span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: julio 2009

domingo, 26 de julio de 2009

Cataras Victoria: el humo que truena


“Divisamos unas columnas de vapor, muy acertadamente llamadas “humos”. Desde el lugar donde nos encontramos, la cima de estas columnas se pierde en las nubes. Tienen la base blanca y se van oscureciendo hacia arriba, lo cual aumenta su similitud con humo que se eleva del suelo. Todo el paisaje es de una belleza indecible: unos árboles grandes, de colores y formas variadas, adornan las orillas del río y las islas. Cada uno tiene su fisonomía particular y muchos de ellos están cubiertos de flores”. Esas fueron las palabras que el misionero y explorador escocés David Livingstone (1813-1873) escribió en su diario tras contemplar, la mañana del 16 de noviembre de 1855, un gigantesco salto de agua hasta ese momento desconocido para el hombre blanco.


Los seres humanos han vivido alrededor de las cataratas durante cientos de miles de años. El primer nombre conocido que otorgaron a esta maravilla fue Shongwe, otorgado por el pueblo Tokaleya. Más tarde, los Ndebele cambiaron el nombre a Amanza Thunquayo o “Agua que se levanta como humo”. Los últimos en llegar a la zona, los Makalolo, lo cambiaron otra vez por Mosi-oa-Tunya o “El humo que truena”, los “humos” que mencionaba Livingstone en su diario. Precisamente fueron los Makalolo los que ayudaron al explorador blanco a llegar hasta aquí. La costumbre británica de la época era la de bautizar con nombres ingleses todos los accidentes geográficos que iban consignando en los mapas a medida que avanzaban. Aunque Livingstone no solía ser fiel a esa regla no escrita, en este caso la grandeza del espectáculo que se abría ante sus ojos fue demasiado para él. Aquella maravilla merecía el nombre de una reina, la suya: Victoria.

Tras la independencia de Zimbabwe y el auge del nacionalismo africano, el gobierno se dedicó a cambiar todos los nombres y topónimos pero las cataratas Victoria se salvaron. Sencillamente, el país no se podía permitir sacrificar el nombre de un fenómeno natural tan famoso. Temían que, con otro nombre menos mítico, el turismo potencial (y los ingresos derivados del mismo), no se sentiría tan atraído por el país.

Las cataratas Victoria son el salto del agua más ancho del planeta, extendiéndose a lo largo de 1,7 kilómetros. La primera de las cinco inmensas cataratas, de 106 m de altura y 1.786 m de anchura, es dos veces más alta que el Niágara y una y media más ancha. Cuando las inundaciones se encuentran en su momento álgido –entre abril y mayo- caen más de 600 millones de litros de agua por minuto: el estruendo es audible a más de 20 km de distancia y la nube de humedad que se eleva a 100 metros de altura es visible a 80 km. Cifras que, con todo lo espectaculares que son, no hacen justicia a un extraordinario fenómeno ante el que miles de personas de todo el mundo acuden a extasiarse cada año. Allá donde mires, puedes ver arco iris, algunos de ellos de 360º. Por lo visto, las noches de luna llena, las autoridades del parque abren el lugar para que los visitantes puedan disfrutar del inusual fenómeno de un arco iris lunar.

A Livingstone no le llevó demasiado tiempo averiguar cuál era el origen de tal espectáculo natural. En su diario anotó fríamente: “Las cataratas no son nada más que una fisura en la dura roca basáltica en dirección a la orilla izquierda del Zambeze. Todo este espectacular escenario es el resultado de una antigua elevación del terreno como consecuencia de la cual se abrió un profundo salto en la roca basáltica de la base. En esta garganta, la corriente se precipita hacia abajo a lo ancho de unos 1.000 pasos”.

El explorador estuvo acertado en sus observaciones. El Zambeze, con 2.574 km de recorrido, es el cuarto río más largo de África. Nace en Zambia y su curso recorre una llanura basáltica formada en el jurásico que ido sufriendo diversos movimientos tectónicos con los consiguientes cambios en el fluir del río. Las simas creadas por los movimientos de la corteza terrestre, abiertas en el eje este-oeste, se encuentran con el río, que fluye de norte a sur. Esa línea de encuentro –que a medida que el río erosiona las simas va cambiando su posición con el transcurso de los milenios- es lo que da lugar a las Cataratas Victoria. Al desplomarse por la catarata, el río cae en picado en un abismo llamado The Boiling Pot y, a continuación, se dirige a un cañón sinuoso que se extiende a lo largo de más de 70 km; las olas y los remolinos que se forman constituyen uno de los desafíos más duros del mundo para los amantes de los descensos fluviales.

El fenómeno geológico que ha creado el espectáculo acuático de las cataratas en mitad de un paraje árido y agostado por el implacable sol africano, también ha contribuido a levantar un milagro vegetal a su alrededor. La humedad y el volumen de agua en suspensión que genera el colosal salto de agua crean un microclima que se beneficia de un riego continuo, día y noche, 365 días al año. La vegetación crece exuberante por doquier. La selva tropical que rodea las cataratas es un santuario para aves y mariposas y árboles como el ébano, la caoba, las palmeras, los helechos, las orquídeas, las parras, las lianas y una gran cantidad de plantas trepadoras y rastreras. Todas las especies gozan de un crecimiento generoso gracias a la constante humedad y al humus del suelo.


La pared vegetal a menudo oculta las cataratas, dejando sentir al caminante su presencia sólo por el rugir de las aguas y el frescor que reina en la zona. Existen varios miradores y senderos que bordean la enorme grieta y nosotros optamos por uno de ellos. A mitad de camino, estratégicamente situados, un par de nativos ofrecían chubasqueros y capas de agua. Pasamos de largo, confiados en que nuestras chaquetas impermeables serían suficiente protección. La ignorancia es atrevida. A medida que el sendero serpenteaba hacia la base de las cataratas, el vapor de agua en el aire aumentaba más y más. Cuando tuvimos la montaña líquida a la vista, ya estábamos totalmente empapados. Los chubasqueros eran inútiles. Millones de gotas golpeaban nuestros cuerpos desde todas direcciones. Ni siquiera podíamos sacar la cámara de fotos so pena de que quedara convertida en un montón de mecanismos chorreantes. Era como si nos estuvieran lanzando cubos de agua. Una neblina blancuzca, mezcla de espuma y gotas en suspensión, impedía ver la catarata, aunque era evidente que el monstruo estaba justo frente a nosotros. Desde el borde de la grieta, la luz y el agua se combinaban para moldear un arco iris colgante perpetuo sobre la garganta.


Existen muchas maneras de disfrutar de las cataratas Victoria. Un paseo en avioneta permite apreciar y maravillarse de esta inusual combinación entre las fuerzas geológicas y el poder del agua abarcando toda la extensión de la misma. El rafting del Zambeze es justificadamente famoso y no apto para espíritus débiles. La afluencia de turistas ha tenido como consecuencia el surgimiento, tanto en Livingstone, en Zambia, como en Victoria Falls, en Zimbabwe, de todo tipo de comercios horteras y actividades enloquecidas para extranjeros ávidos de supurar adrenalina a precios nada africanos: puenting, gorge swing, parapente, rap jumping, zip wire, vuelos en helicóptero, en ultraligero, kayaks, paseos en elefante…

La zona goza de una protección especial desde 1934, cuando se creó el Parque Nacional Mosi-oa-Tunya, que en la actualidad se extiende a ambos lados de la frontera entre Zambia y Zimbabwe. Estos dos países han puesto un especial empeño para la protección de los 69 km2 de espacio protegido que en 1989 pasó a formar parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Aunque hoy el lugar se halle bajo la presión del turismo y la amenaza de proyectos para construir presas que aprovechen el potencial hidroeléctrico, sigue siendo uno de los lugares más fascinantes del continente africano.
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jueves, 16 de julio de 2009

Milford Sound: el fiordo encantado


La proa del barco, impulsada por los silenciosos motores diesel, rompía las aguas de un oscuro azul verdoso que ocupaban lo que hace 20.000 años fue la lengua de hielo de un enorme glaciar. Inmensos farallones de color gris componían los flancos del desfiladero marino por el que el Milford Wanderer se deslizaba bajo un cielo gris y amenazador. Era difícil tomar conciencia de la colosal escala del decorado. Solamente cuando alguno de los barcos turísticos pasaba por delante de las moles de granito se hacía evidente que estábamos cerca de los riscos marinos más elevados del mundo. Se alzan hasta 1.584 metros directamente desde el nivel del mar y sus bases se asientan a 400 metros por debajo de nosotros, en lo que un día fue asiento de un valle glaciar.

Situada a 260 kilómetros al noroeste de Dunedin, en la Isla del Sur de Nueva Zelanda, Milford Sound no es, como su nombre inglés indica, una ría, esto es, un valle fluvial invadido por agua de mar debido a las mareas o la diferencia de relieve. En realidad, la "Sonda de Milford" es un fiordo, un golfo estrecho y profundo que discurre entre montañas abruptas y que fue excavado por un glaciar, una de las mejores muestras de la fuerza erosiva del hielo en movimiento. Como la mayoría de los fiordos, la profundidad va incrementándose desde la embocadura, en el Mar de Tasmania, hasta la punta. Cuando al término de la última glaciación, hace 10.000 años, los hielos se retiraron hacia su último refugio en la Antártida, el espacio que dejaron fue invadido por el mar.


A estas alturas no es necesario recordar que Nueva Zelanda es un bellísimo país cuyo principal atractivo son los maravillosos paisajes, su variedad y su estado de conservación, al que ha ayudado tanto una población relativamente poco numerosa como su grado de concienciación ecológica. La historia del hombre es corta aquí. Los maoríes llegaron desde Polinesia en sucesivas olas migratorias desde el siglo IX hasta el XIII. Cuando los europeos arribaron a estas tierras a finales del siglo XVIII, los maoríes ya habían modificado el ecosistema provocando la extinción de diversas especies. Los nuevos colonos no hicieron sino acelerar el proceso. Una parte importante del paisaje neocelandés, especialmente alrededor de las zonas más pobladas, ha sido profundamente modificado aun cuando sigue conservando una limpia belleza cada vez más difícil de descubrir en otros continentes. Las extensiones de colinas onduladas cubiertas de verdes prados contra el decorado de las imponentes cimas nevadas de los Alpes neocelandeses que se abren desde Christchurch, en la isla Sur, son en realidad el resultado de la tala intensiva y la reconversión de terrenos de bosque en tierras de pasto. Sigue pareciendo idílico, pero no se trata del entorno original.

Sin embargo, en Nueva Zelanda es posible aún encontrar lugares en los que el hombre apenas ha penetrado. Y uno de ellos es la región de Fiordland, en el suroeste del país, una costa de perfil irregular, perforada por numerosos entrantes de formas caprichosas. Los maoríes, por supuesto, conocían estas tierras a las que llamaban Piopiotahi un sonoro nombre que hace inequívoca referencia a un ave, una especie de zorzal ya extinguido. Los europeos tuvieron bastantes más problemas cuando iniciaron un estudio sistemático del litoral con el fin de cartografiarlo, dificultades que tuvieron su reflejo en los nombres con los que bautizaron a los fiordos: Dusk (crepúsculo), Doubtful (dudoso) o Mistake (error). El propio capitán Cook, el primer europeo en llegar a la embocadura del Milford Sound en 1770, no pudo siquiera verlo debido a las nieblas que se posan a menudo sobre la región. Tres años después regresó a este mismo lugar y, de nuevo, los dioses maoríes ocultaron su localización al marino inglés tras una espesa cortina de brumas. Acabó siendo el capitán John Grono quien bautizara al más famoso de los fiordos en recuerdo de su lugar de nacimiento, Milford Haven, en Gales

Y hasta aquí llega la escasa historia del ser humano en la Tierra de los Fiordos. El resto, es Naturaleza. Una naturaleza que medio millón de personas acude a contemplar cada año, ya sea recorriendo el Milford Track, que pasa por ser uno de los itinerarios senderistas más bellos del mundo; o realizando un crucero más o menos largo por los fiordos a bordo de alguno de los muchos barcos que ofrecen sus servicios en el muelle que se abre en la cabecera y al que se puede acceder por carretera o avioneta desde Queenstown. El ajetreo del embarcadero desaparece en cuanto se accede a los barcos y éstos se van desperdigando por la inmensidad del fiordo, dominado en su inicio por el colosal Mitre Peak, un monolito triangular de roca de 1.695 metros de altura.

Las profundas y rutilantes aguas bordeadas por densos bosques y la belleza de los encumbrados farallones justifican su fama. Hay un factor fundamental que condiciona no sólo el paisaje, sino todo el ecosistema de la zona. Fiordland es uno de los lugares más húmedos del planeta. Llueve dos de cada tres días, lo que supone una precipitación anual excepcionalmente alta. La impredecibilidad y variaciones súbitas del clima neocelandés alcanzan su máxima expresión en el Milford Sound. Durante nuestra estancia allí experimentamos todo tipo de caprichos meteorológicos. A nuestra llegada, el cielo estaba encapotado pero sereno, situación que se mantuvo durante parte de la tarde mientras nuestro elegante barco nos internaba en el fiordo, haciendo una parada para que los más entusiastas se pusieran el chaleco salvavidas y se lanzaran a una exploración más cercana sobre alguno de los kayaks que llevábamos a bordo. Más tarde las nubes descendieron sobre las paredes de granito y descargaron una lluvia fina y persistente que nos obligó a buscar refugio en el comedor y seguir contemplando el paisaje a través de los ventanales y las cortinas de agua que durante un rato golpearon con fuerza el paisaje.

La noche transcurrió clara y con una temperatura agradable. El barco echó el ancla cerca de una pequeña playa arenosa. Después de la cena, abandonamos rápidamente el comedor, que se había convertido en el campo de expansión de un grupo de adolescentes australianos en un estado de embriaguez cada vez más alarmante. Subimos a la cubierta, donde el capitán, un barbudo lobo de mar en la más ortodoxa tradición marinera, charlaba con un miembro de la tripulación. Cuando mencionamos el jaleo que estaban organizando los australianos, nos replicó con una mueca, un leve gesto de disgusto y un comentario despectivo. En realidad, por muchos chistes que "aussies" y "kiwis" cuenten a costa de sus vecinos australes y al cortés desprecio que se profesan, encuentran los unos en los otros un grado de identificación cultural y comprensión mucho mayor que con los indonesios, los chinos o los filipinos, que al fin y al cabo también son compañeros geográficos en esta parte del planeta. Los neocelandeses se sienten más europeos, menos americanizados que sus, según ellos, poco refinados colegas australianos. Éstos, tratan a los kiwis de torpes en los negocios y provincianos. Pero en realidad, como me confirmarían repetidas veces amigos de uno y otro país, las relaciones entre ambas nacionalidades eran afectuosamente buenas.

El capitán nos contó cómo había abandonado una larga carrera en la marina mercante para hacerse cargo del Milford Wanderer, propiedad de una compañía turística con diversos intereses en la región de los fiordos. Su tono de voz y sus involuntarias pausas al hablar dejaban traslucir nostalgia por el mar abierto y los puertos exóticos. Sin embargo, nos dijo, con la jubilación ya a la vista en el horizonte, deseaba un trabajo más tranquilo, en el que pudiera pasar más tiempo con su familia aunque eso significara pasear turistas arriba y abajo del fiordo, siempre encerrado entre las paredes de granito y contemplando el océano sólo a través de la estrecha embocadura, como un recluso cuyo único recuerdo de la libertad fuera el recuadro de cielo azul que ve por su ventanuco.

Dándose cuenta de que la conversación tomaba tintes demasiado melancólicos, el capitán nos preguntó sobre nosotros, nuestro viaje y la opinión que nos habíamos formado sobre su país. En ello estábamos cuando un penetrante sonido animal comenzó a perforar la oscuridad que nos rodeaba. Provenía de la cercana cala, oculta tras un muro negro que las luces de posición del barco no conseguían disipar. Éstas formaban un pequeño círculo de luz tenue alrededor del navío, pero fuera lo que fuese la fuente de la creciente algarabía no salía de su territorio para ponerse al alcance de nuestra vista.

- Pingüinos -nos dijo el capitán-. Pasan la noche en tierra. Por la mañana no les veréis. Se esconden entre la maleza al pie de los acantilados o pescan en el agua- Tenía razón. Por mucho que nos esforzamos aquella noche fuimos incapaces de distinguir ni siquiera una triste sombra de pingüino aun cuando la escandalera era notable. Por la mañana no quedaba ni rastro de la fiesta.

Aquella noche los pingüinos no fueron los seres vivos más dinámicos en el fiordo. Los camarotes eran estrechos y los mamparos lo suficientemente delgados como para escuchar al vecino tragar saliva, así que la coexistencia a bordo con un grupo de estudiantes australianos hiperactivos y con suficiente licor en las venas como para fundir un alcoholímetro fue una prueba de paciencia y aguante para los no participantes en la juerga. Al amanecer, cuando las carreras, los gritos apagados, las carcajadas y los portazos se habían desvanecido al tiempo que sus causantes, salí a cubierta para contemplar cómo se levantaba la niebla sobre el fiordo para revelar un mundo silencioso, en absoluta calma. Las embarcaciones turísticas no habían comenzado todavía a surcar las aguas y la oscura superficie del fiordo se había convertido en un espejo perfecto, sin nada que la perturbara.


Después de desayunar continuamos la navegación hacia el final del fiordo antes de dar la vuelta. La travesía es plácida porque la estrechez de su boca lo protege del oleaje del mar abierto. En las rocas que emergen junto a las lisas paredes de granito descansaban grupos de focas, disfrutando del calor de los primeros rayos del sol. También es frecuente ver delfines, aunque aquel día no tuvimos esa suerte. Milford Sound y sus boscosas montañas, protegidas como parte del Parque Nacional Fiordlands, albergan también a una extraña ave conocida como takahe. De talla semejante al pollo doméstico, este animal (que no vuela) exhibe un vívido plumaje azul y púrpura, posee un gran pico y se alimenta de hojas y semillas de una hierba endémica. Se creía extinguida, pero en 1947 se descubrió una colonia de unos 100 ejemplares en las márgenes del lago Te Anau, 55 km al sureste del fiordo; hoy se las protege y cría en el parque. Casi tan extraño como ellas es el kakapo, loro verdusco parecido al búho, que habita en el suelo y se esconde durante el día en su madriguera. Puede volar, pero prefiere no hacerlo. Ni siquiera vivir en estas remotas tierras o su estatus de especie protegida han conseguido salvarle del peligro de extinción. En 2009 sólo se conoce la existencia de 125 ejemplares.



El agua de las abundantes precipitaciones se acumula en las partes superiores de las paredes del fiordo, canalizándose en arroyos y desplomándose por las escarpadas paredes en cataratas que llegan a alcanzar 300 metros de altura, formando al final de su caída una cola de vapor de agua en suspensión en la que, si la luz incide correctamente, nacen arco iris múltiples. Los barcos suelen acercarse a una distancia sorprendentemente corta de la pared para situar la proa justo debajo de la cascada y poder disfrutar así de una perspectiva espectacular.

El fiordo de Milford no es solamente una maravilla de la naturaleza por su valor paisajístico. Su ecología es igualmente extraordinaria debido, precisamente, a la abundancia de precipitaciones. Agua dulce y salada se dan cita aquí para crear un medio biológico que es mar y lago a la vez. En el fiordo el agua se dispone en tres niveles bien diferenciados. La capa superficial posee un bajo contenido de sal porque proviene del agua dulce de la lluvia y de la que fluye por los torrentes y cataratas. Es menos densa que el agua salada que penetra desde el mar y se apoya sobre ella formando una capa de unos 3 metros de profundidad. A medida que esa capa superficial se va desplazando hacia el mar, arrastra con ella algo del agua salada subyacente, lo que crea una zona de transición de agua salobre (parcialmente salada). Este movimiento genera una contracorriente que empuja agua marina hacia el interior del fiordo a una profundidad de 30 metros. Por debajo de ese nivel, el agua es salada, pero permanece prácticamente inmóvil.

El impacto del agua dulce en la vida marina del fiordo es inmenso aunque no pueda percibirse a simple vista. Sólo cuando los naturalistas entendieron la peculiar dinámica hídrica local obtuvieron respuestas a algunos enigmas con los que se habían encontrado. Era la explicación, por ejemplo, a que especies de algas y moluscos comunes en el resto de las costas neocelandesas no vivieran aquí, ya que no son capaces de sobrevivir en las aguas poco salinas del fiordo cuya capa superior está, en cambio, ocupada por especies como lechugas de mar, mejillones azules y percebes, que toleran el agua salobre. Las estrellas de mar se adhieren a los riscos en el límite superior de la capa salada, donde se alimentan de mejillones. Cuando la marea desciende, bajan por la roca para huir de la capa de agua dulce, que no soportan. Al subir la marea vuelven a su antiguo lugar para seguir comiendo. El coral negro, una extraña especie que por lo general vive en colonias por debajo de los 45 metros de profundidad, se halla a menos de 35 metros, y en algunas partes sobrevive a apenas 6 metros, más cerca de la superficie que ningún otro coral en el mundo. En su mayoría, estas colonias de coral semejan arbustos en miniatura de 10 cm de alto; pero algunas, cuya antigüedad es quizá superior a los 150 años, han desarrollado grandes estructuras arbóreas de 4 metros de altura.

Sin embargo, todo eso resulta imposible verlo desde la cubierta del barco y no sólo porque estemos en movimiento, sino porque el agua es de un intenso color que impide vislumbrar lo que guarda bajo su superficie. Esto es debido a que esa capa superficial de agua dulce contiene una gran cantidad de humus y moho arrastrado desde los cauces de los arroyos que fluyen por las montañas. Estas aguas pardas limitan el paso de la luz solar; por eso, varias especies que se desarrollan por lo general en aguas profundas, como el ya mencionado coral negro, las ascidias o las liotirelas, viven en los salientes y fisuras de las paredes rocosas a profundidades de entre 6 y 40 metros, es decir, mucho más cerca de la superficie que su hábitat normal en otras regiones del mundo.

A medida que avanzaba la mañana, el tiempo volvió a mostrarnos sus extremos alternando momentos de brumas, sol y lluvia. Conforme íbamos finalizando nuestra travesía regresando a la sombra del Pico Mitre, el ondulante juego de luces se nos antojaba un majestuoso y camaleónico cuadro de autoría coral en el que cada nube, cada jirón de niebla, cada rayo de sol, cada cascada, se combinaba con los colores del agua, la piedra y la vegetación para componer la imagen de un mundo perdido, un pequeño universo que sólo permite al hombre asomarse a su umbral.
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viernes, 10 de julio de 2009

Tierra Santa surrealista


Una colaboración de Manuel Rodriguez y Lucía Yagüe


* Cruce del mar de Tiberiades. El capitán del barquito, propiedad del kibutz próximo, es judío. Al entrar nos pregunta si todos somos españoles. A continuación elige una banderita y pone un disco. A los acordes del himno nacional iza la bandera (milímetro a milímetro, ya que el ‘mástil’ sólo mide como dos palmos). Terminada la ceremonia, nos obsequia con ‘E viva España’ y esa
canción que dice ‘no me gusta que a los toros vayas con la minifalda’. A continuación, ofrece a la venta posters con los milagros en el mar de Tiberiades y rosarios.


* Compra de sellos. Pasando por la calle Rey David, en Jerusalén, vemos bolsas con sellos para la colección de mi marido, pero están en el cristal de una barbería. Nos quedamos mirando y, rápidamente sale el barbero (árabe). Por cierto, se deja al cliente totalmente enjabonado; hay que hacer constar que dicho cliente no se molesta en absoluto, sino que observa atentamente la transacción.

* Iglesia del Prendimiento de Getsemaní. Al entrar, vemos que están celebrando misa para un grupo de unas 20 monjas de la Madre Teresa. Al llegar la Consagración, dichas monjas se echan largas en el suelo, boca abajo, con gran devoción. En el momento en que el sacerdote alza la Hostia, tres de ellas se levantan ligeramente y hacen una foto, volviendo a continuación a su postración total.


* Visita a la iglesia de San Alejandro en la Vía Dolorosa. Al salir, el pope que cobraba las entradas le pregunta a mi marido si es sacerdote. Esto le ocurrió varias veces, con distintas personas, con gran diversión del franciscano que nos hacía de guía.

* En Casa Nova un palestino católico, empleado de la Custodia, le pide a una compañera de peregrinación que va todos los años a Tierra Santa que la próxima vez le lleve un escapulario de la Virgen del Carmen y jamón.
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martes, 7 de julio de 2009

El Djem: El último anfiteatro



El Djem es un pueblo del interior de Túnez que en nada se diferencia a tantos otros del norte de África: pequeñas edificaciones de una o dos alturas, de colores claros y dispuestos en calles adormiladas y tostadas por un brillante sol que sofoca cualquier atisbo de color. Es un lugar apático, tan monótono como el desierto que lo rodea. Es por ello por lo que el visitante se queda sorprendido ante la aparición, en mitad del casco urbano, de una enorme construcción de un estilo que no hubiera esperado encontrar aquí. Se trata de un gran anfiteatro romano, una atrevida obra de impresionante monumentalidad. De hecho, fue el tercero más grande de su clase, sólo superado por el Coliseo de Roma y el teatro de Capua. El contraste con el mediocre pueblo que lo rodea es tan chocante que se diría que este recuerdo de la gloria romana hubiera caído del cielo. Lejos del mar, apartado de las principales rutas comerciales... ¿Cómo es posible que en estas tierras desérticas se construyera semejante monumento? ¿Cuál fue su origen? Pues bien, tal excentricidad fue posible gracias a algo tan aparentemente humilde como el aceite de oliva.

Homero se refirió al aceite de oliva como "oro líquido". Y es que en todo el mundo mediterráneo antiguo, a lo largo de milenios, este producto fue objeto de un comercio enormemente lucrativo gracias a los numerosos usos que tenía. No solamente era utilizado como elemento gastronómico, sino que era parte fundamental de los ritos religiosos de diversas culturas, combustible para las lámparas de aceite, servía para elaborar jabón, se usaba en las termas y gimnasios para suavizar la piel, como ingrediente de juegos eróticos y elemento de recetas medicinales. La demanda era tal que todas aquellas regiones de la cuenca del Mediterráneo que eran aptas para el cultivo del olivo disfrutaron de una cómoda prosperidad. Y aquí entra en escena El Djem, cuyo nombre entonces era Thysdrus.

Aunque hoy el territorio alrededor de El Djem es árido y reseco, en la antigüedad el desierto no había llegado hasta aquí y la fertilidad de sus suelos propició la extensión de los cultivos de olivo especialmente a partir del siglo I a.C. Thysdrus se convirtió en un importante centro exportador de aceite rivalizando con Hadrumentum (la actual Sousa, también en Túnez) por el puesto de segunda ciudad del Norte de África después de Cartago. Con la riqueza, vinieron el orgullo, la ambición de subir en el escalafón imperial y el deseo de emular el estilo y los gustos de la metrópoli. Sólo faltaba alguien que recogiera esas aspiraciones y las concretara en hechos. Y ese alguien fue Marco Antonio Gordiano Sempronio Romano.

De familia acomodada y bien relacionada, Gordiano comenzó su carrera política a una edad relativamente avanzada, llegando a ser elegido senador. Estuvo al frente de una legión estacionada en Siria, sirvió como gobernador en Britania y de vuelta en Roma consiguió permanecer apartado de las intrigas del poder. Durante el reinado de Severo Alejandro, Gordiano fue investido con el dudoso honor de ser enviado como procónsul a África. A pesar de su avanzada edad -casi setenta años- y sus inclinaciones intelectuales más que administrativas, dio la orden de construir un gran anfiteatro en Thysdrus, algo con lo que ya estaba familiarizado pues en Roma, durante su mandato como edil, se había ganado el favor del pueblo gracias a la organización de extraordinarios juegos y espectáculos. Los anfiteatros eran una construcción típicamente romana, de forma circular u ovalada, con una arena rodeada de gradas divididas en función de la clase social de los espectadores. Su función era la de servir de escenario de las luchas de gladiadores y otros espectáculos diversos.

La prosperidad de la ciudad permitió levantar uno de los más grandes anfiteatros del Imperio, de 150 metros de largo por 120 metros de ancho y una altura de 36 metros. A pesar de sus dimensiones, la estructura de los 64 arcos de cada uno de los tres pisos transmiten una inesperada sensación de ligereza, armonía y elegancia. Aunque se construyó en tan sólo ocho años, los trabajos no fueron fáciles. Dado que la roca disponible en las inmediaciones era arenisca, la única manera de apoyar el peso de la estructura sobre un material tan frágil era cortarla en grandes sillares, que hubieron de ser transportados desde canteras situadas a más de 30 km de distancia. Su interior se decoró con mosaicos en cuyo arte se fundían las tradiciones latina y norteafricana. La solidez del resultado global salta a la vista. El anfiteatro es la única estructura de la ciudad que se ha conservado en buen estado. Fue además el último gran edificio de su clase construido durante el Imperio Romano aunque desgraciadamente su vida activa fue extraordinariamente breve. El mismo artífice de su nacimiento fue el causante indirecto de la caída en desgracia de la ciudad que lo albergaba.

Durante el siglo III d.C. los emperadores romanos estuvieron sometidos a enormes tensiones debido a las constantes invasiones y a los consecuentes quebrantos sociales y económicos. Entre los años 235 y 284 d.C. hubo, al menos, veinte emperadores diferentes. Severo Alejandro había subido al trono en 222 d.C. con 14 años de edad. La situación del Imperio era aún lo suficientemente segura como para permitir el reinado de un menor de edad, pero, más tarde, en 235, Alejandro fue asesinado en Germania cuando las tropas se opusieron a su política de negociación con las tribus bárbaras. Su asesino y sucesor, Maximino el Tracio, no fue un gobernante en absoluto popular. Su mandato represivo y violento le granjeó un descontento general en todo el Imperio que acabó desencadenando una revuelta en África en el año 238. La chispa fue una injusta condena contra algunos jóvenes de las clases acomodadas de la provincia. El caso había terminado con su ejecución y el traspaso de su patrimonio al emperador. La indignación popular que se derivó de tal hecho fue aprovechada por algunos conspiradores que reunieron un ejército de esclavos y campesinos fieles a los ajusticiados y asesinaron al procurador imperial. A continuación se hicieron con la ciudad de Thysdrus y proclamaron al anciano y afable Gordiano emperador. Éste, a la vista de la explosiva situación, rechazó tan peligrosa distinción. Suplicó con lágrimas en los ojos a los líderes de la revuelta que le dejaran terminar sus días en paz, sin manchar sus manos de sangre inocente. Pero ante las amenazas de los conjurados, no tuvo otra opción que aceptar el manto púrpura y su nombramiento como Gordiano I. El viejo político, en atención a su edad, consiguió que su hijo, Marco Antonio Gordiano (conocido desde entonces como Gordiano II) fuera reconocido como emperador asociado.

Al principio, el levantamiento pareció tener éxito. Gordiano entró en Cartago arropado por el apoyo del pueblo y los líderes políticos locales. En Roma, el prefecto pretoriano de Maximino fue asesinado y el Senado confirmó el nombramiento del nuevo emperador. La mayor parte de las provincias apoyó a Gordiano. Pero el gobernador de Numidia, territorio vecino a la provincia de África, se mantuvo leal a Maximino e inició hostilidades contra Gordiano. El hijo de éste lideró un ejército de milicianos sin adiestramiento contra la veterana legión III Augusta estacionada en Numidia. El inevitable desenlace de la que se conoció como Batalla de Cartago fue la completa derrota de los primeros, la muerte de Gordiano II y el suicidio de su padre. Los Gordianos habían reinado treinta y seis días.


De poco sirvió que el senado deificara a los Gordianos. Las tropas de Maximino saquearon la ciudad y Thysdrus jamás volvió a recuperarse del golpe. El declive de la ciudad hace poco probable que el gran anfiteatro registrara ya mucha actividad. Al desmembramiento del imperio siguieron las invasiones árabes en el siglo VII. La reina y guerrera bereber Kahina encabezó la resistencia contra los ejércitos musulmanes y convirtió el edificio romano en una fortaleza. Aunque para entonces los bloques de arenisca del anfiteatro ya tenían cuatrocientos años, probablemente era la única estructura sólida y capaz de servir a propósitos militares en toda la región. La historia de la valiente Kahina y su heroica resistencia resultó inútil. Los bereberes fueron arrollados por las tropas omeyas y luego parcialmente asimilados en la nueva cultura islámica. Ahí terminó la intervención del orgulloso edificio en los acontecimientos históricos de la provincia. Durante los siguientes 1.000 años lo único que perturbó la petrificada vida del anfiteatro fue al ataque de la erosión y la lenta pero continua sangría a la que lo sometieron los aldeanos de los alrededores, extrayendo bloques de piedra para construir sus viviendas. Incluso la Gran Mezquita de Kairouan utilizó bloques de El Djem para levantar sus muros.

La última fecha reseñable fue 1695, momento en que el turco Mohammed Bey, en su represión de una revuelta local contra los otomanos, derribó a cañonazos una sección del muro exterior con el fin de expulsar a los rebeldes. El anfiteatro de El Djem es hoy un símbolo de la pericia constructora de los romanos. Pero también lo es de lo efímero de la riqueza, la vanidad y la prosperidad de los pueblos. El derrumbamiento económico de la ciudad y luego la llegada del cristianismo y su prohibición de los combates de gladiadores hicieron que el edificio apenas se utilizara para su propósito original. La casi totalidad de sus 1.700 años de vida los ha pasado solo, rodeado por una cultura totalmente ajena a las aspiraciones de aquella que lo erigió, carcomido por el viento y la indiferencia de sus vecinos. La calificación de Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO en 1979 lo ha preservado en lo que puede ser otro milenio de paz, olvido y sueños perdidos.
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jueves, 2 de julio de 2009

Las pinturas aborígenes de Kakadu: el amanecer de la espiritualidad



Tras pasar dos semanas atravesando el enorme desierto que ocupa todo el interior de la isla-continente australiana desde Perth, nos recibe el húmedo trópico del norte. Una parada de dos días en la Garganta de Katherine nos sirve para comenzar a aclimatarnos al nuevo entorno antes de ponernos en camino hacia el Parque Nacional de Kakadu, una inmensa reserva natural y quizá el principal parque nacional terrestre del país. El visitante dispone de un buen número de posibilidades a la hora de visitar la zona, desde cruceros fluviales para la contemplación de la fauna hasta caminatas de dificultad variable siguiendo las sendas y pistas que el gran público pudo ver en las películas de Cocodrilo Dundee (que fueron rodadas parcialmente aquí).

Durante la temporada húmeda, la vida en Kakadu sufre una transformación radical: muchas pistas y carreteras quedan anegadas, por lo que el acceso a bastantes lugares resulta imposible. La temporada seca, al final de la cual nos encontrábamos en el momento de nuestra visita, tiene otros inconvenientes: una temperatura de 40ºC con una humedad del 90% era una combinación aplastante que pulverizaba rápidamente el ánimo mejor dispuesto. Decidimos emplear parte de nuestra primera mañana en el parque profundizando en el complejo mundo aborígen.

Una de las amargas ironías de la Historia es que los colonos y convictos emancipados que comenzaron una nueva vida en la colonia australiana de Nueva Gales del Sur sólo acertaran a modelar su identidad destruyendo la de la cultura que ya habitaba aquellas tierras, los Aborígenes. No resulta sencillo aproximarse al mundo aborígen, a menudo receloso del hombre blanco y cerrado sobre si mismo cuando no en franca descomposición. Pero uno de los lugares donde ello resulta posible es en Kakadu, el lugar de Australia con mayor concentración de arte rupestre, hogar de los aborígenes desde hace miles de años.

Los gagadu, los habitantes tradicionales de estas tierras, llegaron hace dos mil generaciones, miles de años antes de que los primeros imperios y civilizaciones dejaran su huella en la Historia escrita. Desde entonces han habitado aquí, aprendiendo a vivir del entorno al tiempo que modificándolo. A lo largo de decenas de miles de años, dejaron su impronta espiritual en la forma de pinturas rupestres en miles de paredes y oquedades rocosas de la región, permaneciendo aislados hasta la llegada en el siglo XVII de pescadores indonesios, los macassan. Los dos pueblos eran completamente distintos pero dado que su relación era meramente superficial y basada en el comercio, el modo de vida aborígen no se vio alterado. La llegada de los hombres blancos tuvo un efecto completamente diferente. La percepción que éstos tenían de aquéllos no podía ser más negativa. Los primeros exploradores holandeses emitieron opiniones nefastas: “salvajes, crueles y bárbaros negros” (Willem Jansz, 1606) o “las más miserables y pobres criaturas que jamás he visto” (Jan Carstenz, 1628). La llegada de colonos, el establecimiento de granjas y el empleo de mano de obra aborígen terminó por quebrar las bases de una sociedad que había conseguido permanecer estable durante decenas de siglos.


La sociedad aborigen tradicional se articulaba en pequeñas tribus que apenas superaban los diez grupos familiares. Cazaban en espacios acotados por los antepasados y la convivencia se basaba en una división básica del trabajo. Las mujeres y los niños se encargaban de recoger raíces, bayas, tubérculos, huevos, larvas, bulbos, insectos comestibles,… mientras que el oficio de los hombres era la caza, utilizando para ello armas de madera. La solidaridad tribal y sus estrictos códigos de comportamiento regulaban las relaciones de los individuos. Es la más compleja estructura de castas que se haya concebido en una cultura tradicional, con un complicadísimo sistema de relaciones personales, familias, grupos, clanes y tribus. La única forma común de autoridad era el consejo de ancianos, depositarios de la tradición oral y de los saberes colectivos de la tribu. Al llegar a la pubertad, el hombre podía ganar prestigio por su habilidad como cazador, la lealtad a la tradición y, sobre todo, por su conducta honrada y sensata.


En la cosmología aborigen, el Tiempo de Sueño o Ensoñación es la remota era en la que gigantescos seres conocidos como Ancestros o Antepasados surgieron de la tierra y vagaron por el mundo, dándole forma en el curso de sus viajes, luchas y peripecias. Para los aborígenes, el paisaje está vivo y, si se sabe leer, nos cuenta historias del pasado, el presente y el futuro. De hecho, a sus ojos, Australia es como una tela de araña cuyos hilos los forman los recorridos de aquellos mágicos seres. Dicha trama define rutas, itinerarios y fronteras de separación entre tribus. Peñascos, gargantas, estanques, cavernas... no sólo son obra de los Ancestros en el tiempo en el que moraron aquí, sino que aún retienen parte de su poder. De esto se desprende que toda la tierra y todo lo que ésta contiene es sagrado, ya sea inanimado o vivo. Entre estos antepasados se encuentra la Madre Tierra, que recibe el sencillo nombre de Warramurrungundji y que se cree que viajó por todo el mundo creando ríos, lagos y vida salvaje antes de transformarse en una enorme roca -su "Lugar de Ensueño"- en Kakadu. Otra figura chocante de esta mitología es la Serpiente del Arco Iris, un símbolo desconcertantemente común a otras culturas totalmente independientes, como los Incas sudamericanos.

Nuestra primera parada es Nourlangie Rock, uno de los conjuntos más importantes de pinturas rupestres y quizá el corazón espiritual y cultural del parque. Se trata de una escarpada elevación de piedra caliza desde cuya cima se domina el paisaje a gran distancia. Cuenta con numerosos cobijos naturales en los que los aborígenes encontraron protección contra la lluvia y el calor. La gran roca es protagonista de muchas historias del Tiempo del Sueño. Según algunos clanes de la región, fue, Namondjok, el Creador ancestral, quien viajó por toda la zona de Nourlangie con su hermana y quien acabó con las leyes relacionadas con el parentesco, a través de las cuales se controlaban las relaciones familiares en el seno de un clan. La hermana de Namondjok tomó una pluma –la roca- de su tocado y la colocó en el lugar en el que acababa de lanzar la roca, después de haber acabado con las leyes.

El arte rupestre aborigen sigue teniendo en Kakadu una función social para las comunidades que habitan la zona. Muchos de los conjuntos de pinturas de Kakadu son lugares tan sagrados que se mantienen en secreto. La creencia en el Sueño continúa siendo importante para gran parte de la población aborigen. Para ellos, la mayoría de los espíritus todavía viven en los lugares donde se asentaron después de sus periplos para encontrar un acomodo en la creación. Esos seres aún dominan fenómenos como la lluvia o el viento y condicionan la fecundidad de la tierra y de las mujeres. También son los guardianes de la cultura, ya que instauraron las reglas sociales y los rituales que han de llevarse a cabo en cada lugar sagrado. Además, continúan guiando a los hombres en sus sueños. Estos espacios son conocidos como djang andjamun o sitios sagrados, cuyo acceso está únicamente permitido a aquellas personas a las que la ley aborigen ha otorgado la responsabilidad de su custodia. Al igual que sucede en Uluru, en el centro de Australia, aunque ahora se admiten turistas en los parques nacionales, éstos sólo pueden visitar ciertos grupos de pinturas no sagradas.

Las pinturas, bajorrelieves e incisiones responden a tres tipos distintos. En primer lugar se encuentran las criaturas de la Edad del Sueño, las wongina, a las que acompañan misteriosas figuras oblongas. Después, las rocas y cuevas pintadas por los espíritus giro giro y mimi, de significado desconocido. Y, por último, las pinturas que llevan firma, la que deja el autor con la palma de la mano. Las pinturas rupestres de Kakadu demuestran una finura inusual en sus variadas formas y estilos, cerradas aún a la interpretación de los estudiosos y especialistas.

Ciertamente, son pinturas asombrosas, en absoluto parecidas a las realizadas por otros pueblos primitivos europeos, americanos o africanos. De hecho, son anteriores a las pinturas paleolíticas encontradas en el sur de Europa. La principal pintura de la galería de Anbangbang, quizá la más visitada del parque, que se encontraba en la roca y que está protegida de los elementos por una gran sección cubierta por un voladizo, no es otra que la de Namondjok. Junto a él se encuentra una figura sobrenatural, blanca y esquelética, una imagen común en todo el arte de Nourlangie. Se trata de Namarrgon, el Hombre de la Luz, quien durante la creación se cargó encima el cielo con un arco de luz y se colocó unas hachas de piedra sobre sus hombros, rodillas y pies, las cuales solía golpear contra las nubes de tormenta para crear los truenos.

Debajo de él se encontraba su esposa, Barrginj, también blanca y esquelética. Asombra asimismo esa técnica tan única de representar figuras humanas y animales como si el pintor tuviera rayos X en sus ojos: costillas, vértebras, órganos y huesos quedan perfectamente delimitados con pintura roja sobre una base blanca. Pinturas de canguros se alternaban con otras humanas de una estilización que no desentonaría en una sala de exposiciones de arte contemporáneo. Recordaban a extraterrestres cabezones y de ojos grandes, con un cuerpo en forma de palillo y extremidades desproporcionadamente largas y finas. Otras figuras son totalmente indescifrables: enigmáticos seres mezcla de insecto, ser humano y reptil, con antenas o cuernos saliendo de sus cráneos y bajando por cuerpos insectoides terminados en colas de pescado. Otras escenas mostraban aspectos más familiares como grupos de cazadores o bailarines.

Las horas centrales del día eran demasiado abrasadoras como para pensar en otra cosa que no fuera zambullirse en las aguas del desierto camping. Apenas había excursionistas o familias con sus caravanas. Probablemente el pesado calor les había disuadido de visitar Kakadu en esta época del año.


Al atardecer, cuando la temperatura se redujo a niveles aptos para la supervivencia humana, un corto trayecto en coche y una agradable caminata nos llevaron hasta Ubirr, otra zona del parque en la que grandes bloques de piedra anaranjada emergen de una extensa llanura. Geológicamente, Kakadu se ha mantenido bastante estable durante cientos de millones de años. Las tierras bajas están cubiertas de grandes planicies de bosques bajo las que hay antiguos sedimentos y piedras de granito que se depositaron cuando la zona estaba cubierta por un mar poco profundo durante la era de los dinosaurios, hace más de 100 millones de años. Toda esa agua chocaba contra el escarpado de Arnhem, minando la roca caliza, formando y erosionando acantilados. Eran los restos de uno de esos farallones, Cannon Hill, los que ahora nos servían de mirador natural. El mar fue gradualmente retrocediendo y la planicie del parque quedó expuesta durante unos 100 millones de años, cuando el nivel del mar volvió a aumentar y sumergió la planicie dando lugar a las marismas. En los últimos 7.000 años el mar ha ido retrocediendo otra vez y, actualmente, lo hace a una media de 20-30 cm al año.


El amplio panorama que teníamos delante ponía de manifiesto que el parque nacional más grande de Australia es un lugar difícil de apreciar en una visita corta. El acceso a los distintos elementos del parque es limitado, y los que esperen encontrar el aire lleno de aves de colores y el monte a rebosar de vida salvaje sin duda quedarán decepcionados. Además, en las épocas del año en las que no está inundado, Kakadu está mucho más seco de lo que se pueda imaginar, y la mayor parte de la vida salvaje está activa sólo durante las primeras horas de la mañana, por la tarde o por la noche. El peligro de los cocodrilos y de la profanación accidental de los lugares sagrados aborígenes, al igual que el terreno árido, hace que las tierras pantanosas y sobre todo el campo de escarpas, se exploren mejor desde un pequeño avión, una posibilidad que no entraba en mi presupuesto.

Además de una espectacular puesta de sol sobre las planicies en las que un enorme número de aves se preparaban para pasar la noche, contemplamos algunas de las miles de pinturas aborígenes que decoran los recovecos y salientes de los alrededores, representando sobre todo peces y animales marinos. Algunas se sobreponen a otras anteriores, algunas nítidas, otras borrosas; algunas relativamente nuevas, otras cuya antigüedad se cuenta en miles y miles de años.

Actualmente se cree que algunas de las pinturas podrían remontarse a hace 50.000 años si bien la mayor parte de las antiguas "sólo" tienen 20.000. Una manera fácil de datarlas es por lo que muestran. Una de ellas, por ejemplo, representa una especie de equidna -mamífero australiano semejante al erizo- que se extinguió hace 15.000 años. En otra aparece un tigre de Tasmania, extinto hace 18.000 años. Resulta realmente increíble. Algunas de estas pinturas hacen que otras culturas parezcan casi recientes. Las primeras ciudades aparecieron en el Próximo Oriente hace 10.000 años y los faraones egipcios dejaron su huella en la historia hace tan sólo 4.500 años.

La historia del clan y su simbología queda consignada en dibujos que muestran tanto escenas de hace miles de años como otras más recientes: la llegada de los hombres blancos es fácilmente identificable por las figuras con sombreros, rifles, pipas y sus manos metidas en los bolsillos, una estampa que debió de impactar bastante a los aborígenes. Algunas de las pinturas están evidentemente retocadas, algo que no puede extrañar ni escandalizar. No estamos en un museo, sino en un lugar que aún guarda un significado para la gente aborigen y sobre el que siguen trabajando algunos elegidos con permiso de la tribu.


Varios metros por encima del nivel del suelo hay una serie de figuras algo desvaídas. Son los espíritus Mimi. Son criaturas frágiles, con cuerpo de palo y pequeñas cabezas colocadas al final de un largo y delgado cuello. Nos dicen que son criaturas muy delicadas y que tienen que tener cuidado porque sus cuellos se pueden romper si el viento sopla demasiado fuerte. Los Mimi enseñaron a la gente a dibujar y, así, lo primero que los hombres grabaron fueron esos espíritus.


Puede que ahora los aborígenes tengan nombres cristianos y que vistan con tejanos, pero hay algo en su interior que no ha podido librarse de miles de años de tradición. Esos espíritus de extrañas formas nos resultan ajenos, incluso alienígenas. Pero para ellos aún son algo real, fuerzas que hay que tener en cuenta. Su sentido de la continuidad, de ser parte de una cultura que se cree anclada en la niebla del tiempo y en los mitos que rodean el origen de la sociedad humana en la Tierra, es algo probablemente sin parangón en ningún otro pueblo del planeta. Son parte de una civilización antigua que, en sus creencias religiosas, dejaron atrás hace mucho tiempo las preocupaciones materiales, pasando a caminar mental y espiritualmente por un paisaje de rocas y montículos, estanques y billabongs, todos ellos al tiempo sencillos y sagrados.
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