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lunes, 20 de diciembre de 2010

Schönbrunn: el corazón de un imperio



Viena es una de las capitales más pequeñas de Europa, pero lo que le falta en tamaño le sobra en esplendor imperial. Y es que durante casi siete siglos, desde 1278 a 1918, la dinastía de los Habsburgo dirigió desde aquí uno de los más ilustres imperios de la Historia.

Como ha sucedido siempre, la arquitectura ha sido uno de los instrumentos preferidos de reyes y emperadores para manifestar al mundo su poder. Y el más perdurable legado de los Habsburgo fue el barroco, un estilo que se adoptó tardíamente en Austria debido a la catastrófica guerra de los Treinta Años, en la que cristianos y protestantes enarbolaron la religión como excusa para un conflicto que tenía mucho que ver con el poder territorial y económico. Tras la Paz de Westfalia (1648), el Sacro Imperio Romano Gérmánico quedó dividido, confesional y políticamente, en casi trescientos pequeños territorios. El emperador residía en Viena y ostentaba formalmente tal título, pero su poder efectivo no se extendía más allá de los dominios tradicionales de la familia Habsburgo.


Austria, a pesar de los duros tiempos que acababa de vivir, entraba en su época dorada. Los turcos, que amenazaban con invadir el centro de Europa, fueron detenidos y obligados a firmar el Tratado de Karlowitz en 1699, en virtud del cual cedieron Hungría y la soberanía sobre Transilvania (territorios a los que en 1718 se incorporaría Temesvár, parte de Valaquia, de Bosnia y de Serbia). A principios del siglo XVIII, tras la firma del Tratado de Utrecht-Rastadt, que puso fin a la guerra de Sucesión española a favor de Felipe de Anjou, Austria recibió los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña.

En este nuevo periodo de auge y orgullo imperial, una vez superadas las consecuencias de las diferentes guerras y conjurada la grave amenaza de la expansión otomana, los príncipes quisieron reafirmar su valía mediante la construcción de palacios y jardines. Y el emperador Habsburgo, Leopoldo I, no se quedó atrás. Un siglo antes, en 1569, Maximiliano II se hallaba cazando en los bosques de los alrededores de Viena cuando encontró un riachuelo. Tras beber un sorbo de agua, dijo: “schönbrunn”, que significa, “hermoso manantial”. Le gustó tanto el lugar que construyó una cabaña de caza cerca de allí.

El pabellón resultó destruido durante el asedio turco de 1683. Leopoldo I encargó en 1696 a Johann Bernhard Fischer von Erlach el proyecto de una nueva y lujosa residencia de verano. Este arquitecto, entonces en la cúspide de su fama, era una de las figuras prominentes en el desarrollo del barroco austriaco. Tras un largo periodo de formación en Italia, Fischer regresó a Austria en 1687, justo a tiempo para la ambiciosa recuperación arquitectónica de la posguerra. Sus trabajos para príncipes y nobles le llevaron a entrar en el ámbito de la corte imperial, convirtiéndose en el tutor del hijo del emperador y futuro José I.

Así, el mismo año en que recibió un título nobiliario (agregando a su apellido el “von Erlach” final)
Fischer presentó un proyecto que pretendía ensalzar como nunca antes el poder de su patrocinador. En su primer diseño dio rienda suelta a sus fantasías hasta tal punto que, de haberse llevado a cabo sus planes, Versalles hubiera parecido un palacete de provincias. El inmenso palacio, siguiendo el gusto medieval, se iba a construir sobre la colina de Schönbrunn, en las afueras de Viena. La entrada, entre dos réplicas de la columna de Trajano de Roma, daría paso a un gran espacio abierto dedicado a los torneos y rodeado por estanques con fuentes. Detrás, habría unas terrazas a las que se ascendería mediante rampas hasta lo alto de la colina, desde donde el palacio lo dominaría todo en un claro símbolo de la monarquía absoluta basada en el derecho divino.

Sin embargo, las arcas de los Habsburgo, tras años de guerras, no estaban en condiciones de soportar el coste de semejante delirio y von Erlach hubo de rebajar sus aspiraciones y presentar un segundo y más modesto diseño que, este sí, fue llevado a cabo, - aunque en terreno llano y al pie de la colina-, finalizándose alrededor de 1711. Puede que el resultado final fuera sólo un fragmento de lo que Fischer soñara, pero sigue siendo un edificio grandioso para los estándares normales, con una fachada que recuerda a Versalles, el salón principal en el centro y dos alas laterales, una para el emperador y otra para la emperatríz, alrededor de un gran patio con dos fuentes.

Leopoldo no llegó a ver su residencia de verano completada. Su sucesor, Carlos VI tenía otras preocupaciones más apremiantes, como la posible extinción de la dinastía ante la falta de un heredero varón. Carlos ofreció todo tipo de concesiones a las potencias europeas, territorios incluidos, a cambio de que aquéllas reconocieran la Pragmática Sanción, en virtud de la cual su hija María Teresa se convertiría en emperatríz. Cuando Carlos murió en Viena en 1740 tras ingerir unas setas venenosas dejó atrás un desolador panorama de deudas, ruina financiera y desastrosa moral en el ejército, que los contemporáneos interpretaron como el final de los Habsburgo.

Viendo la debilidad de la institución imperial, el resto de las potencias europeas, Prusia, Francia,
Inglaterra, Rusia, España... ignoran sus compromisos con el difunto Carlos y avanzan sobre Austria para hacerse con su trono. Pero María Teresa, la primera mujer que lleva la corona de los Habsburgo, reacciona con serenidad. Arenga a los desmoralizados generales con un discurso como no han oído en generaciones y conduce personalmente a las tropas hasta el campo de batalla. Aunque la guerra se prolongará durante años, la emperatriz contiene la invasión y se afianza en el trono. Como prueba de su poder y determinación, decide renovar y ampliar el palacio de verano de su familia, Schönbrunn.

El elegido para el proyecto fue Nikolaus Pacassi, quien entre 1744 y 1749 se encargaría de introducir en el edificio el estilo rococó, añadir nuevas alas y un cuarto piso. El exterior se pintó de amarillo, el color favorito de la emperatriz que a partir de ese momento pasaría a estar asociado con la familia imperial, embelleciendo muchos de sus edificios.

Schönbrunn se convierte en la residencia favorita de la reina. Entre sus paredes pasa los primeros días de lucha sangrienta en defensa de su reino. Y, por fin, en 1748, una tregua en el campo de batalla le da la oportunidad al renovado palacio de convertirse en protagonista y llevar a cabo la misión que cualquier edificio imperial ha soñado con cumplir: impresionar con el poder de su dueño a todo el que se acerque a sus puertas. Efectivamente, los delegados de las potencias europeas llegan a Viena esperando encontrar un reino destruido y asfixiado por la guerra. Pero lo que contemplan les confunde tanto como decepciona: la capital se ha convertido en una gran ciudad y Schönbrunn luce magnífico, renovado y rodeado de unos jardines exquisitamente cuidados que contradicen el rumor de un imperio en decadencia.

Si los negociadores sospecharon que la magnificencia de Schönbrunn se reducía a la fachada, al entrar no dan crédito a lo que ven. Sólo visitan un puñado de las 1.500 habitaciones del palacio, pero la ornamentada riqueza se despliega a base de sedas persas y chinas, paneles de maderas exóticas y kilómetros de adornos rococó finamente tallados.
La disposición interna supera los estándares del barroco europeo: la Gran Galería, con un asombroso techo pintado, enormes candelabros y suelo con incrustaciones; la Sala de los Espejos; la habitación Vieux-Lacque, decorada con una combinación de rococó austriaco y paneles lacados en negro procedentes del este de Asia; o la Sala del Millón, llamada así por el coste de los marcos de oro, los revestimientos de madera de palisandro taraceada con 260 miniaturas indias sobre vitela, y las pinturas de seda que la decoran; su precio, un millón de florines, equivalía a cincuenta veces los ingresos medios de un austríaco en toda su vida.

Los delegados se sienten impresionados e inquietos. Semejante despliegue les indica claramente que la guerra podría prolongarse de forma indefinida. Los consejeros de la reina les ofrecen la Sala Circular China para que puedan deliberar en privado, ignorantes de que sus redondeadas paredes transmiten el más leve de sus susurros hasta una puerta oculta donde el canciller de la reina escucha atentamente. La combinación de espionaje y ostentación da resultado. María Teresa consigue un tratado por el que no sólo se la reconoce como heredera legítima al trono de los Habsburgo, sino que recupera los territorios perdidos durante la guerra. Ha comenzado la época más gloriosa del Imperio, y todo ello gracias a la inteligencia y fortaleza de una mujer… y a su palacio.

Maria Teresa aún reinaría treinta y dos años más, todos ellos desde Schönbrunn. Llevó a cabo reformas administrativas, legales, políticas, económicas, financieras y monetarias, convirtiendo Austria en una monarquía absoluta con un gobierno centralizado. Su devoto marido, Francisco I, aunque emperador nominal, siempre estuvo supeditado a la autoridad de su mujer. Su papel, no obstante, fue fundamental en otros ámbitos: apoyó y financió las industrias manufactureras, las artes y las ciencias, poniendo las bases de un legado cultural que aún perdura.

María Teresa gobierna la vida de Schönbrunn y su ejército de sirvientes y trabajadores como si fuera un reino en miniatura. Y lo hace como Europa no ha visto antes. No sólo emperador y emperatriz comparten cama –algo poco usual en la realeza de entonces-, sino que en sus lujosos
salones se estrenan nuevos bailes. Uno de ellos, en el que los componentes de la pareja danzan abrazados causa un particular escándalo: será conocido como vals. La reina es también una gran aficionada al teatro y encarga la construcción de uno al sucesor de Pacassi, Johann Ferdinando von Hohenberg, de estilo rococó tardío. La corte disfruta en este entorno de representaciones dramáticas y óperas. Haydn desarrollará aquí la música sinfónica y en las salas del palacio un niño prodigio, Wolfgang Amadeus Mozart, avergüenza a su padre cuando, tras terminar su interpretación, en lugar de hacer una reverencia salta al regazo de la emperatriz.

El futuro de los Habsburgo parece asegurado. El matrimonio engendrará dieciséis hijos. La
preferida y más consentida de todos era María Antonieta. Nadie podía pensar que un día, en un futuro no lejano, su malcriada hija llegaría a poner en peligro el imperio. Ella y sus hermanos contaban con un privilegiado patio de juegos: las ciento sesenta hectáreas de jardines y bosques que rodeaban el palacio, una combinación del estilo formal francés con las laderas en terraza típicamente italianas: parterres de flores dispuestos geométricamente, setos tan altos como un edificio de tres plantas y meticulosamente podados en variadas formas, hileras de árboles perfectamente alineados y construcciones y fuentes dispersas por el conjunto… todo contribuye a construir una atmósfera irreal de País de las Maravillas. En esos jardines, Francisco enseña a sus hijos botánica, mitología e incluso zoología: para ellos crea en 1752 uno de los primeros zoos de Europa, enviando expediciones por todo el continente que regresan cargadas de exóticos animales que toda la ciudad viene a admirar.

Pero Schonbrünn, como tantos edificios imperiales, no sólo vio pompa, desfiles y risas. En 1765, Francisco, el querido marido de María Teresa, su principal colaborador y consejero, fallece. Y, con él, no sólo acaba la breve edad dorada del Imperio sino, hasta cierto punto, la vida de María Teresa. Hundida en una profunda depresión, su salud empeora, come en exceso y pasa la mayor parte del tiempo encerrada en sus habitaciones. Dedica todas sus energías a asegurar el porvenir de la dinastía: nombra a su hijo José corregente y casa a Maria Antonieta con su antiguo enemigo, el rey de Francia. Gran error. La caprichosa joven austriaca provoca rechazo tanto en la corte como en el pueblo franceses. Estalla la revolución y la plebe captura a los desconcertados monarcas. Lo último que ve aquella niña que jugaba despreocupadamente con su padre en los jardines de su nunca olvidado Schönbrunn, será la ensangrentada hoja de la guillotina. Pero esa tragedia es algo que ya no habría de sufrir su madre. En 1780, María Teresa contrae un resfriado y muere en el palacio de Schönbrunn.

Del turbulento caos de la Revolución Francesa surgirá un inesperado inquilino del palacio vienés: Napoleón Bonaparte. En 1804, sus ejércitos se adueñan de Europa, toman Viena y llegan a las puertas de Schönbrunn, donde el emperador francés residirá de 1805 a 1809. Su relación con Austria no se limitará al campo de batalla. En marzo de 1810 contrajo matrimonio con Maria Luisa en un intento de ponerse a la altura de las principales casas reales del continente. Su interesado parentesco con la realeza no le salvará cuando sus rivales monárquicos tomen el poder y le expulsen de Francia. Los Habsburgo respiran tranquilos. Desconocen que los días de su imperio están contados.

Pasan los años y la vida se normaliza en Viena. En 1848, Francisco José sube al trono. Junto a su esposa y reina, la bella Sissi, hacen la pareja más romántica de Europa. En las fiestas que celebran en los salones de Schönbrunn cautivan con su carisma y estilo a nobles y plebeyos, monarcas y generales. Durante un tiempo, el palacio revive la época dorada de María Teresa, recobrando su papel de centro de poder. Francisco José, como en su día hizo su antepasada, rompe moldes. Trabaja solo en una oficina espartana en lugar de rodeado de consejeros y colaboradores y dedica largas jornadas, desde el alba al anochecer, a las cuestiones de Estado, recibiendo dignatarios y ministros y llevando a cabo reformas políticas y militares.

Sin embargo, en este caso, el matrimonio modelo sí era más fachada que realidad. Sissi se siente
infeliz y atrapada. Pasa cada vez mas tiempo practicando sus dos pasiones: la equitación y las cacerías, ausentándose del palacio periodos más y más largos hasta que apenas se la ve por allí. Los rumores amargan aún más la situación familiar, pero el emperador nunca perderá la esperanza de que su esposa regrese. Construye en 1882 un gran jardín botánico cubierto por una telaraña de acero que se extiende casi 3.000 metros cuadrados. Como sus antepasados, Francisco es un aficionado a la botánica y pasa largas horas en el invernadero tratando de conseguir en ese retiro algo de serenidad.

El emperador contempla como su familia primero y su imperio después, se derrumban a su alrededor. En 1889, el príncipe Rodolfo mata a su esposa en un arrebato de locura y después se suicida. Pocos años más tarde, la adorada reina Sissi, sola y confusa, es asesinada en Ginebra. En 1914, el sobrino y heredero del rey es asesinado en Sarajevo. Es el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Europa está en ruinas, Austria destrozada por la guerra y el Imperio que encabezaba Francisco José, deshecho y sumido en el caos. El envejecido emperador se retira a Schönbrunn, donde su muerte marca el fin de los Habsburgo. Su sucesor de breve reinado, Carlos I, abdica en 1918 en el Salón Chino Azul del palacio, renunciando al poder y a la propiedad sobre Schönbrunn, que aquel mismo año abrirá sus puertas al público.

Hoy, miles de turistas acuden a Schönbrunn para visitar uno de los palacios barrocos más
espléndidos y suntuosos de Europa central, pasear por sus jardines y admirar la fina decoración y armonía de sus habitaciones. Pero Schönbrunn no es solo uno de los proyectos más grandiosos de la historia de la arquitectura y un fino ejemplo de rococó austríaco. Fue, como hemos visto, escenario y protagonista de dramas familiares, intrigas políticas, ambiciosos planes que cambiaron la historia de Europa, lugar de nacimiento y muerte de emperadores e imperios. Y, sobre todo, símbolo y legado de una dinastía extinta hace ya casi cien años, pero cuya lucha contra el tiempo, la desgracia y la muerte, le ganó un puesto imperecedero en la historia de Europa.

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