span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Swazilandia: un paseo por el reino perdido

miércoles, 17 de agosto de 2011

Swazilandia: un paseo por el reino perdido


A medida que las ruedas van acumulando kilómetros y nos acercamos al pequeño reino de Swazilandia, el paisaje humano se vuelve negro. Lo que vemos por las ventanas del camión no son las grandes carreteras sudafricanas que atraviesan Johannesburgo y Pretoria, o las elegantes y tranquilas instalaciones turísticas de Kruger. Aldeas deterioradas levantadas a base de feos edificios de cemento y chapa a medio construir, suciedad y basura desparramada por doquier, restos de automóviles comidos por el óxido, edificios cuya construcción parece haber sido interrumpida hace ya meses… Aquí los blancos brillan por su ausencia y todos los transeúntes son negros.

Comenzamos a ascender las primeras elevaciones que nos llevarán hacia el rústico paso fronterizo con Swazilandia y el paisaje se limpia, se vacía. El cielo se cubre de oscuras nubes y comienza a chispear. Un nuevo sello en el pasaporte y ya estamos en esa anomalía política africana enclavada en mitad de Sudáfrica.

Swazilandia es como un soplo de aire fresco en la agitada Sudáfrica. Con su atmósfera relajada, gente amigable y ausencia de acusadas tensiones raciales, constituye un cambio respecto a su gran vecino. Nosotros, como la mayoría de los que aquí llegan, se llevan recuerdos de adultos sonrientes y niños que agitan sus manos saludando cuando nuestro camión pasa a su lado.

Durante la época del apartheid Swazilandia era conocida sobre todo por sus casinos y clubs –placeres prohibidos en la reprimida Sudáfrica-, pero con el desmantelamiento del sistema racista en el país vecino, esa reputación de “Las Vegas” africana desapareció rápidamente. Hoy, los atractivos de Swazilandia se reducen a las posibilidades de disfrutar de vida salvaje de una manera relajada, paisajes espectaculares de montaña, una cultura tradicional todavía viva… y el visitar una de las pocas monarquías que sobreviven en África (junto a Marruecos y Lesotho), un régimen que tiene, justificadamente, sus críticos, pero que junto a su histórica resistencia a los boers, los británicos y los zulúes, ha sido clave en la forja de un fuerte sentido de orgullo nacional.

Se han encontrado herramientas y restos humanos con una antigüedad de 10.000 años en Swazilandia. Desde siempre ha constituido un enclave montañoso y aislado sobre el que los blancos no pudieron imponer su dominio. De acuerdo con la tradición, los actuales habitantes del reino, los swazi, emigraron aquí desde Mozambique alrededor del siglo XVIII. Su primer destino fue Zululandia, pero, incapaces de enfrentarse al poder de los zulúes, optaron por trasladarse gradualmente hacia el norte y en 1800 se asentaron en la actual Swazilandia, donde consolidaron su posición gracias a una serie de capaces líderes, el más importante de los cuales fue Mswati II, del cual toman los swazis su nombre.

Mswati II alcanzó varios acuerdos con los británicos y tras su muerte, los swazis consiguieron salirse con la suya –algo totalmente inusual para los indígenas en el África austral- en materias como la independencia, las reclamaciones territoriales por parte de europeos, autoridad administrativa y seguridad. Aunque la República de Transvaal reclamó su soberanía sobre Swazilandia, no llegó a hacer nada por establecer su poder allí de forma efectiva. Tras la guerra con los ingleses de 1899-1902, el reino se convirtió en un protectorado británico. Los ingleses, viendo con alarma la intensificación del racismo institucional en el gobierno sudafricano, rechazaron cederles el territorio y comenzaron a preparar al pequeño reino para su independencia (lo mismo pasó con los actuales Lesotho y Botswana). Ésta se alcanzó finalmente en 1968. Desde entonces, el país ha vivido en una continua tensión entre los activistas partidarios de la democracia y un sistema de monarquía totalitaria.

El jefe del Estado es el rey, quien, por tradición, gobierna junto con su madre –llamada la Indovuzaki o “Elefanta”- en un curioso sistema bicéfalo: el rey es el responsable de la administración y el gobierno efectivo mientras que su madre simboliza el espíritu del mismo. Cuando en 1973, un partido –el único existente- ganó puestos en el Parlamento y amenazó con recortar el poder del rey, éste suspendió la Constitución otorgada en 1968, declarando el estado nacional de emergencia, decreto todavía en vigor en la actualidad. Justificó sus acciones diciendo que tal medida se tomaba para evitar el intrusismo de elementos y prácticas ajenas al modo de vida tradicional swazi. El rey murió en 1982 y su sucesor –por tradición, el más joven de sus hijos- subió al trono en 1986 con dieciocho años, con el nombre de Mswati III. En 2005, tras muchos años de deliberaciones y presiones de los grupos de derechos humanos, entró en vigor una constitución. El caso es que el apoyo popular a la monarquía sigue siendo muy fuerte, más incluso que a las reformas constitucionales.

Y es que los asuntos reales no son poca cosa en esta diminuta nación de un millón de habitantes. Cuando el rey Sobhuza II murió a los 83 años, dejó detrás 120 viudas oficiales a las que habría que sumar otras tantas amantes. Por ahora, el rey Mswati está muy lejos de emular a su
predecesor con un triste harén de catorce esposas. A pesar de la proliferación de esposas en las casas de las principales personalidades del reino, la poligamia está en horas bajas entre las clases populares. Una de las principales razones es que supone un desembolso excesivo: cada vez que un hombre se casa, debe pagar la llamada lobola (casi siempre ganado) a la familia de la novia. Mientras la práctica de la poligamia oficial está desapareciendo, a menudo se ve reemplazada por una proliferación de novias y amantes.

En un país donde más de un tercio de la población es seropositiva, prácticas como las de la poligamia han empeorado las cosas muchísimo. Swazilandia tiene la tasa de infección por el virus VIH más alta del mundo (26% de todos los adultos) y una esperanza de vida de 32 años. Los últimos datos de la OMS datan de 2002 y según indicaban, el 61% de las muertes del país se debían al sida.

Pero quizá lo que más ha contribuido a la extensión de la enfermedad haya sido el sistema de trabajo emigrante. Hay más swazis trabajando en Sudáfrica (sobre todo en la minería, las plantaciones de azúcar y la tala de árboles) que en la propia Swazilandia y esas poblaciones emigrantes constituyen un objetivo claro para el virus: lo contraen a través de prostitutas locales y lo transmiten a su mujer y amantes cuando regresan a casa. Y a ello se añade la práctica de ciertas tradiciones familiares y sociales todavía vivas en el país (como la de que la viuda de un hombre pasa a mudarse a la casa de su cuñado) y la falta de igualdad entre la mujer y el hombre.

El terreno es montañoso y las carreteras que recorremos son anchas y bien pavimentadas,
aunque hasta tal punto empinadas que el camión debe ascender por ellas trabajosamente, recurriendo a la marcha más corta. Resulta chocante cómo, cuando se hace notar a los bienintencionados profesionales del humanitarismo global, el lamentable estado general del continente africano y de algún país en particular, el primer as de triunfo que esgrimen es: “Hombre, el país está mucho mejor. Fíjate qué bien están las carreteras”. Es lo mismo que dicen los políticos locales, intentando justificar el buen uso de las ayudas exteriores señalando un logro visible y reluciente, una alfombra de asfalto bajo la cual se acumula la podredumbre y las pesadillas que se resisten a desaparecer. Tras un buen rato de conducción sin cruzarnos con nadie, uno se pregunta para qué quieren las carreteras estas gentes, que no disponen de coches y que se trasladan de un punto a otro a pie. No hay tráfico circulando por estas relucientes y costosas serpientes de asfalto. Son un escaparate efectivo para limpiar conciencias que intentan ocultar los verdaderos problemas del país.

El rey vive rodeado de una flota de lujosos coches –las carreteras, aquí sí, le vienen de maravilla- y gasta millones redecorando una y otra vez las lujosas mansiones de sus numerosas esposas mientras el 40% de sus 1.185.000 súbditos viven en el desempleo y el 70% sobrevive con un dólar al día. Su pequeño país de 17.363 km2 (menos de la mitad de grande que Aragón) ocupa el puesto 154 del ranking según Producto Interior Bruto. Una realidad a la que el monarca cierra los ojos, estableciendo una censura política total sobre los medios de comunicación –que, por otra parte, se reducen a un diario, un canal de TV y tres emisoras de radio, dos de ellas independientes-. No existen partidos políticos, los miembros del Senado son en su mayoría elegidos directamente por el rey y en cuanto al Parlamento (es un sistema bicameral), 55 de los 82 miembros son elegidos por el pueblo, si bien su autoridad sobre los asuntos relevantes es mínima y se limitan a servir de consejeros del monarca. Los miembros del sistema judicial también son nombrados y controlados por el rey.

El país está rodeado por Sudáfrica y Mozambique y su economía depende totalmente del
primero, hacia el que dirige los dos tercios de sus exportaciones y en el que compra el 90% de sus importaciones. Uno de los sustentos del país, ya lo dijimos, son las remesas de dinero enviadas por los emigrantes que trabajan en las minas sudafricanas. Prácticas agrícolas agresivas, agotamiento del suelo, sequías e inundaciones periódicas son problemas con los que el país tiene que lidiar: en 2002, más del 25% de la población hubo de ser alimentada con ayuda de emergencia ante la sequía que arrasó los cultivos de los que dependía la supervivencia de esa gente. El 70% de los swazis viven en el ámbito rural y son especialmente vulnerables a los caprichos del clima. Y el sida, como mencionamos, es la última incógnita en esa lista de jinetes del Apocalipsis. El futuro, con este panorama, se presenta cuando menos incierto.

Por fin, en lo alto de una de las montañas, a unos húmedos 1.500 m de altura, llegamos a la Reserva de Malolotja. El camión protesta en el último tramo, un inclinado, estrecho e irregular sendero que lleva al camping de la reserva. Miramos a nuestro alrededor silenciosos y algo desesperanzados al pensar que vamos a tener que montar nuestras tiendas bajo la nefasta combinación de lluvia y viento. Nuestro guía nos mejora el humor al confirmarnos que las dos siguientes noches vamos a dormir en las confortables cabañas que se asientan esparcidas por el lugar. Pero, antes de poder acomodarnos, vivimos un momento de tensión al quedar el camión a punto de volcar en la ladera de la colina. La continua lluvia y el barro atascaron las ruedas en el empinado suelo y hubo que echar mano de las planchas metálicas que el vehículo transporta a sus costados para eventualidades como ésta y situarlas bajo las ruedas, fijando así un punto de apoyo seco sobre el que el camión pudiera rodar. A pesar de inclinarse peligrosamente, conseguimos hacerlo volver a la estrecha senda sano y salvo.

Las cabañas de madera estaban bien equipadas y eran cálidas y acogedoras. Disponían de un porche desde el que disfrutar del paisaje los días en los que el buen tiempo lo permitiese: un paisaje de onduladas colinas cubiertas de espesa hierba de color verde oscuro, con antílopes pastando aquí y allá, sin un solo árbol que interrumpiera la visión de las montañas y valles que cerraban el horizonte y que en aquel momento se escondían bajo una niebla persistente y móvil. En el interior de las cabañas, la planta baja albergaba la cocina, un salón con hogar y cómodos sofás y sillones, y mi “dormitorio”, una plataforma a cuatro metros de altura a la que se accedía por una escalera de mano.

La cena –un sabroso guiso de pasta con carne y tomate- la preparamos y disfrutamos en una de las cálidas cabañas. Estábamos todos un poco apretados y no era fácil moverse entre tanto comensal intercalado con muebles diversos, pero agradecimos el calor y la comodidad de disponer de una mesa y una silla tras varios días careciendo de ambas.

La mañana siguiente amaneció brumosa y destemplada. Disponíamos del día libre para hacer lo que nos apeteciera, o lo que es lo mismo, elegir entre dos opciones: permanecer en el camping y sus alrededores descansando o dando cortos paseos; o bien emprender una caminata algo más larga por las montañas cercanas. Varios de nosotros nos animamos a hacer uno de los recorridos de media distancia, así que nos levantamos a las siete,
desayunamos, preparamos unos sandwiches y nos acercamos a la rústica recepción del camping para hacernos con un mapa y un permiso para la caminata (un papeleo tan inesperado como innecesario teniendo en cuenta que no se trataba más que de un miserable papel garabateado por el que no había que pagar nada y en el que lo único que constaba era la fecha y el número de caminantes que formaban el grupo. Durante nuestra caminata no solamente nadie nos solicitó el permiso, sino que ni siquiera vimos rastro alguno de presencia humana.

La Reserva Natural de Malolotja es un lugar apartado en el que se puede disfrutar de la soledad y la grandeza de las montañas africanas. Con unos doscientos kilómetros de senderos apenas frecuentados, se puede salir al paso de cebras, antílopes, ñúes e incluso algunos elefantes que han hecho de este su hogar. El relieve oscila desde las escarpadas montañas hasta elevadas mesetas cubiertas de espesa hierba. Toda la reserva está recorrida por arroyos de montaña y tres ríos principales encuentran su camino a través de cataratas, rápidos y gargantas.

El comienzo del sendero era una pista de arena prensada e intenso color tostado que serpenteaba entre colinas cubiertas de un verde intenso, de brillo realzado por las lluvias del día anterior. Los antílopes cruzaban el camino y se alejaban de nosotros saltando y jugando. A lo lejos, la bruma se iba alzando desde los profundos valles hacia el cielo, que comenzaba a aclararse, mutando del gris plomizo al azul brillante. Caminar por estas montañas puede ser arriesgado si las condiciones meteorológicas deciden ponerse difíciles por lo que todos llevábamos linterna y ropa de abrigo. En caso de que la niebla descendiera súbitamente sería imposible orientarse y lo único que podía hacerse era parar y permanecer en el sitio hasta que levantara la niebla o una partida de búsqueda nos encontrara, confiando en no sufrir una hipotermia.

Al cabo de una hora de caminar a paso tranquilo, comprendimos por qué nos habían insistido en equiparnos adecuadamente para el caso de extraviarnos: el mapa que nos habían entregado era casi inservible –de hecho estaba dibujado a mano- y los senderos que en él aparecían habían quedado ocultos por la hierba. En ocasiones, sólo un leve surco en la misma indicaba la dirección por la que discurría la senda. Además, nosotros contábamos con una visibilidad excelente y podíamos hacernos una idea de la dirección a tomar en base a tal río o cual promontorio. Si la niebla o la noche nos hubieran sorprendido, habría sido muy difícil, por no decir imposible, orientarse. Y aquello no eran los Alpes o el Pirineo, con eficientes equipos de rescate y turistas bajo cada piedra.

Nuestro grupo caminaba sin prisa, deteniéndonos de vez en cuando para disfrutar del paisaje de
montañas verdes y redondeadas, valles surcados por ríos de caudal caprichoso y flanqueados por espesos herbazales tapizados de flores silvestres. El agua acabó siendo necesaria porque si bien el día había empezado nublado y poco prometedor, a mediodía las nubes desaparecieron del cielo dejando vía libre a un sol intenso y castigador que acabó por quemarme cara, cuello, brazos y piernas. Aunque bien es verdad que nadie se libró de los efectos de la radiación solar y aquella noche, alrededor de la mesa, todos brillábamos con un divertido tono escarlata.

Subimos a colinas y caminamos por el fondo de los valles. En lo alto de un promontorio con unas fantásticas vistas sobre una garganta en cuyo interior el río se desplomaba en una catarata, intentamos almorzar pero las hormigas resultaron ser especialmente voraces y en cuanto permanecíamos diez segundos sentados, nos veíamos invadidos por esos insectos, de tamaño más que respetable, a la búsqueda de sustento. Así que descendimos de nuevo al valle que se abría en la otra vertiente, descansamos un momento a la bienvenida sombra de un árbol que crecía junto al río, vadeamos el mismo saltando sobre las piedras y ascendimos a una pequeña meseta que se levantaba al otro lado. Allí nos dirigimos hacia la única sombra que se divisaba en los alrededores, un árbol de retorcido tronco que crecía aferrado a unas rocas. Como si fuéramos babuinos, nos instalamos entre sus ramas y devoramos los bocadillos y la fruta guarecidos del sol.

Un par de horas después llegábamos sanos y salvos al camping. No habían sido más que diez kilómetros, pero con no pocas bajadas y subidas, aunque a ritmo tranquilo. Malolotja permite disfrutar del silencio y grandeza de las montañas africanas sin el peligro de los animales salvajes –a excepción de alguna serpiente que se escabulló rápidamente entre la maleza-, un relieve agreste o la molestia de las grandes masas de turistas ¡Qué diferente con los grandes parques nacionales africanos, repletos de visitantes y perfectamente acondicionados! Sin gente, sin apenas senderos, el único sonido que se escuchaba era el del viento. Swazilandia es un rincón perdido, a menudo pasado por alto, empobrecido y con infinidad de problemas. Pero, con todo, es capaz de recibir bien al visitante y ofrecerle una cara de África que parece haberse perdido en muchos otros países del continente.

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