las grisáceas aguas como si fueran icebergs. A algunas de ellas se amarran embarcaciones, auténticas casas flotantes que albergan a familias enteras que han hecho del lago su modo de vida. La pesca no solo les proporciona alimento, sino que les ofrece un artículo con el que comerciar y conseguir otros productos.

A primera vista, el lago y sus barcas-vivienda parece una postal extraída de tiempos ancestrales. Un examen más detallado capta la antena parabólica que asoma del tejadillo de mimbre. Ni siquiera este alejado lugar, donde el mundo parece detenerse, deja de estar tocado por los tentáculos globalizadores que están cambiando el planeta.

La espesa alfombra de vegetación flotante llega en algunos tramos a convertirse en un inmóvil tapiz que se diría adherido a una superficie sólida. El barco ha de cortar con la quilla este
césped acuático o bien seguir canales abiertos por otras embarcaciones y que quizá al día siguiente hayan desaparecido engullidos por la móvil capa de vegetación. Uno de los tripulantes de pie sobre la proa vigila e indica a su compañero del timón la dirección a seguir. Cada cierto tiempo, nos encontrábamos con otros navegantes que venían de frente y debíamos maniobrar con cuidado dentro del estrecho canal como si de una angosta carretera se tratara.

Nuestro recorrido nos llevó también hasta una de las aldeas levantadas sobre plataformas flotantes -mantenidas en la superficie a base de barriles de gasoil vacíos- en mitad del lago. Según su proximidad a la orilla, las casas pueden estar levantadas sobre pilotes, pero cuentan con paneles que se desplazan hacia arriba o hacia abajo dependiendo de la estación del año: en la estación húmeda sólo se utiliza la parte superior de la vivienda y en la estación seca la inferior.

Sus habitantes son criaturas acuáticas cuya vida cotidiana parece asemejarse poco a la nuestra. No
hay calles y para salir de casa es necesario una barca. Los vendedores se desplazan en canoa, entregando sus mercancías con ayuda de una cesta atada a una cuerda. Los niños de corta edad reman hasta la escuela y su único lazo físico con el exterior lo constituye el ferry que todos los días llega hasta aquí con provisiones y artículos del mundo exterior que se halla al otro lado de las aguas. Una chica se acercó en su barca para recoger su correo: una revista de moda juvenil que parecía fuera de lugar en un sitio semejante, pero que la muchacha recibió con una sonrisa de manos del tripulante, remando tan satisfecha con la publicación en su regazo de vuelta a su casa.

Cada vez es más difícil encontrar comunidades real y efectivamente aisladas del resto del mundo. Ni siquiera aquí, por mucho que nos pueda parecer otro planeta, estas gentes son ajenas a lo que ocurre a su alrededor. Antenas parabólicas, teléfonos móviles, aparatos de radio, ... pero sí es cierto que viven de forma mucho más independiente, autosuficiente y todavía en contacto con una naturaleza que se ha convertido en algo desconocido y ajeno para miles de millones de urbanitas de todo el planeta. Los habitantes de este lugar se han adaptado a su medio en un proceso que ha durado muchísimas generaciones, hasta llegar a un equilibrio entre el medio ambiente y sus necesidades. Lo que menos necesitan son nuevas carreteras y presas de costes millonarios, los objetivos favoritos de muchos donantes internacionales por los beneficios que obtienen las empresas que se hacen cargo de tales proyectos. Esos costes deberían emplearse en sanidad y educación, y en limpiar las zonas que permanecen plagadas de minas anti-persona como consecuencia de sus guerras y que aún son un grave problema para el país.

Pero no nos engañemos. Las condiciones de vida son difíciles: hay poco espacio y la humedad es elevada -con todo, consiguen criar cerdos y aves-. Lo que para nosotros es un lugar exótico digno de ser fotografiado, para sus habitantes es una molestia. Estar bien adaptado no significa que se renuncie a mejorar. La periódica subida y bajada de las aguas supone un trastorno por mucho que sepan cómo hacerle frente. Así que el gobierno camboyano está actualmente recolocando a estas gentes en poblados en tierra firme desde donde puedan seguir dedicándose a su actividad pesquera.

El horizonte ha dejado de ser una línea definida, y el cielo se va cubriendo con amenazadoras nubes que anuncian tormenta. Conseguimos escapar del chaparrón. En otra de las extensas aldeas que toca el ferry, desembarca la mujer de las mil bolsas; se trata seguramente de la dueña de alguna tienda/palafito. A cambio, embarcamos un cubo de agua con un montón de serpientes metidas en una red, destinadas probablemente a convertirse en licor local. Un poco más allá, el motor temblequea, tose y luego enmudece. El embrague, consistente en unas endebles cadenas amarradas con correas, se ha soltado y dejado el bote a la deriva. Flotamos un rato sin rumbo, a trescientos metros de la aldea, mientras el ayudante del conductor se encoge bajo cubierta bregando con el motor. Tras varios intentos y salidas en falso, el barco resucita a regañadientes y continuamos camino hasta el ya cercano Siem Reap, donde nos espera el tráfago turístico propio de una ciudad en rápido crecimiento situada junto a una atracción de primer orden: Angkor.


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martes, 7 de agosto de 2012

El tren de bambú - Raíles en peligro de extinción




La red férrea de Camboya es, como la vieja red de carreteras, una de las más famosas de Asia; y no por la calidad de las infraestructuras, el lujo de sus trenes o la puntualidad en el servicio. Más bien todo lo contrario. De hecho, no existe el servicio de pasajeros como tal. Desde luego, si uno queda poseído por un espíritu aventurero especialmente masoquista quizá pueda conseguir un rincón en el vagón de un tren de mercancías. Eso sí, no debe olvidar que los trenes viajan a una velocidad media de 20 km/h, que se tardan más de doce horas en cubrir distancias de 300 km, que los puentes no siempre están en buen estado y suele haber tantos baches como en las carreteras a causa de las deformidades que el tiempo, el clima y la falta de mantenimiento han impuesto sobre las vías. Y, claro, siempre está la posibilidad, bastante frecuente, de que el tren descarrile, circunstancia más molesta que peligrosa debido a la escasa velocidad a la que los maquinistas se ven obligados a circular.

La red está en vías -nunca mejor dicho- de ser revisada de cara a su futura conexión con el Ferrocarril Transasiático, que el día de mañana conectará Singapur con China –su puesta en marcha llevará unos cuantos años y en estos lares nunca es sabio establecer las fechas con precisión-. Mientras tanto, la red ferroviaria camboyana consiste en 654 km de vías estrechas de un sentido, en algunos casos construida en la Segunda Guerra Mundial y, me atrevería a decir, sin haber disfrutado de mantenimiento desde entonces.

La guerra civil, que abarcó gran parte de las décadas de 1980 y 1990, impuso al sistema ferroviario camboyano unas características particulares. Todos los trenes se equiparon con un vagón fortificado con cubierta de estaño provisto de una enorme metralleta y numerosos orificios para armas en sus laterales. Además, los dos primeros vagones llanos del tren funcionaban como limpiadores de minas. El trayecto en el primer vagón era gratuito y en el segundo se pagaba la mitad de precio; a pesar de los riesgos, estas opciones eran extremadamente populares entre los vietnamitas –cuyo ejército, por aquel entonces, estaba al cargo del gobierno del país tras haber expulsado a los jemeres rojos.

Pero nuestro objetivo no era martirizarnos con la experiencia de un vagón de mercancías a paso de tortuga, sino montar en el conocido como “tren de bambú”, un invento local compuesto por una estructura de madera de 3 m, cubierta con listones de un bambú ligerísimo, que descansa sobre dos vagonetas que parecen barras. La trasera va conectada por correas a un motor de gasolina de 6 CV. Solo queda ponerle encima 10 o 15 personas, o hasta tres toneladas de arroz, arrancar con la manivela y circular a una velocidad de 15 km/h.

La genialidad del sistema es que ofrece una solución brillante al problema inevitable que puede darse en una línea de una sola vía: qué hacer cuando se encuentran dos trenes en sentidos opuestos. En el caso de los trenes de bambú, la respuesta es sencilla: uno de los convoyes se desmonta rápidamente y se coloca en el suelo junto a las vías para que pueda pasar el otro. La norma es que tiene que ceder la prioridad el tren con menos pasajeros, aunque las motocicletas hacen valer sus privilegios, por lo que si el viajero lleva una (o tiene una convincente moto hinchable de señuelo) recibirá trato VIP.

Uno puede preguntarse qué ocurre cuando un tren de bambú se encuentra con un tren convencional que va embalado. En primer lugar, los trenes camboyanos, como hemos dicho, no circulan a gran velocidad, sino que más bien se arrastran. En segundo lugar, los conductores de trenes de bambú saben el horario de los trenes ordinarios. Y en tercer lugar, los trenes convencionales se oyen a gran distancia cuando pitan, lo que da tiempo más que de sobra para bajarse y desmontarlo todo.

Alquilar un tren privado de bambú de O Dambong a O Sra Lav cuesta tan sólo 8 dólares y no sólo supone recorrer uno de los trayectos de ferrocarril más clásicos de todos los tiempos, sino que constituye toda una diversión. Desde O Dambong, en la orilla este, 3,7 km al sur del antiguo puente de piedra de Battambang, el tren va al sureste hacia O Sra Lav, durante media hora de chasquidos y tumbos por raíles combados y desaliñados y puentes que producen vértigo construidos por los franceses. La velocidad que alcanzan es notable (unos 40 km/h), sensación que se ve aumentada por el hecho de circular muy cerca del suelo y por vías literalmente invadidas por la selva, hasta el punto de que ya no se distinguen bajo la vegetación. En más de una ocasión hubimos de agachar la cabeza o cubrirnos la cara para protegernos de alguna rama traicionera o las hojas de una gran planta con medio cuerpo en la vía.

En el recorrido de vuelta comenzó a llover. Yo había tenido la precaución -siempre aconsejable en los trópicos- de llevar conmigo mi impermeable, y conseguí salir del trance relativamente bien; algunos de mis compañeros, sin embargo, terminaron el recorrido como si se hubieran lanzado a una piscina. Y es que no sólo no había protección alguna contra los elementos en aquella plataforma sólo tapizada por una esterilla trenzada con corteza de banano, sino que con la lluvia, las vías se volvían más resbaladizas y, dado el lamentable estado de las mismas, el riesgo de descarrilamiento aumentaba. Así que era necesario disminuir la marcha, prolongando el tiempo de viaje y, por tanto, la exposición al diluvio.

Nuestro “maquinista”, Batak, nos contó que está previsto eliminar el tren de bambú. Si al final es sustituido por un tren en condiciones, aunque no sea en absoluto lujoso, los camboyanos no echarán de menos al tren de bambú. Lo que para unos, los turistas, es exotismo y diversión, para otros, los que conviven con él, es subdesarrollo y molestias. Sin embargo, mientras llega ese momento, no está de más experimentar algo quizá único en el mundo y que a no mucho tardar no será más que una imagen en las fotos de los viajeros y un recuerdo en sus memorias.
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jueves, 5 de julio de 2012

WAT PHRA KAEO - Budismo y poder



En su larga historia no exenta de tribulaciones, catástrofes y guerras, Tailandia no ha estado sujeta nunca a un gobierno colonial, lo que constituye un motivo de orgullo nacional. Sus raíces políticas se remontan al siglo VII, al reino de Namchao, en la actual provincia china de Yunnan. Aunque el budismo había estado presente en esa región en fecha tan temprana como el 200 d.C., no fue hasta el siglo XIII que esa religión se institucionalizó, favoreciendo la unificación política y cultural del naciente imperio Tai.

Pese a su gigantesco tamaño y la febril actividad que desborda sus calles, el papel de Bangkok en la historia de la nación tailandesa es mucho más reciente. No fue hasta 1782 que el primero de los monarcas de la dinastía Chakri, Rama I, estableció en esa localidad su corte real, emprendiendo un proyecto constructor que pretendía recuperar el prestigio ya casi legendario de Ayutthaya, la antigua capital, destruida por los birmanos en 1767. Convertido en el nuevo centro político del país, no pasó mucho tiempo antes de que Bangkok pasara también a ser el corazón económico, y también religioso, de Tailandia.


Y es que budismo y monarquía son inseparables en un país en el que el 90% de sus habitantes practican esa religión. Desde los tiempos del rey Rama III ha sido costumbre que todos los monarcas sean ordenados monjes en el Wat Bournivet antes de ocupar el trono. El rey Rama IV incluso llegó a servir allí durante 27 años antes de tomar las riendas de la nación. Ello no es sino un reflejo de la importancia que la educación religiosa tiene para el pueblo: tradicionalmente, todos los varones tailandeses entran en un monasterio como parte de su proceso de madurez, durante al menos tres meses. Algunos permanecen en la comunidad religiosa el resto de sus vidas. Quizá el lugar que mejor ejemplifica esa alianza entre el poder político y el religioso es el Palacio Real y el Wat Phra Kaeo, en Bangkok, un conjunto que aúna edificios sede y símbolo de la monarquía y un monasterio sin monjes que ejerce el papel de capilla real.

El Palacio Real, emplazado en la amplia Sanam Louang (Plaza Real), está rodeado por una larga
muralla almenada de blancos muros cuya longitud es de casi dos kilómetros. Hace ya tiempo que los reyes, sus familias y sirvientes no residen aquí: aunque sigue siendo la sede oficial de la monarquía, ya hace más de cien años que el rey Rama V trasladó la corte a otro lugar más tranquilo; actualmente la familia real pasa la mayor parte del tiempo en el Palacio de Chitralada, también en Bangkok. Sin embargo, la riqueza arquitectónica del complejo lo hace ideal para albergar de vez en cuando actos oficiales que requieran un decorado suntuoso. No es que sus muros alberguen una gran carga histórica porque, al fin y al cabo, tienen poco más de doscientos años (su construcción se inició en 1782). Lo que los hace especiales es la llamativa yuxtaposición de estilos en los que la tradición oriental se mezcla con influencias occidentales clásicas.

El Chakri Maha Prasad es el edificio principal y su interior -cerrado al público- alberga la sala del trono. Su arquitectura fusiona, con resultado inesperadamente estético, los estilos tai y victoriano. La parte inferior del edificio es obra de un arquitecto británico mientras que los tejados han conservado
el aspecto siamés tradicional. Por su parte, Dusit Maha Prasad, a la derecha, fue construido en la época de la Revolución Francesa, durante el reinado de Rama I y presenta un estilo tai claramente más elegante. Fue utilizado por última vez en 1910 para la ceremonia de investidura de Rama VI. Hoy, hay poca vida aquí aparte del ajetreo turístico y la atenta vigilancia de los soldados que custodian el complejo. Sin embargo, los densos grupos de turistas de pantalones cortos, camisetas de colores chillones y cámaras fotográficas en ristre son a veces eclipsados por el brillante azafrán que tiñe las túnicas de los nutridos grupos de monjes que acuden aquí en peregrinación, a veces desde lugares muy lejanos. No es tanto el Palacio Real el motivo de su visita sino el magnífico complejo anexo, el Wat Phra Kaeo y su reliquia más preciada: el Buda Esmeralda.

Al penetrar en la primera muralla del recinto se aprecia a la izquierda la puerta que se abre sobre el
Wat Phra Kaeo, templo real cuyo prestigio lo situa por encima de los del resto del país y que históricamente ha estado muy ligado a la capital, puesto que fue uno de los primeros edificios construidos por Rama I entre 1782 y 1784 con ocasión del establecimiento en Bangkok de la capital. Su regio estatus ha alejado la vida religiosa. No hay monjes ni ceremonias periódicas y sólo se utiliza para ciertos rituales dirigidos por el rey. Es, no obstante, una verdadera ciudad religiosa con patios, pabellones, chedis y estatuas de criaturas mitológicas en un compacto y barroco complejo cuya espectacularidad ornamental tiende a distraernos de lo más importante desde el punto de vista espiritual, aquel elemento singular para cuyo cuidado fue construido el monasterio: el Buda Esmeralda. Se trata de una pequeña estatua tallada en nefrita (una variedad de jade, no la piedra preciosa de la que presume su nombre) que casi pasa desapercibida en la estancia principal. Es éste uno de los budas tailandeses más venerados porque simboliza la legitimidad de la dinastía reinante y encarna todas sus hazañas.

La figura fue descubierta en Chiang Rai, en el norte del país a comienzos del siglo XV cuando un rayo partió en dos una estupa. Para ocultar su auténtica riqueza, la estatua había sido recubierta de una capa de estuco (una práctica común en una época en la que los pillajes eran cosa corriente). Durante generaciones, se había perdido el recuerdo de lo que realmente se ocultaba bajo tan humilde cascarón, hasta que una caída accidental reveló la verdad. La sorpresa y la admiración por la estatua de jade se mezcló con la superstición popular para otorgarle unos misteriosos poderes. Como no podía ser de otra forma, los poderosos quisieron servirse de ese símbolo para sus propios fines. A mediados del siglo XVI, invasores laosianos robaron el sagrado Buda y lo trasladaron a Vientiane, amargando las relaciones entre ambas naciones. A finales del siglo XVIII, tras librar una guerra contra sus vecinos, los tailandeses recuperaron la estatua tras una batalla y nombraron rey a su líder militar, el general Taksin, que ascendió al trono como Rama I cuando, como dijimos al principio, los tailandeses fueron expulsados de Ayuthaya. El nuevo monarca no pudo menos que construir un magnífico emplazamiento para custodiar la figura que, al fin y al cabo, consideraba responsable de su entronamiento y símbolo de la bendición divina sobre su dinastía.

Es por ello que el edificio más importante de Wat Phra Kaeo es el templo que alberga esta estatua de
75 cm de altura. Se trata de una sólida sala de oración en cuyo centro se alza una plataforma de mármol rodeada por imágenes de garudas dorados (pájaros mágicos divinos), que protegen a la figura de los espíritus diabólicos. El interior de la estancia está recubierto del techo al suelo con extraordinarios frescos inspirados tanto en la vida y las enseñanzas de Buda como en la cosmogonía hinduísta. La brillante túnica que viste la figura es cambiada por el propio rey al iniciarse cada estación (redecilla de oro en invierno, lentejuelas azules en la estación de las lluvias y oro y diamantes en verano).Monjes y devotos se detienen en una pequeña capilla anexa para realizar con sentido respeto sus ofrendas de incienso, comida y pan de oro antes de entrar en el recinto y arrodillarse a los pies del Buda, el auténtico corazón espiritual de Tailandia que, desde su altar elevado en forma de carro celeste y protegido por un parasol dorado de nueve pisos, les contempla con la beatífica expresión que sólo una divinidad puede regalar.

En cuanto nos alejamos de la capilla y su ininterrumpido murmullo de oraciones susurradas, el patio principal nos golpea como un rayo con una explosión de luz y color que se diría extraida de una fantasía oriental. Allá donde posemos la vista, encontramos estupas, pabellones, campanarios, espiras y techos superpuestos de tejas de colores curvados en los extremos que deslumbran con filigrana de pan de oro y mosaicos. Demonios de cara verde y criaturas mitológicas devuelven insolentes la mirada al intruso. Es una atmósfera fantasmagórica enfatizada por el aroma de las flores y el incienso que escaoa de las capillas. Resulta fácil perderse en este laberinto místico custodiado por gigantes de colmillos ganchudos y mujeres pájaro o kinaris, criaturas extraidas de la rica mitología hinduista.

El carácter de símbolo político-religioso nacional del Wat Phra Kaeo vuelve a sustanciarse en el espectacular claustro que discurre alrededor de la capilla real. En sus muros de un kilómetro cubiertos de sofisticados frescos discurren ante los ojos del visitante las hazañas de Phra Ram, el legendario héroe adoptado del hinduísmo. Camino por el porche desde la puerta norte, contemplando fascinado la riqueza pictórica de las escenas. El poema está dividido en segmentos, cada uno de los cuales muestra un pasaje relevante en el centro, incluyendo la conclusión del mismo pintada arriba o debajo de la escena principal.

Lo que estoy viendo es la traslación pictórica del Ramakien, una magna obra de literatura que en
realidad es la versión tailandesa del conocido poema épico hindú Ramayana, en el que se narran las peripecias de Rama, séptima reencarnación del dios Vishnú -cuya figura aparece representada con la cara verde- y Sita -la hermosa dama de torso desnudo-. La joven pareja es desterrada a los bosques junto al hermano de Rama. En este entorno pastoral, el perverso rey Ravana (con muchos brazos y caras) se disfraza de ermitaño y secuestra a Sita. Rama se alia con Hanuman, el rey mono, para atacar a Ravana y rescatar a su amada. Aunque Rama tiene sangre azul y es el protagonista nominal del gran poema, Hanuman es el auténtico héroe de la aventura gracias a su lealtad, valor y astucia. Todo terminará felizmente, pero entretanto deberán enfrentarse a malvados enemigos, luchar en grandes batallas y frustrar los malvados planes que se tejen contra ellos.

La épica llegó a Tailandia gracias a los viajes misioneros de monjes indios y cingaleses. No tardó en aparecer una versión local, el Ramakien, en la que se adaptaron personajes y lugares a la idiosincrasia y cultura tai: Rama pasa a ser Phra Ram, monarca de Ayuthia (una ciudad de leyenda que más adelante daría nombre a Ayuthaya); Ravana se transforma en Tosakan, un monstruo de diez cabezas; y Hanuman pierde su divinidad para quedarse sólo con el matiz heroico. En su forma escrita, cuenta
con la inabarcable cantidad de más de 60.000 versos, 138 episodios y 300 personajes. El verdadero tema de esta larguísima sucesión de aventuras, traiciones, batallas y romances es la lucha del bien contra el mal, un conflicto eterno que ha fascinado al ser humano independientemente de su cultura y periodo histórico. Su transcripción y enseñanza en los monasterios, aún hoy auténticos conservadores y difusores de la cultura en el mundo budista, convirtieron la épica en una fuente de formación ética, de modelo de conducta. A su vez, sirvió de inspiración a pintores, escultores y actores, que incorporaron los fantásticos episodios a sus respectivas artes, tendiendo un puente cultural entre los tailandeses de todas las épocas.

Para el viajero occidental no resulta fácil en muchas ocasiones desentrañar el verdadero significado de lo que contempla cuando se trata de países lejanos geográfica y culturalmente. Si se deja llevar por la curiosidad no tardará en encontrar bajo la desconcertante capa de imágenes, formas y sonidos, pautas familiares que lo vinculan, a él y a su cultura, con esas gentes exóticas: el papel de la religión entre el pueblo, su alianza con los poderes terrenales, la fusión de las artes de tierras lejanas y la canalización de los mitos religiosos a través de las más dispares formas expresivas, tanto en la alta cultura como en el plano popular.

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lunes, 7 de mayo de 2012

Anit Kabir: el mausoleo sagrado de un héroe laico (2)


 


 Algunos cuadros mostraban a soldados griegos masacrando a civiles turcos mientras en el fondo los barbudos popes jaleaban y animaban tales comportamientos. Por supuesto, la otra cara de aquellas matanzas no se muestra porque iría contra el espíritu nacional, pero no me puedo resistir, por justicia, a contar aunque sea sólo un fragmento.




En las primeras horas de una mañana de agosto de 1922, el Ejército Nacionalista Turco, bajo el mando de Mustafá Kemal, atacó al grueso del ejército griego en Dumlu Punar, en una meseta que se extiende a 300 km al oeste de Esmirna. A la mañana siguiente, el ejército griego se había dispersado y sus restos se batían en presurosa retirada hacia Esmirna y hacia el mar. En los días subsiguientes, la retirada se convertiría en huída.

Incapaces de destruir al ejército turco, los griegos se entregaron con frenético salvajismo a la tarea de destruir las poblaciones turcas que hallaban durante su escapada. Desde Alashehr hasta Esmirna, quemaron y asesinaron. Ni una sola aldea quedó en pie. Mientras perseguían a los vencidos, entre las ruinas humeantes, las tropas turcas hallaban los cadáveres de los aldeanos.

Con la asistencia de los pocos labriegos anatolios medio enloquecidos que habían logrado sobrevivir, los turcos se vengaban en los griegos que iban encontrando a su paso. A los cadáveres de niños y mujeres turcos se sumaban los cuerpos mutilados de los integrantes del ejército griego que se habían rezagado. Pero el grueso del ejército griego había huido por mar.


Con su apetito de sangre infiel aún insatisfecho, los turcos continuaron su avance. El día 9 de septiembre ocuparon Esmirna. Durante dos semanas, los que huían de los turcos habían llegado a la ciudad para engrosar el ya elevado número de habitantes griegos y armenios. Todos pensaron que las tropas griegas defenderían la ciudad después de reorganizarse. Pero el ejército griego se había embarcado ya, había huido. Y ahora todos estaban metidos en una trampa. Comenzó entonces el holocausto.

El registro de la nacionalista Liga Armenia de Defensa del Asia Menor cayó en manos de las tropas turcas y
en la noche del día 10, una patrulla de soldados de línea recorrió los barrios armenios con el objetivo de hallar y matar a aquellas personas cuyos nombres constaban en aquel registro. Los armenios se resistieron y los turcos se entregaron a una orgía de sangre. La masacre que se produjo a continuación tuvo el sentido de una advertencia. Alentadas por sus oficiales las tropas turcas, al día siguiente se arrojaron contra los barrios no turcos de la ciudad y comenzaron a matar de manera sistemática.

Arrastrados fuera de sus casas y de sus escondites, hombres, mujeres y niños fueron degollados en las calles que, muy pronto, se vieron pavimentadas con cadáveres mutilados. Las paredes de madera de los templos, repletos de refugiados, fueron rociadas con gasolina e incendiadas. Los ocupantes que no morían quemados vivos eran recibidos por las puntas de las bayonetas cuando intentaban escapar. En muchos lugares, las casas saqueadas también eran entregadas a las llamas y los incendios comenzaron a extenderse por toda la ciudad.

En un primer momento, se hizo algún esfuerzo para controlar el fuego. Después cambió la dirección del viento, con lo que las llamas se inclinaron en dirección contraria al barrio turco y las tropas reanudaron entonces sus actividades de matanza y saqueo. Muy pronto toda la ciudad, a excepción del barrio turco y de unas pocas casas cercanas a la estación del ferrocarril, fue presa de un incendio voraz.

La masacre, entretanto, continuaba con una voracidad incontenible. Un cordón de tropas que rodeaba gran
parte de la ciudad impedía que los refugiados abandonaran el área incendiada. Las avalanchas de fugitivos aterrorizados eran recibidas con el fuego despiadado de las armas o precipitadas otra vez hacia el infierno de las llamas. Las estrechas y siniestras callejuelas estaban atascadas por los cadáveres hasta tal punto que, de haber sido las partidas de rescate capaces de soportar el hedor que iba en aumento a cada instante, no hubieran podido penetrar siquiera en ellas.

Esmirna, una ciudad llena antes de seres vivos, se había convertido en un matadero. Muchos de los
refugiados intentaron llegar hasta los barcos anclados en el puerto. Liquidados a balazos, ahogados, mutilados por feroces enemigos, los cuerpos flotaban ominosamente en las aguas teñidas de sangre. Barcos aliados permanecían anclados cerca, observando una estricta neutralidad y negándose a tomar parte en cualquier acción de rescate de los refugiados, que se lanzaban al agua en llamas para intentar escapar. Muchos botes y barcas pequeñas hicieron lo que pudieron. Al final, un americano llamado Asa Jennings fue el héroe de aquel desastre, poniéndose al frente de cierto número de barcos extranjeros y transportando a más de 60.000 personas exiliadas a Grecia.

Pero los muelles seguían hirviendo: una multitud intentaba, en el paroxismo de su frenesí, escapar de los edificios cercanos, que se alzaban envueltos en llamas a escasa distancia, amenazando con el estrago. Se ha dicho que los alaridos de aquellas gentes se podían oír desde el mar, a casi dos kilómetros de la costa.


La segunda parte del museo -y la más extensa- revestía mayor interés. Una serie de pequeñas salas abiertas
a un pasillo con aire acondicionado a temperatura de criogenización proponían un recorrido por los logros de Atatürk en su empeño por hacer de Turquía una nación moderna. Las fotos tomadas en los años veinte, treinta y cuarenta hablaban por sí solas: los barbudos funcionarios otomanos, ataviados con turbantes y largas túnicas, se transformaban en una foto tomada un año después, en modélicos burócratas de corte occidental, con traje, bombín y moldeados bigotes. Otra foto mostraba a las mujeres sentadas en pupitres de escuela aprendiendo a leer y escribir. Una un poco posterior retrataba un concurso de belleza o la participación en las Olimpiadas. De repente, el mundo oriental se transformó en occidental.

Nada pareció escapar a la atención de Atatürk hasta el punto que la actividad que desarrolló se antoja imposible para un solo ser humano. Después de declarar la República en 1923, se adoptó una constitución al año siguiente. Se abolió la poligamia y el fez, considerado un signo de atraso otomano, se prohibió (1925). Se reformaron completamente los códigos legales y se instituyó el matrimonio civil (1926). Al abolir los tribunales islámicos, la religión perdió su papel relevante en la sociedad. Las mujeres, por supuesto, fueron una parte importante del cambio: adoptaron la vestimenta occidental y se les dio educación y derechos, como los de votar y ser votadas para el Parlamento, en 1934.

En 1928, reformó el lenguaje y adoptó el alfabeto occidental abandonando la escritura otomana; cambió el
sistema numérico, las unidades de medida y el calendario. El asunto del lenguaje fue particularmente llamativo. En su búsqueda de una lengua turca pura, Atatürk lideró una campaña en los años treinta para eliminar del idioma las palabras prestadas del persa y el árabe así como las construcciones gramaticales propias del turco otomano, que se habían convertido en algo tan artificial que en el siglo XVIII, la esposa del embajador inglés, Lady Mary Wortley Montagu, lo calificó como “otra lengua”. En lugar de ese “otomano” de altos vuelos, Atatürk, sus colegas y los intelectuales afines construyeron un nuevo lenguaje a partir del turco rural, incluyendo vocablos procedentes de los dialectos del este del país. Puede que el turco perdiera profundidad y peso histórico, pero ganó en modernidad.

Constantinopla se convirtió oficialmente en Estambul y se turquificaron los nombres de muchas otras ciudades (Angora a Ankara, Esmirna a Izmir, Adrianópolis a Edirne…); levantó un nuevo sistema educativo, impulsó las artes; reformó el sector agrícola, creando cooperativas y granjas; introdujo la industrialización y mecanización, creó el sistema financiero, transformó el ejército, el sistema sanitario e impulsó el turismo y la protección de los parajes naturales e históricos. Prestó atención tanto a los grandes proyectos de obras públicas como a detalles aparentemente nimios, como fue la introducción de apellidos tras el nombre, algo a primera vista intrascendente pero de enorme relevancia a la hora de realizar censos y recaudar impuestos.

Efectivamente, en los años treinta se aprobó un decreto por el que todos los ciudadanos de Turquía debían ser contados. Todo el mundo tenía que quedarse en casa y dedicar el día a la espera del funcionario de turno. En qué ocupó la gente su tiempo quedó claro nueve meses después, cuando multitud de niños recibieron por nombre uno antes desconocido, Nufus –“censo” en turco-, una moda tan popular como efímera.

Las reformadoras autoridades se encontraron, sin embargo, con que había una cantidad exagerada de
“Ahmet hijo de Mehmet” y “Mehmet hijo de Ahmet”, los patronímicos por los que los turcos eran entonces conocidos, y que el censo no era más que un montón de papeles confusos. En 1935, antes de que se hiciera un nuevo intento, se emitió otro decreto que ordenaba a todos los ciudadanos turcos elegir un apellido. Tras dieciocho meses, aquellas familias que no hubieran cumplido el trámite recibirían uno directamente asignado por el funcionario provincial correspondiente. Muchos ciudadanos no necesitaron semejante aviso. Por ejemplo, algunos de los que llegaron de Creta en los intercambios de población eligieron Giritli –“Sr o Sra de Grecia”-. Otros adoptaron apellidos como “Destructor de Montañas”, “Ojo de Águila”, “Turco Puro” o “Corazón de León”. Los oficiales del ejército se pusieron apellidos de victorias militares; los ministros, de ríos que habían sido elegidos como fronteras nacionales. El presidente de la nación eligió para añadir a sus dos primeros nombres, Mustafa Kemal, “Padre de los Turcos” (Ataturk).

“Biz bize benzeriz”, respondía Atatürk a aquellos que clasificaban a los turcos bien como europeos bien
como asiáticos: “nos parecemos a nosotros mismos”. Mientras que la aristocracia otomana utilizaba la palabra “turco” para referirse a los campesinos, Atatürk luchó por hacer que su pueblo superase ese sentido de inferioridad respecto a los europeos o a sus imitadores entre las minorías cristianas del antiguo imperio. Convencer a los europeos de la respetabilidad de los turcos no era tarea fácil, porque la imagen de éstos entre aquéllos no podía ser más negativa. Los turcos era descritos por los medios impresos de principios del siglo XX como torturadores, asesinos, pederastas o bestias salvajes. Atatürk salpicaba generosamente sus discursos con afirmaciones como “El carácter de la Nación Turca es noble”, “La Nación Turca es trabajadora” o “El Pueblo Turco es inteligente”. Pero lo que Atatürk entendía por “turco” no está tan claro: empezó pensando que “turco” era todo aquel que viviera en la nueva república. En sus escritos, sin embargo, también hacía referencias a la “etnia turca”. Y, a pesar de su rechazo intelectual al Islam, probablemente incluía en su concepción sólo a los musulmanes. El lema republicano de Atatürk de “Feliz es quien puede decir que es turco” fue en realidad el mismo de la ciudadanía otomana: “Alabado sea Alá, soy musulmán”. En la práctica, incluso se refiere a la misma gente. Hoy, la definición de turco se ha estrechado aún más: se trata de los habitantes de Turquía que hablen turco.

Y, por supuesto, para conseguir arrancar al país del lastre y la larga decadencia del Imperio Otomano, empujó al país hacia la laicidad, apartando a los clérigos de los asuntos relevantes y quitándoles poder. Como puede imaginarse, esto no se hizo sin resistencia, pero Mustafá Kemal aguantó las presiones e hizo frente a los mullahs con firmeza. Al final salió victorioso... ¿o no?

Cuando murió, el cuerpo del venerado líder fue embalsamado. El funeral se celebró en el palacio de Dolmabaçe. La construcción de Anit Kabir empezó en 1944 y se terminó en 1953. Quince años más tarde, el ataúd se abrió ante los ministros y altos mandos militares, se lo envolvió en lino siguiendo las costumbres islámicas y se le enterró en tierra turca aquí, en Anit Kabir, mirando a La Meca. Me pregunto si el bueno de Mustafá no se estará revolviendo de ira en su magnífica tumba. Años y años de sudores y esfuerzos luchando por erradicar el Islam de la sociedad, y al final lo sepultan de acuerdo al rito musulmán.

Atatürk cambió el país y, de hecho, creó uno nuevo. Aún hoy, ocho décadas después, los rasgos más significativos de Turquía siguen emanando de su administración, para lo bueno y para lo malo. Desde el carácter laico del estado, con su vocación modernizadora y la promoción de la mujer entre sus objetivos, a la negación de los derechos de las minorías culturales, sobre todo del pueblo kurdo, el inquietante poder de un ejército que es inflexible centinela del ideal kemalista… o el resurgir de un islamismo que ningún decreto consiguió erradicar.

El Estambul de hoy, Ankara y buena parte de la Turquía urbanizada y moderna, son su creación. La parte
oriental y central del país es harina de otro costal. En los siguientes días, en una sola jornada de carretera, de Trebisonda a Erzurum, pasamos de una ciudad moderna y dinámica con vocación occidental a las remotas estepas anatolias con sus yurtas y rebaños de cabras, del mar a las montañas y luego las llanuras. Allí, las tradiciones con siglos de antigüedad seguían ocultas bajo la superficie y en muchos casos ni siquiera llegaron a desaparecer. ¿Realmente han sido erosionadas por la modernidad occidental o están bajo la superficie esperando resurgir?

No hay duda de que una parte de los turcos ha aprendido a vivir y disfrutar de los modos occidentales. Pero hay otros muchos para quien esos beneficios no han supuesto nada. Sus condiciones de vida siguen siendo humildes cuando no misérrimas, con la diferencia de que ahora saben -gracias a la televisión- que hay otros paisanos suyos que disfrutan de una vida mucho mejor ¿Hacia dónde se inclinará la balanza? El fantasma de Irán acecha desde el otro lado de la frontera que comparten. Irán era un país aparentemente moderno y orientado hacia Occidente, donde las mujeres llevaban minifalda, se maquillaban y participaban activamente en la sociedad. El rápido desarrollo económico que experimentó a raíz del boom del petróleo llevó consigo una evolución social que provocó un enorme desajuste con las tradiciones y valores de una parte importante de la población. Fueron esos campesinos emigrados a las ciudades los que, soportando la tiranía del sha pero no los beneficios del desarrollo, apoyaron la Revolución de 1979.

Irán requeriría un estudio aparte pero su caso no es fácilmente extrapolable a Turquía. Aunque por el momento una revolución popular es algo lejano, el Islam parece estar ganando más y más terreno a medida que la superpoblación estira los recursos de las ciudades, las autoridades se ven incapaces de atender al bienestar de todos sus ciudadanos y la religión va ocupando los huecos que en su día habitó la ideología política.

Mientras bajaba por la colina sorteando grupos de niños que disfrutaban del soleado día de excursión, me pregunté durante cuánto tiempo podría seguir viviendo Turquía a la sombra de un hombre muerto hace tantos años. Es poco probable que en la Turquía de hoy -en el mundo de hoy-, surja alguien con el carisma, la energía, la capacidad y las ideas tan claras como Atatürk. La Turquía moderna que se levantó de los estertores del multinacional imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial fue el sueño de un solo hombre, un auténtico revolucionario porque cambió el sistema de valores de todo un pueblo. Supuso acertadamente que las potencias europeas habían derrotado al sultanato otomano no gracias a sus ejércitos, sino por su grado superior de civilización. Turquía debía, por tanto, occidentalizarse. No es coincidencia que ningún musulmán tenga tan alta valoración en Occidente como Atatürk.

El Kemalismo es un deseo de identificarse con el Oeste, un modo de vida que muestra desprecio por el
mundo árabe. Celebra el paganismo sobre el Islam, proporciona a los turcos un mito nacional y emocional que es completamente secular y por tanto no tiene equivalente en otras sociedades musulmanas, donde todos los mitos son religiosos. El mausoleo de Ataturk, en Anit Kabir, es una reafirmación de ello en mármol y piedra, un gigantesco templo helenístico, un monumento arquitectónicamente pagano. Mientras caminaba por allí a la vista de los soldados, pensé de nuevo que si Adolf Hitler hubiera muerto de manera natural, esta es la clase de tumba que hubiera deseado.

Firme y compasivo al tiempo y alternativamente, Kemal fue, en verdad, un Padre para los Turcos. Su
retrato adorna las paredes de todas las oficinas gubernamentales –y muchas de las viviendas particulares-. Forjó un estado independiente para las masas de campesinos analfabetos y hambrientos de Anatolia y los refugiados musulmanes provenientes de otras partes del Imperio Otomano. Por la sola fuerza de su voluntad y su carisma, venció la inercia y el conservadurismo para darle al país un nuevo alfabeto, nuevas leyes, nuevas costumbres… una nueva vida.

El propio Atatürk era prisionero a su vez de las contradicciones que trajo su política occidentalizante. Sus hijas adoptivas eran cuidadas por un eunuco negro de estilo otomano mientras que su educación corría a cargo de una institutriz suiza. Estaba realmente comprometido con la misión de dar a las mujeres un estatus de igualdad en la sociedad, pero no seguía las mismas directrices en su vida privada. Como muchos de sus compatriotas, amaba las canciones populares de su región natal, pero les obligó a aprender música de tipo occidental. Mientras sentaba las bases de un estado democrático con una economía progresista y un papel relevante en la diplomacia regional, era en la práctica un autócrata, cabeza de un partido único centralizado –aunque no brutal y asesino- que mantuvo al país económicamente aislado del resto del mundo.

La revolución de Atatürk no fue un éxito inmediato. Sus metas secularizadoras se mantienen vivas no sólo gracias a los militares, sino también por buena parte de la ciudadanía. Sin embargo, las cosas están cambiando y su legado, con un partido proislamista en el poder y un boom demográfico urbano para el que las ciudades no están preparadas, amenaza con disolverse.
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