Por el momento, sin embargo, el sol castigaba con fuerza los tramos de sendero que abandonaban el frescor vegetal –donde descansaban y tomaban nuevas fuerzas los grupos de senderistas- y que serpenteaban por las laderas del arrugado y cada vez más accidentado relieve. Seguíamos las colinas que esculpían un fantástico valle que desembocaba a nuestras espaldas en una ondulada llanura y cuyo origen, todavía escondido, era nuestro destino. Por el fondo del valle y discurriendo cada vez a mayor profundidad discurría el Tugela. Lo habíamos conocido como una cinta de agua cristalina y cantarina, pero a medida que lo remontábamos y las paredes rocosas lo encerraban, su rumor se volvía más sordo y violento. Aunque el parque es famoso sobre todo por su flora más que por su vida salvaje, tuvimos ocasión de ver desde muy cerca a magníficas aves de presa deslizarse entre las corrientes de aire que recorrían los valles cercanos al Anfiteatro.
Un par de horas después, el camino comenzó a estrecharse con rapidez a medida que se encajonaba entre dos paredes verticales cuyos límites escondía la vegetación. El barro, las raíces y los troncos de los árboles entorpecían la marcha y descorazonaban a los caminantes menos preparados, que decidían dar media vuelta. En un momento determinado, un ramal del río cortaba el camino y obligaba a vadear la corriente haciendo equilibrios sobre ramas y piedras. Tras sortear este obstáculo, nos encontramos con la garganta, The Gorge, un impresionante cañón de asombrosas paredes y que, a medida que nos internábamos en él, iba estrechando sus márgenes hasta que el río que discurría por su centro apenas dejaba espacio en las orillas. Era un terreno difícil, con un suelo cubierto de cantos rodados de variadas dimensiones que iban desde el tamaño de una uña hasta el de un camión, todos intensamente pulidos por la acción de un torrente caprichoso que podía tornarse violento y destructor a tenor de las marcas que el agua había dejado en todos los elementos del paisaje. Los ecos cobraban aquí una extraña sonoridad, apagados por el murmullo del agua al saltar por entre rocas y desniveles.
Las cosas comenzaron aquí a ponerse difíciles. Vadeamos el río dos veces, tarea nada fácil porque a la gélida temperatura del agua había que sumar un lecho áspero compuesto de piedras y cantos rodados que no sólo hacían complicado caminar y mantener el equilibrio sino que se clavaban en las plantas de los pies. Más de uno acabó a cuatro patas en mitad de la corriente, empapando las botas que acarreaba atadas por los cordones al cuello y la comida que portaba en su mochila. Hubo que seguir cruzando el río varias veces siguiendo el mismo ritual: quitarse las botas y los calcetines, atarse el bulto alrededor del cuello, cruzar como mejor se pudiese tratando de no acabar completamente empapado, llegar a la otra orilla y volver a calzarse con los pies mojados, puesto que no nos deteníamos lo suficiente como para dejar que se secasen al aire.
Observamos con inquietud cómo el cielo se iba cubriendo con unas nubes que no presagiaban nada bueno, pero pronto la ascensión nos llevó hasta una escalera de cadenas cuyo tramo superior quedaba ya envuelto por las brumas. Desde el borde de los farallones del anfiteatro, de 850 metros de altura, uno adquiere conciencia de la propia pequeñez. Forman una maciza herradura rocosa semioculta por los frecuentes y cambiantes bancos de nubes. En los valles y laderas que habíamos dejado atrás ya estaba lloviendo, revitalizando los arroyos de montaña y alimentando los prados cubiertos de pequeñas flores. Disfrutamos un rato del bello paisaje en continua transformación antes de descender y sumergirnos en la tormenta.
El tiempo en lo alto de las crestas de las Drakensberg puede ser violento y traicionero: tormentas de proporciones épicas descargan de repente envolviendo los picos en una cortina de lluvia que el viento convierte en una embestida violenta. En los meses más fríos la nieve domina el paisaje, pero sólo los escaladores y los senderistas más intrépidos llegan a sufrir esos fenómenos extremos. Los visitantes como nosotros se limitan a caminar por las estribaciones, donde el clima permanece más contenido, aunque, como vimos, igualmente caprichoso. Truenos, rayos, relámpagos y lluvia nos acompañaron durante buena parte del trayecto. Cuando llegamos al camping unas horas después, cansados y ansiosos por disfrutar de una ducha caliente y una cena alrededor de la hoguera, lucía de nuevo el sol.
Para aquellos cuyos intereses tengan que ver más con el arte y la historia que con la naturaleza, el Parque Nacional Royal Natal también cuenta con lugares de interés. Pinturas y petroglifos adornan las paredes rocosas de los alrededores, testimonio de la antigua presencia humana en estos parajes. Los bosquimanos habitaron en muchos lugares de las tierras altas de las Drakensberg: entre las cavernas y saledizos, estos nativos encontraron protección tanto de los elementos como de los ataques de congéneres más belicosos. Las montañas eran su hogar ideal, con acceso fácil al agua y a la caza. Uno de los sitios más sugestivos es la Garganta de Ndedema, que significa “lugar del trueno” en la que 17 “galerías” contienen más de 4.000 pinturas, muchas de calidad excepcional. Solamente una de las cavernas alberga más de 1.100 representaciones.
Antes del advenimiento de la Sudáfrica moderna, esta región del mundo era una especie de isla separada del resto del continente. Su localización geográfica a los pies de una masa continental gigantesca e inexplorada condicionaban las interacciones entre los habitantes de esta zona y el resto del mundo. Pero esto no quiere decir que no las hubiera. De hecho, se produjeron incesantes movimientos migratorios del norte hacia el sur.
Los restos humanos más antiguos del mundo han sido descubiertos en Sudáfrica. Algunos paleoantropólogos sugieren que el ser humano se originó en África meridional hace unos 115.000 años. Se estima que los bosquimanos o San han residido en las regiones costeras occidentales con anterioridad al primer milenio antes de Cristo. Estos grupos vivían en comunidades pequeñas, de 20 a 80 individuos, deteniéndose en su nomadeo cuando encontraban suficiente comida y agua en la zona. Entonces, establecían derechos temporales sobre la región y cuando agotaban sus recursos, bien por el cambio de la temporada climática o bien porque los agotaban, levantaban el campamento y continuaban buscando comida en otra parte.
Pequeños en estatura pero físicamente muy fuertes y resistentes, estos cazadores recolectores vivían así una existencia nómada, sin establecerse demasiado tiempo en ningún sitio. Construían sus refugios a partir de plantas o bien se asentaban en cuevas. Vestían pieles de animales y su dieta comprendía raíces, plantas, insectos, pescado y caza. Ésta última se llevaba a cabo usando lanzas y flechas envenenadas. La propia naturaleza de su existencia implicaba que los San se enfrentaban a periodos difíciles de hambre y sequía intercalados con otros de abundancia. Una vida difícil en la que los lazos parentales eran débiles y los niños aprendían a valerse por sí mismos desde pequeños. Los viejos y enfermos eran abandonados si no podían mantener el ritmo de marcha del grupo. La comida y provisiones eran de propiedad comunal y el número de individuos se adaptaba a las disponibilidades de recursos en cada momento.
La cultura San estaba basada hasta cierto punto en la mitología que había ido transmitiéndose de generación a generación y que se conservaba de manera oral y en las pinturas de las cavernas. Las más viejas de estas representaciones pictóricas han sido datadas en una antigüedad de 70.000 años. Los pigmentos se fabricaban con polvo mineral fijado con grasa. Son pinturas simples y directas, mucho más antiguas que las que se han encontrado en Europa. No cumplían solamente una función decorativa sino que tenían una significación espiritual como puertas de entrada al mundo de los espíritus.
Hacia el siglo XVI de nuestra era, la forma de vida de los San permaneció inalterada por influencias exteriores. A partir de ese momento comenzaron a aparecer prácticas de pastoreo y agrícolas que implicaron la fijación de la población a la tierra por parte de otros grupos étnicos que habían ido llegando a la región. Por supuesto, los conflictos por el uso de la tierra no tardaron en aflorar pero los San, careciendo de armas para hacer valer sus reclamaciones, acabaron poco a poco arrinconados en los parajes más inhóspitos del desierto del Kalahari, en Botswana, donde continúan hoy día.
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