span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Kalahari: un desierto en peligro

viernes, 4 de septiembre de 2009

Kalahari: un desierto en peligro


África es un lugar básicamente vacío. Los puntos de especial interés suelen estar separados unos de otros por enormes distancias que no queda más remedio que cubrir por carretera si uno no es persona de recursos y no se puede permitir el gasto del transporte aéreo. Y, en medio de esos dos puntos, no suele haber gran cosa. Las poblaciones suelen ser nuevas, como construidas de la noche a la mañana, destartaladas y sin ningún interés. Pero desplazarse por tierra tiene dos ventajas: por un lado, se toma conciencia de las dimensiones del continente y, por otro, se disfruta del paisaje, tan diferente del que estamos habituados a ver que resulta difícil cansarse de él. Entre el delta del Okavango en Botswana y la frontera con Namibia se extienden 600 kilómetros de horizonte monótono y plano con una elevación constante de 1.000 metros sobre el nivel del mar, sin que una sola colina, elevación o valle rompa la uniformidad. Es el Kalahari.

Como suele suceder con los desiertos, éste no ha sido siempre una tierra de calor, silencio y arena. Hace millones de años, esta vasta depresión arenosa que ocupa el interior del sur de África estuvo ocupada por el enorme lago Makgadikgadi. Viendo el árido panorama abrasado por el sol que se extiende a ambos lados de la pista que recorremos, resulta imposible formar la imagen mental de una masa de agua que llegó a cubrir 275.000 km2 con una profundidad de hasta 30 metros. Sus aguas se evaporaron paulatinamente hace unos 10.000 años y su lecho acumuló grandes depósitos de sal y arena hasta el punto de que en algunos lugares su profundidad hasta el estrato de roca alcanza los 300 metros. En la actualidad, la temperatura media anual asciende a 34ºC aunque los promedios de mínimas en invierno descienden por debajo de los 0ºC. En lengua tswana Kalahari significa "gran sed" y se extiende por una superficie de 900.000 km2 (más grande que España), de los que el 80% pertenece a Botswana.

Sin embargo, el nombre de desierto puede resultar engañoso. No hay aquí fotogénicos mares de dunas y, de hecho, sólo una zona del suroeste tiene la consideración estricta de desierto. Su calificación no deriva de su aspecto, sino de la cantidad de precipitaciones que recibe anualmente. Es más correcto describirlo como una sabana reseca que, aunque árida, exhibe mucha más vegetación de la que cabría esperar: acacias, hierbas amarillentas que brotan del suelo arenoso, arbustos espinosos, melones silvestres… Lo cierto es que la lluvia cae con la suficiente periodicidad como para sostener una biodiversidad vegetal asombrosa: hasta veintitrés mil especies habitan en estas desoladas tierras, de las que siete mil no se encuentran en ninguna otra parte del planeta. El hombre ha encontrado en algunas de estas plantas una reserva de vida que le ha permitido soportar los rigores térmicos. La nuez de Mangetti, por ejemplo, tiene cinco veces más calorías y diez veces más proteínas que los cereales europeos, y aporta un 60% de la presencia vegetal en la dieta de los bosquimanos. Otras especies, como los melones y pepinos silvestres o el morama aportan importantes cantidades de líquido.

Pero hay más. Los bosquimanos han vivido en sintonía con la naturaleza desde hace milenios, acumulando una enorme experiencia en los múltiples usos de las plantas autóctonas. Hace relativamente poco las empresas farmacéuticas comenzaron a apreciar las inmensas posibilidades comerciales que se escondían bajo esos conocimientos ancestrales. En poco tiempo, sus investigaciones proporcionaron principios activos para combatir el apetito, la artritis y el reumatismo, cosméticos o incluso remedios para enfermedades mentales. Son grandes avances, sin duda, pero la apisonadora capitalista se ha cobrado su precio. La recolección de tubérculos y plantas (entre ellas el aloe vera) para estas multinacionales se ha convertido en fuente de sustento para miles de familias que habitan dentro de los límites del Kalahari en Botswana, Namibia y Sudáfrica, pero la remuneración que perciben por su trabajo es humillantemente baja: menos del 1% del negocio que generan esas plantas. Al tiempo que los dólares entran en la caja de las compañías occidentales a millones, los habitantes tradicionales de las tierras y custodios últimos del rentable conocimiento de las mismas, están siendo arrinconados hasta su extinción.

Los Tswana, Kgalagadi y Herero son los principales grupos étnicos que viven en el Kalahari. Todos ellos han conseguido, en mayor o menor medida, irse adaptando a los cambios que los tiempos imponen. Sin embargo, los que están llevando la peor parte, marginados y despreciados por todos, son los San.

Los San (hotentotes o bushmen, según la antigua denominación inglesa, o bosquimanos, como les llamaron los holandeses) han vivido en el Kalahari durante 20.000 años, llevando una existencia de cazadores-recolectores. Utilizaban arcos y flechas envenenadas para cobrar sus presas aunque su dieta se compone esencialmente de bayas, bulbos, plantas, frutos e insectos. Puede parecer asombroso pero, en un alarde de adaptación humana al medio, los San apenas beben agua y obtienen el líquido de las raíces y los melones silvestres que en ciertos parajes crecen por miles asomando entre las dunas. Son individuos de corta estatura, de piel color miel y constitución enjuta y fibrosa. Viven en comunidades de 10 o 15 personas, sin jerarquías pero con funciones concretas. Su existencia en estas inhóspitas tierras se centra en una constante búsqueda de agua y alimento, recorriendo incansables distancias considerables.

Desgraciadamente, su capacidad de supervivencia y adaptación no conseguirá batir a un enemigo tan poderoso como la economía globalizada. Ya hablamos de las multinacionales farmacéuticas, pero las plantas no son el único tesoro que espera a ser descubierto bajo los pies de los bosquimanos. En los estratos más profundos se han encontrado grandes reservas de carbón y ese hallazgo, junto a la política conservacionista de la reserva, está desalojando a los San del Kalahari. Se les confinó en las zonas de Nuevo Xade y Kaudwane en la Reserva de Caza del Kalahari Central, pero la explotación de diamantes y los safaris turísticos estrechan todavía más su cerco. De unos 3.000 individuos asentados hace unos años, apenas quedan 300, que resisten gracias al apoyo de una organización de derechos humanos; el resto fue trasladado a otros lugares donde languidece desarraigado y se entrega a la angustiosa perspectiva de la extinción.

El monótono paisaje está atravesado por pistas de arena de color ocre rojizo, que contrastan con unas hierbas pintadas de amarillo por los rayos solares. Donde hay vegetación se dan las condiciones para que se desarrolle la vida animal. Cuando el sol desciende, los animales despiertan de su embotamiento y comienzan a buscar comida y agua. Esa es la razón de que se prohíba circular de noche por los dos parques nacionales que alberga el Kalahari. Al suroeste del país se encuentra el Gemsbok, un espacio protegido que se estira hacia el interior de Sudáfrica y forma el conjunto denominado Parque Internacional Kalahari-Gemsbok. El segundo parque es la Reserva de Caza del Kalahari Central, y se encuentra en pleno centro de Botswana. Ya hablamos de ella como lugar de “confinamiento” de los desahuciados bosquimanos.

Durante la mitad del año, la vida animal del Kalahari vive mirando al cielo, esperando las lluvias que transformarán el paisaje y revitalizarán todo el ecosistema. Durante un periodo que siempre se antoja corto, la hierba verde cubre las arenas del desierto y el río Okavango vierte en el desierto las aguas que ha recogido en Angola durante las lluvias. Se forman estanques y pantanales en los que las aves migratorias, como los flamencos, remueven el cieno a la búsqueda de insectos y larvas y los leones de melena negra acechan al atardecer a los antílopes que se acercan a saciar su sed. Otros grandes mamíferos que se pueden ver en el Kalahari son el rinoceronte negro y el guepardo.

Sin embargo, son los animales pequeños los que están mejor adaptados a las duras condiciones en el desierto. Uno de los más llamativos y sorprendentes es el suricata, un tipo de mangosta de 30 cm y un kilo de peso que vive en colonias de veinte a cuarenta individuos fuertemente unidos por lazos sociales.

El comportamiento de estos pequeños animales es fascinante, mucho más que el de otros mamíferos de mayor tamaño y más llamativos. Sus grupos están perfectamente organizados a partir de una pareja dominante. Hay niñeras, rastreadores y centinelas. Cuando la colonia está fuera de sus madrigueras -que excavan en el subsuelo cubriendo una amplia superficie- jugando o alimentándose, uno o varios suricatas permanecen erguidos sobre sus patas traseras en un punto elevado vigilando en turnos de una hora. Si un depredador se aproxima, el centinela emite un ladrido de aviso que servirá a los demás de señal para buscar refugio en sus agujeros. El centinela no abandona entonces su papel, sino que es el primero en asomar la cabeza de la madriguera y continuará emitiendo su grito de alerta en tanto no compruebe que la amenaza ha desaparecido. Según algunos, esto es muestra de comportamiento altruista. Y, desde luego, eso es lo que parece hacer el suricata que se ocupa de cuidar a los más pequeños: su misión es la de protegerlos de cualquier amenaza arriesgando incluso su propia vida. Cuando detecta peligro, lleva a los jóvenes suricatas al subsuelo y se prepara para defenderlos. Si la retirada a la madriguera queda cortada, los reúne a todos y se echa encima de ellos.

El tamaño minúsculo del suricata se compensa con un carácter valeroso y feroz; su morfología le ha otorgado orejas que pueden sellarse al introducir la cabeza en los huecos polvorientos, y una cola fina, pero muy fuerte que le sirve para mantener el equilibrio cuando se alza sobre las patas traseras. Sus patas terminan en uñas largas y curvas para escarbar en el suelo reseco donde encuentra huevos, lagartos, insectos, plantas y escorpiones. Precisamente, los suricatas son inmunes a ciertos venenos, entre ellos al del peligroso escorpión del Kalahari. Los pequeños aprenden mediante la observación y la imitación de los adultos cómo comer uno de estos arácnidos venenosos: quitan el aguijón y se les enseña cómo cogerlo para evitar un picotazo que, de todas formas, podría ser doloroso. Hasta que no alcanzan la edad de un mes, los más jóvenes no comienzan a buscar comida por ellos mismos y lo hacen siguiendo a un miembro adulto que actúa como tutor.


Los suricatas son sólo una más de las sorpresas que esconde un territorio aparentemente hostil a la vida. Nos hubiera gustado poder entretenernos más observando a los animales, disfrutando de las puestas de sol e internándonos por pistas que rara vez sienten la presencia del hombre. Pero el invierno estaba a punto de finalizar y si queríamos continuar viajando por la franja desértica de África Austral debíamos proseguir hacia Namibia y sus maravillas naturales...

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