span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: El Djem: El último anfiteatro

martes, 7 de julio de 2009

El Djem: El último anfiteatro



El Djem es un pueblo del interior de Túnez que en nada se diferencia a tantos otros del norte de África: pequeñas edificaciones de una o dos alturas, de colores claros y dispuestos en calles adormiladas y tostadas por un brillante sol que sofoca cualquier atisbo de color. Es un lugar apático, tan monótono como el desierto que lo rodea. Es por ello por lo que el visitante se queda sorprendido ante la aparición, en mitad del casco urbano, de una enorme construcción de un estilo que no hubiera esperado encontrar aquí. Se trata de un gran anfiteatro romano, una atrevida obra de impresionante monumentalidad. De hecho, fue el tercero más grande de su clase, sólo superado por el Coliseo de Roma y el teatro de Capua. El contraste con el mediocre pueblo que lo rodea es tan chocante que se diría que este recuerdo de la gloria romana hubiera caído del cielo. Lejos del mar, apartado de las principales rutas comerciales... ¿Cómo es posible que en estas tierras desérticas se construyera semejante monumento? ¿Cuál fue su origen? Pues bien, tal excentricidad fue posible gracias a algo tan aparentemente humilde como el aceite de oliva.

Homero se refirió al aceite de oliva como "oro líquido". Y es que en todo el mundo mediterráneo antiguo, a lo largo de milenios, este producto fue objeto de un comercio enormemente lucrativo gracias a los numerosos usos que tenía. No solamente era utilizado como elemento gastronómico, sino que era parte fundamental de los ritos religiosos de diversas culturas, combustible para las lámparas de aceite, servía para elaborar jabón, se usaba en las termas y gimnasios para suavizar la piel, como ingrediente de juegos eróticos y elemento de recetas medicinales. La demanda era tal que todas aquellas regiones de la cuenca del Mediterráneo que eran aptas para el cultivo del olivo disfrutaron de una cómoda prosperidad. Y aquí entra en escena El Djem, cuyo nombre entonces era Thysdrus.

Aunque hoy el territorio alrededor de El Djem es árido y reseco, en la antigüedad el desierto no había llegado hasta aquí y la fertilidad de sus suelos propició la extensión de los cultivos de olivo especialmente a partir del siglo I a.C. Thysdrus se convirtió en un importante centro exportador de aceite rivalizando con Hadrumentum (la actual Sousa, también en Túnez) por el puesto de segunda ciudad del Norte de África después de Cartago. Con la riqueza, vinieron el orgullo, la ambición de subir en el escalafón imperial y el deseo de emular el estilo y los gustos de la metrópoli. Sólo faltaba alguien que recogiera esas aspiraciones y las concretara en hechos. Y ese alguien fue Marco Antonio Gordiano Sempronio Romano.

De familia acomodada y bien relacionada, Gordiano comenzó su carrera política a una edad relativamente avanzada, llegando a ser elegido senador. Estuvo al frente de una legión estacionada en Siria, sirvió como gobernador en Britania y de vuelta en Roma consiguió permanecer apartado de las intrigas del poder. Durante el reinado de Severo Alejandro, Gordiano fue investido con el dudoso honor de ser enviado como procónsul a África. A pesar de su avanzada edad -casi setenta años- y sus inclinaciones intelectuales más que administrativas, dio la orden de construir un gran anfiteatro en Thysdrus, algo con lo que ya estaba familiarizado pues en Roma, durante su mandato como edil, se había ganado el favor del pueblo gracias a la organización de extraordinarios juegos y espectáculos. Los anfiteatros eran una construcción típicamente romana, de forma circular u ovalada, con una arena rodeada de gradas divididas en función de la clase social de los espectadores. Su función era la de servir de escenario de las luchas de gladiadores y otros espectáculos diversos.

La prosperidad de la ciudad permitió levantar uno de los más grandes anfiteatros del Imperio, de 150 metros de largo por 120 metros de ancho y una altura de 36 metros. A pesar de sus dimensiones, la estructura de los 64 arcos de cada uno de los tres pisos transmiten una inesperada sensación de ligereza, armonía y elegancia. Aunque se construyó en tan sólo ocho años, los trabajos no fueron fáciles. Dado que la roca disponible en las inmediaciones era arenisca, la única manera de apoyar el peso de la estructura sobre un material tan frágil era cortarla en grandes sillares, que hubieron de ser transportados desde canteras situadas a más de 30 km de distancia. Su interior se decoró con mosaicos en cuyo arte se fundían las tradiciones latina y norteafricana. La solidez del resultado global salta a la vista. El anfiteatro es la única estructura de la ciudad que se ha conservado en buen estado. Fue además el último gran edificio de su clase construido durante el Imperio Romano aunque desgraciadamente su vida activa fue extraordinariamente breve. El mismo artífice de su nacimiento fue el causante indirecto de la caída en desgracia de la ciudad que lo albergaba.

Durante el siglo III d.C. los emperadores romanos estuvieron sometidos a enormes tensiones debido a las constantes invasiones y a los consecuentes quebrantos sociales y económicos. Entre los años 235 y 284 d.C. hubo, al menos, veinte emperadores diferentes. Severo Alejandro había subido al trono en 222 d.C. con 14 años de edad. La situación del Imperio era aún lo suficientemente segura como para permitir el reinado de un menor de edad, pero, más tarde, en 235, Alejandro fue asesinado en Germania cuando las tropas se opusieron a su política de negociación con las tribus bárbaras. Su asesino y sucesor, Maximino el Tracio, no fue un gobernante en absoluto popular. Su mandato represivo y violento le granjeó un descontento general en todo el Imperio que acabó desencadenando una revuelta en África en el año 238. La chispa fue una injusta condena contra algunos jóvenes de las clases acomodadas de la provincia. El caso había terminado con su ejecución y el traspaso de su patrimonio al emperador. La indignación popular que se derivó de tal hecho fue aprovechada por algunos conspiradores que reunieron un ejército de esclavos y campesinos fieles a los ajusticiados y asesinaron al procurador imperial. A continuación se hicieron con la ciudad de Thysdrus y proclamaron al anciano y afable Gordiano emperador. Éste, a la vista de la explosiva situación, rechazó tan peligrosa distinción. Suplicó con lágrimas en los ojos a los líderes de la revuelta que le dejaran terminar sus días en paz, sin manchar sus manos de sangre inocente. Pero ante las amenazas de los conjurados, no tuvo otra opción que aceptar el manto púrpura y su nombramiento como Gordiano I. El viejo político, en atención a su edad, consiguió que su hijo, Marco Antonio Gordiano (conocido desde entonces como Gordiano II) fuera reconocido como emperador asociado.

Al principio, el levantamiento pareció tener éxito. Gordiano entró en Cartago arropado por el apoyo del pueblo y los líderes políticos locales. En Roma, el prefecto pretoriano de Maximino fue asesinado y el Senado confirmó el nombramiento del nuevo emperador. La mayor parte de las provincias apoyó a Gordiano. Pero el gobernador de Numidia, territorio vecino a la provincia de África, se mantuvo leal a Maximino e inició hostilidades contra Gordiano. El hijo de éste lideró un ejército de milicianos sin adiestramiento contra la veterana legión III Augusta estacionada en Numidia. El inevitable desenlace de la que se conoció como Batalla de Cartago fue la completa derrota de los primeros, la muerte de Gordiano II y el suicidio de su padre. Los Gordianos habían reinado treinta y seis días.


De poco sirvió que el senado deificara a los Gordianos. Las tropas de Maximino saquearon la ciudad y Thysdrus jamás volvió a recuperarse del golpe. El declive de la ciudad hace poco probable que el gran anfiteatro registrara ya mucha actividad. Al desmembramiento del imperio siguieron las invasiones árabes en el siglo VII. La reina y guerrera bereber Kahina encabezó la resistencia contra los ejércitos musulmanes y convirtió el edificio romano en una fortaleza. Aunque para entonces los bloques de arenisca del anfiteatro ya tenían cuatrocientos años, probablemente era la única estructura sólida y capaz de servir a propósitos militares en toda la región. La historia de la valiente Kahina y su heroica resistencia resultó inútil. Los bereberes fueron arrollados por las tropas omeyas y luego parcialmente asimilados en la nueva cultura islámica. Ahí terminó la intervención del orgulloso edificio en los acontecimientos históricos de la provincia. Durante los siguientes 1.000 años lo único que perturbó la petrificada vida del anfiteatro fue al ataque de la erosión y la lenta pero continua sangría a la que lo sometieron los aldeanos de los alrededores, extrayendo bloques de piedra para construir sus viviendas. Incluso la Gran Mezquita de Kairouan utilizó bloques de El Djem para levantar sus muros.

La última fecha reseñable fue 1695, momento en que el turco Mohammed Bey, en su represión de una revuelta local contra los otomanos, derribó a cañonazos una sección del muro exterior con el fin de expulsar a los rebeldes. El anfiteatro de El Djem es hoy un símbolo de la pericia constructora de los romanos. Pero también lo es de lo efímero de la riqueza, la vanidad y la prosperidad de los pueblos. El derrumbamiento económico de la ciudad y luego la llegada del cristianismo y su prohibición de los combates de gladiadores hicieron que el edificio apenas se utilizara para su propósito original. La casi totalidad de sus 1.700 años de vida los ha pasado solo, rodeado por una cultura totalmente ajena a las aspiraciones de aquella que lo erigió, carcomido por el viento y la indiferencia de sus vecinos. La calificación de Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO en 1979 lo ha preservado en lo que puede ser otro milenio de paz, olvido y sueños perdidos.

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