jueves, 11 de octubre de 2012
Ta Prohm - La ruina perfecta
Existen lugares en el mundo, cada vez más escasos, en los que, si se tiene suerte, todavía se puede sentir el eco del romántico espíritu de las hazañas de exploración de antaño. Uno de ellos es la ciudad "perdida" de Angkor, epítome de la transitoriedad de la gloria, de la fragilidad de la civilización y el inmenso y despiadado poder de la Naturaleza.
Una de las imágenes más evocadoras e icónicas de la figura del explorador es la del occidental blanco abriéndose paso a machetazos por la densa jungla para encontrarse, inesperadamente, con los grandiosos restos de una ciudad largo tiempo olvidada dominada por una arquitectura misteriosa e intimidante. Y eso fue precisamente lo que a mediados del siglo XIX le sucedió a Charles-Emile Bouillevaux, un misionero francés que se topó con unas colosales ruinas de paredes ricamente talladas engullidas por la selva.
Unos años más tarde, otro explorador francés, el naturalista Henri Mouhot, también quedó maravillado ante ese conjunto de más de cien templos budistas e hinduistas repletos de relieves y estatuas de extravagante belleza que ofrecían a sus ojos un extenso catálogo no sólo de las creencias y mitos de sus extintos habitantes, sino de su vida cotidiana: bailarinas, reyes, elefantes, guerreros, artesanos... Pero, ¿quiénes habían sido sus constructores? ¿cuál había sido la causa de su caída? ¿Cómo era posible que los antepasados de aquellos camboyanos sumidos en la miseria hubieran sido capaces de semejante hazaña? Era un enigma, porque los documentos históricos que se habían conservado acerca de la historia de Camboya no retrocedían más allá del siglo XV.
Los arqueólogos se pusieron a trabajar de inmediato y cuanto más averiguaban más asombrados quedaban. Angkor fue una enorme ciudad que llegó a contabilizar un millón de habitantes en sus años de apogeo, una cifra veinte veces superior a la de la mayor urbe europea de aquellos tiempos. Sus restos son colosales, pero no constituyen más que el esqueleto pétreo de un cuerpo urbano mayormente edificado de madera y paja. Sólo el ladrillo o la piedra, materiales reservados a los dioses, han sobrevivido a los siglos y la selva.
La enseñanza y divulgación histórica a las que debemos nuestros conocimientos son claramente etnocentristas. Los logros de las civilizaciones geográficamente alejadas de la nuestra son dejados de lado sin tener en cuenta que sus éxitos merecen el mismo grado de consideración. Pero, aún así, hay otros factores que contribuyen a la marginación de las culturas asiáticas. Por ejemplo, a diferencia de griegos, romanos o árabes, no existe un abundante cuerpo de documentos escritos que hayan pasado de una cultura a otra a través del tiempo y ello fue debido a la costumbre tradicional de utilizar como soporte de escritura cortezas, hojas de palmera o pieles, todas ellas fácilmente degradables. Y, no menos importante, las claves religiosas y la visión antropocéntrica de estas civilizaciones son en muchos casos tan diferentes de la occidental que el desciframiento de sus claves -a menudo llevado a cabo por eruditos occidentales- requiere un esfuerzo adicional.
El imperio jemer, responsable de la edificación de Angkor, se extendió desde el año 802 d.C. hasta 1432 d.C. y nació a partir de grupos que salieron de los reinos meridionales de China para asentarse a lo largo del curso del río Mekong. En ese periodo, el imperio con base en Angkor se constituyó en una de las grandes potencias del Sudeste Asiático. En el curso de esos seis siglos, naturalmente, hubo de todo: auges y declives, prosperidad y confusión, guerras de invasión y revoluciones religiosas, conquista de imperios vecinos y rivalidades por la sucesión, destrucción y reconstrucción... Comenzó siendo una civilización de religión y cultura hinduistas para adoptar luego el budismo y su correspondiente legado espiritual e intelectual. Su prosperidad material se basó en la construcción de un sofisticado sistema de infraestructuras hidráulicas que aseguraba el alimento incluso en la época seca.
Los sucesivos reyes construyeron sus propios templos-montaña rodeados de lagos (una alegoría del sagrado Monte Meru del hinduismo) que, a su vez, pasaban a formar parte del sistema hídrico de la ciudad. El declive llegó precisamente por causa del agua. Se cree que el sistema hidráulico de embalses y canales que sostenía la agricultura de Angkor se estiró demasiado. Lentamente empezó a encenagarse debido a la superpoblación y la deforestación. Como sucede actualmente en muchos puntos del planeta, la supervivencia acabó directamente ligada a la relación entre población y medioambiente. El deterioro del segundo tuvo su reflejo en la primera. Por otra parte, la incesante edificación de templos llevó a continuas tensiones económicas y sociales que desembocaron en la invasión de un pueblo de Vietnam del sur, los chams, que incendiaron la ciudad y saquearon sus tesoros en 1177. Los jemeres, liderados por Jayavarman VII, tardaron cuatro años en reaccionar y expulsar a los chams fuera de Angkor y Camboya. Jayavarman se convirtió en el rey más importante de la historia jemer. Una de sus maravillosas construcciones fue el Ta Prohm.
Conviene llegar a Ta Prohm a primera hora de la mañana, antes de que las multitudes de turistas inunden el lugar arruinando su silencioso encanto. Estas pintorescas ruinas son lo más parecido que podemos encontrar en Angkor a la visión que disfrutaron aquellos primeros exploradores. Porque, al contrario que otros templos de mayor tamaño, éste no ha sufrido un proceso de conservación que incluyera la limpieza de la cubierta vegetal. Ya se deba ello a la imposibilidad material de arrancar los árboles sin dañar los edificios -tal es el grado de simbiosis a que han llegado- ya sea por una motivación puramente estética, la visita a Ta Prohm constituye una experiencia única que ningún visitante de Angkor debe dejar pasar. Es cierto también que el recinto está lejos de ser salvaje y que los conservadores se ocupan en contener un avance descontrolado de la jungla que no sólo haría impracticable su apertura al turismo sino que acabaría por engullir a la propia construcción.
Un paseo por Ta Prohm es como caminar por el interior de un esqueleto sagrado tapizado de musgo, rodeado de una capa de vegetación y protegido del sol por una cubierta de frondosos árboles de edad indefinida. Sus raíces, como si tuvieran vida propia, emergen del suelo y abrazan con fuerza los frontones, galerías y muros, como si trataran de romper y tragar los bloques de piedra. Es como presenciar la escena congelada de un enorme drama en el que la Naturaleza se enfrenta con su fecundidad y paciencia a la obra del hombre vengándose por haber sido sometida durante siglos.
Esta misteriosa fusión de elementos orgánicos y minerales debió tener un aspecto muy diferente nada más terminar su construcción por orden de Jayavarman VII. Tan importante o más que su faceta militar y política, la religión de este rey cambió la historia de su imperio y de la actual Camboya. Durante siglos la fuente de divinidad real reposó en la deidad hindú Siva -y a veces, en Visnú-. Jayavarman VII adoptó el budismo mahayana y dedicó sus oraciones a Avalokiteshvara, el bodhisattva de la compasión, para que lo iluminara durante su reinado. El budismo -en este caso el Mahayana- cree que la manera de escapar del ciclo de reencarnaciones era hacer méritos. En cambio, el budismo Theravada, que llegó más tarde y es el predominante hoy en día, consideraba que la salvación se conseguía mediante rituales y ceremonias personales.
Es posible que, siguiendo los pasos que en Occidente dio Constantino al abrazar el cristianismo, Jayavarman decidiera convertirse a una religión que ya gozaba de un amplio apoyo popular entre sus súbditos. Los expertos barajan también la posibilidad de que hubiera sido la destrucción de la ciudad de Angkor por los invasores cham la pieza que terminara de socavar la fe en el carácter divino de la realeza jemer. Era necesaria una nueva religión que ayudara a recuperar la confianza en algo más grande que el hombre.
Y la religión budista, claro está, tuvo su reflejo en la arquitectura. Jayavarman VII se embarcó en una mareante lista de proyectos para la construcción no sólo de templos, sino de toda una nueva ciudad, Angkor Thom, rodeada de murallas y un foso que formaba parte del complejo sistema de irrigación de Angkor.
Entre los templos construidos durante su reinado esta el Ta Prohm, levantado a partir de 1186 y conocido entonces como Rajavihara (Monasterio del Rey). Originalmente dedicado a la madre del rey, es uno de los pocos de la región de Angkor donde las inscripciones en las paredes, datadas en el siglo XII, nos dan detalles sobre los trabajadores y sacerdotes que moraban en el interior de esta ciudad religiosa. Y es que Ta Prohm era mucho más que un templo. Su población era de nada menos que 12.640 habitantes, incluyendo 13 altos sacerdotes, 2.740 funcionarios, 615 bailarinas, artesanos y granjeros que trabajaban produciendo arroz para el sustento de los sacerdotes y funcionarios. ¡Qué espectáculo debió resultar la contemplación de la pompa y el lujo de la corte jemer, con todos sus colores y formas destacando contra el tapiz verde de la jungla!.
Pero como sucede con muchas cosas hermosas, este centro de culto religioso resultó ser más frágil de lo que sus rocas y pilares harían pensar. Hace ya siglos que desaparecieron las tiendas, los palacios, las bibliotecas y los hogares de sacerdotes, burócratas y artistas. Todo ha sido reclamado por una jungla imbatible. La obra del hombre, una vez más, no superó el enfrentamiento con la Naturaleza. Todo está envuelto en una sofocante cortina de vegetación que convierte a Ta Prohm en el lugar favorito de Angkor para mucha gente.
Grandes escarabajos y lagartos han excavado sus hogares en este laberinto de torres, patios cerrados y pasillos estrechos. Por muchos de los corredores ya no es posible pasar al hallarse obstruidos por grandes bloques de piedra delicadamente tallados, desplazados por las raíces de los árboles. Los bajorrelieves de las paredes están cubiertos de una pátina de liquen, musgo y plantas trepadoras, y los arbustos brotan desde los techos de las monumentales terrazas.
Grandes bloques de hasta una tonelada yacen en el suelo vencidos por la fuerza de la gravedad; otros aún la desafían, mostrando sus intimidades arquitectónicas. Ceibas centenarias, algunas apoyadas sobre arbotantes, dominan el ambiente mientras sus hojas filtran la luz del sol y proyectan una capa grisácea sobre toda la escena. De las muchas formaciones de raíces, la más conocida es la que está en el interior del gopura (pabellón de entrada) situado más al este del recinto central, apodado “árbol cocodrilo”. Antes se podía escalar hasta las galerías más dañadas, pero ahora está prohibido para proteger el templo -y a los visitantes-.
Es difícil imaginar un lugar tan ruinoso y desordenado que a la vez posea tanta plasticidad, tantos recovecos imposibles de disposición tan perfecta. Así es como las ruinas deberían ser: salvajes, auténticas, la fusión perfecta de brillantez artística, devoción religiosa y esa caprichosa armonía propia del mundo natural. A ello se une el sentimiento morboso que da la certeza de que lo que se ve, esta arquitectura orgánica involuntariamente casada con la humana, no va a perdurar. Como todos los seres vivientes, Ta Prohm está muriendo. La vegetación lo devora. ¡Pero qué muerte más magnífica!
Aunque, pensándolo dos veces, quizá no dejen morir a la gallina de huevos de oro. Talarán los árboles, arrancarán las raíces que estrangulan las ruinas y volverán a poner las piedras una encima de la otra. Pero tampoco en este caso Ta Prohm seguirá siendo el mismo. Desaparecerá completamente esa ilusión que ahora nos invade, imaginando que somos el Indiana Jones galo que descubrió el lugar en un estado muy similar al que ahora vemos.
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2 comentarios:
conozco las ruinas de Siem Rep...lo peor que pueden hacer es modificar las ruinas...salvo la parte de la entrada al templo principal donde estan los petroglifos que tienen connotacion historica para saber que fue del Imperio Khmer...muy hermoso lugar...
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Que buenos recuerdos de mi estancia en Siem Riep. Las ruinas merecen pasar una par de días por el ambiente místico que encontramos ahí. Tus fotos ilustran bien tambien el aspecto "orgánico" de algunas de ellas al estar en fusión con el elemento vegetal.
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