En 787 d.C., tres esbeltos barcos de perfil desconocido hasta entonces arribaron a la costa de Dorset, Inglaterra. Un recaudador de impuestos sajón salió a su encuentro y les ordenó presentarse ante el rey. Fue una mala idea. Allí mismo, en la playa, los recién llegados lo asesinaron sin pensárselo dos veces. Aquella fue la primera aparición de los vikingos en la historia. En los dos siglos siguientes, estos aventureros se convertirían en sinónimo de terror y muerte en todas las costas atlánticas del continente europeo.
Quizá la mayor diferencia entre los vikingos y las gentes a las que saqueaban era que éstos eran cristianos mientras que aquéllos eran paganos. La religión condicionaba su pensamiento y actos de un modo tan profundo como el entorno geográfico en el que vivían. Los vikingos no tenían una religión organizada como tal. A pesar de que sí contaban con templos y lugares sagrados, parece que la práctica de la religión entre los pueblos nórdicos era una cuestión muy personal. Cada uno elegía qué dioses honrar y de qué forma. Normalmente se trataba de realizar algún sacrificio o realizar una ofrenda votiva a uno de los muchos dioses a cambio de su protección durante la batalla o su ayuda en cualquier asunto de la vida cotidiana.
El mundo de la mitología nórdica era y sigue siendo tan extraño como fascinante. El dios supremo era Odín, que presidía las hazañas de los dioses; sobre sus hombros descansaban dos cuervos que volaban por todo el mundo manteniéndole informado de todo lo que sucedía. Los otros dioses importantes eran igualmente duros y temibles: Thor, el dios del Trueno, Heimdall, el guardián del Puente del Arco Iris que conducía a la Tierra, Hel, diosa del reino de la muerte… Asgard, la morada de los dioses, era un lugar totalmente diferente a cualquier otro sitio imaginado por el hombre. Allí no existía la paz o la alegría y, de hecho, ni siquiera tenía vocación de eternidad. Sobre la tierra de los dioses acechaba un destino inevitable: el día del Ragnarok; tras una batalla final en la que dioses y guerreros lucharían juntos contra las fuerzas del mal, aquéllos perecerían inevitablemente y cielo, tierra, hombres y dioses serían aniquilados.
Estas creencias en las que el espectro del triunfo del mal era inevitable debían pesar enormemente sobre los espíritus de los vikingos. No existía redención posible; las grandes hazañas y la paciencia no les salvarían. Aún así, no estaban dispuestos a rendirse. Un acto de gran valor les aseguraría un asiento en el Valhalla, una de las salas de Asgard, a donde las valkirias conducían los espíritus de los guerreros muertos en combate para que moraran en la Sala del Valor. Pero incluso una vez allí solo les esperaba la derrota y la destrucción.
No cabe duda de que eran unas creencias muy duras, en absoluta contradicción con las promesas de perdón, felicidad y vida eterna del cristianismo. El único aliciente espiritual de la religión nórdica era la conquista del heroísmo: si morían en combate, se aseguraban un puesto en el Valhalla. Estas creencias primarias basadas en el terror inspiraban una cultura guerrera que hacía de los vikingos unos luchadores temibles sin miedo a morir -una circunstancia que se repetiría en otros momentos de la Historia, desde los kamikazes japoneses hasta los extremistas islámicos-.
En 1030 el cristianismo se convierte en la religión de la mayoría de los noruegos tras siglos de adoración a los dioses de las leyendas escandinavas. Y, sea por la influencia de las nuevas creencias, sea porque el sedentarismo comenzaba a ofrecer más atractivos y posibilidades que la piratería, la furia de la sangre vikinga pareció enfriarse con el paso de las generaciones.
Al belicoso Harald Hardrada, que había tenido la muerte de un héroe vikingo combatiendo contra los ingleses en 1066 poco antes de la invasión normanda, le sucedió su hijo Olaf, llamado desdeñosamente el Tranquilo porque, a diferencia de todos sus antepasados, no se embarcó en ninguna guerra. Su propio hijo y sucesor, Magnus, conocido como Piernas Desnudas porque le gustaba llevar faldas célticas, tenía sueños de gloria y organizó algunas expediciones a las Hébridas y a Irlanda, pero fue un fracaso como guerrero y cayó abatido en batalla contra los irlandeses antes de lograr algo. Y los hijos de Magnus, Sigurd y Eystein, que dividieron Noruega en dos reinos, personificaron en sus caracteres y gobiernos la brecha que se abría entre los antiguos días sanguinarios de los vikingos y la nueva, menos violenta, Escandinavia europeizada que empezaba a nacer.
El rey Sigurd trasladó el tradicional espíritu violento de los vikingos al ámbito cristiano. Embarcado con 17 años en una cruzada a Tierra Santa en 1106, mató a placer en España y Siria, entró con gran pompa en Jerusalén y Constantinopla, y después de tres años regresó a Noruega llevando consigo un fragmento de la Cruz Verdadera.
Su hermano Eystein, en cambio, decidió ajustar su política a los nuevos tiempos. Construyó mercados de pescado para que los pobres pudieran ganarse la vida, hospicios, puertos, edificios e iglesias. El futuro estaría con Eystein, mientras la cruzada de Sigurd no era más que la última chispa de un fuego en extinción. Aunque hubiera sobrevivido la voluntad, los medios físicos para la vida vikinga desaparecían. Lo que había hecho posible en primer lugar la aventura vikinga era el control de los mares; ahora otros navegantes con barcos mayores comenzaban a suplantar a los nórdicos.
La religión cristiana fue un elemento importante en ese proceso de transformación. Diversos reyes escandinavos intentaron introducir el cristianismo en sus tierras con poco éxito. En 995, Olaf Tryggvason fue coronado rey de Noruega bajo el nombre de Olaf I. Como buen vikingo que era, se dedicó al pillaje, el saqueo y las guerras contra propios y extraños. Hasta que un buen día se topó con un vidente cristiano en las Islas Sorlingas, cerca de las costas de Cornualles. Sus profecías se cumplieron y Olaf, impresionado, se hizo bautizar, abandonó su vida de pirata y a su regreso a Noruega se propuso implantar su nueva fe costara lo que costase. Con el fervor típico del converso, destruyó los templos paganos y torturó a sus adoradores hasta que, al menos nominalmente, Noruega pudo llamarse cristiana hacia 1030, sólo un año antes de que Olaf I fuese canonizado.
Veinte años después, comienzan a aparecer iglesias por todo el país, unas iglesias perfectamente adaptadas tanto a los recursos como a las tradiciones y técnicas locales. Las iglesias de madera fueron una construcción muy común en todo el norte de Europa en los primeros tiempos del cristianismo. Solamente en Noruega llegaron a contabilizarse cerca de dos millares de ellas. En Europa las construcciones domésticas de más de 200 años son raras, excepto aquellas construidas por quienes podían pagar piedra o ladrillo. No sólo la madera tiende a pudrirse, es también altamente inflamable. Los incendios en las iglesias de piedra, que también contenían mucha madera, eran sorprendentemente comunes hasta bien entrado el siglo XVII. A medida que se iban quemando, su estructura se deterioraba o simplemente se consideraban obsoletas y ya en la Edad Media fueron siendo reemplazadas por edificios de piedra. Así que no es de extrañar que en la actualidad, las 29 iglesias de madera nórdicas que han sobrevivido -con dos excepciones, una en Suecia y otra en Polonia-, se hallen en Noruega.
Las iglesias de madera o stavkirke nacieron como una evolución de las habilidades arquitectónicas vikingas, transmitidas oralmente de generación a generación de carpinteros y que habían tenido su máximo exponente en los magníficos navíos con los que habían surcado los mares. Por otro lado, gracias a sus viajes y las expediciones comerciales que les llevaron por buena parte de Europa, los artesanos vikingos estaban familiarizados desde antes de la llegada de los misioneros cristianos con las formas, diseños y técnicas de construcción de los templos cristianos.
Originalmente, las iglesias antecesoras de las stavkirke se apoyaban en troncos de madera partidos por la mitad que se clavaban en el suelo y sobre los que se colocaba un techo; esto es, algo más evolucionado que una simple empalizada; una construcción sencilla, pero lo suficientemente sólida como para permanecer en pie durante décadas o, en algunos casos, incluso siglos. El problema de estas construcciones era la humedad, que pasaba del suelo a la madera y acababa arruinando no sólo la estructura sino las condiciones de habitabilidad en su interior. La solución fue levantar el edificio sobre un zócalo de piedra que actuaba de aislante. La materia prima más común fue la madera de pino, troncos seleccionados con abundante resina en su interior, lo que incrementaba aún más su durabilidad. El resultado final fueron las stavkirke, edificios sólidos, estables y resistentes a las duras condiciones climáticas locales.
En la Edad Media no existían regulaciones eclesiásticas que estipulasen que las iglesias debieran construirse en piedra. Sin embargo, la tradición sí señalaba directrices según las cuales los templos se edificaban combinando la forma del Templo de Salomón con las prácticas constructivas mediterráneas. Tampoco había obligación de someter el diseño a las necesidades litúrgicas, puesto que el núcleo de éstas era muy sencillo: la celebración de la Eucaristía en un altar. De hecho, las grandes alturas que los templos tendían a exhibir -y que con el gótico alcanzarían su máxima expresión- eran consideradas por los más puristas como una expresión de vanidad y avaricia. Tampoco la división del espacio interior en naves separadas por columnas descansa sobre una base concreta dentro del pensamiento cristiano.
Es por ello que dentro del mismo país, Noruega, y el mismo periodo, aparecieron diversos tipos de stavkirke: algunas más parecidas a basílicas románicas; otras más sencillas, con una nave y un coro, con detalles de madera imitando el aspecto de la piedra; otros con deambulatorios y galerías rodeando el perímetro de la iglesia...
La utilización de la madera como principal materia prima no debe hacernos creer que estas iglesias escandinavas fueran edificios primitivos. Al contrario, su sistema de construcción era muy sofisticado. Con las habilidades desarrolladas por los carpinteros en la construcción de barcos, se aprovechaban de forma magistral las cualidades estáticas y plásticas de la madera para conseguir un edificio tan bello como práctico.
A pesar de que la abundancia de techos inclinados de tejas es lo más llamativo a primera vista, el plano original no es en realidad más que un simple rectángulo, con base en cuatro altos pilares -los "stav" propiamente dichos- dispuestos en el centro de un cuadrado y sobre los que recae el peso de la estructura. Las paredes están hechas a base de tablones verticales ligeramente curvos que se encajan dentro de vigas horizontales en las partes superior e inferior. Este método tiene la ventaja de mantener los extremos de las paredes alejados del suelo, haciéndolos menos propensos a la descomposición. La destreza de los carpinteros era tal que no usaron clavos en la construcción de estos edificios.
Quizá la mayor diferencia entre los vikingos y las gentes a las que saqueaban era que éstos eran cristianos mientras que aquéllos eran paganos. La religión condicionaba su pensamiento y actos de un modo tan profundo como el entorno geográfico en el que vivían. Los vikingos no tenían una religión organizada como tal. A pesar de que sí contaban con templos y lugares sagrados, parece que la práctica de la religión entre los pueblos nórdicos era una cuestión muy personal. Cada uno elegía qué dioses honrar y de qué forma. Normalmente se trataba de realizar algún sacrificio o realizar una ofrenda votiva a uno de los muchos dioses a cambio de su protección durante la batalla o su ayuda en cualquier asunto de la vida cotidiana.
El mundo de la mitología nórdica era y sigue siendo tan extraño como fascinante. El dios supremo era Odín, que presidía las hazañas de los dioses; sobre sus hombros descansaban dos cuervos que volaban por todo el mundo manteniéndole informado de todo lo que sucedía. Los otros dioses importantes eran igualmente duros y temibles: Thor, el dios del Trueno, Heimdall, el guardián del Puente del Arco Iris que conducía a la Tierra, Hel, diosa del reino de la muerte… Asgard, la morada de los dioses, era un lugar totalmente diferente a cualquier otro sitio imaginado por el hombre. Allí no existía la paz o la alegría y, de hecho, ni siquiera tenía vocación de eternidad. Sobre la tierra de los dioses acechaba un destino inevitable: el día del Ragnarok; tras una batalla final en la que dioses y guerreros lucharían juntos contra las fuerzas del mal, aquéllos perecerían inevitablemente y cielo, tierra, hombres y dioses serían aniquilados.
Estas creencias en las que el espectro del triunfo del mal era inevitable debían pesar enormemente sobre los espíritus de los vikingos. No existía redención posible; las grandes hazañas y la paciencia no les salvarían. Aún así, no estaban dispuestos a rendirse. Un acto de gran valor les aseguraría un asiento en el Valhalla, una de las salas de Asgard, a donde las valkirias conducían los espíritus de los guerreros muertos en combate para que moraran en la Sala del Valor. Pero incluso una vez allí solo les esperaba la derrota y la destrucción.
No cabe duda de que eran unas creencias muy duras, en absoluta contradicción con las promesas de perdón, felicidad y vida eterna del cristianismo. El único aliciente espiritual de la religión nórdica era la conquista del heroísmo: si morían en combate, se aseguraban un puesto en el Valhalla. Estas creencias primarias basadas en el terror inspiraban una cultura guerrera que hacía de los vikingos unos luchadores temibles sin miedo a morir -una circunstancia que se repetiría en otros momentos de la Historia, desde los kamikazes japoneses hasta los extremistas islámicos-.
En 1030 el cristianismo se convierte en la religión de la mayoría de los noruegos tras siglos de adoración a los dioses de las leyendas escandinavas. Y, sea por la influencia de las nuevas creencias, sea porque el sedentarismo comenzaba a ofrecer más atractivos y posibilidades que la piratería, la furia de la sangre vikinga pareció enfriarse con el paso de las generaciones.
Al belicoso Harald Hardrada, que había tenido la muerte de un héroe vikingo combatiendo contra los ingleses en 1066 poco antes de la invasión normanda, le sucedió su hijo Olaf, llamado desdeñosamente el Tranquilo porque, a diferencia de todos sus antepasados, no se embarcó en ninguna guerra. Su propio hijo y sucesor, Magnus, conocido como Piernas Desnudas porque le gustaba llevar faldas célticas, tenía sueños de gloria y organizó algunas expediciones a las Hébridas y a Irlanda, pero fue un fracaso como guerrero y cayó abatido en batalla contra los irlandeses antes de lograr algo. Y los hijos de Magnus, Sigurd y Eystein, que dividieron Noruega en dos reinos, personificaron en sus caracteres y gobiernos la brecha que se abría entre los antiguos días sanguinarios de los vikingos y la nueva, menos violenta, Escandinavia europeizada que empezaba a nacer.
El rey Sigurd trasladó el tradicional espíritu violento de los vikingos al ámbito cristiano. Embarcado con 17 años en una cruzada a Tierra Santa en 1106, mató a placer en España y Siria, entró con gran pompa en Jerusalén y Constantinopla, y después de tres años regresó a Noruega llevando consigo un fragmento de la Cruz Verdadera.
Su hermano Eystein, en cambio, decidió ajustar su política a los nuevos tiempos. Construyó mercados de pescado para que los pobres pudieran ganarse la vida, hospicios, puertos, edificios e iglesias. El futuro estaría con Eystein, mientras la cruzada de Sigurd no era más que la última chispa de un fuego en extinción. Aunque hubiera sobrevivido la voluntad, los medios físicos para la vida vikinga desaparecían. Lo que había hecho posible en primer lugar la aventura vikinga era el control de los mares; ahora otros navegantes con barcos mayores comenzaban a suplantar a los nórdicos.
La religión cristiana fue un elemento importante en ese proceso de transformación. Diversos reyes escandinavos intentaron introducir el cristianismo en sus tierras con poco éxito. En 995, Olaf Tryggvason fue coronado rey de Noruega bajo el nombre de Olaf I. Como buen vikingo que era, se dedicó al pillaje, el saqueo y las guerras contra propios y extraños. Hasta que un buen día se topó con un vidente cristiano en las Islas Sorlingas, cerca de las costas de Cornualles. Sus profecías se cumplieron y Olaf, impresionado, se hizo bautizar, abandonó su vida de pirata y a su regreso a Noruega se propuso implantar su nueva fe costara lo que costase. Con el fervor típico del converso, destruyó los templos paganos y torturó a sus adoradores hasta que, al menos nominalmente, Noruega pudo llamarse cristiana hacia 1030, sólo un año antes de que Olaf I fuese canonizado.
Veinte años después, comienzan a aparecer iglesias por todo el país, unas iglesias perfectamente adaptadas tanto a los recursos como a las tradiciones y técnicas locales. Las iglesias de madera fueron una construcción muy común en todo el norte de Europa en los primeros tiempos del cristianismo. Solamente en Noruega llegaron a contabilizarse cerca de dos millares de ellas. En Europa las construcciones domésticas de más de 200 años son raras, excepto aquellas construidas por quienes podían pagar piedra o ladrillo. No sólo la madera tiende a pudrirse, es también altamente inflamable. Los incendios en las iglesias de piedra, que también contenían mucha madera, eran sorprendentemente comunes hasta bien entrado el siglo XVII. A medida que se iban quemando, su estructura se deterioraba o simplemente se consideraban obsoletas y ya en la Edad Media fueron siendo reemplazadas por edificios de piedra. Así que no es de extrañar que en la actualidad, las 29 iglesias de madera nórdicas que han sobrevivido -con dos excepciones, una en Suecia y otra en Polonia-, se hallen en Noruega.
Las iglesias de madera o stavkirke nacieron como una evolución de las habilidades arquitectónicas vikingas, transmitidas oralmente de generación a generación de carpinteros y que habían tenido su máximo exponente en los magníficos navíos con los que habían surcado los mares. Por otro lado, gracias a sus viajes y las expediciones comerciales que les llevaron por buena parte de Europa, los artesanos vikingos estaban familiarizados desde antes de la llegada de los misioneros cristianos con las formas, diseños y técnicas de construcción de los templos cristianos.
Originalmente, las iglesias antecesoras de las stavkirke se apoyaban en troncos de madera partidos por la mitad que se clavaban en el suelo y sobre los que se colocaba un techo; esto es, algo más evolucionado que una simple empalizada; una construcción sencilla, pero lo suficientemente sólida como para permanecer en pie durante décadas o, en algunos casos, incluso siglos. El problema de estas construcciones era la humedad, que pasaba del suelo a la madera y acababa arruinando no sólo la estructura sino las condiciones de habitabilidad en su interior. La solución fue levantar el edificio sobre un zócalo de piedra que actuaba de aislante. La materia prima más común fue la madera de pino, troncos seleccionados con abundante resina en su interior, lo que incrementaba aún más su durabilidad. El resultado final fueron las stavkirke, edificios sólidos, estables y resistentes a las duras condiciones climáticas locales.
En la Edad Media no existían regulaciones eclesiásticas que estipulasen que las iglesias debieran construirse en piedra. Sin embargo, la tradición sí señalaba directrices según las cuales los templos se edificaban combinando la forma del Templo de Salomón con las prácticas constructivas mediterráneas. Tampoco había obligación de someter el diseño a las necesidades litúrgicas, puesto que el núcleo de éstas era muy sencillo: la celebración de la Eucaristía en un altar. De hecho, las grandes alturas que los templos tendían a exhibir -y que con el gótico alcanzarían su máxima expresión- eran consideradas por los más puristas como una expresión de vanidad y avaricia. Tampoco la división del espacio interior en naves separadas por columnas descansa sobre una base concreta dentro del pensamiento cristiano.
Es por ello que dentro del mismo país, Noruega, y el mismo periodo, aparecieron diversos tipos de stavkirke: algunas más parecidas a basílicas románicas; otras más sencillas, con una nave y un coro, con detalles de madera imitando el aspecto de la piedra; otros con deambulatorios y galerías rodeando el perímetro de la iglesia...
La utilización de la madera como principal materia prima no debe hacernos creer que estas iglesias escandinavas fueran edificios primitivos. Al contrario, su sistema de construcción era muy sofisticado. Con las habilidades desarrolladas por los carpinteros en la construcción de barcos, se aprovechaban de forma magistral las cualidades estáticas y plásticas de la madera para conseguir un edificio tan bello como práctico.
A pesar de que la abundancia de techos inclinados de tejas es lo más llamativo a primera vista, el plano original no es en realidad más que un simple rectángulo, con base en cuatro altos pilares -los "stav" propiamente dichos- dispuestos en el centro de un cuadrado y sobre los que recae el peso de la estructura. Las paredes están hechas a base de tablones verticales ligeramente curvos que se encajan dentro de vigas horizontales en las partes superior e inferior. Este método tiene la ventaja de mantener los extremos de las paredes alejados del suelo, haciéndolos menos propensos a la descomposición. La destreza de los carpinteros era tal que no usaron clavos en la construcción de estos edificios.
La ausencia de ventanas no puede extrañar habida cuenta del frío clima del país. La tenue luz del interior proviene de una especie de mirillas en las paredes de la nave o una sola ventana en el porche. No obstante, lo habitual era realizar los servicios litúrgicos a la luz de las velas. Varios tejados escalonan el edificio en dirección al cielo, lo que aún se resalta más gracias a los linternones puntiagudos. Esta arquitectura pintoresca, los diferentes tonos de la madera y las ricas tallas que la adornan proporcionan a estas iglesias un encanto especial.
Las columnas, los capiteles, los arcos y los pórticos estaban tallados con detalles que imitaban el estilo románico. Estos detalles se combinaban a menudo con motivos, abstractos o figurativos, de la mitología noruega, entre los que destacan las cabezas de dragones que se proyectan desde los hastiales. Quizá esos dragones constituyeran algún tipo de amuleto mágico contra el mal; acaso no fueran dragones, sino leones representando a Jesucristo victorioso sobre las fuerzas del mal; tal vez, como sugieren otros autores, no fueran más que símbolos de la riqueza del patrocinador de la stavkirke, una señal de estatus sin contenido religioso; o quizá se trataba de un motivo estético inspirado en los bestiarios medievales que los vikingos conocieron en Inglaterra, bien en forma de manuscritos bien como estatuas que decoraban las iglesias. Sea como fuere, constituyen un nexo con el pasado marinero de los vikingos, puesto que el motivo del dragón era una talla muy utilizada en las proas de los navíos de guerra.
Las stavkirke, cuya construcción comenzó a decaer en el siglo XIII, son una reliquia de la Edad Media, casi incomparable con los templos de otras regiones. Su valor reside no sólo en su antigüedad y en el hecho casi milagroso de que edificios tan vulnerables hayan conseguido sobrevivir novecientos años, sino en su significación histórica y arquitectónica. Sus vigas de madera, sus tallas y sus cabezas de dragón son el punto de contacto entre la idiosincrasia, creencias y habilidades tradicionales de los vikingos noruegos y las tendencias que nacían y se desarrollaban en los grandes imperios del centro de Europa.
1 comentario:
que buen tema, soy un seguidor de estas Magnificas Iglesias, la arquitectura es sorprendente, espero algun dia conocerlas en persona...gracias por la excelente informacion.
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