span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: noviembre 2009

sábado, 21 de noviembre de 2009

Los géiseres de Islandia: naturaleza hirviente

Las ricas tierras del suroeste de Islandia han sido tradicionalmente una de las partes más pobladas del país desde los primeros tiempos de la colonización vikinga. Hoy constituyen el centro turístico de la isla, ya que algunas de sus principales atracciones se sitúan a una cómoda distancia desde Reykjavík, unidas simbólicamente en un recorrido que se ha dado en llamar el “Círculo Dorado”. Durante la época estival, todos los días cientos de turistas completan este círculo en un día, con apenas unos minutos de parada fotográfica entre atracción y atracción (lo que se conoce como “parada japonesa”). Aquel día de agosto nuestro objetivo era uno de esos imanes turísticos: Haukadalur.

La mañana había amanecido brumosa y cargada de amenazas de agua. Nos dirigimos al encuentro del que quizá sea el fenómeno más popular de la isla y que recibió su nombre directamente de la lengua islandesa: géiser deriva del verbo gjosa, “brotar”. Islandia tiene unos 800 manantiales de aguas calientes, con una temperatura superficial que oscila entre 80 y 100 ºC. Unos cuantos de estos afloramientos, los géiseres, funcionan como auténticos surtidores, que arrojan periódicamente al aire un chorro de vapor y agua hirviendo. Casi todos los géiseres de Islandia se concentran en la zona termal de Haukadalur. Los más populares son Geysir (“el Gran Géiser”), que en sus mejores tiempos elevaba sus masas de agua hasta 60 metros de altura, y Strokkur (“recipiente para macerar la leche”).
El surtidor de Strokkur es el más regular de los grandes géiseres de la isla, con erupciones cada diez minutos en columnas de hasta veinte metros. Si observamos el fenómeno a cámara lenta, veremos que la masa de agua hirviendo sale con un súbito movimiento de torbellino para convertirse en un bulbo que se estira y estalla en millones de gotitas bajo el impulso de una gran presión. Una parte de las gotas se evapora en el aire, originando una pequeña nube que arrastra el viento. El agua de las gotas que caen vuelve a ser engullida por el orificio del géiser.





La razón de que el agua se caliente la hallamos en la formidable energía del subsuelo islandés. El gradiente geotérmico de nuestro planeta –la profundidad a la que hay que descender para que la temperatura ascienda 1ºC- es por término medio de 33 metros, pero en Islandia se sitúa en tan sólo 10 metros. Eso significa que en esta isla la temperatura normal de ebullición del agua (100 ºC) se alcanza descendiendo únicamente 1.000 metros.




¿Por qué brota el agua bruscamente? El agua hierve cuando la presión del vapor saturado en su seno supera a la presión exterior. En el caso del géiser, la columna de agua que llena la cavidad subterránea ejerce una presión hidrostática que se suma a la de la atmósfera. Eso sitúa la temperatura de ebullición del agua por encima de los 100 ºC, como ocurre en una olla exprés. El agua así sobrecalentada se encuentra entonces en un estado sumamente inestable, cuyo equilibrio puede alterarse por la mínima variación de presión o de temperatura. Cuando eso ocurre, el agua rompe súbitamente a hervir y el vapor se dispara hacia el orificio de salida. Uno de los géiseres de Islandia se conoce como Operrishola (“agujero del tiempo lluvioso”), pues sólo tiene energías para brotar cuando baja la presión atmosférica, es decir, cuando desciende el barómetro anunciando lluvia.



La erupción de un géiser puede inducirse artificialmente arrojando detergentes en su boca, que disminuyen la cohesión entre las moléculas de agua y facilitan así su ebullición. Es lo que se ha venido haciendo regularmente con el Gran Géiser, a fin de hacerle actuar ante los turistas. A mi entender, el truco es una burda domesticación de un fenómeno natural cuyo encanto reside precisamente en su contundente libertad de acción e inesperadas explosiones de actividad.



Hay que tener cuidado al caminar por la zona y no apartarse de los senderos trazados puesto que, a menudo, un terreno aparentemente firme cede con facilidad para engullir al incauto en algún estanque de agua hirviendo. A pesar de las señales que indican precaución, todos los veranos siete u ocho turistas tienen que ser atendidos a causa de quemaduras –en su mayor parte provocadas por su propia estupidez al introducir la mano para comprobar si el agua está tan caliente como parece, de lo cual fui testigo directo-.





Aunque conozcamos sus mecanismos, los géiseres siguen constituyendo un fenómeno fascinante de la naturaleza, demostrándonos que la tierra permanece muy viva y capaz de obrar prodigios y catástrofes, un monstruo que duerme bajo nuestros pies y del que las fumarolas que brotan de las grietas bien podrían ser su respiración. Al ver brotar el géiser en un entorno irreal de manantiales, fangos hirvientes y columnas de vapor, nos sentimos más humildes al tiempo que absorbemos algo del ambiente mágico de los cuentos y sagas vikingas, en las que todas las maravillas eran posibles.
Leer Mas...

domingo, 15 de noviembre de 2009

Parque Nacional Kruger - El Paraíso Domesticado (2)


Al día siguiente, la diana fue a las cinco de la mañana. El tiempo justo de tomar un café rápido y unas galletas a la luz de los faros del vehículo antes de salir de safari con las primeras y tímidas luces del amanecer. El parque Kruger atrae a casi un millón de visitantes todos los años. Dispone de una extensa -y discreta- red de carreteras con más de 2.600 km, algunas asfaltadas, pero la mayoría pistas de grava, que unen entre sí 21 campamentos y 18 reservas privadas, gran número de balsas, puntos de observación y zonas de picnic. El Kruger se ha calificado como “el hotel más grande de Sudáfrica” y se ha comparado con un zoo idílico, pero ambos símiles son inapropiados. En momentos muy concretos puede albergar hasta 5.000 personas, pero la infraestructura pensada para esta gran presencia humana representa menos del 3% de la superficie del parque (unos 20.000 km2). El resto es terreno salvaje y aunque la primera impresión puede resultar algo decepcionante al toparse con carreteras asfaltadas y tener la sensación de encontrarse en un safari park, cuando se comienza a pisar caminos de tierra y ver las acacias, las flores de diversos colores y formas y la inmensidad del cielo azul, desaparece esa primera impresión.


El alba aclara con rapidez el cielo y la bruma de la mañana se desvanece mientras el sol calienta la tierra. A lo largo de las siguientes cinco horas salen a nuestro paso elefantes, ñús, facoceros, antílopes de diferentes tipos, jirafas, cebras, babuinos… Habituados a los turistas, los animales dejan aproximarse a los visitantes sin inquietarse demasiado. Por eso es fundamental recordar las reglas de seguridad y no bajar nunca de los vehículos. En cualquier momento nos podemos encontrar con alguno de los animales que, en un número abundante, viven en el parque: 27.000 búfalos, 350 licaones, 350 rinocerontes negros, 18.000 cebras, 200 guepardos, 5.100 jirafas, 3.000 hipopótamos, 1.500 leones, 1.000 leopardos, 11.600 elefantes, 2.000 hienas … Y es que bajo el amparo de la reserva y su política de constante selección y traslado, el enorme crecimiento de las poblaciones de fauna autóctona desbordó todo pronóstico y su número se hizo insostenible. El territorio se saturó. Para solucionar el problema, a partir del año 2001 se trasladaron grandes cantidades a los países vecinos, sobre todo al Parque Nacional Limpopo de Mozambique, esquilmado durante la guerra.

Seguimos a los buitres hasta unos espesos matorrales junto a la pista. Las siniestras aves aguardaban pacientemente su turno posadas en las desnudas ramas de los árboles circundantes. El penetrante olor que llegaba hasta nosotros y la mirada de los carroñeros nos indicó la existencia de un elefante que había tenido la deferencia –hacia los turistas, claro- de morir junto al camino. Una hiena solitaria repartía su tiempo entre ahuyentar a los pajarracos y arrancar trozos de carne del inmenso animal.

La hiena manchada es uno de los depredadores más eficientes del mundo animal. Aunque durante mucho tiempo se creyó que no era más que un carroñero, lo cierto es que no se alimenta de carroña más que el león. De hecho, es un cazador temible, capaz de perseguir a una presa a velocidades de hasta 60 km/h durante 3 km o más. Lejos de ser un cobarde, es un animal fiero y aguanta el tipo incluso frente a los leones si éstos se atreven a interferir su comida. Mucho del éxito de estos depredadores se basa en su adaptabilidad, su dieta variada y su comportamiento oportunista: cazan solos o en grupo, comen carroña o cazan, roban la comida y evitan que otros se las roben a ellos. Sus poderosas mandíbulas les permiten romper los huesos y comer el nutritivo tuétano. Son capaces de nadar y atravesar ríos siguiendo a sus presas…

Un leve movimiento de color entre los arbustos atrajo nuestros prismáticos hacia un nuevo convidado al que le bastó su presencia para alejar a la hiena y los buitres. Se trataba de un leopardo y uno hambriento si tenemos en cuenta lo reacios que son a dejarse ver “en público”. De hecho, se aposentó hábilmente detrás del elefante para comer a gusto y escondido a las ávidas miradas de los ya abundantes turistas que desde sus automóviles, como los propios buitres, acudían a recrearse en el espectáculo.





A menudo descrito como el más hermoso de los grandes felinos de África, el leopardo es capaz de adaptarse a una gran variedad de hábitats. Su piel dorada punteada de rosetas negras, le proporciona un efectivo camuflaje y esto, unido al sigilo del animal, le convierte en uno de los más difíciles de ver. A no ser que se trate de una hembra con sus crías, los leopardos viven solos. Sus hábitats preferidos son las áreas forestales, ya que le proporcionan la necesaria cobertura a la hora de acechar y caer sobre sus presas. Éstas consisten principalmente en antílopes y gacelas de tamaño medio o pequeño así como otras criaturas nunca demasiado grandes. El leopardo acecha a su presa con infinita paciencia, acercándose lo máximo posible y saltando sobre ella para morder su cuello y asfixiarla. Algunas veces sube el cuerpo a un árbol para evitar que los carroñeros le birlen su comida, si bien también se le puede encontrar cómodamente aposentado en las ramas de una acacia disfrutando de la sombra.

A las ocho de la mañana el sol cae a plomo sobre el lowveld y los animales optan por guarecerse bajo una sombra y esperar a que lo peor del día pase. A mediodía estamos de vuelta en el camping para un almuerzo reconfortante y un rato de descanso hasta que el calor descendió a niveles menos agobiantes, momento en el que salimos a la búsqueda de más animales.

Hubo un tiempo en el que los elefantes tenían las trompas muy cortas. Uno de ellos, joven e inexperto, no quiso escuchar el consejo de los ancianos, quienes le habían dicho que evitara las pantanosas aguas del río Limpopo, porque el cocodrilo moraba allí. ¿Qué clase de ser sería ese cocodrilo? se preguntaba el joven elefante. Movido por la curiosidad, fue hasta la orilla del río. No parecía haber nada particularmente peligroso allí. El agua estaba tan turbia que no podía ver nada bajo la superficie, así que sumergió la cabeza… y entonces fue cuando empezaron los problemas. El cocodrilo mordió la nariz del elefante pero éste reaccionó rápidamente y consiguió evitar ser arrastrado al agua. Trató desesperadamente de liberarse y trompeteó con fuerza pero nadie le oyó. El cocodrilo tiraba y tiraba y el elefantito hincó sus patas en la tierra y se dispuso a entablar un duro combate. De repente, el cocodrilo soltó su presa y se alejó. El joven elefante se dio cuenta de que su nariz había quedado ridículamente alargada por la tensión y no se atrevía a volver con el resto de sus congéneres. ¿Qué podría contarles? Desde aquel día el elefante tiene una larga nariz, es una criatura sabia y con buena memoria y nunca pierde de vista a sus crías.

Esta es sólo una de las muchas historias, llenas de encanto y magia, que se cuentan sobre África. Sin embargo, las aguas del Limpopo no son pantanosas y sí que fluyen, demarcando la frontera entre la República Sudafricana y Mozambique, delimitando también uno de los extremos del parque nacional más antiguo de África y uno de los más grandes.

El territorio es básicamente una sabana rica en árboles y frondosos arbustos, un paisaje conocido como “lowveld” o “bushweld”. Es una llanura amplia con algunas colinas de escasa altura y punteado aquí y allá por una especie de islas rocosas llamadas koppies que se alzan sobre el mar de hierba y se caracterizan por contar con una flora y fauna singulares, diferentes a las existentes en la sabana y aisladas de la misma. En términos de riqueza animal y vegetal en relación a su tamaño, hay pocos lugares en el mundo que puedan compararse a Kruger. Alberga en sus dieciséis ecosistemas más fauna que cualquier otra reserva del continente: 147 especies de mamíferos, 492 de aves, 118 de reptiles, 404 de árboles, 1.500 de plantas….

Se podría decir que este paraíso natural no requeriría de cuidados por parte del hombre, pero esto no es así. Antes de que el hombre llegara aquí, los incendios naturales regulaban el entorno. En la actualidad, cada año, varias zonas del parque son deliberadamente quemadas para recrear los ciclos regulares de la vegetación. De esta manera se intenta preservar la excepcional biodiversidad del parque.

Esta salida vespertina fue algo menos exitosa que la de la mañana, destacando, eso sí, un grupo de magníficos elefantes. El elefante, cuyo número en el parque asciende a 8.000 ejemplares, está muy repartido y suele encontrarse en grupos de unos 30 individuos. En ocasiones están suficientemente acostumbrados a la presencia del hombre como para que los vehículos se acerquen a escasos metros de distancia. Sin embargo, conviene mantenerse siempre alertas, moverse con cuidado y estar lo más callado e inmóvil que se pueda. Un elefante que se vuelva con la trompa levantada y batiendo las orejas es que se siente inseguro, momento en el que es recomendable poner tierra de por medio.

A pesar del tamaño (un macho adulto pesa más de cinco toneladas), estos enormes animales pueden correr a una velocidad sorprendente; eso sí, resultan muy pesados para saltar y los pequeños obstáculos los detienen en seguida. Son asimismo buenos nadadores y, en ocasiones andan por el fondo de un lago o un río empleando la trompa como tubo para respirar. Una característica muy humana de los elefantes es la preocupación por sus congéneres: las crías sin madre siempre son adoptadas y se tolera a los ejemplares heridos y enfermos que incluso reciben ayuda activa por parte del grupo.

Los cinco grandes constituyen las especies más destacadas, las más buscadas y fotografiadas por los turistas, pero sólo representan una pequeña parte de la fauna que habita en el parque Kruger. Se encuentran también los herbívoros, entre los que destaca la majestuosa jirafa, la cebra de Burchell, el ñu azul, el antílope ruano, el kudu, el eland y el cobo acuático. Una imagen muy familiar es el impala, tan común que se convierte en un rasgo característico del paisaje. Esta especie de antílope, de tamaño medio, aspecto delicado y mirada dulce, merece, sin embargo, más que la sola mirada: si se le molesta, empezará a correr por el veld dando saltos de unos 3 m de altura. Y también están los cocodrilos, hipopótamos, babuinos, aves rapaces, loros…

El día terminó con un sabroso filete con puré de patata y natillas con plátano frito, una ducha refrescante y un reparador sueño en una noche templada por la brisa y algo de lluvia. Para nosotros había sido una visita apasionante, una experiencia inolvidable. Pero no mucho más lejos, oculto a nuestros ojos se desarrolla un drama que no por cotidiano es menos terrible. La prosperidad de Sudáfrica atrae a millones de inmigrantes ilegales que tratan de entrar en el país por las fronteras con Mozambique y Zimbabwe. Y los endurecidos policías locales no son la peor amenaza que han de enfrentar.

En determinadas zonas, entre ellos los 350 kilómetros que el Kruger tiene de frontera con Mozambique, pasos habituales de ilegales, los grandes carnívoros se han acostumbrado a cazar al animal más lento y más débil de todos. Los dos mil leones del parque acechan las caravanas de inmigrantes, que para ellos son una reserva rica en proteínas y con la que no tienen que esforzarse mucho. De hecho, casi no se puede llamar ni cazar. Es una manera horrible de morir y las autoridades no sólo ocultan las cifras de la tragedia -si es que las hay- sino que niegan los hechos. Esas muertes, devorados por leones, no casan con la imagen de nación moderna que el gobierno sudafricano se esfuerza por proyectar. Y mientras, tanto, los turistas permanecen ajenos a lo que sucede cada amanecer y cada ocaso no muy lejos de los lujosos lodges en los que disfrutan de todas las comodidades.

El Parque Nacional Kruger es una de las joyas que Sudáfrica exhibe orgullosa. Sus gestores han conseguido mantener a raya a los furtivos, incrementar las poblaciones de animales, convencer a los antiguos cazadores y terratenientes para que abandonasen sus antiguas actividades -incompatibles con la preservación de la naturaleza- y se reconvirtieran en reservas de lujo donde atienden a turistas de todo el mundo. El parque se vigila, controla, monitoriza y censa, recogiendo multitud de datos que sirven para aprender más sobre la fauna y la flora africanas.

Pero no todo el mundo está de acuerdo. En el otro extremo, los grupos conservacionistas más radicales acusan al Kruger de ser sólo un gran zoológico y de estar manejado de acuerdo a los intereses de un público ansioso por contemplar, sobre todas las cosas, a los Cinco Grandes. Dicen que el parque no ofrece una naturaleza salvaje, que es un paraíso domado, una especie de gran parque temático para deleite de turistas adinerados.


Y es que no resulta fácil lograr un equilibrio entre la conservación y las demandas turísticas en un lugar que recibe anualmente más de un millón de visitantes. El diseño de una política turística responsable y sostenible parece ser la única alternativa a la desaparición de un entorno natural asediado por la explosión demográfica y la industrialización.
Leer Mas...

sábado, 14 de noviembre de 2009

Parque Nacional Kruger - El Paraíso domesticado (1)


Una soleada mañana de abril nos alejamos de la capital sudafricana, Pretoria, y nos internamos en la provincia de Mpumalanga, la más oriental del país, fronteriza con Mozambique. Los signos de civilización se van espaciando más y más y la carretera discurre por un paisaje adornado por colinas verdes de las que sobresalen afloramientos rocosos. Atravesamos campos de altas hierbas, bordeados de multicolores macizos de flores blancas, rosas y lilas que invaden los campos, las colinas y los valles. Aliviados por la frescura y el olor del campo, dejamos atrás la insana y turbulenta vida urbana de Sudáfrica.

Bajo este paisaje idílico se esconde una inmensa riqueza: casi la mitad de las 115.000 millones de toneladas de carbón con que cuenta Sudáfrica (58.000 millones de las cuales son ya extraíbles con la tecnología existente) están localizadas en este subsuelo, no lejos de la provincia de Gauteng. Y, de nuevo, el contraste. Una tierra rica habitada por gente miserablemente pobre que apenas puede incorporarse al circuito económico oficial. Los trabajos son escasos y los amargados desempleados se hacinan en ciudades de chabolas a las afueras de los centros urbanos, un ejército de desahuciados cuyas filas están siendo engrosadas por los inmigrantes provenientes de Mozambique.

La pobreza no es, claro está, exclusiva de Mpumalanga, pero esta provincia tiene algunos problemas especialmente acusados. La densidad de su población y su tasa de incremento son superiores a la media nacional, mientras que su capacidad productiva es menor. Aún así, hay algunas luces en el horizonte, proyectos y planes imaginativos diseñados para mejorar la economía regional, atraer inversiones y generar suficiente riqueza para que sus habitantes puedan llevar una existencia digna. Entre ellos está el Maputo Corridor, un oleoducto que uniría Witbank con la capital de Mozambique, Maputo y que vendría acompañado por una autopista de peaje que se espera ayude a desarrollar nuevas industrias y explotar la riqueza mineral y agrícola de la zona.

El paisaje se transforma en sabana en cuanto nos acercamos a las fronteras de uno de los santuarios naturales más importantes de África, el Parque Nacional Kruger.

El hombre blanco comenzó a internarse en el interior de lo que hoy es Sudáfrica desde sus costas hace 400 años y durante mucho tiempo la vida salvaje permaneció casi ajena a sus tribulaciones y luchas, ya fueran contra la dureza del territorio o contra miembros de su propia especie. Pero bosques y sabanas acabaron también siendo víctimas de la ambición humana, encarnada en el oro que se halló en 1873 y que provocó la llegada de una oleada de aventureros ansiosos por hacer fortuna. Con ellos llegaron los cazadores que abatían animales para alimentar a los mineros; y traficantes de pieles o marfil. A ello se sumó una peste que diezmó fauna y ganado, poniendo el ecosistema local en una situación crítica.

A finales de 1880 fue cuando se registraron los primeros indicios de la rebelión bóer contra las tropas militares británicas. El 16 de diciembre, los afrikaners proclaman su independencia, Paul Kruger es elegido presidente y la región del Transvaal, donde ahora se levanta el Parque Nacional Kruger, recibe el nombre de Zuid-Afrikaansche Republiek (ZAR). Paul Kruger, hijo de una familia de origen alemán, es un mito para todos los sudafricanos blancos. Seguramente porque en su biografía destacan hechos tan sorprendentes como que sólo asistiese tres meses a la escuela, que tuviera tres esposas y 16 hijos y que presumiera de haber leído únicamente un libro en toda su vida: la Biblia. Su currículo se completa con el hecho de que matara su primer rinoceronte con trece años y su primer león con quince.

No fue hasta 1884 cuando Kruger propuso hacer una gran reserva en el noroeste del país. “No será la primera de África”, dijo, “pero sí una de las más grandes y ambiciosas”. Kruger, que sin duda contemplaba la caza dentro de la reserva, tuvo que esperar hasta el 26 de marzo de 1898 para que su sueño se hiciera realidad. Ese día apareció en el boletín oficial el nombramiento de lo que entonces se denominó Sabi Game Reserve. Este precursor del Parque Nacional Kruger, que ocupaba un área de aproximadamente 250.000 hectáreas, sufrió su primera crisis en el periodo que va de 1899 a 1902, como consecuencia de la guerra entre el Imperio Británico y la república de los Bóers.

Nada más finalizar la contienda, el escocés James Stevenson-Hamilton tomó el control de la reserva de Sabi. Apodado por los trabajadores Skukuza (“el que todo lo limpia”), el antiguo oficial comprendió que, de no recibir una especial protección, la vida salvaje de este lugar quedaría esquilmada por cazadores y furtivos. El rinoceronte blanco ya se había extinguido y era difícil encontrarse con animales antaño tan abundantes como los elefantes, los búfalos o los hipopótamos. Stevenson-Hamilton adoptó como modelo la idea de parques nacionales que funcionaba en Estados Unidos, y no dejó de trabajar hasta no implantar un proyecto similar en el sur de África. El 31 de mayo de 1926, cuando apenas quedaban ya animales tras cien años de matanzas, el gobierno aprobó su Ley de Parques Nacionales y el Kruger, primer espacio encuadrado dentro de esta categoría de protección, pasó a depender de la administración central.


Desde entonces, la gestión del parque pasa por ser ejemplar y en 1991 se llegó a un acuerdo con los propietarios de los cotos privados de caza de la zona en virtud del cual se eliminaron las cercas y alambradas que delimitaban aquéllos, ampliándose de esta manera la libertad de movimientos de las especies

A las cinco de la tarde atravesamos la puerta Malelane, una de las entradas del parque. Aunque su gran tamaño y los muchos visitantes lo sitúen a la cabeza del ranking nacional, el Kruger no es sino uno de los diecisiete parques nacionales de Sudáfrica, la mayor red del continente africano. Creado en 1926, el National Parks Bureau, organismo que la gestiona, fue una de las herramientas utilizadas por el apartheid para discriminar a los ciudadanos negros, que durante años han asociado la protección de la naturaleza con la raza blanca y sus vejaciones, en parte porque algunos parques se instalaron en zonas habitadas por población negra, expulsada de sus tierras para convertirlas en santuarios de vida salvaje; y en parte, porque hasta los años ochenta, sólo los blancos podían alojarse en ellos.

Aún tenemos tiempo de dar una vuelta por las pistas de tierra más cercanas al camping Berg-en-Dal, en el extremo sur de la reserva. Antes de retirarnos al campamento para instalarnos, podemos disfrutar de la visión de manadas de impalas y algún ejemplar de rinoceronte negro, una de las especies más amenazadas del planeta. Los rinocerontes terminaron extinguiéndose de la región hace varias décadas pero se reintrodujeron durante los años sesenta, cuando se trajo un grupo de unos 300 ejemplares –de la especie de rinoceronte blanco- procedentes de Zululandia. Desde ese momento, la población de estos mamíferos se ha incrementado. El rinoceronte blanco también se ha vuelto a introducir. Los nombres comunes de este animal resultan, por lo general, confusos. “Blanco” no se refiere al color, sino que se trata más bien de una desviación de la palabra afrikáans wyd, refiriéndose a la boca amplia con labios rectos de este animal, o de wydende, que significa “el que pace”.

Ambas especies pueden diferenciarse sin dificultad: el rinoceronte negro es de menor tamaño (850 kg frente a su pariente de 2.200 kg), cuenta con el labio superior apuntado hacia arriba (una adaptación para llegar a las hojas), se mueve con la cabeza más alta y es más ágil, menos predecible y más excitable e irritable. Además, la cría de rinoceronte negro anda o trota tras su madre, mientras que la de rinoceronte blanco se coloca por delante.

El camping es una especie de isla habitada por humanos en medio de otra isla, ésta salvaje, en la frontera entre Sudáfrica y Mozambique. Altas vallas electrificadas que recuerdan la película Parque Jurásico separan a los visitantes de la realidad natural que acecha fuera de las lindes del campamento. Las entradas disponen de pasarelas de rodillos giratorios que las pezuñas de los animales no pueden atravesar. El interior es un cómodo oasis de bungalows, caminos pavimentados, lavandería, restaurante, un moderno centro de visitantes, baños y duchas limpias, piscina… Dormir fuera de los campamentos está absolutamente prohibido: se han dado casos de personas muertas por leones y leopardos. Al caer el crepúsculo, todo el mundo lleva prisa, ya que los rígidos horarios obligan a estar en los campamentos a una hora en punto: de mayo a finales de agosto, a las 5.30 de la tarde. Un par de minutos más, y la puerta está cerrada.

La mayor parte de los turistas no vienen hasta aquí para ver cebras, antílopes o flamencos. Lo que los atrae es la adrenalina que generará el tener a escasos metros del vehículo uno de los conocidos como Cinco Grandes, los que antiguamente eran las piezas preferidas de los cazadores, animales potencialmente peligrosos: el león, el leopardo, el elefante, el rinoceronte y el búfalo. Estos mismos turistas ignoran que el animal más letal de África es el mosquito, portador de graves enfermedades; o el hipopótamo, agresiva criatura que tiene menos miedo del ser humano que el león. Eso sin contar los humanos, quizá los animales más temibles del continente: los bandidos shifta del norte de Kenia, los asaltadores de Johannesburgo, los policías corruptos de Uganda o los criminales de Nairobi. Hace ya unos años, un grupo de turistas fue masacrado en Uganda mientras buscaban a los gorilas de montaña en la Selva Impenetrable de Bwindi. No fueron los simios, impresionantes pero básicamente pacíficos, los que asesinaron a ocho turistas de diferentes nacionalidades, sino los rebeldes hutus que merodean por la frontera con Ruanda.

Los turistas en África son pastoreados hasta una reserva donde en unos cuantos días pueden hacerse con una buena colección de fotos de los Cinco Grandes sin experimentar ni una sola historia remotamente terrorífica. Al final de su viaje, los visitantes, creyendo haber tenido una experiencia “auténtica” siempre envían los mismos comentarios a las revistas de viajes: “(el personal) siempre trata de satisfacerte”. “No había bichos ni insectos molestos”, “Tras los safaris guiados y los tours culturales, el criado preparaba un baño caliente”…


Esta era la África para bolsillos generosos, para románticos que sacrifican la autenticidad a la ilusión de vivir otros tiempos, los tiempos del “Sí Bwana”, el África de los recién casados y los amantes de los trajes de safari con chalecos de muchos bolsillos. El África de Hemingway, con sus porteadores ilustrados y sus ojeadores disponibles para todo aquel que, como Ernest, disponga del dinero necesario. Estos safaris de pega incluyen vuelos charter, africanos obsequiosos, comida de gourmet, ropa de marca, botas a prueba de serpientes y bikinis de estilo para lucirlos en la piscina del resort.
No es que me sienta un turista rico. Después de todo, dormimos en sencillas tiendas de campaña, nos desplazamos en un camión sin ventanillas y carecemos hasta de mesa sobre la que comer. Pero soy muy consciente de que los parques nacionales no son sino una elegante carta de presentación de unos países que tienen mucho que ocultar. El África de hoy no es el de los leones y elefantes, sino el de las grandes urbes y la precaria vida rural. Contaba Paul Theroux en su libro “Dark Star Safari” que durante su recorrido –realizado en 2002- desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, utilizando autobuses públicos y trenes, atravesando once naciones y eludiendo los puntos de atracción turística –es decir, los parques nacionales-, no había visto más vida salvaje que un puñado de avestruces. Ni siquiera viajando por Kenia o Tanzania había vislumbrado más animales que gallinas, ganado y perros sarnosos. De todas formas, tampoco el visitante medio de los parques nacionales tiene demasiado interés en conocer los pormenores del país más allá de la burbuja turística perfecta y sólidamente modelada de las reservas. Las vacaciones son para olvidar pobrezas y desgracias, propias y ajenas, no para sumergirse en ellas. Y eso era lo que hice aquella tarde, dándome un refrescante baño en la bonita piscina del camping, de forma sinuosa y embaldosada con rústicas piedras a medio desbastar, rodeada de exóticas aves encaramadas a espesos árboles.
Leer Mas...