span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Sigiriya- Penitencia, hedonismo y espiritualidad

sábado, 29 de agosto de 2009

Sigiriya- Penitencia, hedonismo y espiritualidad



En nuestro tercer día de viaje por el interior de Sri Lanka condujimos por estrechas carreteras abiertas a través de espesas selvas verdes hasta que Sigiriya, uno de los más evocadores lugares de la isla, hizo su aparición de la forma más dramática imaginable: en un claro de la jungla se alzaba una gran roca de doscientos metros de altura en cuya cima se construyó en la antigüedad una fortaleza inexpugnable. Entre los restos de sus murallas, jardines y habitaciones vagan aún los fantasmas de un pasaje histórico que hubiera hecho las delicias de cualquier escritor de fantasía.

La existencia de Sigiriya se debe a una tragedia. En 478 d.C., Anuradhapura, al norte, era todavía la gran capital del reino cingalés y en sus magníficos edificios se tejió una conspiración digna de las mejores leyendas. Kasyapa era hijo del rey Dhatusena pero, nacido de una consorte sin sangre azul, sus posibilidades legítimas de llegar al trono eran nulas. Sabiendo que su medio hermano Moggallana, más joven pero efectivo heredero real, sería el próximo monarca, Kasyapa encarceló a su padre y lo asesinó. Mogallana, viendo cómo se las gastaba su hermano, se apresuró a huir abandonando la isla y cruzando el estrecho de Palk hacia la India para reunir un ejército con el que arrebatar la corona a su hermano. Las cosas fueron despacio y le costó nada menos que 18 años reunir el ansiado ejército, tiempo más que suficiente para que Kasyapa construyera una inexpugnable fortaleza en lo alto de una roca de 180 metros de altura que se elevaba majestuosa sobre el bosque circundante. Como Mogallana no daba señales de vida, el usurpador pasó años añadiendo comodidades y anexos a las instalaciones estrictamente militares: templos, jardines acuáticos, cómodas estancias y eróticos frescos de hermosas mujeres que cautivarían la imaginación de poetas y visitantes.

¿Fue quizá la construcción de este palacio una penitencia autoimpuesta por el asesinato de su padre? ¿O más bien un lugar de hedonismo y placer pecaminoso? ¿Quizá un mundo cerrado de carácter mágico o místico? Sea como fuere, el rey no perdió de vista ni mucho menos el fin último de la fortaleza: rodeó una amplia zona con murallas de un tamaño nunca visto hasta entonces en Sri Lanka, cavó fosos y dispuso diversos artilugios defensivos. En lo alto de la roca se alzaba, totalmente inaccesible, la fortaleza. Los puestos de centinela de la misma se hallaban especialmente diseñados para que los guardias no se durmieran: dar un mal paso suponía despeñarse doscientos metros.

En el año 495 d.C.,cuando Mogallana por fin hizo acto de presencia en la llanura que se extendía frente a Sigiriya, Kasyapa salió a su encuentro montado en su elefante y seguido por su ejército. Las crónicas dicen poco sobre Kasyapa aparte de alabar el modo en que murió. Parece que estaba liderando la carga contra su hermano cuando su elefante sintió que iban directos hacia una zona pantanosa y giró hacia un lado. Las tropas, tomando ese movimiento como una retirada, se dispersaron presas de la confusión. Kasyapa se quedó solo frente a su enemigo y no se sabe si por locura, vergüenza, dignidad o sentido común, se rebanó la garganta con su propia daga para, a continuación, envainarla, desmontar del elefante y morir. Se desconoce si Mogallana quedó tan impresionado como los cronistas que contaron la historia, pero el caso es que liquidó a 1.000 miembros de la corte y trasladó la capital de nuevo a Anuradhapura, convirtiéndose en el nuevo rey de Sri Lanka, aunque eso sí, gracias a un ejército indio. Pero eso es otra historia....

Nos aproximamos a la gran roca y comenzamos a explorar los restos de la ciudad, el palacio y los jardines que se construyeron alrededor. Kasyapa era un loco genial, cruel y sediento de poder, pero también demostró ser un arquitecto de una sensibilidad extraordinaria. La estructura de la ciudad comprendía dos recintos amurallados a ambos lados de la roca. En el occidental aún se podían ver claramente los restos de un jardín acuático: un extenso sistema de estanques, fuentes y piscinas que se alimentaban de un cercano lago artificial. Estos jardines eran una burbuja de paz para el cuerpo y el alma, con aves de vistosos plumajes, nenúfares, estanques reflectantes, suelos de mármol, pabellones, senderos, rumorosos cursos de agua sabiamente canalizados... una mezcla de los Jardines Colgantes de Babilonia y los jardines de estilo chino y japonés. Bajo nuestros pies, aunque invisibles, están enterrados los restos de una extensa y sofisticada red de tuberías, válvulas y depósitos que proveían de agua a fuentes, estanques y arroyos y regulaban cuidadosamente la irrigación de los vastos jardines. En el lado oriental, con la mitad de tamaño que el occidental, se extendía otro recinto del que ha quedado poco y que estaba edificado siguiendo el mismo eje que aquél. El centro de dicho eje lo ocupaba el palacio real construido en lo alto de la roca. Kasyapa estaba utilizando una geometría habitual en los templos hindúes para crear el modelo de un mundo sagrado con él en el centro. Era su propio Monte Meru.

¿Nos encontramos ante una especie de blasfemia? Este tipo de planificación a base de mandalas cuadrados representando el mundo de los dioses estaba reservada para la construcción de edificios religiosos, con el dios o el rey divino ocupando el centro. Pero Kasyapa era un parricida y probablemente un individuo al tiempo siniestro y sensual, amante de la riqueza material y el poder. Sus ideas religiosas son difíciles de desentrañar, puesto que en Sigiriya se utilizó imaginería tanto budista como hinduísta. Se ha sugerido que el genial monarca pretendió emular en Sigiriya al legendario paraíso de Alakamanda, hogar del dios-demonio Kuvera, guardián de los tesoros de la tierra, y que se decía escondido en los Himalayas. De acuerdo con esta teoría, Kasyapa moraba en Sigiriya como una encarnación de Kuvera y gobernaba como un rey-dios, un concepto que, por supuesto, no recibió apoyo alguno por parte del clero budista y que en buena medida explica el por qué la fortaleza no fue posteriormente aprovechada por otros monarcas, mucho más influidos por la jerarquía religiosa. De hecho, Mogallana convirtió la roca en un monasterio y la devolvió a los monjes, quienes permanecieron aquí hasta el siglo XIV.

Descargó un fuerte pero corto chaparrón que nos acompañó hasta la escalinata de acceso al cuerpo principal de la fortaleza. Allí comenzaba una subida vertiginosa por diversos pasadizos excavados en la roca y colgando del vacío donde todavía se conservan algunas sorpresas, restos de la megalomanía de Kasyapa. Lo más destacado son sin duda las llamadas cortesanas de Sigiriya: una serie de eróticos frescos femeninos hábilmente pintados en un repecho interior de la pared rocosa. Originalmente fueron 500 doncellas con el pecho desnudo, de las que hoy, a causa de la erosión, sólo se pueden ver 18. Ya es un milagro que hayan conseguido sobrevivir desde el siglo V. Y su estado de conservación es sobresaliente, contándose entre lo más exquisito que existe del arte budista en el mundo. Superan a los frescos de Ajanta en la India y son consideradas las únicas pinturas no religiosas de Sri Lanka.



Pintados sobre yeso con colores terrosos, muestran seres gráciles exhibiendo sus pechos en perfecta armonía con las bandejas de frutas que ofrendan. De un tamaño algo menor del natural, las mujeres aparecen retratadas en diversas actitudes (sosteniendo una flor o abriendo sus pétalos, portando una bandeja de flores…), poses seductoras en parejas o en solitario y mostrando profusión de lujosa joyería, vestimentas y maquillaje. Son representaciones realistas por cuanto la técnica utiliza efectos de perspectiva y sombreado; pero también se percibe un claro factor de idealización puesto que es poco probable que hace 1.500 años las mujeres del Sri Lanka medieval tuvieran todas grandes pechos perfectamente formados, pequeñas caderas y cuerpos firmes y sugerentes. Estos frescos son una de las razones por las que se suele considerar Sirigiya como una especie de palacio del placer, tomando a esas mujeres como retratos de las damas de la corte, reinas, hijas, criadas o incluso concubinas. Pero parece evidente que no era el caso. Estas deliciosas mujeres son apsaras o ninfas celestiales en la mitología hindú, creadas durante la guerra librada entre los dioses y los demonios, el bien y el mal. Se pueden ver representaciones muy similares en el templo de Angkor en Camboya.

Las apsaras eran seres divinos, consortes de los dioses, los grandes héroes y los reyes. Tuvo que haber sido una visión magnífica la de esta franja de roca de 140 metros de anchura y 40 metros de altura delicadamente pintada y coloreada en la que 500 mujeres flotaban como ángeles a 100 metros del suelo. Semejante concepto parece responder más a un propósito religioso o espiritual que a algo meramente terrenal. Y esto último es especialmente importante por cuanto, como hemos dicho, este lugar fue durante mucho tiempo un monasterio budista y esta religión no ve con agrado el arte por el arte, ya sea pintura, danza o música. Resulta llamativo que tal despliegue de atractivas señoritas con los pechos desnudos, en su tiempo un desafío de Kasyapa al clero, consiguiera sobrevivir intacto a varios siglos de austeridad y celibato monacal.

Descendimos un trecho por la roca pasando por el Muro del Espejo, una pared cubierta de arcilla pulida que refleja como el cristal 1.500 años después de que fuera construida. A continuación llegamos al amplio repecho, a mitad de camino de la cima, conocido con el nombre de Jardines de la Terraza, desde los cuales se acomete el último tramo hasta la cumbre. Aquí se halla la Plataforma del León, una visión asombrosa: un par de enormes garras de león parcialmente talladas en la roca y completadas con una estructura de ladrillos deteriorada por siglos de viento y lluvias torrenciales. Sigiriya significa "montaña del león" y esta creación es el emblema de Kasyapa y su palacio. Originalmente estas garras se completaban con las patas del león y, entre ellas, una gran cabeza con las mandíbulas abiertas. Los visitantes que querían acceder al palacio debían subir las escaleras que atravesaban la boca del león rugiente, una imagen sobrecogedora de poder y majestad.

A partir de aquí, la escalera se estrechaba y se convertía en una estructura metálica angosta, sinuosa y aparentemente insegura que ha sustituido a la original que se anclaba en la roca. Mirábamos con envidia a los monos que se desplazaban por la pared vertical con asombrosa rapidez y sin un segundo de vacilación. Era trayecto sin duda no apto para personas propensas al vértigo o con los pulmones y las piernas poco preparados, pero cuya culminación, ochocientos escalones después, recompensa el esfuerzo realizado. A primera vista los restos de la fortaleza son escasos, tan sólo algunos cimientos, basamentos y muros derruidos. Pero son suficientes para evocar un mundo mágico que se alza sobre las nubes. Incluso a esta altura, el complejo contaba con baños, fuentes impulsadas por molinos de viento, estanques ornamentales, alcantarillado y mecanismos para enfriar el aire. El palacio tenía uno de los sistemas hidráulicos más ingeniosos y sofisticados del mundo: hace 1.500 años Kasyapa y su corte disfrutaban de comodidades asociadas con el siglo XX.


Caminé entre los fragmentos de muralla y los estanques -aún con agua, ahora rellenados por las lluvias- y contemplé la magnífica vista que se extendía en muchos kilómetros a la redonda incluso a pesar de la bruma y de la neblina que se levantaba desde el húmedo bosque, cuya alfombra esmeralda ocupaba prácticamente todo el paisaje dejando tan sólo espacio para alguno de los estanques artificiales que hace tiempo pasaron a ser naturales, y alguna colina cubierta de redondeados arbustos tan verdes como todo lo demás. La cima estaba barrida por unos bienvenidos vientos que nos refrescaban del calor tropical que reinaba al nivel del suelo, pero no debíamos demorarnos mucho. Las tormentas tropicales que tienen lugar cada tarde durante la estación húmeda no tardarían en comenzar y la cima de Sigiriya se convierte en un festival de rayos. Al bajar, pasamos por delante de otras ruinas -templos, quizá un salón del trono- y distinguimos en la oscuridad creciente una gran silueta de 15 metros de altura excavada en la roca. Nos acercamos para verla mejor y descubrimos que se trata de una cobra con su capuchón extendido, preparada para atacar. Debió ser un pequeño altar. ¿Servía quizá para proteger alguna imagen de Siva, el dios hindú de la fertilidad asociado con la cobra? ¿O quizá un Buda, puesto que algunas veces se le representa descansando bajo la caperuza de una cobra?

Sigiriya es, después de todo, un lugar espiritual, incluso aunque se incline hacia la sensualidad. Es una extraña, inseparable y egomaníaca mezcla de elementos militares, místicos, sexuales y sagrados. En la tradición hinduista, el sexo es parte de la vida, de la vida de los dioses, el medio a través del cual se celebra y se consuma la procreación. Quizá es este matrimonio entre lo sagrado y lo profano lo que nos puede poner en la pista para comprender el auténtico significado de Sigiriya, no simplemente la fortaleza de un tirano paranoico, sino el palacio de un gobernante que quiso hacer de su residencia un símbolo de su derecho al trono al tiempo que de su búsqueda espiritual. Su reinado fue breve, pero sus logros han perdurado quince siglos.

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