En su larga historia no exenta de tribulaciones, catástrofes y guerras, Tailandia no ha estado sujeta nunca a un gobierno colonial, lo que constituye un motivo de orgullo nacional. Sus raíces políticas se remontan al siglo VII, al reino de Namchao, en la actual provincia china de Yunnan. Aunque el budismo había estado presente en esa región en fecha tan temprana como el 200 d.C., no fue hasta el siglo XIII que esa religión se institucionalizó, favoreciendo la unificación política y cultural del naciente imperio Tai.
Pese a su gigantesco tamaño y la febril actividad que desborda sus calles, el papel de Bangkok en la historia de la nación tailandesa es mucho más reciente. No fue hasta 1782 que el primero de los monarcas de la dinastía Chakri, Rama I, estableció en esa localidad su corte real, emprendiendo un proyecto constructor que pretendía recuperar el prestigio ya casi legendario de Ayutthaya, la antigua capital, destruida por los birmanos en 1767. Convertido en el nuevo centro político del país, no pasó mucho tiempo antes de que Bangkok pasara también a ser el corazón económico, y también religioso, de Tailandia.
Y es que budismo y monarquía son inseparables en un país en el que el 90% de sus habitantes practican esa religión. Desde los tiempos del rey Rama III ha sido costumbre que todos los monarcas sean ordenados monjes en el Wat Bournivet antes de ocupar el trono. El rey Rama IV incluso llegó a servir allí durante 27 años antes de tomar las riendas de la nación. Ello no es sino un reflejo de la importancia que la educación religiosa tiene para el pueblo: tradicionalmente, todos los varones tailandeses entran en un monasterio como parte de su proceso de madurez, durante al menos tres meses. Algunos permanecen en la comunidad religiosa el resto de sus vidas. Quizá el lugar que mejor ejemplifica esa alianza entre el poder político y el religioso es el Palacio Real y el Wat Phra Kaeo, en Bangkok, un conjunto que aúna edificios sede y símbolo de la monarquía y un monasterio sin monjes que ejerce el papel de capilla real.
El Palacio Real, emplazado en la amplia Sanam Louang (Plaza Real), está rodeado por una larga muralla almenada de blancos muros cuya longitud es de casi dos kilómetros. Hace ya tiempo que los reyes, sus familias y sirvientes no residen aquí: aunque sigue siendo la sede oficial de la monarquía, ya hace más de cien años que el rey Rama V trasladó la corte a otro lugar más tranquilo; actualmente la familia real pasa la mayor parte del tiempo en el Palacio de Chitralada, también en Bangkok. Sin embargo, la riqueza arquitectónica del complejo lo hace ideal para albergar de vez en cuando actos oficiales que requieran un decorado suntuoso. No es que sus muros alberguen una gran carga histórica porque, al fin y al cabo, tienen poco más de doscientos años (su construcción se inició en 1782). Lo que los hace especiales es la llamativa yuxtaposición de estilos en los que la tradición oriental se mezcla con influencias occidentales clásicas.
El Chakri Maha Prasad es el edificio principal y su interior -cerrado al público- alberga la sala del trono. Su arquitectura fusiona, con resultado inesperadamente estético, los estilos tai y victoriano. La parte inferior del edificio es obra de un arquitecto británico mientras que los tejados han conservado el aspecto siamés tradicional. Por su parte, Dusit Maha Prasad, a la derecha, fue construido en la época de la Revolución Francesa, durante el reinado de Rama I y presenta un estilo tai claramente más elegante. Fue utilizado por última vez en 1910 para la ceremonia de investidura de Rama VI. Hoy, hay poca vida aquí aparte del ajetreo turístico y la atenta vigilancia de los soldados que custodian el complejo. Sin embargo, los densos grupos de turistas de pantalones cortos, camisetas de colores chillones y cámaras fotográficas en ristre son a veces eclipsados por el brillante azafrán que tiñe las túnicas de los nutridos grupos de monjes que acuden aquí en peregrinación, a veces desde lugares muy lejanos. No es tanto el Palacio Real el motivo de su visita sino el magnífico complejo anexo, el Wat Phra Kaeo y su reliquia más preciada: el Buda Esmeralda.
Al penetrar en la primera muralla del recinto se aprecia a la izquierda la puerta que se abre sobre el Wat Phra Kaeo, templo real cuyo prestigio lo situa por encima de los del resto del país y que históricamente ha estado muy ligado a la capital, puesto que fue uno de los primeros edificios construidos por Rama I entre 1782 y 1784 con ocasión del establecimiento en Bangkok de la capital. Su regio estatus ha alejado la vida religiosa. No hay monjes ni ceremonias periódicas y sólo se utiliza para ciertos rituales dirigidos por el rey. Es, no obstante, una verdadera ciudad religiosa con patios, pabellones, chedis y estatuas de criaturas mitológicas en un compacto y barroco complejo cuya espectacularidad ornamental tiende a distraernos de lo más importante desde el punto de vista espiritual, aquel elemento singular para cuyo cuidado fue construido el monasterio: el Buda Esmeralda. Se trata de una pequeña estatua tallada en nefrita (una variedad de jade, no la piedra preciosa de la que presume su nombre) que casi pasa desapercibida en la estancia principal. Es éste uno de los budas tailandeses más venerados porque simboliza la legitimidad de la dinastía reinante y encarna todas sus hazañas.
La figura fue descubierta en Chiang Rai, en el norte del país a comienzos del siglo XV cuando un rayo partió en dos una estupa. Para ocultar su auténtica riqueza, la estatua había sido recubierta de una capa de estuco (una práctica común en una época en la que los pillajes eran cosa corriente). Durante generaciones, se había perdido el recuerdo de lo que realmente se ocultaba bajo tan humilde cascarón, hasta que una caída accidental reveló la verdad. La sorpresa y la admiración por la estatua de jade se mezcló con la superstición popular para otorgarle unos misteriosos poderes. Como no podía ser de otra forma, los poderosos quisieron servirse de ese símbolo para sus propios fines. A mediados del siglo XVI, invasores laosianos robaron el sagrado Buda y lo trasladaron a Vientiane, amargando las relaciones entre ambas naciones. A finales del siglo XVIII, tras librar una guerra contra sus vecinos, los tailandeses recuperaron la estatua tras una batalla y nombraron rey a su líder militar, el general Taksin, que ascendió al trono como Rama I cuando, como dijimos al principio, los tailandeses fueron expulsados de Ayuthaya. El nuevo monarca no pudo menos que construir un magnífico emplazamiento para custodiar la figura que, al fin y al cabo, consideraba responsable de su entronamiento y símbolo de la bendición divina sobre su dinastía.
Es por ello que el edificio más importante de Wat Phra Kaeo es el templo que alberga esta estatua de 75 cm de altura. Se trata de una sólida sala de oración en cuyo centro se alza una plataforma de mármol rodeada por imágenes de garudas dorados (pájaros mágicos divinos), que protegen a la figura de los espíritus diabólicos. El interior de la estancia está recubierto del techo al suelo con extraordinarios frescos inspirados tanto en la vida y las enseñanzas de Buda como en la cosmogonía hinduísta. La brillante túnica que viste la figura es cambiada por el propio rey al iniciarse cada estación (redecilla de oro en invierno, lentejuelas azules en la estación de las lluvias y oro y diamantes en verano).Monjes y devotos se detienen en una pequeña capilla anexa para realizar con sentido respeto sus ofrendas de incienso, comida y pan de oro antes de entrar en el recinto y arrodillarse a los pies del Buda, el auténtico corazón espiritual de Tailandia que, desde su altar elevado en forma de carro celeste y protegido por un parasol dorado de nueve pisos, les contempla con la beatífica expresión que sólo una divinidad puede regalar.
En cuanto nos alejamos de la capilla y su ininterrumpido murmullo de oraciones susurradas, el patio principal nos golpea como un rayo con una explosión de luz y color que se diría extraida de una fantasía oriental. Allá donde posemos la vista, encontramos estupas, pabellones, campanarios, espiras y techos superpuestos de tejas de colores curvados en los extremos que deslumbran con filigrana de pan de oro y mosaicos. Demonios de cara verde y criaturas mitológicas devuelven insolentes la mirada al intruso. Es una atmósfera fantasmagórica enfatizada por el aroma de las flores y el incienso que escaoa de las capillas. Resulta fácil perderse en este laberinto místico custodiado por gigantes de colmillos ganchudos y mujeres pájaro o kinaris, criaturas extraidas de la rica mitología hinduista.
El carácter de símbolo político-religioso nacional del Wat Phra Kaeo vuelve a sustanciarse en el espectacular claustro que discurre alrededor de la capilla real. En sus muros de un kilómetro cubiertos de sofisticados frescos discurren ante los ojos del visitante las hazañas de Phra Ram, el legendario héroe adoptado del hinduísmo. Camino por el porche desde la puerta norte, contemplando fascinado la riqueza pictórica de las escenas. El poema está dividido en segmentos, cada uno de los cuales muestra un pasaje relevante en el centro, incluyendo la conclusión del mismo pintada arriba o debajo de la escena principal.
Lo que estoy viendo es la traslación pictórica del Ramakien, una magna obra de literatura que en realidad es la versión tailandesa del conocido poema épico hindú Ramayana, en el que se narran las peripecias de Rama, séptima reencarnación del dios Vishnú -cuya figura aparece representada con la cara verde- y Sita -la hermosa dama de torso desnudo-. La joven pareja es desterrada a los bosques junto al hermano de Rama. En este entorno pastoral, el perverso rey Ravana (con muchos brazos y caras) se disfraza de ermitaño y secuestra a Sita. Rama se alia con Hanuman, el rey mono, para atacar a Ravana y rescatar a su amada. Aunque Rama tiene sangre azul y es el protagonista nominal del gran poema, Hanuman es el auténtico héroe de la aventura gracias a su lealtad, valor y astucia. Todo terminará felizmente, pero entretanto deberán enfrentarse a malvados enemigos, luchar en grandes batallas y frustrar los malvados planes que se tejen contra ellos.
La épica llegó a Tailandia gracias a los viajes misioneros de monjes indios y cingaleses. No tardó en aparecer una versión local, el Ramakien, en la que se adaptaron personajes y lugares a la idiosincrasia y cultura tai: Rama pasa a ser Phra Ram, monarca de Ayuthia (una ciudad de leyenda que más adelante daría nombre a Ayuthaya); Ravana se transforma en Tosakan, un monstruo de diez cabezas; y Hanuman pierde su divinidad para quedarse sólo con el matiz heroico. En su forma escrita, cuenta con la inabarcable cantidad de más de 60.000 versos, 138 episodios y 300 personajes. El verdadero tema de esta larguísima sucesión de aventuras, traiciones, batallas y romances es la lucha del bien contra el mal, un conflicto eterno que ha fascinado al ser humano independientemente de su cultura y periodo histórico. Su transcripción y enseñanza en los monasterios, aún hoy auténticos conservadores y difusores de la cultura en el mundo budista, convirtieron la épica en una fuente de formación ética, de modelo de conducta. A su vez, sirvió de inspiración a pintores, escultores y actores, que incorporaron los fantásticos episodios a sus respectivas artes, tendiendo un puente cultural entre los tailandeses de todas las épocas.
Para el viajero occidental no resulta fácil en muchas ocasiones desentrañar el verdadero significado de lo que contempla cuando se trata de países lejanos geográfica y culturalmente. Si se deja llevar por la curiosidad no tardará en encontrar bajo la desconcertante capa de imágenes, formas y sonidos, pautas familiares que lo vinculan, a él y a su cultura, con esas gentes exóticas: el papel de la religión entre el pueblo, su alianza con los poderes terrenales, la fusión de las artes de tierras lejanas y la canalización de los mitos religiosos a través de las más dispares formas expresivas, tanto en la alta cultura como en el plano popular.
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