span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Valparaíso: poesía y color junto al Pacífico (2)

miércoles, 15 de junio de 2011

Valparaíso: poesía y color junto al Pacífico (2)


El cuerpo me pedía ya un descanso y algunas calorías extra para continuar la visita, así que entré en un peculiar lugar llamado Color Café, donde por tres euros se podía degustar un menú vegetariano de tres platos servido en una rústica pero preciosa vajilla. Era un local pequeño, con cuatro o cinco mesas y las paredes repletas de cuadros de estilo naif, posters de viejos conciertos y demás material hippie. Allí conocí a Paola y Arturo. Ambos se hallaban preparando un nuevo proyecto musical vanguardista mientras almorzaban.

Paola era una profesora de música santiaguina que se trasladó a Valparaíso buscando un ambiente más relajado. En su infancia quedó fascinada por la danza, pero su físico no acompañaba esa pasión y centró sus miras en la coreografía y de ahí a la música. Arturo, por su parte, era profesor de literatura en la Universidad Valparaíso. Les comenté que me había sorprendido la abundante presencia de estudiantes por toda la ciudad.

- Valparaíso es sede universitaria –comenta Paola- y marco de muchas actividades culturales y sociales que se desarrollan tanto al aire libre como en los muchos locales desperdigados por la ciudad. Tenemos nada menos que cuatro universidades. No está mal para una ciudad de poco más de un cuarto de millón de habitantes. Los estudiantes que ha visto dan vida a la ciudad y mantienen la conciencia crítica alerta contra cualquier desmán. Eso sin contar con la animación nocturna de los fines de semana.

- Aquí se dio la primera revuelta del proletariado ante el ejército –añade Arturo- y quizá por eso raro es el día que no hay un grupo de ciudadanos reclamando algo con pancartas y manifestaciones ante el Congreso.

Les comento también que me ha sorprendido mucho la estructura urbana de la ciudad. No parece haber tan apenas restos de la época española, si es que alguna vez los hubo.

- Al contrario que muchas ciudades de Sudamérica, Valparaíso no se conquistó a cañonazos –señala Arturo no sin cierta satisfacción-, sino que más bien fue obra de un golpe fortuito del azar. El primero en llegar aquí, en 1536 fue un marinero español, Juan de Saavedra, en su goleta Santiaguillo. Los expedicionarios españoles desembarcaron en la ensenada, comenzaron a construir sus casas alrededor de una capilla, indiferentes a los indígenas que entonces poblaban esta región meridional del imperio inca, y bautizaron el asentamiento con el nombre de Valparaíso. Más adelante, Pedro de Valdivia la designó puerto natural de Santiago, pero hasta 1802 el rey de España Carlos IV no otorgó la real cédula por la que obtenía el título y escudo oficial de ciudad. A partir de entonces la marcha de Valparaíso fue imparable. Albergó la primera bolsa del continente sudamericano y el primer cuerpo de bomberos. A mediados del siglo XIX ya era el puerto más importante del Océano Pacífico. Aquí arribaban navegantes, comerciantes y armadores de todo el mundo.

Arturo rememoraba soñadoramente tiempos que con la distancia parecían mejores. En 1818, año
de la independencia, Chile ocupaba una superficie mucho menor que la actual y compartía fronteras muy ambiguas con Argentina, Perú, Bolivia y el hostil territorio araucano al sur del río Biobío. Mientras las guerras de independencia de la mayoría de los países latinoamericanos dejaron sus economías en serias dificultades, Chile adoptó una organización política que permitió estabilizar rápidamente la agricultura, la minería, la industria y el comercio. Además, los enfrentamientos y conflictos regionales eran menos violentos que en Argentina, por ejemplo. A pesar de la escisión económica y social, la población era relativamente homogénea y los problemas de racismo eran menores que en otros países de América del Sur. Chile era un país emergente tan bien considerado que fue capaz de beneficiarse de las nuevas corrientes comerciales internacionales. Así, el puerto de Valparaíso, como recordaba Arturo, se convirtió en un importante centro importador de trigo y satisfizo la gran demanda que producía la fiebre del oro en América. En 1818, Valparaíso contaba con 5.000 personas escasas. Treinta años después la población ascendía a 55.000 habitantes. La construcción del ferrocarril procedente de Santiago impulsó aún más la economía, hasta el punto de que en 1880 había más de 100.000 habitantes.

-Las cosas son muy diferentes ahora, claro. –Paola, a diferencia de Arturo, no parecía contemplar aquellos tiempos con tanta nostalgia-. En 1906 un fuerte terremoto destruyó numerosos edificios del centro y buena parte de la historia de la ciudad desapareció entonces. Pero lo peor fue la apertura del canal de Panamá. Los barcos europeos evitaron desde entonces la ruta del cabo de Hornos, más larga y peligrosa. Y, por si fuera poco, las exportaciones de nitratos minerales chilenos decayeron debido a los sustitutos sintéticos.

-Y la depresión de los años treinta trajo nuevos desastres para nuestra economía. Disminuyeron las exportaciones y el puerto decayó mucho –añadió Arturo- .

-¿Y hoy en día? –pregunté- ¿De qué vive Valparaíso? No he visto muchos turistas.

-Bueno, aunque el puerto ya no es el motor económico que una vez fue, sigue funcionando. Se ha
ampliado hace poco e incluso con las nuevas obras no es capaz de asumir toda la carga que llega, por lo que se desvía al sur, a San Antonio, que maneja casi el doble de mercancías que Valparaíso. Además, la presencia de la Armada siempre deja dinero –Arturo hizo una mueca de disgusto. Evidentemente, los militares no eran de su agrado-. Y, por supuesto, los estudiantes.

-Dependemos menos del turismo que Viña del Mar –comenta Paola. Les cuento que el día anterior había estado en la población vecina y que no me había gustado demasiado – Sí, es cierto. No tenemos nada que ver. Valparaíso tiene historia y una arquitectura y ambiente únicos. Viña del Mar no deja de ser una especie de barrio de veraneo para los santiaguinos. De todas maneras las autoridades, a raíz de la declaración de Patrimonio de la Humanidad, quieren apostar fuerte por la ciudad. Ya veremos...

Satisfecho por la comida, el lugar y la compañía y dejando a Arturo y Paola discutiendo sus proyectos culturales, continúo mi caminata, ahora ya bajando de nuevo hacia la parte moderna, pero sólo para tomar el ascensor del Espíritu Santo y subir al cerro Bellavista, en cuya cima se encuentra la casa de Pablo Neruda, La Sebastiana. No tenía muy claro si entraría o no en la villa, pero sin duda el paseo merecería la pena.

A medida que ascendía por las empinadas pendientes, el sol de mediodía hacía notar su poder y poca gente –sólo conté a una turista a todas luces germana, que ascendía trabajosamente con una enorme mochila a sus espaldas- se aventuraba a practicar “alpinismo” por los cerros superiores. O quizá la soledad y tranquilidad, casi somnolencia, que parecía presidirlo todo en aquellos momentos era el estado natural de esa parte de la ciudad.

Las casas fueron perdiendo su carácter señorial y su bella estética constructiva. Se trataba ahora
en su mayor parte de calles –siempre en pendiente- con casas de dos alturas como máximo, muchas de ellas levantadas a base de hormigón sin revestimiento y probablemente destinadas a obreros y marinos.

A la vuelta de
una esquina, en un portal protegido por la sombra, se encontraban sentados dos adolescentes con atuendo de militantes de hip-hop libando de una litrona y dejando pasar el tiempo y el calor. Cuando me vieron pasar, inmediatamente me abordaron preguntándome de dónde era. Una vez fijada mi nacionalidad, me interrogaron acerca de los grupos de música hip-hop que había en España. Les manifesté mi total ignorancia al respecto y ya buscaba la forma de desembarazarme de manera educada de aquellos dos representantes de la adolescencia globalizada cuando, de repente, atacan por donde menos lo esperaba.

-¿Vas a La Sebastiana? –me preguntó uno de ellos subiéndose los pantalones –que amenazaban con escurrírsele hasta las rodillas-.

-Sí, así es –respondí haciendo ademán de continuar mi camino.

-¡Pablo Neruda es el más grande poeta de todos los tiempos! Es tan triste y melancólico... ¿Has leído algún poema suyo? – Allí me pillaron. Que no supiera nada de música hip-hop, podía pasar. Pero no haber leído nada de Neruda, eso ya era harina de otro costal. En realidad recordaba vagamente haber leído fragmentos de “Doce poemas de amor y una canción desesperada” pero aquello era a todas luces insuficiente.

Los rapaces no se lo tomaron a mal y tras un apasionado discurso en apoyo de su compatriota poeta me despidieron alegremente para seguir dándole embestidas a la litrona, Pero aquel pequeño encuentro me dio que pensar. No podía imaginar a un adolescente español defendiendo con la misma vehemencia a Juan Ramón Jiménez o García Lorca. Los chilenos guardan un lugar especial en sus corazones para sus dos héroes literarios, Gabriela Mistral y Pablo Neruda.

Neruda, a diferencia de Mistral –de la que fue contemporáneo- se convirtió en una rutilante figura pública cuya vida privada fue de dominio general. Se construyó excéntricas casas que decoró con objetos estrafalarios y, en alguna ocasión, sus compromisos políticos le acarrearon más de un problema. También sus talantes eran muy distintos: al aire sombrío de Gabriela, don Pablo solía estar sonriente y, aunque meditabundo, nunca de mal humor.

Fue cónsul en Java en la década de 1930 y allí se casó con Maria Antonieta Haagenar, una holandesa, a quien posteriormente dejó por Delia del Carril, diez años mayor que él. Tras veinte años de matrimonio con Delia, Neruda la abandonó por Matilde Urrutia, apodada La Chascona (que para los chilenos significa melenuda, como Neruda describía el cabello de Matilde), nombre que daría origen a la casa que se edificó en Santiago.

Después del fracaso de la República española, el diplomático chileno se volcó en ayudar a los vencidos a escapar de la dictadura. En España se comprometió con el Partido Comunista, aunque no se afilió hasta su vuelta a Chile, donde fue elegido senador por las regiones mineras del Norte Grande. Tras liderar con éxito la campaña electoral de Gabriel González Videla, se enfrentó a los caprichos del nuevo gobernante, que terminó por ilegalizar el Partido Comunista. Seguidamente, Neruda se exilió a Argentina y cruzó los Andes a caballo y a pie.

Cuando González Videla dejó el poder, don Pablo regresó a Chile para continuar sus actividades políticas, sin descuidar su obra poética. En 1969, fue el candidato comunista a la presidencia del país, pero declinó en favor de Salvador Allende, quien le nombró embajador en Francia. Neruda murió doce días después del golpe militar de 1973.

A mi entender, la talla humana de Neruda está distorsionada por la lente de la ideología y la
calidad de su obra. Sus poemas de amor no le impidieron renegar de su única hija, Malva Marina, que nació del matrimonio con su primera mujer: la pequeña padecía de hidrocefalia desde su alumbramiento y Neruda se negó a verla o tener contacto con ella. Aunque enviaba dinero para su manutención, no tuvo reparos en que su hija quedara a cargo de una familia en Holanda, donde murió a los ocho años de edad sin conocer a su padre. Por otra parte, la riqueza que fue adquiriendo con los años y el privilegiado estilo de vida que disfrutaba parecía no casar muy bien con sus convicciones políticas y su credo izquierdista –especialmente en un país no precisamente rico- pero parece que eso a él nunca le causó ningún problema de conciencia. Sin herederos, el escritor legó todos sus bienes al pueblo chileno a través de la fundación que lleva su nombre.

Aunque ningún gobierno pudo suprimir su obra, que se encontraba en la mayoría de los hogares chilenos, la dictadura pinochetista hizo lo imposible por borrar su memoria. Tras su muerte, las casas del poeta fueron saqueadas. Sin embargo, su viuda Matilde y decenas de voluntarios crearon la Fundación Neruda, a pesar de los obstáculos legales.

Pablo Neruda probablemente pasó menos tiempo en La Sebastiana, su casa menos conocida y visitada, que en La Chascona o en Isla Negra, pero no faltó ningún Año Nuevo para contemplar los fuegos artificiales desde lo alto del cerro Bellavista. Restaurada y abierta al público, La Sebastiana (hoy gestionada y ocupada por la Fundación Neruda) quizá sea el mejor lugar para los admiradores del poeta. Se trata de la única de sus tres casas por la que se puede deambular sin seguir un recorrido fijo. Es un lugar fascinante tanto por la inusual estructura arquitectónica de la casa (con puertas falsas y pasadizos ocultos que permitían a Neruda desaparecer por un lado y reaparecer por otro vestido con alguno de sus disfraces) como por el estrafalario gusto en su decoración. Neruda coleccionaba cualquier cosa, cachivaches y objetos de todo tipo: antiguas garrafas de whisky, botellas de vidrio, placas publicitarias, juguetes, objetos náuticos, caracolas, máscaras,... sus casas eran museos inclasificables y eclécticos.

La Sebastiana resultó ser una visita fundamental en Valparaíso aunque no se tenga un interés
especial por el poeta. Merece la pena pagar el precio de la entrada por disfrutar de la belleza de la vivienda y de las magníficas vistas que desde ella se tienen de todo Valparaíso. Un salón espléndido y luminoso y un dormitorio por el que entraba la luz a raudales, escondidos baños y barras de bar y un aislado e inspirador estudio, todo ello profusamente decorado y lleno de objetos, amueblado con gusto, pero sin pomposidad ni afectación, perfectamente adaptado a una casa cuyos orígenes no fueron en absoluto aristocráticos. A pesar de haber sido escasamente habitada por su dueño, tiene un aire confortable, hogareño, que hace que el visitante se sienta inmediatamente cómodo.

Mis dos últimas horas en Valparaíso las pasé subiendo y bajando por las tortuosas callejas y los ascensores de los cerros Florida, Mariposa, Monjas y La Cruz. Eran lugares más humildes que los cerros que había visitado por la mañana, pero en absoluto carentes de encanto. Las casas “colgadas” de madera (solución arquitectónica más habitual de lo que pudiera parecer y que puede ser contemplada en varios lugares del mundo) pendían peligrosamente de los riscos y el imposible trazado callejero permitía disfrutar de sus perspectivas desde múltiples ángulos. En algunos lugares la degradación era patente. Los habitantes no contaban con dinero ni para pagar las tasas de recogida de basura, que se acumulaba en las calles mientras sarnosos perros vagabundos trataban de encontrar en ella algo con que llenar el estómago. Pero, curiosamente, en esas mismas calles se abrían pasadizos y vías sin salida al final de las cuales se levantaban caras viviendas con lujosos coches aparcados en sus frontales.

El atardecer me acompañó en mi descenso hacia El Plan y la estación de autobuses. Me apenó el no poder explorar los cerros de noche y disfrutar de la que dicen es una espléndida vista, con miles y miles de lucecitas plantadas en las laderas que caen al mar. Quizá en otra ocasión. Valparaíso resultó ser una ciudad única e irrepetible, un mundo donde se mezcla lo natural con la obra del hombre de una manera armónica, un legado arquitectónico y cultural, una ciudad que encanta, en el sentido literal de la palabra.

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