span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: diciembre 2010

lunes, 20 de diciembre de 2010

Schönbrunn: el corazón de un imperio



Viena es una de las capitales más pequeñas de Europa, pero lo que le falta en tamaño le sobra en esplendor imperial. Y es que durante casi siete siglos, desde 1278 a 1918, la dinastía de los Habsburgo dirigió desde aquí uno de los más ilustres imperios de la Historia.

Como ha sucedido siempre, la arquitectura ha sido uno de los instrumentos preferidos de reyes y emperadores para manifestar al mundo su poder. Y el más perdurable legado de los Habsburgo fue el barroco, un estilo que se adoptó tardíamente en Austria debido a la catastrófica guerra de los Treinta Años, en la que cristianos y protestantes enarbolaron la religión como excusa para un conflicto que tenía mucho que ver con el poder territorial y económico. Tras la Paz de Westfalia (1648), el Sacro Imperio Romano Gérmánico quedó dividido, confesional y políticamente, en casi trescientos pequeños territorios. El emperador residía en Viena y ostentaba formalmente tal título, pero su poder efectivo no se extendía más allá de los dominios tradicionales de la familia Habsburgo.


Austria, a pesar de los duros tiempos que acababa de vivir, entraba en su época dorada. Los turcos, que amenazaban con invadir el centro de Europa, fueron detenidos y obligados a firmar el Tratado de Karlowitz en 1699, en virtud del cual cedieron Hungría y la soberanía sobre Transilvania (territorios a los que en 1718 se incorporaría Temesvár, parte de Valaquia, de Bosnia y de Serbia). A principios del siglo XVIII, tras la firma del Tratado de Utrecht-Rastadt, que puso fin a la guerra de Sucesión española a favor de Felipe de Anjou, Austria recibió los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña.

En este nuevo periodo de auge y orgullo imperial, una vez superadas las consecuencias de las diferentes guerras y conjurada la grave amenaza de la expansión otomana, los príncipes quisieron reafirmar su valía mediante la construcción de palacios y jardines. Y el emperador Habsburgo, Leopoldo I, no se quedó atrás. Un siglo antes, en 1569, Maximiliano II se hallaba cazando en los bosques de los alrededores de Viena cuando encontró un riachuelo. Tras beber un sorbo de agua, dijo: “schönbrunn”, que significa, “hermoso manantial”. Le gustó tanto el lugar que construyó una cabaña de caza cerca de allí.

El pabellón resultó destruido durante el asedio turco de 1683. Leopoldo I encargó en 1696 a Johann Bernhard Fischer von Erlach el proyecto de una nueva y lujosa residencia de verano. Este arquitecto, entonces en la cúspide de su fama, era una de las figuras prominentes en el desarrollo del barroco austriaco. Tras un largo periodo de formación en Italia, Fischer regresó a Austria en 1687, justo a tiempo para la ambiciosa recuperación arquitectónica de la posguerra. Sus trabajos para príncipes y nobles le llevaron a entrar en el ámbito de la corte imperial, convirtiéndose en el tutor del hijo del emperador y futuro José I.

Así, el mismo año en que recibió un título nobiliario (agregando a su apellido el “von Erlach” final)
Fischer presentó un proyecto que pretendía ensalzar como nunca antes el poder de su patrocinador. En su primer diseño dio rienda suelta a sus fantasías hasta tal punto que, de haberse llevado a cabo sus planes, Versalles hubiera parecido un palacete de provincias. El inmenso palacio, siguiendo el gusto medieval, se iba a construir sobre la colina de Schönbrunn, en las afueras de Viena. La entrada, entre dos réplicas de la columna de Trajano de Roma, daría paso a un gran espacio abierto dedicado a los torneos y rodeado por estanques con fuentes. Detrás, habría unas terrazas a las que se ascendería mediante rampas hasta lo alto de la colina, desde donde el palacio lo dominaría todo en un claro símbolo de la monarquía absoluta basada en el derecho divino.

Sin embargo, las arcas de los Habsburgo, tras años de guerras, no estaban en condiciones de soportar el coste de semejante delirio y von Erlach hubo de rebajar sus aspiraciones y presentar un segundo y más modesto diseño que, este sí, fue llevado a cabo, - aunque en terreno llano y al pie de la colina-, finalizándose alrededor de 1711. Puede que el resultado final fuera sólo un fragmento de lo que Fischer soñara, pero sigue siendo un edificio grandioso para los estándares normales, con una fachada que recuerda a Versalles, el salón principal en el centro y dos alas laterales, una para el emperador y otra para la emperatríz, alrededor de un gran patio con dos fuentes.

Leopoldo no llegó a ver su residencia de verano completada. Su sucesor, Carlos VI tenía otras preocupaciones más apremiantes, como la posible extinción de la dinastía ante la falta de un heredero varón. Carlos ofreció todo tipo de concesiones a las potencias europeas, territorios incluidos, a cambio de que aquéllas reconocieran la Pragmática Sanción, en virtud de la cual su hija María Teresa se convertiría en emperatríz. Cuando Carlos murió en Viena en 1740 tras ingerir unas setas venenosas dejó atrás un desolador panorama de deudas, ruina financiera y desastrosa moral en el ejército, que los contemporáneos interpretaron como el final de los Habsburgo.

Viendo la debilidad de la institución imperial, el resto de las potencias europeas, Prusia, Francia,
Inglaterra, Rusia, España... ignoran sus compromisos con el difunto Carlos y avanzan sobre Austria para hacerse con su trono. Pero María Teresa, la primera mujer que lleva la corona de los Habsburgo, reacciona con serenidad. Arenga a los desmoralizados generales con un discurso como no han oído en generaciones y conduce personalmente a las tropas hasta el campo de batalla. Aunque la guerra se prolongará durante años, la emperatriz contiene la invasión y se afianza en el trono. Como prueba de su poder y determinación, decide renovar y ampliar el palacio de verano de su familia, Schönbrunn.

El elegido para el proyecto fue Nikolaus Pacassi, quien entre 1744 y 1749 se encargaría de introducir en el edificio el estilo rococó, añadir nuevas alas y un cuarto piso. El exterior se pintó de amarillo, el color favorito de la emperatriz que a partir de ese momento pasaría a estar asociado con la familia imperial, embelleciendo muchos de sus edificios.

Schönbrunn se convierte en la residencia favorita de la reina. Entre sus paredes pasa los primeros días de lucha sangrienta en defensa de su reino. Y, por fin, en 1748, una tregua en el campo de batalla le da la oportunidad al renovado palacio de convertirse en protagonista y llevar a cabo la misión que cualquier edificio imperial ha soñado con cumplir: impresionar con el poder de su dueño a todo el que se acerque a sus puertas. Efectivamente, los delegados de las potencias europeas llegan a Viena esperando encontrar un reino destruido y asfixiado por la guerra. Pero lo que contemplan les confunde tanto como decepciona: la capital se ha convertido en una gran ciudad y Schönbrunn luce magnífico, renovado y rodeado de unos jardines exquisitamente cuidados que contradicen el rumor de un imperio en decadencia.

Si los negociadores sospecharon que la magnificencia de Schönbrunn se reducía a la fachada, al entrar no dan crédito a lo que ven. Sólo visitan un puñado de las 1.500 habitaciones del palacio, pero la ornamentada riqueza se despliega a base de sedas persas y chinas, paneles de maderas exóticas y kilómetros de adornos rococó finamente tallados.
La disposición interna supera los estándares del barroco europeo: la Gran Galería, con un asombroso techo pintado, enormes candelabros y suelo con incrustaciones; la Sala de los Espejos; la habitación Vieux-Lacque, decorada con una combinación de rococó austriaco y paneles lacados en negro procedentes del este de Asia; o la Sala del Millón, llamada así por el coste de los marcos de oro, los revestimientos de madera de palisandro taraceada con 260 miniaturas indias sobre vitela, y las pinturas de seda que la decoran; su precio, un millón de florines, equivalía a cincuenta veces los ingresos medios de un austríaco en toda su vida.

Los delegados se sienten impresionados e inquietos. Semejante despliegue les indica claramente que la guerra podría prolongarse de forma indefinida. Los consejeros de la reina les ofrecen la Sala Circular China para que puedan deliberar en privado, ignorantes de que sus redondeadas paredes transmiten el más leve de sus susurros hasta una puerta oculta donde el canciller de la reina escucha atentamente. La combinación de espionaje y ostentación da resultado. María Teresa consigue un tratado por el que no sólo se la reconoce como heredera legítima al trono de los Habsburgo, sino que recupera los territorios perdidos durante la guerra. Ha comenzado la época más gloriosa del Imperio, y todo ello gracias a la inteligencia y fortaleza de una mujer… y a su palacio.

Maria Teresa aún reinaría treinta y dos años más, todos ellos desde Schönbrunn. Llevó a cabo reformas administrativas, legales, políticas, económicas, financieras y monetarias, convirtiendo Austria en una monarquía absoluta con un gobierno centralizado. Su devoto marido, Francisco I, aunque emperador nominal, siempre estuvo supeditado a la autoridad de su mujer. Su papel, no obstante, fue fundamental en otros ámbitos: apoyó y financió las industrias manufactureras, las artes y las ciencias, poniendo las bases de un legado cultural que aún perdura.

María Teresa gobierna la vida de Schönbrunn y su ejército de sirvientes y trabajadores como si fuera un reino en miniatura. Y lo hace como Europa no ha visto antes. No sólo emperador y emperatriz comparten cama –algo poco usual en la realeza de entonces-, sino que en sus lujosos
salones se estrenan nuevos bailes. Uno de ellos, en el que los componentes de la pareja danzan abrazados causa un particular escándalo: será conocido como vals. La reina es también una gran aficionada al teatro y encarga la construcción de uno al sucesor de Pacassi, Johann Ferdinando von Hohenberg, de estilo rococó tardío. La corte disfruta en este entorno de representaciones dramáticas y óperas. Haydn desarrollará aquí la música sinfónica y en las salas del palacio un niño prodigio, Wolfgang Amadeus Mozart, avergüenza a su padre cuando, tras terminar su interpretación, en lugar de hacer una reverencia salta al regazo de la emperatriz.

El futuro de los Habsburgo parece asegurado. El matrimonio engendrará dieciséis hijos. La
preferida y más consentida de todos era María Antonieta. Nadie podía pensar que un día, en un futuro no lejano, su malcriada hija llegaría a poner en peligro el imperio. Ella y sus hermanos contaban con un privilegiado patio de juegos: las ciento sesenta hectáreas de jardines y bosques que rodeaban el palacio, una combinación del estilo formal francés con las laderas en terraza típicamente italianas: parterres de flores dispuestos geométricamente, setos tan altos como un edificio de tres plantas y meticulosamente podados en variadas formas, hileras de árboles perfectamente alineados y construcciones y fuentes dispersas por el conjunto… todo contribuye a construir una atmósfera irreal de País de las Maravillas. En esos jardines, Francisco enseña a sus hijos botánica, mitología e incluso zoología: para ellos crea en 1752 uno de los primeros zoos de Europa, enviando expediciones por todo el continente que regresan cargadas de exóticos animales que toda la ciudad viene a admirar.

Pero Schonbrünn, como tantos edificios imperiales, no sólo vio pompa, desfiles y risas. En 1765, Francisco, el querido marido de María Teresa, su principal colaborador y consejero, fallece. Y, con él, no sólo acaba la breve edad dorada del Imperio sino, hasta cierto punto, la vida de María Teresa. Hundida en una profunda depresión, su salud empeora, come en exceso y pasa la mayor parte del tiempo encerrada en sus habitaciones. Dedica todas sus energías a asegurar el porvenir de la dinastía: nombra a su hijo José corregente y casa a Maria Antonieta con su antiguo enemigo, el rey de Francia. Gran error. La caprichosa joven austriaca provoca rechazo tanto en la corte como en el pueblo franceses. Estalla la revolución y la plebe captura a los desconcertados monarcas. Lo último que ve aquella niña que jugaba despreocupadamente con su padre en los jardines de su nunca olvidado Schönbrunn, será la ensangrentada hoja de la guillotina. Pero esa tragedia es algo que ya no habría de sufrir su madre. En 1780, María Teresa contrae un resfriado y muere en el palacio de Schönbrunn.

Del turbulento caos de la Revolución Francesa surgirá un inesperado inquilino del palacio vienés: Napoleón Bonaparte. En 1804, sus ejércitos se adueñan de Europa, toman Viena y llegan a las puertas de Schönbrunn, donde el emperador francés residirá de 1805 a 1809. Su relación con Austria no se limitará al campo de batalla. En marzo de 1810 contrajo matrimonio con Maria Luisa en un intento de ponerse a la altura de las principales casas reales del continente. Su interesado parentesco con la realeza no le salvará cuando sus rivales monárquicos tomen el poder y le expulsen de Francia. Los Habsburgo respiran tranquilos. Desconocen que los días de su imperio están contados.

Pasan los años y la vida se normaliza en Viena. En 1848, Francisco José sube al trono. Junto a su esposa y reina, la bella Sissi, hacen la pareja más romántica de Europa. En las fiestas que celebran en los salones de Schönbrunn cautivan con su carisma y estilo a nobles y plebeyos, monarcas y generales. Durante un tiempo, el palacio revive la época dorada de María Teresa, recobrando su papel de centro de poder. Francisco José, como en su día hizo su antepasada, rompe moldes. Trabaja solo en una oficina espartana en lugar de rodeado de consejeros y colaboradores y dedica largas jornadas, desde el alba al anochecer, a las cuestiones de Estado, recibiendo dignatarios y ministros y llevando a cabo reformas políticas y militares.

Sin embargo, en este caso, el matrimonio modelo sí era más fachada que realidad. Sissi se siente
infeliz y atrapada. Pasa cada vez mas tiempo practicando sus dos pasiones: la equitación y las cacerías, ausentándose del palacio periodos más y más largos hasta que apenas se la ve por allí. Los rumores amargan aún más la situación familiar, pero el emperador nunca perderá la esperanza de que su esposa regrese. Construye en 1882 un gran jardín botánico cubierto por una telaraña de acero que se extiende casi 3.000 metros cuadrados. Como sus antepasados, Francisco es un aficionado a la botánica y pasa largas horas en el invernadero tratando de conseguir en ese retiro algo de serenidad.

El emperador contempla como su familia primero y su imperio después, se derrumban a su alrededor. En 1889, el príncipe Rodolfo mata a su esposa en un arrebato de locura y después se suicida. Pocos años más tarde, la adorada reina Sissi, sola y confusa, es asesinada en Ginebra. En 1914, el sobrino y heredero del rey es asesinado en Sarajevo. Es el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Europa está en ruinas, Austria destrozada por la guerra y el Imperio que encabezaba Francisco José, deshecho y sumido en el caos. El envejecido emperador se retira a Schönbrunn, donde su muerte marca el fin de los Habsburgo. Su sucesor de breve reinado, Carlos I, abdica en 1918 en el Salón Chino Azul del palacio, renunciando al poder y a la propiedad sobre Schönbrunn, que aquel mismo año abrirá sus puertas al público.

Hoy, miles de turistas acuden a Schönbrunn para visitar uno de los palacios barrocos más
espléndidos y suntuosos de Europa central, pasear por sus jardines y admirar la fina decoración y armonía de sus habitaciones. Pero Schönbrunn no es solo uno de los proyectos más grandiosos de la historia de la arquitectura y un fino ejemplo de rococó austríaco. Fue, como hemos visto, escenario y protagonista de dramas familiares, intrigas políticas, ambiciosos planes que cambiaron la historia de Europa, lugar de nacimiento y muerte de emperadores e imperios. Y, sobre todo, símbolo y legado de una dinastía extinta hace ya casi cien años, pero cuya lucha contra el tiempo, la desgracia y la muerte, le ganó un puesto imperecedero en la historia de Europa.
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sábado, 11 de diciembre de 2010

Parlamento de Londres - Símbolo del imperio


A lo largo de los siglos, los arquitectos han buscado la inmortalidad, para ellos y para sus obras, introduciendo en los edificios y monumentos que construían innovaciones estructurales, nuevos materiales o formas llamativas. A menudo incomprendidos en su época, su talento y esfuerzo sólo fue apreciado con el transcurrir del tiempo. El grandioso Palacio de Westminster, sede del Parlamento británico, logró plenamente ese objetivo de continuidad adoptando una perspectiva totalmente diferente: regresar al pasado.

Un edificio como el Palacio de Westminster debe cumplir una doble función: por una parte, ha de servir como entorno en el que desempeñar eficazmente las tareas parlamentarias; por otra, debe simbolizar de forma apropiada la identidad colectiva de los administradores de la nación. Estamos muy familiarizados con esta última misión y prueba de ella es que no tenemos problema alguno en reconocer el edificio como una de las imágenes características de Londres y, por extensión, Inglaterra; pero sabemos menos acerca de su organización interna, compleja pero muy racional gracias a que fue diseñado con vistas a las actividades que se iban a desarrollar en su interior.

El emplazamiento de Westminster tiene una larga tradición como sede del gobierno inglés. En el año 1040, Eduardo el Confesor construyó aquí un palacio, en lo que entonces era una isla, Thorney Island, formada sobre tierra pantanosa por la acumulación de tierra extraída de zanjas excavadas en la orilla del río. Muy cerca estaba la abadía de San Pedro. Se establecia así entre los dos centros, el religioso y el político, un vínculo físico y espiritual que mantendría su vigencia hasta el siglo XVI. En 1066, Guillermo de Normandía conquista Inglaterra y establece en Westminster su residencia. El lugar no era sino un burgo campesino alejado de las murallas de Londres. Su decisión vino motivada por su deseo de avenirse con los nobles locales, garantizando la independencia de la ciudad. Aún habrían de pasar siglos hasta que la ciudad de Londres absorbiera el palacio y lo integrara en su estructura urbana.

La gran sala de Westminster Hall, de 1.500 m2, añadida por el rey Guillermo (y única estructura de aquel edificio que ha llegado hasta nuestros días) fue en su día la estancia más grande de Europa. Siglos después su techo se recubrió con vigas de madera de roble sin soportes intermedios, una hazaña de ingeniería que aún hoy sigue desconcertando a los arquitectos. Durante toda la Edad media, el complejo fue ampliado con capillas, criptas, colegios canónicos y salas diversas hasta que en 1513, el palacio fue pasto de las llamas. En lugar de reconstruirlo, Enrique VIII decidió edificar uno nuevo en Whitehall más acorde con los gustos de la época.

En 1547, aunque el lugar era en su mayor parte un montón de ruinas renegridas, los Comunes se
instalaron en la capilla de St.Stephen y los Lores en una sala situada en los antiguos aposentos de las reinas. Así, de residencia real, el lugar pasaba a convertirse en sede del Parlamento que actuaba como contrapeso al monarca. El incendio que arrasó el lugar en octubre de 1834 hizo imperativo la construcción de una nueva sede parlamentaria. El fuego llegó justo a tiempo. Las instalaciones del antiguo palacio ya no eran las adecuadas para albergar a una institución que se había convertido en el centro de un imperio comercial que dominaba los mares de todo el mundo. Se habían llevado a cabo remodelaciones y ampliaciones, pero el gusto por la tradición había impedido abandonar los antiguos edificios a favor de nuevas construcciones de corte neoclásico, el movimiento imperante a comienzos del siglo XIX.

Así pues, se organizó un concurso para elegir un proyecto cuyo principal requisito según el pliego de condiciones era ajustarse al estilo gótico o nuevo isabelino. ¿Por qué esta elección? Al fin y al cabo, por aquella época, las sedes gubernamentales y legislativas de otras naciones (desde el Capitolio de Washington a las Cortes de Madrid), seguían muy de cerca el Clasicismo. ¿Por qué en Londres se optó por un estilo medieval que había dejado de utilizarse hacía siglos?

En la decisión de los británicos pesó probablemente el lógico deseo de no desentonar con la cercana abadía de Westminster o con la joya superviviente del antiguo palacio, Westminster Hall. Pero también hubo algo más. Como hemos apuntado más arriba, el simbolismo de un edificio gubernamental es independiente de la racionalidad del diseño y su idoneidad como sede de la política nacional. Como en el caso del Clasicismo, la intención era evocar un pasado lejano como forma de demostrar la continuidad de la civilización a lo largo de las eras. El estilo gótico se desarrolló en las catedrales cristianas del norte de Europa, por lo que se veía como más “nativo” que la alternativa más obvia, el clasicismo, con raíces en la Grecia pagana e importada gracias a los invasores romanos. Así, la arquitectura pretendía alinearse con una idea concreta y profundamente enraizada de la identidad británica, recordando la época dorada de Los Tudor y la fundación de las libertades inglesas. Ese simbolismo sigue funcionando por muchos cambios sociales y culturales que hayan tenido lugar desde que el edificio se construyó.

En enero de 1836, se anunció la elección de Charles Barry como arquitecto al frente del proyecto. Aunque Barry, cuyos viajes por el Mediterráneo y Próximo Oriente le habían impulsado a crear un estilo que fundía el gótico, el griego y el neorrenacentista italiano, era un arquitecto muy apreciado en la época victoriana, no resultaba la elección más obvia porque, en último término, sus inclinaciones eran clasicistas. Sin embargo, su propuesta para el nuevo Parlamento era
racional y bien organizada: el edificio está diseñado alrededor de un eje central, con la Cámara de los Lores a un lado, la Cámara de los Comunes al otro y un recibidor abovedado imponente separando ambas secciones. Un corredor larguísimo corre paralelo a la línea del río Támesis, al que se abren los diferentes despachos. La misma planta ofrecía espacios para las diferentes categorías que allí debían trabajar, desde el monarca a los miembros de cada cámara pasando por los funcionarios o el público visitante. Todas las estancias tienen luz y ventilación naturales, ya que cuando fueron construidas no había otra alternativa viable; para conseguirlo, Barry introdujo en los planos diversos patios y pozos de luz.

Ahora bien, Barry se veía incapaz de cumplir satisfactoriamente la condición que exigía un edificio gótico y decidió contratar a alguien que conociera bien el estilo para revestir de aun alzado medieval a su planta de corte clásico. Y el elegido fue Augustus Welby Northmore Pugin, quien desde que era niño había ayudado a su padre en la ilustración de edificios medievales. A los quince años ya había diseñado mobiliario para el castillo de Windsor y su conversión al catolicismo aumentó aún más si cabe si fascinación por la arquitectura que mejor ha reflejado la espiritualidad occidental, el gótico. No cabe duda de que los dibujos y diseños de Pugin –que abarcaban desde detalles arquitectónicos hasta los percheros o el papel de pared-, influyeron de forma decisiva en la decisión última del jurado.

La fusión de ambos estilos, el racionalismo clásico de Barry y el apasionado gótico de Pugin, fue
menos sencillo de lo que pudiera parecer. Se trataba de utilizar un estilo antiguo y ya en desuso para construir un edificio que debía cumplir una función nueva: legislar y elegir a los representantes del pueblo. Hubo que transformar la poderosa verticalidad propia del gótico en una horizontalidad obligada por el empleo que de la estructura se iba a hacer. Y lo curioso es que se hizo siguiendo el canon gótico con una rigurosidad académica que jamás contemplaron los constructores de catedrales. Los edificios neogóticos acabaron pareciendo más góticos que el propio gótico, introduciendo arbitrariamente elementos que no existían en el estilo medieval. Fue esa falta de libertad respecto a un supuesto canon lo que impidió que el historicismo – o “eclecticismo”, como se ha dado en llamar este estilo “pastiche”- fuera una fuente a partir de la cual pudieran nacer nuevas corrientes arquitectónicas o creaciones independientes que estiraran y reinterpretaran sus características básicas.

Además de ajustar un estilo viejo a unas dimensiones nuevas, hubo que reinterpretar la decoración en función de éstas. Si se quería utilizar la ornamentación propia de un palacio del siglo XIV a un edificio con una fachada de más de doscientos metros de largo y cuatro pisos de altura, lo único que se podía hacer era ampliar las proporciones de los elementos decorativos, simplificarlos y repetirlos una y otra vez, perdiendo así delicadeza en favor del recargamiento.

En 1837 dieron comienzo las obras. La construcción del palacio presentó sus propios desafíos, dictados por las dimensiones del edificio (que con más de tres hectáreas era considerablemente mayor que su predecesor) y el emplazamiento en el que debía alzarse. Los primeros dieciséis meses se dedicaron a la construcción de un enorme dique de granito que aislara el terreno de las obras del río. El hormigón utilizado como cimientos del muro requirió nuevas técnicas constructivas por ser la primera vez que se utilizaba a una escala semejante. Los dos incendios que los palacios precedentes habían sufrido a lo largo de la historia hicieron que los materiales utilizados fueran ladrillo, piedra y hierro, utilizando la madera únicamente para los detalles.

La Cámara de los Comunes se terminó en 1847; el Campanario, popularmente conocido como el Big Ben, hacia 1858 y la Torre Victoria hacia el año 1860. Esas dos torres, construidas de ladrillo revestido en piedra sobre las losas de hormigón de los cimientos, son buenos ejemplos de ingeniería estructural en la que se funden el aspecto meramente estético y simbólico con el funcional. La parte inferior de la torre Victoria servía como entrada del monarca mientras que los nueve pisos superiores, construidos a prueba de incendios, albergan los archivos parlamentarios.

Por su parte, la silueta inconfundible de la Clock Tower alberga en su interior la gran campana apodada “Big Ben” (por sir Benjamín Hall, comisario de la obra), que desde su instalación en 1858 no ha dejado de marcar la hora con británica puntualidad.

En una época en la que la mecanización en la arquitectura no era algo ni mucho menos común o
extendido, todo hubo de hacerse a mano y ello implicaba un gran número de obreros (alrededor de dos mil) y una avanzada logística que permitiera coordinar las canteras, el transporte de los materiales, el corte y moldeado en los talleres a pie de obra, el ensamblaje y la construcción propiamente dicha.

Las obras finalizaron en 1860 (aunque la terminación definitiva no llegaría hasta 1888) y en los cincuenta y un años que duraron hubo de todo, desde huelgas y accidentes hasta problemas presupuestarios. El destino de los dos arquitectos que soñaron el proyecto dice mucho de lo duro que resultó la construcción: Charles Barry murió de agotamiento en el mismo año 1860. Augustus Pugin había fallecido antes, en 1840, enfermo de sífilis y enloquecido, tras concluir el diseño de la Torre del Reloj.

Pero mereció la pena. El resultado de sus esfuerzos y los de miles de personas anónimas, fue un edificio que desde su construcción sirvió como símbolo de la nación y ejemplo para otros países. El palacio es un enorme complejo de excelente calidad constructiva, en cuyo interior, profusamente decorado siguiendo las visiones medievalistas de Pugin, se pueden encontrar casi 1.100 salas, bibliotecas y despachos separadas por once patios, cien escaleras y tres kilómetros de pasillos y corredores. Diez mil personas tienen acceso a las instalaciones de este auténtico hormiguero; nobles y comunes, funcionarios y policías, periodistas y visitantes, deambulan por este pequeño mundo en el que el respeto a la tradición y el escrupuloso cumplimiento de las normas no ha impedido que se introduzcan cambios acordes con los tiempos: los primeros parlamentarios con toda seguridad nunca pudieron pensar que sus sucesores dispondrían de algo llamado agencia de viajes o galería de tiro).

La ecléctica e insólita fusión de estilos que Barry y Pugin llevaron a cabo siguiendo las
instrucciones de sus patrones, dio como resultado uno de los edificios más famosos del mundo, estableciendo un modelo tanto para sedes parlamentarias en otros países (Budapest, Ottawa) como para otras construcciones de carácter público. Su larga y ornamentada fachada junto al río, su inconfundible silueta marcada por las tres torres e incluso el sonido de su reloj, consiguieron su doble objetivo: servir de moderna sede para los representantes de una de las democracias más antiguas del mundo y simbolizar la tradición y el espíritu de un pueblo orgulloso.
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domingo, 5 de diciembre de 2010

SNAEFELLSJÖKUL: Un volcán para la leyenda

En 1864, el profesor alemán Lidenbrock descubrió un antiguo documento escrito por un sabio medieval en el que se indicaba el camino al centro de la Tierra. Aquel hallazgo fue el comienzo de un fantástico viaje emprendido a las profundidades de nuestro planeta por el propio profesor, su sobrino y un guía de montaña. Esta fantasía imaginada por Julio Verne e inmortalizada en su libro "Viaje al centro de la Tierra", se iniciaba en la boca de un volcán islandés, el Snaefellsjökul, situado en la punta de una península que se diría nos espera en el fin del mundo.


Aunque Julio Verne nunca estuvo en Islandia, describió perfectamente el cambiante paisaje de la agreste isla, un tesoro geológico de volcanes, géiseres, campos de lava, cataratas y glaciares. En el recortado relieve del oeste de Islandia se alza el misterioso volcán Snaefellsjökull, de 1.446 m de altura y un cráter de 200 metros de profundidad por el que se deslizaron los tres aventureros de Verne sin temor a resultar carbonizados, puesto que este cono de lava lleva dormido 1.800 años. Coronado por un centelleante casquete helado de 7 km2, sus laderas y la llanura circundante están cubiertas de antiguas coladas de lava, petrificadas en extrañas y ásperas formas en su camino hacia el mar


Este impresionante fenómeno geológico, cuya silueta resulta a partes iguales bella y
aterradora, ha sido una continua fuente de inspiración para artistas, poetas, soñadores y entusiastas de la New Age, que acuden hasta aquí todos los veranos a la espera de experimentar algún evento cósmico, para guasa de los endurecidos pescadores locales. Los antiguos vikingos que emigraron aquí desde Noruega, poblaron esta insólita tierra con criaturas extraídas de sus mitos y leyendas: enanos que moraban en las grietas de las rocas, elfos que se escondían entre el espeso musgo, ogros que dejaban sus huellas sobre el hielo... Varias de las sagas islandesas, en las que mito e historia cruzan sus hilos narrando gestas familiares y sangrientos enfrentamientos, tienen como fondo el volcán Snaefellsjökull.

Los más avezados pueden acometer la ascensión del cono. Para aquellos menos intrépidos, la península de Snaefellsness ofrece una riqueza paisajística que difícilmente defraudará al amante de la naturaleza: playas de arenas negras rodeadas por afilados farallones basálticos y sembradas de restos de antiguos naufragios, una costa festoneada de formaciones de lava y espectaculares cavernas sobre las que se estrellan las poderosas olas del Atlántico creando surtidores de espuma, miles de aves marinas, vertiginosos precipicios y cráteres, pequeños puertos pesqueros de casas de madera, un cielo caprichoso e imprevisible y un mar de aguas metálicas sobre las que gaviotas y águilas marinas planean en busca de alimento .

Los islandeses son un pueblo joven que, aun viviendo en una sociedad moderna y tecnificada,
no sólo no han olvidado su pasado sino que están muy orgullosos de él. En las reuniones familiares y de amigos todavía se cantan baladas de amor y destierro que sus antepasados vikingos entonaban junto a las hogueras de sus cabañas; el idioma islandés ha permanecido casi inalterado desde la Edad Media y los habitantes de esta apartada isla conocen bien las leyendas, personajes y criaturas de sus mitos precristianos. El volcán Snaefellsjökul ha sido testigo y protagonista de todos ellos y aún seguirá allí cuando el hombre desaparezca e Islandia retorne a sus habitantes originales: trolls, gigantes, elfos y dioses.
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