span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: marzo 2011

miércoles, 30 de marzo de 2011

Loch Lomond y los Trossachs: las huellas de Rob Roy


Los paisajes de Escocia se cuentan entre los más bellos de Europa. Suaves colinas, hermosos bosques de fantasía, agrestes acantilados, castillos románticos con bellos jardines o ruinoso y fantasmagórico perfil... y, por supuesto, sus lagos, llamados en escocés "lochs". Los hay de todo tipo, tamaño, forma y color. Cada visitante les otorgará adjetivos diferentes según la luz del día, su estado de ánimo, la época del año o la perspectiva desde la que los observe. Los hay misteriosos, solitarios, luminosos, amenazadores, familiares, épicos...

Uno de los más famosos y visitados es el Loch Lomond, situado en el sur de las Highlands, a tan sólo 32 km de Glasgow. Sus 71 km2 de superficie, 37 km de longitud, 8 km de ancho y una profundidad media de 36 m, lo convierten en el mayor lago de la Gran Bretaña:

Desde Oban, en la costa occidental de Escocia, conducimos hasta el Lomond en un típico dia escocés de primavera: soleado y cambiante, pero con una temperatura fresca y agradable que invita a pasear. La orilla oriental del lago está libre de carreteras y “civilización” a excepción de un lujoso hotel con embarcadero que no perturba la paz reinante en el lugar. La orilla occidental, por el contrario, es la que canaliza el importante volumen de tráfico que discurre a lo largo de la carretera A82, vía que une las Lowlands con las Highlands y que supuso una estresante experiencia automovilística. El lago, que se extendía a nuestra izquierda, quedaba oculto por una a menudo espesa capa de vegetación. Pero aunque las vistas hubieran sido completamente diáfanas, la tensión que causaba la combinación de carreteras estrechas y tráfico denso y voluminoso no hubiera permitido el disfrute del panorama. Camiones y autobuses turísticos salían de las cerradas curvas a una velocidad intimidante y la angosta carretera aumentaba la impresión de que los vehículos se nos venían encima.

Nos detuvimos en Tarbert, una diminuta población diseminada a lo largo de un tramo de la
carretera principal. Allí se abría una amplia explanada cubierta de mullido y fresco césped desde donde se podía disfrutar del azul de las aguas del Lomond. Un tranquilo muelle situado en un extremo de la apacible bahía servía de punto de atraque a los barcos que ofrecían a los turistas paseos por el lago. Teníamos tiempo suficiente hasta la siguiente salida, así que nos dedicamos a descansar y disfrutar del magnífico día.

Una vez en el barco, acompañados por una suave brisa, pudimos contemplar el panorama de este legado geológico del Cuaternario esculpido por los glaciares. Su aspecto y características varían según se asciende desde el sur hacia el norte, resultando más espectacular el paisaje en la parte septentrional. En la orilla este se eleva el pico más elevado de la región, el Ben Lomond, de 974 m. La situación geográfica del lago, además, le dio un protagonismo especial en la historia de Escocia al hallarse enclavado en la intersección de los tres antiguos reinos escoceses de Strathclyde, Dalriada y Pictland. La mayor de las 37 islas del lago, Inchmurrin, tomó su nombre del santo misionero Mirrin, que pasó algún tiempo en ese lugar y por sus orillas y alrededores deambuló Rob Roy, el popular héroe escocés del siglo XVIII.

Junto al lago, el mayor atractivo de la región lo constituyen los bosques salpicados de lagunas. La zona es conocida como The Trossachs, nombre que originalmente designaba solamente la garganta situada entre el Loch Katrine y el Loch Achray, pero que ahora se utiliza para toda la comarca y para el Parque Nacional que se constituyó aquí en 2002 con una extensión de 1.865 km2.

Aberfoyle es conocido como la puerta sur de los Trossachs. Esta población queda en el extremo
oriental del Queen Elizabeth Forest Park (parte del Parque Nacional) y constituye un buen punto de partida para recorrer la zona a pie o en bicicleta. Lo único que estrictamente merecía el nombre de pueblo era la calle principal, a lo largo de la cual se alineaban restaurantes y comercios. Nuestro B&B para esa noche, la Creag-Ard House, resultó ser un lugar de una belleza especial. Situada en las afueras, era una antigua casa de aspecto imponente, situada sobre un pequeño promontorio y a cuyos pies se extendía un verde jardín con un auténtico lago. Las vistas eran maravillosas y el lugar gozaba de una tranquilidad absoluta. Su dueña, una joven mujer de aspecto más británico que escocés, era una persona servicial y amable que nos mostró nuestra impecable habitación... a excepción de un terrible detalle: no sólo el generoso ventanal carecía de cortinas (a pesar de que tras casi dos semanas en Escocia ya no esperábamos otra cosa, siempre nos invadía la misma desazón al entrar en las habitaciones y comprobar una y otra vez la corta noche de descanso que nos esperaba), sino que, por si fuera poco, teníamos una hermosa claraboya en el techo, por supuesto, sin tapaluz alguno. Con una sonrisa resignada y sabiendo que a las cinco de la mañana ya estaríamos empachados de luz solar, felicitamos a la buena señora por lo acogedor de su casa y la limpieza de la misma y nos dirigimos hacia Aberfoyle para echar un vistazo a lo poco que había que ver antes de elegir un sitio para una temprana cena.

El plan del día siguiente consistió en explorar los senderos y caminos que serpentean por los
Trossachs. El temperamental clima escocés decidió mostrar esta vez su cara más amable en forma de día soleado y caluroso. Sin alejarnos de Aberfoyle emprendimos un par de caminatas de tres horas por las pistas forestales del Loch Ard Forest. Los caminos, razonablemente bien señalados, bordeaban lagos flanqueados por espesos bosques y prados a los que el sol arrancaba un brillo especial. Las vistas desde las colinas de Creag Bhreac y Uamh Mor permiten al viajero tomar conciencia de la extensión de la reserva natural y el privilegio que constituye en la urbanizada Europa actual disponer de semejante paraje. No había aquí la grandiosidad, espacios abiertos y sensación de aislamiento propios de las Highlands, sino una naturaleza más amable, menos áspera y con una desbordante vida animal y vegetal.

Fue por estas trochas, senderos y barrancas por donde anduvo escondiéndose el "Robin Hood" escocés, Rob Roy MacGregor, un personaje del que los nativos se sienten orgullosos y quien, más allá de leyendas y mitificaciones, en realidad caminó por la delgada y no siempre clara línea que separaba al bandido del héroe popular. Aunque sus andanzas, en gran medida exageradas, habían sido puestas por escrito con anterioridad, fue el famoso novelista sir Walter Scott quien conformó la imagen inmortal de MacGregor como un héroe de las Highlands. El relato de ficción de Scott contaba con una pátina de realidad puesto que el autor había recogido datos directamente de gente que había vivido los sucesos y que, aunque muy ancianos, todavía vivían. Además, alteró la geografía de los sucesos muy poco, de tal manera que los visitantes que se aventuraran en aquellas tierras pudieran identificar los diferentes lugares en los que tuvieron lugar los principales hechos de su vida.

El Rob Roy de Scott es un símbolo del guerrero highlander, en claro retroceso ante el empuje de
la civilizada administración de las Lowlands. Aunque la novela alteraba ciertos aspectos de la vida de Rob Roy –su esposa, por ejemplo, probablemente no era esa especie de guerrera amazona que se nos cuenta-, sí que recoge la verdad esencial: Rob Roy había nacido justo al final de una era. El sistema de clanes fue finalmente desmantelado en la década que siguió a su muerte. El desafío de McGregor a los terratenientes y las fuerzas de la ley y el orden de las Lowlands puede interpretarse como una actitud contra un proceso que, en último término, era imparable. Fue el último héroe de una época que tocaba a su fin.

Había que aprovechar el día mientras las condiciones atmosféricas lo permitieran, así que nos saltamos la comida y nos dirigimos directamente al Loch Lomond. Por su orilla oriental discurre un tramo de la West Highland Way, una ruta senderista perfectamente señalizada que serpentea a través de los bosques y colinas que rodean la orilla oriental del lago. El Lomond es un destino muy popular tanto entre los escoceses como entre sus vecinos ingleses. Muchos excursionistas acuden aquí no sólo por las vistas, sino también por la infinidad de actividades que se pueden realizar: deportes acuáticos, observación de aves, ciclismo, cruceros de recreo y senderismo. Multitud de autobuses de turistas se asoman al famoso lago en su parte meridional, donde se han dispuesto diversas instalaciones que, por desgracia, humanizan en demasía el paisaje. Aunque la gente nunca llega a desaparecer del todo, los caminantes se espacian cada vez más a medida que se avanza hacia el norte por la West Highland Way.

En las pequeñas playas que se abren entre el lago y el bosque, se puede ver a matrimonios de
jubilados tomando el sol, muchachos jugando con sus perros, niños haciendo frente a enfadados cisnes que ven invadidos sus dominios, parejas cortejándose, merendando o, simplemente, disfrutando del paisaje y olvidándose de las muchedumbres y la vida urbana de la ajetreada Glasgow. Dos horas de marcha después, cuando el camino comenzaba a distanciarse del lago, desaparecían los bosques y el paisaje se tornaba reseco y castigado por un sol contra el que no existía cobijo, decidimos dar la vuelta y regresar al coche para encaminarnos hacia nuestro albergue para esa noche, en Callender, una localidad turística que se anuncia como la puerta oriental a los Trossachs. Aquí llevan acudiendo turistas desde hace más de 150 años, y las tiendas preparadas para atender a los veraneantes ocupan la calle principal.

Era el final de nuestra exploración, forzosamente breve, por uno de los muchos escenarios de leyenda de Escocia, la historia de Rob Roy y sus fantásticas escaramuzas, fugas e intrigas por los bosques y lagos de esta región fronteriza con las míticas Highlands.
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viernes, 25 de marzo de 2011

Parque Nacional Chobe: Santuario de elefantes (y 3)


Después de comer, en las orillas del río Chobe abordamos la motora que habíamos contratado en la agencia. Las entradas a los parques nacionales de Botswana son muy caras incluso para el nivel de precios occidental. En 1989, el gobierno subió las tarifas para extranjeros en un 600% (los locales pagan muchísimo menos). Las autoridades animan así a los viajeros de alto presupuesto marginando a los mochileros al suponer para éstos un gasto enorme el privilegio de disfrutar de los mayores atractivos del país. El dinero obtenido no se dedica, como algunos podrían pensar, a la conservación de las reservas naturales (de hecho, el presupuesto de los parques es muy ajustado). La intención del gobierno es sacar lo máximo de los parques invirtiendo lo mínimo en infraestructuras y limitando los efectos negativos del turismo de masas. El ejemplo que ponen es el de Kenia, con sus autobuses llenos de turistas rodeando a un león en el Masai Mara. Pero, dado que los locales no tienen el tiempo, la inclinación ni los medios para visitar los parques de Botswana, éstos se convierten, de facto, en reservas privadas para disfrute de ricos extranjeros, compañías de tours de lujo, occidentales expatriados y trabajadores de ONG´s.

Se trataba de una motora con capacidad para una docena de personas, pero sólo la ocupamos tres y el piloto, Salomón, un joven nativo de espigada pero fuerte constitución y carácter tranquilo que hizo un papel silencioso pero eficiente. Aquella tarde nos resarcimos de la sequía faunística del paseo de la mañana. Por supuesto, los animales más fáciles de ver en cualquier lugar de África son las aves, y aquí eran multitud, desde veloces martines pescadores a señoriales águilas, pasando por estilizados cormoranes que volaban rasantes con sus alas casi tocando la superficie del agua y centenares de ágiles abejarucos escarlata que construían sus nidos en los arcillosos desniveles de las orillas. En el capítulo de pesos pesados, disfrutamos del panorama de cocodrilos, búfalos, hipopótamos, elefantes, jirafas, cebras…. Todo lo que Chobe nos había ocultado en las anteriores ocasiones, ahora lo mostraba generosamente. Era como participar en un documental de National Geographic (una analogía que es muy utilizada por todos los viajeros al continente negro).

En la orilla del río, un par de hipopótamos remoloneaban indecisos. Nos acercamos lo más silenciosamente que el motor permitía hasta situarnos a no más de dos metros de los imponentes animales. Fue un encuentro típico de turista blanco con un hipopótamo en 9 fases:

1- Nuestro guía nos señala que en la zona del río donde nos encontramos es fácil ver hipopótamos

2- Uno de los pasajeros, de repente, decide compartir con nosotros un breve dato fácilmente encontrable en cualquier guía de campo: los hipopótamos son los animales que más muertes causan en África todos los años, pero solamente cuando están en el agua o entrando en ella.

3- Nuestro guía exclama: “Oh, allí está”, señalando a un conjunto de ojos asomando fuera del agua a tan sólo veinte metros de distancia.

4- Yo, encantado de poder ver un hipopótamo en su hábitat natural.

5- Los ojos del hipopótamo desaparecen súbitamente bajo el agua

6- Todos nos preguntamos dónde demonios está el hipopótamo y recordamos el punto nº 2

7- Yo empezando a estar preocupado, acompañado en el sentimiento por mis compañeros

8- El guía imprimiendo máxima velocidad a la lancha para alejarnos de allí lo más rápido posible.

9- El hipo volviendo a asomar exactamente en el mismo lugar donde estaba anteriormente, esta vez con una satisfecha y maliciosa expresión en su cabezota.

Sólo el elefante supera en masa al hipopótamo y un ejemplar adulto alcanza, por término medio
los 1.500 kilos. Sus orejas, ojos y nariz nacen de su cabezota en la forma de protuberancias, de tal manera que sus sentidos continúan operativos cuando su cuerpo está sumergido (los hipopótamos no son anfibios y necesitan respirar aire fresco, pero pueden aguantar bajo el agua hasta seis minutos). No dudará en mostrar su enfado ante las embarcaciones que pasen cerca de él, abriendo la enorme bocaza y enseñando los amenazantes dientes que le crecen en la mandíbula inferior. Aunque su cuerpo está totalmente cubierto de grasa con un espesor de hasta cinco centímetros, el hipopótamo carece de pelo, su epidermis es muy delgada y no tiene glándulas sudoríparas. Por tanto, la única manera que tiene de enfriarse es permaneciendo sumergido o revolcándose en el barro para “vestirse” con una capa protectora de lodo. Una secreción glandular que hace que el animal parezca estar sudando sangre hace el papel de crema protectora del sol. Aunque de aspecto cómico y apariencia torpe y poco inteligente, estas criaturas tienen un carácter especialmente violento y los nativos saben muy bien que hay que tratarlos con respeto.

Sólo un poco más allá, Salomón nos señaló lo que parecía ser un pedazo de madera flotante en mitad del río y que no era otra cosa que un cocodrilo, totalmente inmóvil, tan sólo sus perversos y fríos ojillos delatando su condición de ser vivo. Así, nada más empezar, habíamos visto a los animales que más muertes causan en África cada año, muy por delante de las marcas alcanzadas por leones o leopardos.

Nuestro siguiente hallazgo fueron tres viejos elefantes que caminaban parsimoniosamente por el
margen de una de las islas del río. Parecía que estaban decidiendo si cruzar o no a la otra orilla, pero no tenían demasiada prisa. Salomón acercó la motora hasta casi tocar tierra con la proa. Nos acercamos hasta una distancia tan corta que hubiera bastado alargar la mano para tocar sus trompas. No daba la impresión de que se sintieran amenazados por nosotros. Quizá estaban acostumbrados a la presencia de embarcaciones; o tal vez, viniendo del río, no nos identificaban como algo peligroso. Bien es verdad que los elefantes no temen a ningún animal y que es el resto de los habitantes de la sabana los que ceden con temor el paso y el turno de beber en ríos y estanques a los grandes paquidermos.

De mayores dimensiones que los elefantes asiáticos, son animales que destilan un poderío
extraordinario y aunque a menudo se comportan de manera tranquila –puesto que saben que ningún animal les atacará- a decir de los expertos hay pocas visiones más aterradoras que un elefante cargando de frente, agitando furiosamente las orejas y barritando con ira. Unos días después nos contaron que durante un safari en el delta del Okavango, tan solo un par de semanas antes, un elefante embistió contra uno de los vehículos de safari, volcándolo y matando a una turista japonesa. Un recordatorio de que no estamos en un safari park, sino en plena naturaleza, y los extraños aquí somos nosotros. De todas formas, tragedias como aquélla no son habituales. Hay que tener en cuenta que en Botswana los elefantes pueden mostrar más agresividad que en otros lugares de África debido a que la política conservacionista que se lleva a cabo en el país permite su caza en aquellos momentos en los que el número de ejemplares amenaza, supuestamente, con rebasar los recursos de la reserva en la que viven. Esto tiene como consecuencia el que los elefantes –que, como todo el mundo sabe, además de con su instinto animal, cuentan con una enorme memoria- no consideren al hombre precisamente un amigo o un actor neutro en su vida.

Se siguieron sucediendo escenas inolvidables a lo largo de la tarde: un numeroso grupo de jirafas que bajaba
n cautelosamente a abrevar al río, sus largos cuellos asomando por entre los arbustos mientras oteaban los alrededores, temerosas de ser atacadas en el momento en que son más vulnerables (mientras beben, han de abrir sus patas delanteras para que el cuello llegue al agua y les resulta imposible incorporarse rápidamente, lo que las convierte en blancos perfectos para un depredador); un pequeño elefantito tumbado de costado junto al agua profundamente dormido y al que nos pudimos acercar tanto –sin que pareciese advertir nuestra presencia- que alargando la mano lo hubiéramos podido tocar. Esto fue un privilegio. Los elefantes viven mucho tiempo –unos 60 años o incluso más- pero sólo duermen unos minutos al día. Los naturalistas se las ven y se las desean para fotografiarlos o simplemente estudiarlos durante ese breve periodo.

La siguiente postal: una manada de elefantes que, levantando una gran polvareda, bajaban hasta
el río para cruzar la corriente y pasar la noche pastando en una de las islas tapizadas de jugosa hierba que jalonan el Chobe. Los elefantes no tienen ningún problema a la hora de nadar. Como sus antepasados y parientes, los dugongos y manatíes, los elefantes acostumbran a vadear todos los ríos de África y lo hacen divirtiéndose. Sus grandes cavidades sinoidales y un enorme volumen de grasa les permiten flotar sin problemas.

Aquí, en el norte de Botswana, los elefantes encuentran un santuario. Su prodigiosa presencia atestigua una dura realidad. Los elefantes no sólo acuden por el agua, sino también porque saben que están a salvo. Esto último lo corrobora la marcha generalizada de elefantes de toda África a las tierras protegidas de los parques. Sus conocimientos de las fronteras humanas quedan conmovedoramente demostrados cuando se congregan aquí, en el río Chobe. El río atraviesa la franja de Caprivi, en Namibia, un lugar donde se han cazado furtivamente muchos elefantes, pero donde las exuberantes orillas están repletas de hierba y árboles. Desde la orilla del Chobe que pertenece a Botswana, los elefantes nadan hasta Namibia, sumergidos en el río, con la trompa alzada como un periscopio para respirar. A menudo hacen la travesía a estas horas, durante el crepúsculo, para pacer y ramonear al amparo de la oscuridad, y regresan al alba al refugio de Botswana.

Mientras completábamos nuestro recorrido por el río, disfrutamos de las águilas pescadoras de intensa mirada y elegante perfil posadas sobre árboles secos que asomaban sus esqueléticos troncos por encima de una lámina de nenúfares en flor. Como broche de la tarde, Salomón nos llevó hasta un recodo del río para poder contemplar cómo el sol, convertido en una bola de fuego con reflejos dorados, se iba escondiendo tras el horizonte, silueteado por un grupo de elefantes que recorrían una isla ya sumida en penumbras.

El regreso, con el sol por debajo del horizonte y el cielo desvaneciéndose entre tonos lila y
anaranjados, lo hicimos a gran velocidad, viéndonos sometidos a un bombardeo intensivo de pequeños insectos que sobrevolaban la superficie del río al atardecer y que impactaban contra nuestros cuerpos (aunque sería más exacto decir que éramos nosotros los que chocábamos contra ellos). Teníamos que sacárnoslos continuamente de los ojos y oídos y escupir los que conseguían colarse en nuestras bocas. Al final no tuvimos otra opción que cubrirnos la cara con lo que teníamos más a mano, cerrar los ojos y resignarnos a perdernos parte de la explosión de rojos y anaranjados de aquel ocaso africano sobre el río Chobe.

Una vez llegamos a la orilla, nos encontramos con el uruguayo Walter quien, como reconocimiento a nuestra condición de latinos, nos ofreció un rodeo nocturno por las carreteras externas al parque cercanas a Kasane, taladrándonos con sus historias de explorador chiflado y volviendo a escupirnos encima sus irritantes comentarios racistas. Las carreteras estaban prácticamente desiertas. Los turistas ya se habían refugiado en sus campings o lujosos lodges y los locales no deambulaban a oscuras por los alrededores. Siendo noche cerrada, apenas se distinguían los arbustos que crecían a diez metros del asfalto. Tampoco ayudaba que circuláramos sin faros para no asustar a los animales que pudieran encontrarse por los alrededores. De repente, Walter aminoró la velocidad hasta detenerse a tan sólo cuatro metros de una enorme sombra que salió de no se sabe dónde a nuestra derecha y cruzó velozmente la carretera sin un solo ruido. Se trataba de un elefante, y verlo a esa distancia, en plena noche y desde un vehículo descubierto, resultó una experiencia ciertamente impresionante. No lejos de allí, una pata de elefante tirada cerca de la carretera desprendía la fetidez característica de la carroña.

- Un elefante murió aquí hace tres días. Eso es todo lo que queda después de que las hienas, los buitres y quién sabe si algún depredador mayor, hayan dado cuenta de él. Estas noches pasadas se podían ver aquí elefantes visitando a su pariente muerto. Los paquidermos tienen una actitud hacia la muerte muy humana, si entendéis lo que quiero decir. Se reúnen junto al cadáver noche tras noche, lo olfatean y se resisten a abandonarlo.

Contaban los naturalistas Derek y Beverly Joubert una anécdota de las muchas que vivieron con los elefantes en esta misma zona:

Viajando de vuelta al campamento desde las regiones más orientales del parque, nos encontramos el esqueleto de un elefante. Los colmillos todavía estaban allí, pero podían soltarse fácilmente. Discutimos qué hacer con ellos. Estaba claro que nadie los encontraría nunca allí y, si los cogíamos para venderlos, en último término no haríamos más que alimentar el negocio del tráfico de marfil, algo que nos disgustaba profundamente. Así que recogimos los colmillos para entregárselos a los guardabosques de Savuté cuando llegáramos allí. Estábamos cansados y cuando oscureció, nos salimos de la senda, estiramos los sacos de dormir en la trasera del jeep y nos echamos a dormir.

Sobre las dos de la madrugada nos despertó un golpe en el vehículo. Beverly miró a la luna y no vio más que oscuridad. "Debe estar nublado", pensó. Pero en realidad, lo que estaba mirando no era otra cosa que el costado de un elefante, tan cercano a ella que lo hubiera podido tocar. Levanté la cabeza y vi otro animal en mi lado. Di una palmada y los paquidermos se retiraron unos cuantos pies. Volvimos a dormir con tres elefantes a nuestro alrededor, lo que nunca nos ha molestado (de hecho, nos hacía sentir cómodos y seguros). Pero media hora más tarde volvieron a zarandear el coche. Salí fuera del saco, puse pie a tierra y los espanté, esta vez parece que con éxito. Otra vez a la cama. Media hora más tarde estábamos de nuevo sintiendo los empujones de los animales. El mal genio comenzaba a adueñarse de nosotros. “¿Qué os pasa viejos?” dijo Beverly. Entonces vimos cómo una trompa se introducía dentro del coche y olisqueaba los colmillos que habíamos recogido el día anterior. A los humanos nos cuesta aprender, pero cuando nuestro sueño se ve amenazado, lo pillamos todo enseguida. Arrojé los colmillos fuera del coche y volvimos a los sacos de dormir.

El resto de la noche todo estuvo tranquilo.
Cuando nos levantamos al amanecer, seguimos las huellas de los tres elefantes. No parecían estar
en ninguna parte, pero 100 metros más allá, uno de los colmillos aparecía tirado y roto cerca de un árbol. Observando las huellas y las marcas en marfil y corteza, llegamos a la conclusión de que uno de los elefantes había tratado de encajar el colmillo en el árbol, rompiéndolo al final. Los elefantes sienten una extraña fascinación por el marfil. Si hay algún trozo en las cercanías, siempre se lo acaban llevando. Los hemos visto oliendo el marfil de los colmillos de sus compañeros muertos. Intentan a menudo aplastarlos o romperlos contra los árboles, lo que parece una especie de antiguo ritual. O quizá no quieren que los restos de sus amigos y congéneres sean utilizados por los humanos como mercancía de lujo”.

Los elefantes son asombrosos. Existen filmaciones de un elefante cuya trompa quedó herida por la metralla recibida de unos cazadores furtivos. Apenas podía beber agua puesto que aquélla se escapaba por las heridas (los elefantes absorben el agua en la trompa y luego se introducen ésta en la boca soplando y expulsando el líquido). Otros miembros de la manada cuidaban de él, pasándole ramas para alimentarlo.

Chobe es uno de los últimos refugios de África para este magnífico animal. Miles de ellos deambulan por el parque y el viajero tiene muchas posibilidades de contemplarlos desde muy cerca, en su hábitat natural y sin el agobio de los gentíos que inundan otras reservas naturales del continente.
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viernes, 11 de marzo de 2011

Parque Nacional Chobe- Santuario de los elefantes (2)


No se puede decir que la noche fuera tranquila. Los afrikaners acabaron, con la colaboración alegre y desinteresada de algún grupo de viajeros, celebrando un concurso de “Miss Camiseta Mojada”. Puedo decir sin temor a equivocarme, que durante mi estancia en África ninguna manada de elefantes resultó tan ruidosa como aquel grupo hiperexcitado por la explosiva mezcla de alcohol y hormonas. Sólo unas horas después, a las cinco y media, salimos de las tiendas para subir a una furgoneta descubierta que nos conduciría al interior del Chobe para una cacería fotográfica de la fauna local. El amanecer y el ocaso son las horas más indicadas para encontrar animales puesto que las temperaturas son más agradables y el sol no cae a plomo sobre la tierra, marchitando cualquier intento de actividad física mínimamente intensa. Durante las horas diurnas, los animales permanecen ocultos al amparo de alguna sombra, sin moverse demasiado, y es difícil captarlos con las cámaras.

De todas maneras, ni siquiera en las horas “punta” es fácil ver a los animales si no se tiene el ojo entrenado. Es entonces cuando uno se da cuenta de la maravillosa capacidad de adaptación al entorno de la fauna. Incluso las especies más grandes, como los búfalos o los elefantes, son capaces de camuflarse con éxito a pocos metros del atento viajero. Por otro lado, la vegetación dominante en la mayor parte de los parques naturales de África del sur se compone de frondosos arbustos que forman auténticas barreras vegetales tras las cuales podría esconderse el pasaje completo del Arca de Noé. Es diferente en otros paraísos faunísticos de África, como el Serengueti o el Ngorongoro, en Tanzania, donde lo que preside el paisaje son extensas llanuras tapizadas de hierbas y sin obstáculos para la visión.

Apenas a un kilómetro del camping, circulando por la carretera principal hacia Chobe, el conductor se detiene para señalar una sombra inmóvil a escasos metros del arcén. Nos restregamos los legañosos ojos y forzamos la vista. La sombra comienza a recortarse más claramente y, al fin, conseguimos identificarla: se trata de un búfalo. Aunque su aspecto aparenta ser tan dócil como el de los bovinos domésticos, estas enormes criaturas están consideradas como
uno de los animales más peligrosos de África cuando se encuentran heridos, acorralados o amenazados. No cabe duda de que tienen un aspecto imponente junto a un modo de mirar ciertamente desasosegante. Cuando un vehículo se aproxima y se detiene cerca de donde se encuentran estos poderosos animales, se quedan inmóviles, observando fijamente a los intrusos, sin mover ni el rabo, con aspecto de malhumor, como si se les debiera dinero. Los búfalos se muestran más activos por la noche, cuando se alimentan, y al amanecer y ocaso, cuando acuden a beber. Fuera de estas horas, se dedican a permanecer al abrigo del sol, bajo la sombra de algún árbol o arbusto.

Tras una visita a este lugar en los años treinta, sir Charles Rey, el comisionado británico de Bechuanalandia, propuso crear aquí una reserva de caza. Nada se hizo hasta 1960, cuando una pequeña porción de lo que hoy es el parque se puso bajo protección oficial. Sin embargo, no fue hasta 1968, tras la independencia de Botswana, que se creó el actual parque nacional de 11.000 km2, uno de los principales imanes turísticos con los que cuenta el país. Es una gran extensión de
terreno herboso castigado por el sol, acacias y mopanes, refugio de una asombrosa variedad de vida animal.

Las orillas del río Chobe, con su permanente presencia de agua, albergan las mayores concentraciones de vida salvaje del parque. Las zonas pantanosas del Linyanti son hermosas. Los canales de agua están cubiertos de papiros y palmeras datileras silvestres; las higueras estranguladoras gigantes embellecen los bosques de ribera; las zonas de mopanes, acacias y kiaats se extienden hasta el horizonte.

No tuvimos demasiada suerte en aquel paseo matutino. A medida que el sol iniciaba su camino ascendente hacia el cenit, las tinieblas nocturnas iban siendo sustituidas por las alargadas sombras de árboles y arbustos. Nuestros trofeos se redujeron a unos adormilados hipopótamos semisumergidos, amontonados cerca de la orilla del Chobe esperando a que el sol calentara sus lomos, algunos búfalos que pronto se apartaron de la vista, una familia de facoceros que huyeron asustados al vernos, un solitario elefante macho que vislumbramos a lo lejos y montones de antílopes, que por su número acababan por saturar nuestro interés. Los caminos eran en su mayoría estrechas pistas arenosas que discurrían entre espesos matorrales. El que el parque sea uno de los principales santuarios salvajes de África queda demostrado, no obstante, bajando del vehículo y fijándose en la cantidad de huellas impresas en la arena y las defecaciones de dimensiones bíblicas y variadas formas. ¿Sería eso lo más cerca que tendríamos un animal (o un resto del mismo)? Hay que acostumbrarse a que los animales no tienen un instinto exhibicionista que les impulse a mostrarse al turista en su quehacer cotidiano. Al contrario, siempre que pueden evitan la presencia del hombre. No cabe pues más que confiar en la suerte –que a veces acompaña y otras se muestra esquiva- y esperar que durante el trayecto, la vida de alguno de los magníficos animales que pueblan el parque se cruzará con la propia a la vuelta de alguna curva.

Un tanto decepcionados por no haber experimentado esa explosión de vida que anuncian todas las guías en grandes letras acompañadas de llamativas fotografías de leones y leopardos, regresamos al camping para un nutritivo y tardío desayuno. A mediodía nos dirigimos de nuevo a Kasane con la intención de contratar una lancha motora que nos permitiera recorrer el río Chobe
y ver más de cerca los animales que acudieran a la orilla para beber o refrescarse por la tarde. Como ya comenté más arriba, Kasane consistía en un conjunto de edificios en desigual estado de conservación, alineados a lo largo de una carretera sin arcén. Se notaba que la afluencia de turismo al parque nacional estaba mejorando poco a poco el pueblo, pero todavía tenía un largo camino por delante. Deambulamos por el desangelado mercado local, donde los alimentos, animales y vegetales, languidecían bajo espesos grupos de moscas mientras se cuarteaban bajo unos toldos que apenas detenían el sol.

Los únicos establecimientos que destacaban eran el puñado gestionado por inmigrantes blancos. La población blanca de Botswana asciende a unas 15.000 personas, dos tercios de las cuales son extranjeros residentes. Una librería local en la que adquirí un magnífico libro sobre fauna autóctona parecía transportada directamente desde el londinense Covent Garden: cuidadas ediciones en tapa dura, material escrupulosamente ordenado en limpias estanterías, tarjetas de felicitación con cursis motivos gráficos de ositos y flores silvestres ajenos totalmente al mundo africano, manuales de jardinería y aves (actividades estas tan caras para los anglosajones)… La dueña era una mujer madura de cabellos blancos y aspecto saludable que hacía gala de una suavidad y acento típicamente británicos. Si no hubiera sido por la dependienta de color y la intensa luminosidad africana que entraba a raudales por las amplias ventanas, uno se hubiera creído en Inglaterra.

En Botswana hay muchos blancos que decidieron hacer de este desértico y fascinante país su hogar, su lugar de trabajo, el sitio en el que criar a sus hijos. Pero la cara menos amable del fenómeno nos sale al paso en una agencia de aventura en la que entramos a preguntar por la actividad que andábamos buscando. Mientras explicamos lo que queremos, oímos que alguien se dirige a nosotros en español. No muy alto, con inconfundibles rasgos latinos, vestimenta de safari y aspecto no particularmente imponente, Walter era de nacionalidad uruguaya y llevaba, según nos dijo, veintitrés años viviendo en Botswana. Inmediatamente, comenzó a darnos la brasa con sus ínfulas de gran explorador, una mezcla de cuentos fantasiosos, experiencias exageradas y machadas salidas de tono.

- Durante la temporada de caza de elefantes acompaño a los ricachones que compran licencia para matar a alguna de esas bestias. Varias veces he acompañado al primo de su rey –el de España- por aquí. - Bueno, a mí eso de la malaria ya no me preocupa ¿saben? La he sufrido varias veces. Pero nada, unos días de fiebre y malestar y luego, como nuevo. - ¿Van con un camión overland? Bah, si quieren les puedo llevar no lejos de aquí, a la verdadera África, la que no van a ver con un viaje así. Podemos montar las tiendas en mitad de ninguna parte y les garantizo que por la noche veremos leones. - No, si uno sabe cómo manejar a esos gatos grandes, no son peligrosos. Yo ya llevo tiempo aquí; no tengo ningún problema con ellos.
- Tomad mi tarjeta. Estoy preparando un viaje siguiendo la ruta de Livingstone, por la verdadera África, sin campings ni nada. Si queréis volver y conocer de verdad esto, contactad conmigo.

Era un individuo presumido, pedante y prepotente, pero lo más irritante de todo era su profundo y visceral racismo. Probablemente gozaba de una gran experiencia en el país y conocía la zona, la fauna y la manera de sobrevivir, pero jamás habría viajado con él. Además de su desbordante vanidad, hacía de su desprecio a los negros un motivo de alarde y supuesta jocosidad. Jalonaba continuamente sus egocéntricos discursos con comentarios despectivos e hirientes hacia la población local. “Son unos perezosos, no sirven para nada”. “Yo los tengo de boys, a pagarles lo menos posible, lo que se merecen. Total, con nada que les des, ya sobreviven”. “¿Ésos son los que van de tripulación con ustedes en el camión? Seguro que esos negros no tienen ni idea. Tendrían que venirse conmigo”. Bla bla bla… Al final y aunque no resultó tarea fácil –se ve que llevaba mucho tiempo sin practicar su idioma materno y no detenía sus exabruptos ni para respirar- conseguimos quitarnos de encima lo más amablemente posible al desagradable sujeto. De momento.
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