Tras un vuelo de tres horas y media, aterrizamos en el viejo y lúgubre aeropuerto de Ashgabat a las doce de la noche. Cuando descendía por la escalerilla del avión y seguía cansinamente al resto del pasaje hacia el único edificio iluminado, recibí la primera bocanada de un aire extraño, seco y preñado de los inquietantes olores del desierto. En la terminal –por llamarla de algún modo generoso- unos funcionarios de aspecto prepotente y fatigado -peligrosa combinación- distribuyeron a todos los pasajeros en dos filas a lo largo de un pasillo de deprimente iluminación y pintura desvaída. Éramos los únicos pasajeros de aquel aeropuerto ajado y lleno de retorcidos corredores, pesadilla de un arquitecto moderno. Los turkmenos agitaban sus pasaportes y eran rápidamente introducidos en el país sin aparente problema. Los visitantes éramos harina de otro costal.
Media hora después de haber comenzado la lenta y refinada tortura aduanera, llegaba a la cabecera de mi fila y me enfrentaba al policía que, de pie, con las piernas separadas y sabedor del poder que ostentaba, iba canalizando a la gente hacia los dos mostradores de madera contrachapada tras los cuales se agazapaban los encargados de sellar los pasaportes. El sujeto uniformado revisó mi pasaporte, murmuró algo ininteligible y me señaló la otra cola, a cuyo final me tuve que situar completamente desconcertado. Comprendí entonces que, erróneamente, me había estado situando en la fila de aquellos que llevaban en sus manos una carta de invitación, hecho que me hizo encoger el corazón. ¡Cielos, yo no tenía ese papel! Se suponía que la agencia inglesa se había encargado de ello, pero, ¿dónde estaba el mío? Por mi mente empezaron a desfilar todo tipo de aterradoras imágenes en las que se mezclaban repatriaciones forzosas, noches en el aeropuerto, policías corruptos, sobornos y chantajes.
En la cola conocí a Steve, un galés curtido en repúblicas ex-soviéticas y cuyo currículo viajero, en el que se contaban un centenar de países, le había enseñado a ser paciente y dejar los nervios en casa. Fuimos los dos últimos en pasar el control y, por fortuna, no sufrimos incidentes a pesar de que nada menos que seis personas revisaron nuestros pasaportes - tres de ellas anotando nuestros nombres-. En el mostrador tenían preparadas nuestras cartas de invitación y, pese a nuestros temores, no nos intentaron sacar dinero aduciendo cualquier estúpido motivo. Pero fue mera cuestión de suerte. Había víctimas más vulnerables. Los policías habían apartado a un par de personas de la fila, una de ellas con rasgos indios, que esperaban en un rincón, con cierta inquietud reflejada en sus rostros, a que todos los demás pasáramos. Entre otros detalles poco tranquilizadores, la guía Lonely Planet mencionaba la propensión de los funcionarios locales -y en especial los policías- al chantaje y la práctica de bribonadas con los acobardados turistas. Eran capaces de encontrar -o directamente sacarse de la chistera- grietas burocráticas capaces de acogotar al más pintado.
Otro de los encarecidos avisos que se dan a los viajeros es que no olvide solicitar un certificado de entrada de divisas en el aeropuerto, puesto que a la salida del país, tres días después, podrían exigírnoslo como justificante del dinero que portábamos (ni que fuéramos a Turkmenistán a comprar divisas para evadirlas a continuación). Fue inútil. En unas repisas de madera contrachapada se amontonaban unos impresos amarilleados por el tiempo y escritos en turkmeno, pero no parecían ser lo que andábamos buscando. Intentamos preguntar a los soldados y policías de aduana por el papel en cuestión, pero no entendían una palabra de inglés y, lo que es peor, al intentar explicarles que era algo relacionado con el dinero -"dollars", "money"-, comenzaron a mirarnos con cara de sospecha. Temiendo que acabaran creyendo que queríamos declarar una cantidad inusual de dólares o nos tomaran por millonarios, decidimos olvidarnos del asunto.
Eran las tres de la mañana y estaba reventado. Llevaba más de 24 horas viajando desde que salí de Zaragoza. Lo único que quería era llegar al hotel y descansar. Steve y yo nos unimos al muchacho indio que había soportado el abuso de los funcionarios turkmenos y cuyo nombre era Ahmit. Los tres compartiríamos viaje, conversación y aventuras durante las siguientes dos semanas en nuestro camino hacia Kirguizistán. Ahmit, como Steve, era una persona de eterno buen humor, siempre bien dispuesto y con gran don de gentes. Ese flexible carácter le permitía sobrellevar los inconvenientes que habitualmente encontraba en los aeropuertos a causa de su tez morena, confundida a menudo con la de un árabe. Para complicar las cosas, viajaba solamente con equipaje de mano y acarreaba todo tipo de chismes electrónicos que levantaban las sospechas de los agentes de aduana. En Turkmenistán, se encontró con otro tipo de problema. Quizá fuera que su papeleo era algo más enrevesado de lo normal -había tenido que tramitar sus permisos desde Nueva York a través de la India- o su condición de residente en los Estados Unidos; el caso es que se convirtió en presa fácil para los ladinos aduaneros turkmenos. Le dijeron que no habían recibido los papeles necesarios y le hicieron retirarse de la cola y aguardar a que todo el mundo hubiera pasado los controles para así no tener testigos del inminente chantaje, arte en el cual estos herederos de la cultura soviética eran practicantes experimentados. Al final, Ahmit pudo solucionar el asunto con 60 dólares, tras cuyo pago, aparecieron milagrosamente los papeles remitidos por su país natal.
Una vez reunidos los tres, subimos a la furgoneta que nos trasladó al hotel recorriendo las desiertas calles y avenidas. Turkmenistán, un país no menor que España pero habitado sólo por cinco millones de almas es una fascinante república en mitad del desierto que, nominalmente, ha superado la época soviética. Cuna de antiguas culturas y tierra de gran belleza natural, solamente suele aparecer en los medios de comunicación por dos motivos: la extravagante personalidad de su ya fallecido presidente y las reservas de gas que contiene su subsuelo.
El 90% de su territorio es desierto y la población se aglutina en media docena de oasis. Su capital, Ashgabat (500.000 habitantes), donde me encontraba, sufrió en 1948 un terremoto de nueve grados en la escala de Richter que la dejó reducida a escombros. La primera impresión fue que la ciudad era un enorme y enloquecido cementerio, donde grandes y flamantes edificios brillantemente iluminados representaban el papel de lápidas. Por todos lados se veían obras en curso y grandes bloques de incalificable estilo arquitectónico. Una cosa sí se podía decir de ellos: estaban levantados para impresionar. No se veía ni rastro de tráfico rodado o peatonal, aunque teniendo en cuenta la intempestiva hora, no me extrañó. Decidí esperar al día siguiente para hacerme una idea más acertada del país.
Llegamos al hotel Nissa, un flamante edificio, oscuro a esas horas y con un personal de recepción algo adormilado. Mientras buscaban la llave de mi carísima habitación (60 euros en un país subdesarrollado como aquel) me fijé en un cartel que anunciaba el servicio de internet. La tarifa era abusiva y, para colmo, todos los mensajes que salían del país eran minuciosamente revisados por agentes del gobierno. Existen sólo dos accesos a internet en la capital y ambos estaban intervenidos. Para colmo, el hotel era propiedad del hijo del presidente de aquel país surrealista y uno de los pocos disponibles en una ciudad que, por lo demás, no era muy visitada por personal extranjero ajeno al negocio de la construcción o el de los hidrocarburos.
A las 4.30 me metí en la cama de mi amplia y confortable habitación con vistas a la gran mezquita de la capital, de reciente inauguración -y a la que nadie acudía porque, tras unos accidentes mortales ocurridos durante su construcción, la gente creía que tenía mal "karma"-. Los pobres Steve y Ahmit no habían reservado nada, así que se tuvieron que conformar con una cabezada en los amplios sofás del vestíbulo a la espera de la llegada del no lejano amanecer.
A las diez de la mañana me reuní con Joan, una intrépida trotamundos neocelandesa, para explorar juntos la capital de Turkmenistán. Ella llevaba ya un día en la ciudad. Había llegado dos días atrás pero se encontró con que no tenía plaza en el hotel y se las arregló para alojarse con una familia que le presentó el taxista que la recogió en el aeropuerto. Había comido y cenado con ellos y, pese a que no hablaban prácticamente nada de inglés, tuvo la oportunidad de vivir una experiencia de primera mano de la vida real de los turkmenos. Le pregunté cómo eran sus casas.
- Era un hogar confortable. Me descalcé a la entrada. Todo el piso estaba cubierto por alfombras. Exhiben su riqueza y prosperidad con alfombras. Da igual que ya no vivan en tiendas en el desierto y que su existencia nómada haya quedado dos generaciones atrás. Las viejas tradiciones se resisten a morir por mucho que las familias abandonen sus tribus y se trasladen a bloques de hormigón. El salón no tenía otro mobiliario que unos sofás pegados a las paredes y una televisión en un rincón. En el resto de la casa no había muebles. Comían y dormían en el suelo, otro recuerdo de su pasado nómada: para trasladarse con la casa a cuestas, es preciso reducir las posesiones al mínimo.”
Ashgabat (en persa, “lugar adorable”), capital de Turkmenistán, es la más meridional de las capitales de la antigua Unión Soviética, pues se encuentra a pocos kilómetros de la frontera iraní, a los pies de la cordillera de Kopet Dag. La vida en la capital estaba a mitad de camino entre la esquizofrenia, el delirio y la perplejidad. Para empezar, no parecía circular nadie por aquellas inmensas avenidas flanqueadas por imponentes edificios de dimensiones grandiosas. No había apenas tráfico rodado, pero es que tampoco se hacían notar los peatones. Los únicos seres humanos que se veían eran soldados que custodiaban celosamente los edificios oficiales -que, en aquella parte de la ciudad, parecían ser la única arquitectura presente-. Curiosamente, no llevaban armas, ni siquiera una pistola. El gobierno no se fiaba de tener más gente armada que los más incondicionales al régimen. Eso sí, en cuanto veían que te echabas la cámara de fotos a la cara o que salías de la acera para contemplar un poco más de cerca la ecléctica arquitectura de los palacios, en los que se combinaba la grandiosidad estalinista con los deslumbrantes motivos de cerámica, las cúpulas y las arcadas del Oriente Próximo musulmán, entonces los guardias se acercaban gesticulando de una forma que no daba lugar a equívocos: o te alejabas y guardabas la cámara o te atenías a las consecuencias. Había tantos soldados/policías que la ciudad parecía que había sido acabada de conquistar por una potencia extranjera.
Los seres humanos quedaban empequeñecidos en medio de semejante grandiosidad arquitectónica. En otra zona vimos grandes parques y una extensa cuadrícula de calles silenciosas con casas de una planta de estilo provincial ruso, cuyas fachadas descamadas parecían deshacerse en el intenso calor. En ningún otro lugar se advertía con más claridad la penetración del Imperio ruso hacia el sur, camino del océano Índico, que en esta ciudad achicharrada de 550.000 habitantes, más agradable, a pesar del calor y la arquitectura, que Tashkent, capital de Uzbekistán, con más de un millón de habitantes y más altos índices de criminalidad.
(Continúa en la siguiente entrada)
martes, 6 de septiembre de 2011
Ashgabat: espejismo en el desierto (1)
Etiquetas:
Turkmenistan
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