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miércoles, 9 de julio de 2014

El Edificio Long Lines de AT&T


Los turistas que recorren las calles de Nueva York pasan la mayor parte del tiempo mirando hacia arriba, a la jungla de rascacielos que se eleva hacia las alturas. Sin embargo, el número 33 de Thomas Street no es como los demás edificios. Con sus 29 pisos y 170 metros en dirección a las nubes, no le falta altura, pero una segunda y atenta mirada revela su característica más significativa: no tiene ni una sola ventana.

Enclavado en el distrito de Tribeca, dentro de Manhattan, y propiedad de la compañía de telecomunicaciones AT&T, este curioso edificio fue diseñado por John Carl Warnecke y Asociados y se terminó en 1974. Tenía la finalidad de acoger una centralita telefónica gigantesca y aún hoy, aunque parte de sus instalaciones se han trasladado a otras dependencias, desempeña un papel vital en el buen funcionamiento del sistema de telefonía estadounidense y en el control aéreo de gran parte del país. Aparte de cumplir estas funciones, también ofrece un lugar seguro para el almacenamiento de datos.

Con Warnecke, el edificio estaba en manos de uno de los arquitectos más notables del siglo XX en EEUU. Cuando se hizo cargo del edificio de Thomas Street, ya era muy conocido por su amistad con el clan Kennedy. Aunque fue en Chicago donde se forjó un nombre, recayó sobre sus hombros el importante encargo de diseñar la tumba de John F.Kennedy en Arlington, consagrada en 1967.

Tal vez su mayor acierto, especialmente sobresaliente en el caso del edificio Long Lines de AT&T, fue aunar la belleza y los requerimientos puramente funcionales. Para contener todo el equipamiento técnico necesario, cada planta del edificio de Thomas Street mide 6 metros de alto, aproximadamente el doble que cualquier rascacielos. Este edificio, heredero del funcionalismo tan querido a Le Corbusier, se considera brutalista, con su exterior de paneles de hormigón prefabricados y decorados con una fachada de granito sueco rosa. La fachada exhibe seis grandes protuberancias rectangulares que albergan huecos de escaleras y ascensores y conductos de ventilación. En una ciudad dominada por el cristal, un edificio así debería llamar la atención como una monstruosidad, pero en realidad está en armonía con el entorno.

Más importante aún es la increíble resistencia de su estructura. Se diseñó para que pudiera ser autosuficiente durante dos semanas en caso de ataque nuclear y los suelos están reforzados para poder aguantar alrededor de una tonelada y media por metro cuadrado. Es una construcción de resistencia inusual, lo cual es de esperar en un edificio tan crucial para el buen funcionamiento de las telecomunicaciones de una nación.

Por supuesto, no hay nada construido por el hombre que pueda presumir de estar a prueba de fallos. A pesar de estar considerado como uno de los edificios más seguros del mundo, en septiembre de 1991, un error humano combinado con una avería del equipo y el fallo de los sistemas de apoyo y emergencia, dejó fuera de combate a toda esa enorme centralita. El resultado es que se bloquearon
cinco millones de líneas telefónicas y se interrumpieron las vitales comunicaciones de la Administración Federal de Aviación, afectando al tráfico aéreo de nada menos que 398 aeropuertos del noreste del país.

El edificio Long Lines es un ejemplo de ese tipo de arquitectura absolutamente funcional que despierta sentimientos encontrados. No es ni el rascacielos más grande, ni el más alto ni el más avanzado técnicamente de los muchos que hay en Manhattan. De hecho, ni siquiera es habitable. Parece una torre medieval, una especie de baluarte al que hubieran retirado las murallas circundantes. No puede calificarse de bello –a menos que se tenga un extraño sentido de la estética-, pero sin duda sorprende. Es su aspecto inusual e intrigante lo que lo convierte en uno de los edificios más peculiares del mundo, una alternativa refrescante al tradicional y más fotogénico rascacielos de cristal y acero.


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martes, 4 de febrero de 2014

La Casa Blanca - El poder en el Nuevo Mundo





George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América y el único elegido por unanimidad, consiguió evitar que sus compatriotas le dieran el título de “Su Alteza el Presidente de los Estados Unidos de América y protector de sus libertades”, como alguien propuso y como muchos habían deseado. Sin embargo, no pudo impedir que diesen su nombre a la capital del nuevo estado federal que acababa de formarse, construida en un terreno virgen, a orillas del Potomac, cedido para este fin por los estados de Maryland y de Virginia. Con modestia y elegancia, se limitó a ignorar el hecho, hablando hasta el fin de sus días de “distrito federal” o de “territorio de Columbia”.

Más sea cual fuere su nombre, se trataba de un pantano; un lugar bellísimo, pero cenagoso, frío en invierno y bochornoso en verano, con un clima tan infernal que los diplomáticos ingleses acreditados en la ciudad obtuvieron de su gobierno una especial “indemnización de colina”, es decir, el derecho a pasar una temporada en alguna localidad más o menos montañosa para recuperarse de los veranos en aquel malsano baño turco. Por otra parte, este lugar que debía convertirse en centro de la nación estaba tan apartado de las habituales vías de comunicación que la esposa de uno de los primeros presidentes, que había salido de Baltimore en dirección a la Casa Blanca –o, como entonces se llamaba, la Executive Mansion, o sea la sede del poder ejecutivo- se perdió en los bosques, donde vagó durante horas hasta que fue al fin encontrada por un caritativo y vagabundo negro.

El hecho de haber escogido semejante lugar era el resultado de un compromiso; un compromiso que se hizo necesario porque la Unión amenazaba quebrarse con el problema de la capital: el Norte la deseaba y el Sur la reclamaba. El Congreso estaba indeciso respecto a la elección que debía hacerse, pero en cambio estaba muy decidido a excluir las grandes ciudades –Boston, Nueva York, Filadelfia-, en las que los representantes del pueblo hubieran estado demasiado expuestos a las reacciones inmediatas del propio pueblo que representaba. Por último se llegó a un acuerdo dentro del marco de otro acuerdo más amplio: el de las deudas nacionales. El Sur tendría la capital; pero a cambio cargaría con una parte de las deudas del Norte, que eran mucho mayores. La elección del lugar se confió a la decisión del general Washington, ex agrimensor y primer presidente del país, quien lo halló precisamente junto a su propia vivienda, en Mount Vernon.

Las líneas fundamentales de este Versalles de la democracia fueron trazadas por un francés, Pierre
Charles L´Enfant, un parisiense de pura sangre, que luchó voluntario por la libertad americana y un genio que se anticipó a su tiempo, pero uno de los peores caracteres producidos jamás por la dulce Francia. Su plan era tan válido, pero tan nuevo y audaz que durante un siglo pareció absurdo. Diseñó un inmenso ajedrezado, más amplio que el París de entonces, cortado en diagonal por grandes avenidas de hasta 50 metros de anchura. En el centro, los dos polos del poder: el Capitolio, sede del Congreso, y el palacio del presidente, unidos ambos por una vía ceremonial de 120 metros de anchura. La residencia presidencial se levantaría no lejos del río Potomac, junto a un torrente bautizado con el nombre de Tiber por un agricultor con aires de grandeza (a su hacienda la llamó Roma) y luego rebautizado prosaicamente como Goose Creek (“cañada de la oca”) por los cazadores locales. L´Enfant la imaginó en forma de un gran rectángulo, y quizás esperaba proyectarla, pero la aspereza de su carácter le hizo perder el puesto, a pesar del apoyo de Washington, quien apreciaba su genio y que chapurreaba su nombre desfigurándolo en Longfont. Por último, para la realización de la Executive Mansion fue preciso convocar un concurso.

Lo ganó James Hoban, irlandés naturalizado americano, que había empezado su carrera profesional en el Nuevo Mundo haciendo publicar en los periódicos de Filadelfia el siguiente anuncio: “Los caballeros que deseen construir en estilo elegante deben saber que pueden contar con la persona más indicada, que realiza trabajos de ebanistería y de carpintería según el gusto y técnica modernas”. El edificio que este hombre proyectó –una elegante, digna y cómoda casa, adecuada para un próspero burgués o para un plantador acaudalado- tenía como característica principal la forma oval de los salones principales.

Sin embargo, entonces pareció desproporcionada para las necesidades del presidente de los Estados Unidos, al que ya le habían sido asignados veinte mil dólares anuales de sueldo, un ministro de Asuntos Exteriores, un ministro de Finanzas, dos ministros de Fuerzas Armadas y un Administrador General de Correos. A cambio de eso podía encargarse muy bien de “todo el gobierno, toda la administración y toda la representación de los Estados Unidos”. Y para esta misión no parecía necesaria una casa que era “lo bastante grande como para dos emperadores, un papa y un dalai lama”, como expresó Thomas Jefferson (que, por cierto, sería uno de sus inquilinos). Si el proyecto se aprobó fue porque el coste parecía razonable -400.000 dólares de aquel tiempo- y además, porque entonces no parecía justo criticar los deseos de comodidad del gran Washington.

Pero estos costes fueron ampliamente superados, incluso después de haber eliminado algunos detalles
del proyecto original: abolición de los pórticos, del previsto tercer piso y de muchos acabados ornamentales. George Washington murió en 1799, precisamente cuando se ponía el tejado a la casa. El primer ocupante fue John Adams, segundo presidente del país, quien todavía encontró la vivienda sin acabar, con paredes que debían revocarse y habitaciones aún por decorar y organizar. El salón oriental, el más grande de la casa, fue acondicionado por la first lady como lavandería, la única función que podía asumir en aquel momento, iniciando con ello la serie de anécdotas que se irían produciendo sobre la residencia presidencial. Sin embargo, incluso en estas condiciones, Adams inauguró oficialmente la residencia en 1800.

Thomas Jefferson, el tercer presidente, el mismo que había criticado con aspereza la magnitud de la construcción, fue, precisamente, el que la transformó en una verdadera y auténtica vivienda. Fue también el primero en prever una ampliación de la casa, demostrando con ello que desde el interior la óptica es siempre muy distinta que desde el exterior. Por encargo suyo, el arquitecto Benjamin H.Latrobe (por fin, un americano) proyectó los dos pórticos que ahora embellecen las fachadas norte y sur y dos ampliaciones en forma de pórticos bajos con terrazas en los lados este y oeste.

Mientras tanto, Jefferson, con sus maneras directas y sencillas, ayudado por una primera dama en funciones, la encantadora Dolley Madison, esposa del secretario de Estado, pues el presidente era viudo, iban creando la tradición y el estilo de la residencia presidencial. Jefferson fue el primer político del mundo que estrechó la mano a los visitantes en lugar de hacer la protocolaria inclinación de saludo, y el primer jefe de Estado, después del legendario rey Arturo, que hizo sentar a sus invitados a una mesa redonda, en lugar de hacerlo en una rectangular, para eludir así las diferencias de rango; y quizás ha sido también el único presidente que haya recibido a un embajador, en visita oficial, vestido con ropas de casa y en zapatillas. Pero, aparte de estas anécdotas, más o menos pintorescas, Jefferson fue dando carácter a la mansión. Dispuso el arreglo de los jardines, en los que se montó una jaula para los osos grises –regalo al presidente de los exploradores Lewis y Clark al volver de su expedición al Pacífico en los años 1804-1806-, y mandó decorar el interior de la casa con bellísimos muebles franceses. Este embellecimiento fue continuado por el sucesor de Jefferson, el marido de la incomparable Dolley: James Madison.

Fue una lástima que todo eso tuviera que desparecer bruscamente, pues la Casa Blanca –término que
hacia 1809 empezó a utilizarse junto al oficial de Executive Mansion- fue incendiada en 1814, durante la guerra anglo-americana, por un cuerpo de desembarco inglés. La incursión no tuvo efectos prácticos desde el punto de vista militar, siendo luego contrarrestada, desde el punto de vista sicológico, por el golpe que meses después infligió Andrew Jackson a dicho cuerpo expedicionario tras los muros de Nueva Orleans (con la diferencia de que este segundo episodio tuvo lugar cuando ya se había firmado la paz, aunque los combatientes no lo sabían). Pero lo cierto es que, tras el ataque, de la Casa Blanca sólo quedaban en pie las paredes exteriores (deterioradas también), habiéndose salvado únicamente de su interior el retrato de Washington, que fue trasladado a lugar seguro por la propia esposa del presidente en el momento de la invasión. Fue necesario encargar a Hoban, que volvió a la brecha después del paréntesis de Latrobe, una restauración completa –que más bien era una reedificación-, que se realizó tan rápida y sumariamente que cada año, al hacerse la limpieza de verano, se ponían al descubierto las huellas del pasado incendio.

Cuando Andrew Jackson, el vencedor de los ingleses en Nueva Orleans, fue elegido presidente y se instaló en 1829 en la residencia, miles de personas tomaron por asalto el edificio para “festejar” el acontecimiento, devastando casi por completo el salón oriental (cuya reparación costó 10.000 dólares), derribando el buffet, rompiendo vajillas y destrozando muebles: era, según un juez de la Corte Suprema que presenció los hechos, “el triunfo de Su Majestad la Plebe”. El bullicio de esta presidencia tan escandalosamente iniciada terminó con la desaparición de un enorme queso, de 635 kilos de peso, regalo de un industrial de Nueva York al presidente y que los “invitados” devoraron en el mismo salón, cortándolo con sus propios cortaplumas.

Todos esos hechos, no obstante, despertaron menos reprobación que la conducta de Martin van
Buren, sucesor de Jackson, contra el que un enfurecido diputado de Pennsylvania desató una virulenta campaña –que llenó treinta y dos páginas de un periódico- de “infamantes acusaciones”, que iban desde el uso, por parte del presidente, de cubiertos de oro –que en realidad eran de plata dorada- a la “abominable” predilección por los vinos franceses en lugar de la honesta sidra, y de la costumbre decadente de usar aguamaniles, perfumarse y dormir hasta ciertas horas, hasta la “increíble” disipación de 75 dólares para abrillantar un centro de mesa de plata dorada que había sido adquirido por el presidente Monroe para los banquetes oficiales. Y todo ello para apoyar la elección de un candidato (William H.Harrison) que moriría –por pura obstinación- apenas un mes después de su nombramiento.

Pero todas esas anécdotas deben incluirse en la pequeña y menuda historia de la gran mansión. También hubo sus tragedias. En efecto, la doble presidencia de Abraham Lincoln vio la tragedia de la guerra civil junto a la personal –pero desesperante- del presidente, que en la Casa Blanca perdió a su hijo y vio enfermar gravemente a su mujer. Todo ello mientras Lincoln debía llevar el peso de una guerra atroz, de consecuencias imprevisibles, con las dificultades que crecían en los frentes y el deseo de venganza aumentando en el interior; un amasijo de tragedias que culminaría en la tragedia final: el asesinato del propio presidente, en un palco de un teatro, cuando la guerra civil apenas había acabado. Era el primer presidente norteamericano asesinado, pero no sería el último; su suerte la seguirían Garfield, McKinley, Harding y John Fitzgerald Kennedy.

La Casa Blanca no siempre ha albergado estadistas de primera fila, como el citado Lincoln. A Jefferson, Monroe y Jackson les siguieron otros que son poco más que un simple nombre en las páginas de la historia: James Pole, bajo cuya dirección se conquistó, con una patente agresión, el Sudoeste; Millard Fillmore (cuya esposa empezó la biblioteca de la Casa Blanca, hoy inmensa, pero entonces reducida únicamente a una Biblia), y Pierce, Tyler y Taylor (fulminado por una indigestión de fruta amarga y bebidas heladas). Hubo otros, como Grant, de gran categoría en la guerra como
general, pero débil como conductor del país y que cerró su mandato con una explosión de escándalos; o como Chester Alan Arthur, que heredó la residencia como vicepresidente de Garfield y que no quiso entrar en ella hasta que aquella “barraca mal sostenida” fuese restaurada; para ello se dirigió a Louis Comfort Tiffany, que entre otras cosas cerró el atrio con una de sus fantásticas vidrieras, un “motivo de águilas y banderas, trenzadas a la manera árabe”. Han sido cuarenta y tres hasta ahora, desde John Adams –que cruzó por primera vez su umbral- a Barack Obama, los presidentes que han ocupado las históricas habitaciones. Cada uno con sus ansias, sus esperanzas, sus manías y su capacidad. Y cada uno con sus propias ideas sobre lo que la residencia debería ser.

Después de la reconstrucción de 1816-17 y la realización de los pórticos y alas que Latrobe había proyectado, se fueron sucediendo las siguientes innovaciones: la casi total renovación del decorado, efectuada por Mary Todd Lincoln (que ahogaba sus neurosis en continuos gastos), la completísima reorganización de la época de Grant (cuando la Casa Blanca imitó el estilo de los barcos del Mississipi, de moda entonces) y la restauración del presidente Arthur. Después, Theodore Roosevelt llegó al edificio como un tornado.

Mientras el presidente aprendía jiujitsu y sus hijos montaban ponis en los ascensores, los albañiles
construían la nueva ala (el ala oeste) para los despachos presidenciales, que hasta entonces habían estado dentro de las habitaciones destinadas a la familia, y se instalaban tuberías y electricidad, se rehacían los pavimentos -peligrosamente sobrecargados y endebles- y el segundo piso se arreglaba para uso estricto de la familia y para huéspedes de Estado. Así, el edificio –bautizado ya oficialmente como Casa Blanca- estaba ya dispuesto para entrar en el siglo XX. O casi dispuesto, porque en tiempos de Truman fue necesario volver a rehacerlo casi entero: un siglo y medio de continuas modificaciones y de incesantes servicios dejaron la mansión en pie por pura fuerza de la costumbre. Manteniendo tan sólo las paredes exteriores, fue reconstruido por completo, siguiendo las pautas previstas en los proyectos de Hoban y de Latrobe.

Una de las estancias más famosas de este edificio es, por supuesto, el despacho Oval, sinónimo de la
presidencia norteamericana hasta tal punto que a veces se usa para referirse a la presidencia misma. Es conocido en el mundo entero por ser el escenario de innumerables mensajes presidenciales y por aparecer en series de televisión y en películas. En la vida real, solo unos pocos tienen acceso a este despacho.

El despacho Oval es la oficina principal del presidente norteamericano y, quizá por encima de cualquier otro lugar, ejerce como centro del Gobierno de los EE UU. La habitación mide 76 metros cuadrados, se encuentra en la primera planta del ala oeste de la Casa Blanca y permite al comandante en jefe (el presidente) tener acceso directo a otros miembros importantes de su gabinete, y también a sus residentes al finalizar la jornada.

El primer despacho Oval se construyó en 1909 y fue diseñado por Nathan C.Wyeth para el entonces presidente, William Howard Taft, quien lo decoró con un llamativo color verde. En 1929 fue destruido por un incendio y el presidente Herbert Hoover supervisó las reformas en las que se instaló por primera vez un aparato de aire acondicionado.

El despacho Oval que conocemos hoy fue diseñado por Eric Gugler como parte de la mencionada construcción del ala oeste que llevó a cabo el presidente Franklin D.Roosevelt en 1934. La estancia se trasladó de su posición central en el ala a la esquina sudeste.

En ella encontramos varios estilos arquitectónicos, entre ellos el georgiano, el barroco y el neoclásico. Se puede entrar a través de cualquiera de las cuatro puertas (la puerta este da al pintoresco jardín de las Rosas).

Roosevelt trabajó con Gugler para el diseño de ciertos aspectos del despacho, entre ellos el medallón
del techo que contiene varios elementos del sello presidencial. Muchos presidentes han optado por redecorar el despacho, pero pocos han variado sus elementos más simbólicos, como el mirador en la fachada sur detrás del escritorio del Presidente (estas ventanas se instalaron durante la Guerra Fría y se dice que poseían dispositivos para dificultar las escuchas soviéticas de las conversaciones del Presidente a través de las vibraciones de sonido en los cristales). Muchos se conforman con renovar la moqueta, en la que siempre figura el sello presidencial desde los tiempos de Harry Truman.

Mientras tanto, los presidentes se iban sucediendo. Eisenhower jugó al golf en los prados del parque,
esos prados en los que cada año, en Pascua, según una tradición iniciada en 1877 por Lucy Hayes, los niños buscan alegremente decenas de huevos que se dejan en el césped. Más tarde, Jacqueline Kennedy reestructuró de arriba abajo la decoración interior, haciendo de la Casa Blanca una residencia administrada según reglas establecidas y digna de competir, en cuanto a poder evocador y dignidad ambiental, con los grandes palacios históricos europeos.

Durante la mayor parte de su historia, la Casa Blanca ha estado, sorprendentemente, abierta al público. Hasta una fecha tan reciente como la década de los noventa, durante el mandato de Bill Clinton, se mantenía una política de puertas abiertas. La amenaza de ataques ha hecho, sin embargo, que las medidass de seguridad hayan sido reforzadas.

La Casa Blanca está rodeada por una valla y todo el complejo se halla bajo la protección de la United States Park Police (la policía de parques de Estados Unidos) y el servicio secreto. En los últimos años se ha desviado el tráfico para alejarlo del edificio y se han levantado barreras policiales en las calles adyacentes. El espacio aéreo por encima de la Casa Blanca está restringido y el cielo de Pennsylvania Avenue está vigilado cuidadosamente por un avanzado sistema de misiles tierra-aire. Otros sistemas de seguridad en funcionamiento (radares y ventanas a prueba de balas, entre otros) se renuevan y actualizan regularmente.

A pesar de todas las medidas de seguridad de la Casa Blanca, o quizá precisamente a causa de ellas (a
algunos les gustan los desafíos), no han faltado intrusos a lo largo de los años. Por ejemplo, en 1974 hubo dos graves incidentes. En el primero, un soldado de Ejército robó un helicóptero y aterrizó en el césped de la Casa Blanca. Posteriormente, el día de Navidad otro hombre estrelló su coche contra la valla y corrió hacia la Casa Blanca diciendo a los negociadores que llevaba explosivos (luego se descubrió que no era cierto).

Veinte años más tarde, en 1994, una avioneta se estrelló dentro del recinto cuando pretendía hacerlo contra la Casa Blanca. Un par de meses después hubo un intento de asesinar a Bill Clinton cuando su agresor disparó 29 veces con un rifle apuntando hacia la casa desde la valla que rodea el recinto. Incluso después de reforzar la seguridad a causa de los ataques del 11 de septiembre, varias veces ha habido intrusos que han intentado escalar la valla. Ninguno de ellos ha llegado jamás al despacho Oval.

Pero más que las restauraciones y las anécdotas políticas, lo que la gente recuerda con más afectuoso
sentimentalismo es a Caroline Kennedy niña, que se hace fotografiar por los periodistas con los zapatos de su madre, o a su hermano John-John que sale del despacho de su padre, en el que se había escondido. Porque aunque el poder del inquilino de la Casa Blanca es hoy mucho mayor que el de cualquiera de los jefes de Estado del mundo occidental, y su superministerio, que en tiempos de George Washington se componía de un solo secretario, invade hoy todo un barrio de la capital, la Casa Blanca no ha dejado de ser, en casi dos siglos de vida, una casa por encima de todo, la vivienda de una familia elegida por el pueblo y en la cual ese pueblo se reconoce. Y tampoco ha dejado de recordar, con su aspecto de elegante y digna residencia burguesa, que lo que la nación americana ha dado a su presidente es una casa, con el “salón bueno” para recibir a los huéspedes, y no un palacio. Quien vive allí, aunque tenga poder sobre medio mundo, no es más que el delegado de millones de individuos que lo han colocado en aquel lugar.

En definitiva, la más completa definición es la que diera Eisenhower: “Estoy seguro –escribió- que la casa Blanca no es sólo la residencia del jefe ejecutivo: es la historia viviente de la colonización, de las luchas, de las guerras, del pasado, y, al mismo tiempo, es la encarnación de la América que crece. Me gusta pensar en ella como símbolo de la libertad y del progreso del pueblo americano”.


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lunes, 7 de junio de 2010

Walt Disney World: Diseñadores de Sueños (2)


Durante un tiempo, los ambiciosos planes de Disney pendieron de un hilo. En la compañía estaban desconcertados sin el que había sido su líder y motor creativo durante cuarenta años. Faltos del entusiasmo de Walt, los ejecutivos de la empresa y su hermano Roy -que siempre había estado a cargo del aspecto comercial y financiero del imperio- se resistían a dar el visto bueno a WDW. Fue la insistencia del equipo creativo, afirmando que entre ellos había gente con enorme talento que había trabajado muchos años con Disney y que comprendían su modo de pensar, lo que finalmente, en 1967, persuadió a Roy Disney para seguir adelante con Walt Disney World.

La primera fase del proyecto comprendería una versión aumentada del Magic Kingdom de Disneyland, así como dos hoteles, el Contemporary Resort y el Polynesian. Las obras dieron comienzo en abril de 1969 y el desafío que tenían por delante era enorme, tan grande como una operación militar: el mayor proyecto de construcción privado de Estados Unidos. De hecho, se escogió a dos militares idóneos para la tarea por su experiencia en construcción: el almirante de la Armada, Joe Potter, que había supervisado el funcionamiento del canal de Panamá y el de la Feria Mundial de 1964; y el almirante Joe Fowler, que había construido Disneyland para Walt una década antes.

El primer problema fue transformar cientos de hectáreas de tierras cenagosas en suaves colinas y limpias vías fluviales. Para ello empezaron excavando un elaborado sistema de canales de 64 km de longitud con el fin de dragar Bay Lake. Limpiaron así 160 hectáreas de fango, carrizo, hierbas de pantano y raíces podridas. Tras dieciocho meses moviendo más de 6 millones de metros cúbicos de tierra, los constructores ya estaban preparados para echar el hormigón. Pero esa obra que acometieron a continuación no era para ninguna de las famosas estructuras de referencia que caracterizan visualmente al parque. Todo lo contrario. Iba destinada a algo que ningún visitante debería ver jamás....

En los comienzos de Disneyland, Walt vio una vez a un vaquero de Frontierland paseando por Tomorrowland, lo que destruía totalmente la atmósfera futurista y de ciencia ficción de la segunda. Para evitar esas incongruencias, los ingenieros de Walt Disney World diseñaron lo que llamaron "utilidors": una red de túneles para el mantenimiento del parque. Como el nivel freático de Florida está a sólo 60 cm de la superficie, los ingenieros construyeron los utilidors sobre la tierra en vez de por debajo. Están a ras del suelo, por lo que el parque temático propiamente dicho fue construido encima de ellos. El Magic Kingdom, pues, se encuentra a 4.5 metros de altura de donde estaba el suelo originalmente.

Esos corredores posibilitan el desplazamiento de un extremo del parque al otro en tan sólo diez minutos sin ser visto por los invitados. También esconden muchas de las operaciones rutinarias que podrían romper la magia: oficinas, cafeterías, guardarropas para los empleados, áreas de servicio, descanso y mantenimiento… también ocultan un sofisticado sistema de recogida de basuras subterráneo, una de las aspiradoras más grandes del mundo que funciona como un tubo neumático que "succiona" los residuos desde determinados puntos y los transporta hasta una zona central de recogida y reciclaje.

Los dos hoteles iniciales se construyeron junto al lago y frente al Magic Kingdom. El Polynesian, de 500 habitaciones, es un edificio bajo de madera, al estilo de los que se pueden hallar en los mares del sur, rodeado de vegetación tropical; el Disney´s Contemporary Resort, de 1.000 habitaciones, es un edificio de 15 plantas con una original estructura en forma de V invertida y un gran vestíbulo central. Además de su arquitectura, el estilo futurista se reafirma con el monorrail que pasa silenciosamente por el atrio en su recorrido alrededor del lago, conectando los hoteles con el Magic Kingdom. En la construcción de ambos hoteles se utilizó un novedoso sistema de montaje de módulos prefabricados desarrollado por US Steel: las habitaciones se prefabricaron enteras -incluidos baños y paredes- se transportaron al emplazamiento y se fueron colocando en su lugar por medio de grúas.

Mientras tanto, el almirante Fowler emprendía la construcción del icono del parque: el imponente Castillo de Cenicienta que serviría de punto central alrededor del cual se montarían el resto de "mundos". Pero había un problema: no se podía construir tan majestuoso como Disney hubiera soñado, puesto que las leyes de Florida obligaban a situar una luz roja intermitente en cualquier estructura cuya altura superara los 60 metros. Habría que buscar una solución... y la encontraron en los trucos visuales cinematográficos. La perspectiva forzada es una técnica que se ha utilizado en el cine desde hace muchos años. Consiste en agrandar la escala de un edificio cuando lo tienes cerca, de modo que si tienes un edificio de varios pisos de altura, la estructura y las ventanas se van haciendo cada vez más pequeñas, creando la ilusión bien de que todo el edificio es más alto, bien de que está más lejos de lo que lo está en realidad. Así, el castillo, aunque "sólo" tendría 57 metros de altura -justo por debajo del límite permitido- parecería mucho mayor.

Con la ayuda de gigantescas grúas, se empezaron a montar 600 toneladas de acero, gran parte de él prefabricado en forma de armazones y dieciocho torres y torrecillas, recubriéndolos con paneles de fibra de vidrio tratados y moldeados para asemejarse a piedra. Tres de las torres se remataron con oro. Buena prueba de la eficiencia y rapidez con la que se trabajó es que la torre más alta fue puesta por fin en su lugar en julio de 1971, tan solo 18 meses después de que comenzara la construcción.


Nueve mil trabajadores se afanaron por cumplir las fechas previstas. Roy Disney tenía 78 años cuando, el 1 de octubre de 1971, se inauguró el Walt Disney Resort. Había dedicado sus últimos años a realizar el sueño de su hermano y esa tremenda tarea le pasó factura: murió dos meses más tarde. Ese sueño había costado 400 millones de dólares, cifra ridícula si la comparamos con lo que costó una de las atracciones más modernas, “The Twilight Zone”, que superó con creces los mil millones.

Menos de dos años después de la apertura se alcanzó el visitante diez millones. Semejante éxito permitió en 1979 empezar las obras del que había sido el proyecto más querido de Walt Disney: Epcot. Sin embargo, nunca se llegó a terminar tal y como su "padre" lo había imaginado. En lugar de una auténtica ciudad del futuro, tres años y 1.200 millones de dólares después, se abrió al público un parque temático que rendía homenaje a la ciencia, la tecnología y las Ferias Mundiales. Se extiende alrededor de un lago artificial -el World Showcase Lagoon- como si se tratase de una exposición internacional de carácter permanente. En un extremo del mismo se encuentran varios pabellones ultramodernos que albergan exposiciones sobre el transporte (patrocinada por General Motors), la imaginación (patrocinada por Kodak), la comunicación (patrocinada por AT&T), la energía, la tierra o el mar (con un colosal acuario bajo el nivel del suelo). En la otra orilla de la laguna, compañías y organizaciones de varios países -México, Reino Unido, Italia, Canadá, China, Japón, Marruecos, Noruega, Estados Unidos y Francia - patrocinan pabellones inspirados en su arquitectura con exposiciones y atracciones en su interior.

En 1989 (ya estando Disney bajo la dirección y propiedad de Michael Eisner y Frank Wells, que tomaron posesión de sus cargos en 1984) nació Disney-MGM Studios, un nuevo parque centrado en el cine de Disney propiamente dicho y homenaje a los años dorados de Hollywood, al que se unirían posteriormente otras actuaciones encaminadas a desarrollar el concepto de ocio familiar mediante la incorporación de nuevos elementos, como los tres parques acuáticos (River Country -1976-, Typhoon Lagoon -1989- y Blizzard Beach -1995-), campos de golf, Pleasure Island (diversión nocturna) o el Village Marketplace (comercio y restaurantes).

El parque más reciente, Animal Kingdom (1998), es un gran escenario una serie de paisajes construidos mediante la manipulación de ambientes naturales. Con unas dimensiones casi cinco veces superiores a Magic Kingdom, Disney plantó cuatro millones de plantas para convertir tierras de pastoreo de vacas en una sabana africana por la que los animales parecen deambular en libertad.

Hoy en día los parques temáticos de Disney son una de las principales fuentes de ingresos del imperio financiero del que forman parte. De hecho, estos suponen alrededor del 40% del dinero generado por el grupo. Algunas cifras pueden darnos una idea del increíble monstruo en el que se ha convertido el complejo de Orlando: 66.000 trabajadores clasificados en 3.700 tareas diferentes (entre ellos 750 jardineros), unos beneficios anuales de 474 millones de dólares, 47 millones de visitantes al año... El guardarropa de los empleados alberga tres millones de piezas, con más de 4.000 diseños diferentes. Se consumen cada año millones de kilos de patatas, se colocan 25 millones de plantas en el complejo o se utilizan más de un millón y medio de insectos beneficiosos para evitar las plagas y se venden tantas camisetas como para vestir a todos los habitantes de Madrid. Para que todo el complejísimo entramado funcione a la perfección y los visitantes tengan la sensación de estar totalmente sumergidos en la ilusión, los ordenadores trabajan sin cesar gestionando cientos de millones de datos cada día, asignando plazas hoteleras, mesas en los restaurantes, comprobando las condiciones atmosféricas y el funcionamiento de todas y cada una de las atracciones.

Resultaría imposible, utilizando poco espacio, hacer un recorrido medianamente pormenorizado de las atracciones, tanto por el número de las mismas como porque van cambiando y mejorando con el tiempo. Pero hay algunas cosas que han permanecido en los parques desde el principio, que fueron innovaciones en su momento y que todavía hoy, cuarenta años después, retienen el poder de su imagen, la tecnología de vanguardia y el carácter futurista.

La primera de ellas y quizá la más exitosa, presente en todos los parques, fueron las figuras robóticas de alta tecnología diseñadas por el propio Disney nada menos que diez años antes. Cuando en 1961 se anunció que tres años más tarde se celebraría una Feria Mundial en Nueva York, contactó con varias empresas con el fin de conseguir patrocinios que le ayudaran a desarrollar algunas de sus ideas. Una de ellas era un robot de su presidente favorito, Abraham Lincoln.

Los organizadores de la Feria quedaron encantados y aceptaron inmediatamente la idea de Disney. El problema era que la tecnología necesaria estaba aún por desarrollarse. Mover con realismo una figura humana y, especialmente, la cara, dotando de movimiento a los ojos y haciendo que los labios se curvaran en una sonrisa o adoptaran la forma correcta de acuerdo con las palabras que se pronunciaran, era una tarea muy complicada. Hasta ese momento no se había conseguido introducir mecanismos capaces de realizar semejante tarea en un espacio tan reducido como un cráneo humano.


Asombrosamente, en tan sólo noventa días, los ingenieros de Disney lo lograron. Construyeron un armazón dividido en 13 unidades estructurales que podían moverse en docenas de direcciones gracias a servocilindros neumáticos. Cuando el público lo vio por primera vez al inaugurarse la Feria, en abril de 1964, se quedó impactado por su realismo. Desde entonces, los ingenieros de Disney no han parado de mejorar esa tecnología, introduciendo sistemas neumáticos, hidráulicos y eléctricos. Hoy, los audioanimatrones -ese es el nombre que reciben- forman parte de docenas de atracciones en todos los parques, cuyos movimientos -junto a la música, los diálogos, la luz y los sonidos- son controlados por sofisticados ordenadores agrupados en salas climatizadas escondidas en los subterráneos de Magic Kingdom.

Epcot necesitó para su construcción de 3.000 diseñadores, 22 empresas constructoras, 500 subcontratistas y 10.000 obreros, convirtiendo a Disney, una vez más, en el mayor promotor privado del país. Como su predecesor Magic Kingdom -al cual triplica en superficie-, se le quiso dotar de una gran estructura que lo definiera de forma inconfundible. Y en este caso fue una enorme esfera geodésica, Spaceship Earth, de 18 pisos de altura y 7.240 kilos de peso. Es un edificio fascinante y enormemente complejo cuya construcción supuso un desafío aún mayor que el Castillo de la Cenicienta, desafío al que se unió el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets, una de las universidades técnicas más prestigiosas del mundo) calculando las cargas de tensión y empuje del viento.


Su volumen interior de 66.000 m3 está ocupado por una atracción que guía a los visitantes a través de la historia de las telecomunicaciones. Su superficie exterior es de 13.800 m2 y se halla dividida en 11.000 facetas triangulares elaboradas con una mezcla de polietileno y aluminio. Los espacios entre paneles miden 2,5 cm, lo que les permite expandirse y contraerse de acuerdo con las temperaturas a menudo calurosas de Florida. Evitan además que cuando llueve la esfera se convierta en una catarata, porque el agua fluye entre los paneles hasta un sistema de alcantarillas que desagua en la laguna World Showcase. La esbelta esfera apoya en seis pilones, cada uno de los cuales penetra en la tierra hasta una profundidad de entre 36 y 56 metros.

Pero la esfera no agota ni mucho menos los tesoros de EPCOT. Conectando este parque con Magic Kingdom, está el medio de transporte más futurista de Disney: el monorraíl. Resulta curioso que aunque este tren elevado fuera originalmente inventado en la última década del siglo XIX en Inglaterra, la gente lo siga identificando con el futuro. Es a los diseñadores de Disney a los que se debe atribuir el genio de dar con un diseño futurista similar al de un avión, modelarlo con fibra de vidrio y utilizar la electricidad para convertirlo en un transporte silencioso, cómodo y estéticamente bello. Parte de su recorrido atraviesa directamente el vestíbulo del Hotel Contemporary, pero el monorraíl entra y sale tan silenciosamente que los huéspedes no se dan ni cuenta, algo imposible de hacer con una máquina diésel convencional.

Puede que esta especie de tren de juguete sea uno de los más caros del mundo -costó un millón de dólares por kilómetro para los 22 km de la red, y eso en la década de los setenta- pero sin duda ha sido uno de los más utilizados del mundo: desde su inauguración ha transportado a más de ¡1.000 millones de pasajeros! Han pasado treinta años desde su inauguración, pero la visión del monorrail deslizándose elegantemente con la esfera de la Spaceship Earth de fondo continúa pareciendo sacada de un futuro utópico.

Y cada noche, 365 días al año, los tres parques principales de Walt Disney World regalan a sus visitantes un fantástico espectáculo de fuegos artíficiales. En el caso de Epcot, se lanzan cada noche 1.100 cartuchos desde 750 morteros y 56 módulos de disparo situados en 34 emplazamientos alrededor de la laguna. En lugar de pólvora, se utiliza aire comprimido, lo que permite a los técnicos afinar la potencia y, por tanto, la altura que alcanzará el cartucho. Su detonación está controlada por un chip pegado al cuerpo del cohete.

Pero aunque con su gasto anual de un millón de cartuchos Walt Disney World es el mayor consumidor de pirotecnia del mundo, los fuegos artificiales son sólo parte del show: veintiséis ordenadores sincronizan lasers, música, hologramas, chorros de fuego y agua -se bombean 60.000 litros por minuto desde barcazas situadas en la laguna en forma de columnas que bailan y saltan a más de doce metros de altura- y un globo terráqueo de 158 kg que gira por la laguna central del parque. También aquí se ha utilizado tecnología de última generación para crear un maravilloso deleite para los sentidos.

Hay quien nunca pisará Walt Disney World argumentando que es una trampa consumista basada en la creación de una ilusión buenista y engañosa; que se trata de la fachada de una megacompañía que hoy se apoya no tanto en la creación de sueños cinematográficos como en la venta agresiva de merchandising. Siendo esto cierto, sería injusto despreciar el derroche de ingenio, talento, pericia y capacidad que no sólo crearon esta maravilla tecnológica de 121 km2, sino que la hacen funcionar a la perfección cada día.

Lo que durante milenios fuera un pantano infestado de mosquitos, hoy es el parque temático más grande del mundo, el sueño de un hombre que dedicó su vida a ampliar los límites de la tecnología para entretener a los demás. Disney no sólo repitió con éxito la misma fórmula en sus "sucursales" de Tokio y París, sino que ha servido de modelo para innumerables parques de atracciones, zoológicos, acuarios y parques temáticos diversos de todo el mundo.


Hace siglo y medio, en la era industrial, la inclusión del hierro, el acero y la aplicación de la ingeniería cambiaron la arquitectura, convirtiendo a fábricas, estaciones de ferrocarril y puentes en sus estructuras emblemáticas. Los parques temáticos y su mezcla de arquitectura, avanzado diseño, tecnologías futuristas y sistemas de gestión de grandes masas, son el símbolo de la cultura contemporánea, dominada por el turismo y el ocio. Es en ese contexto en el que Walt Disney World ha de ser valorado, apreciado y, sobre todo, disfrutado.
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sábado, 5 de junio de 2010

Walt Disney World: Diseñadores de Sueños (1)


Los logros de Walt Disney en el campo del entretenimiento son muchos y variados. Su nombre, convertido en marca, es conocido en todo el mundo y sus personajes se han convertido en iconos de la cultura popular del siglo XX. Disney tuvo la agudeza de elegir la ocasión idónea para que cada proyecto alcanzara la máxima repercusión. Inventó los dibujos animados sonoros, la animación en color y dirigió el primer largometraje de dibujos animados en color, “Blancanieves y los Siete Enanitos”. Ganó numerosos Oscar y fue responsable directo de películas clásicas como “Pinocho”, “Fantasía” o “La Cenicienta”, por nombrar sólo unas pocas.

Ya fuera porque se aburría con facilidad o por su espíritu inquieto, su interés se desplazó luego a las películas de acción real (“Mary Poppins” fue la más popular) y el cine documental. Pero a partir de los años cincuenta, su esfuerzo se centró en una idea que había estado madurando en su cabeza durante veinte años, un concepto que marcaría la industria del entretenimiento de la segunda mitad del siglo XX.

La idea de un espacio donde niños y adultos pudieran divertirse juntos había nacido en la imaginación de Disney en las visitas que hizo con sus hijas pequeñas a las ferias y parques de atracciones convencionales. Ya en la década de los treinta empezó a gestar algunas de las atracciones que 25 años más tarde se harían realidad, pero las fuertes inversiones que realizó en sus Estudios de Burbank, California, no le dejaron profundizar demasiado en ese campo. El sueño quedó aparcado hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando el doctor de Disney le recomendó que, para compensar el estresante esfuerzo que realizaba en los Estudios, buscase un hobby con el que relajarse un par de horas al día. Y así nació su pasión por los trenes en miniatura, afición compartida por Ward Kimball y Ollie Johnston, dos legendarios animadores de su estudio. Las maquetas y dioramas de Disney crecían cada vez más, construyendo para ellas todo tipo de detalles y recorridos. A la vista de aquellos paisajes artificiales en miniatura, donde todo sueño tenía cabida, recuperó la idea que había dejado aparcada años atrás.

En 1952, Disney fundó una organización llamada WED (las iniciales de su nombre, Walter Elias Disney) cuyo propósito era elaborar los fundamentos de lo que más tarde se convertiría en Disneyland. En sus inicios eran un puñado de diseñadores, la mayoría de ellos extraídos de los estudios Disney, hombres que comprendían cómo trabajaba su jefe y que tuvieron a su disposición todo tipo de medios para interpretar sus ideas. Planos y modelos fueron realizados sin tener todavía un espacio físico concreto, por lo que el futuro parque fue diseñado sin limitaciones, sin tener que ajustarse a las restricciones topográficas de un emplazamiento predeterminado.

A medida que los conceptos se iban asentando, se encargó al Stanford Research Institute la localización de un paraje en el área de Los Ángeles. El lugar seleccionado fue un campo de naranjos con una superficie de 65.000 m2 en Ahaheim, al sur de Los Ángeles, elección cuyos motivos eran múltiples: por un lado, su situación a tan sólo hora y media del centro de la ciudad lo hacía fácilmente accesible para los automóviles; el terreno era relativamente barato y Anaheim disfruta de un clima templado que permitiría al parque permanecer abierto todo el año; además, era liso, sin ningún tipo de irregularidad, lo que facilitaba las obras.

Un proyecto de tal envergadura se enfrentó a no pocos problemas. En primer lugar, la propiedad de los terrenos estaba repartida entre varios propietarios y la viabilidad de la operación dependía de que todos decidieran vender su parte a Disney. Y, a nivel interno, Walt tuvo que convencer a su hermano y socio Roy y al resto de los ejecutivos de la compañía, muchos de los cuales no creían en la rentabilidad económica de la iniciativa. Aunque a Disney le sobraban el entusiasmo y las dotes de vendedor, no lo tuvo fácil. Envió a un equipo a recorrer los parques y ferias de Estados Unidos para recoger puntos de vista y opiniones, todas las cuales, salvo alguna excepción, ignoró por completo. Su fantasía y sentido de la innovación, el extenso abanico de personajes, situaciones e imaginería que podía extraer de sus propias películas, el talento y la experiencia acumulados en el campo de la publicidad y la promoción y su propia energía y determinación empujaron y arrollaron a todos los objetores y opositores.

Excepto a uno: los bancos.

A mediados de los cincuenta, Disney era indiscutiblemente un empresario con éxito: logró crear de la nada una empresa creativa a fuerza de hacer trabajar a sus empleados hasta 24 horas seguidas (lo que le costó algunas huelgas), pero los resultados fueron rotundos: había producido 657 películas, mil millones de niños se habían convertido en sus espectadores incondicionales y 30 millones de ejemplares de sus cómics se habían traducido a 36 idiomas. Pero hacían falta más recursos de los que contaba Disney en esos momentos para poner en marcha su gran idea y los bancos eran parte fundamental del plan. Éstos no se sintieron impresionados por las grandes palabras, la trayectoria y la autoconfianza del empresario que, al final, hubo de dirigir sus esfuerzos hacia otros industriales en busca de financiación. Más de treinta compañías compraron participaciones en el proyecto, proporcionando un primer impulso monetario a Disneyland. El resto del dinero lo aportó la cadena televisiva ABC (que siempre había estado deseosa de poner a Disney en plantilla) y la Western Printing and Lithographing Company a cambio de las correspondientes participaciones. La propia Walt Disney Productions compró el resto de las acciones, así como el propio Disney a título particular. La nueva situación dio mayor confianza a los bancos, quienes acabaron prestando el resto del dinero.

Desde el principio Disney decidió que las diversas atracciones debían salir en forma radial de un punto central bien situado. Los visitantes -a los que siempre se refieren como "guests", "invitados"- serían atraídos a ese lugar gracias a un elemento de referencia inconfundible. Y éste no podía ser sino un castillo, el castillo de la Bella Durmiente. Las obras dieron comienzo el 21 de junio de 1954.

Los inicios de los trabajos no parecían augurar que de allí fuera a salir nada de provecho: naranjos talados, palas excavadoras, camiones y equipos de obreros y construcción mezclados en un ruidoso caos. Sin embargo, menos de un año después, el parque se inauguró con todo el bombo y platillo de que Disney fue capaz. Pero no fue su mejor estreno.

En primer lugar, Walt podía controlarlo todo menos el tiempo, y aquel día 17 de julio de 1955 fue uno de los más calurosos de Anaheim, así que los tacones de aguja de las señoras se hundían en las calles recién asfaltadas, se quedaron sin refrescos, no había suficientes fuentes, los aparatos se estropearon, un bribón falsificó unas 30.000 entradas, así que el lugar estaba totalmente abarrotado... en resumen, un desbarajuste. Al día siguiente comenzaron a arreglar los problemas y tras varias semanas, el parque estuvo a pleno rendimiento y listo para triunfar. Y vaya si lo hizo. La combinación de fantasía y tecnología, cobertura mediática y originalidad convirtió al parque en un fenómeno nacional. Aquel verano cruzaron sus puertas más de un millón de personas. Antes de cumplir un año esta cifra se elevó hasta los cuatro millones. En 1971, se dio la bienvenida al visitante número 100 millones. Había nacido el primer parque temático, una experiencia nueva dentro del campo del entretenimiento en el que el público entraba en un cuento del que podía participar de forma activa.

Disneyland pronto se convirtió en escala habitual para todo tipo de personalidades y dignatarios extranjeros. En el momento de su inauguración, sin embargo, las instalaciones eran bastante diferentes del complejo actual: no se había instalado el monorraíl ni se habían abierto espacios que hoy forman parte del parque; muchas de las atracciones actuales no existían. Lo que había era un entorno agradable y acogedor con atracciones novedosas con las que podían disfrutar personas de todas las edades. El parque podía ser aprovechado tanto por aquellos que desearan participar como por los que únicamente quisieran observar y pasear. Se instaló una amplia oferta de áreas para comer y beber, convirtiendo Disneyland en un lugar para familias, un destino para pasar el día.

Así pues, un éxito. Pero, ¿total? No del todo. El parque no sólo atrajo visitantes. Cuando se inauguró, los alrededores no eran otra cosa que un agradable campo de naranjales. Hoy ya no existen. La expansión urbanística hubiera ocupado el lugar antes o después, pero la instalación de semejante gancho turístico aceleró el proceso al olor del dinero. A medida que las multitudes entraban en Disnleyland, los especuladores extendieron sus alas sobre la zona. Hoy en día, el cuidadosamente construido mundo de fantasía está rodeado de una acumulación desorganizada de horribles moteles, complejos hoteleros de dudoso estilo y "contraatracciones" de escasa calidad esperando comer de las migajas del gigante

Una vez dentro del parque, todo lo feo desaparece, pero Disney observaba estos acontecimientos con desagrado, arrepintiéndose de no haber adquirido más terreno para poder rodear a todo su complejo de una extensa área verde. Además, dentro del parque existían problemas de orden práctico, como el transporte de los empleados o la recogida de basura, que también arruinaban la ilusión. Sintió además no haber pensado en los hoteles, una extraordinaria fuente de ingresos que no se había contemplado por no caer dentro de la experiencia de su equipo. Se prometió que no volvería a cometer los mismos fallos en su segundo intento. Disneyland se convirtió así en el primer borrador de un paisaje recreativo más grande y extenso: el Walt Disney World.

Disneyland había sido concebida para atraer principalmente a los habitantes del oeste de Estados Unidos. Su éxito persuadió a Disney para construir otro situado en la costa este. Desde 1959, Disney se dedicó a buscar el mejor emplazamiento. Éste resultó ser el Estado de Florida. Su clima –similar al de California del Sur y alejado de las rutas de los habituales huracanes veraniegos- permitiría tener abierto el parque todo el año y el Estado, por sí solo, atraía ya a 20 millones de turistas cada año. Más del 75% de esos visitantes viajaban en automóvil atravesando Florida central. Y, como la mayor parte de todas esas personas eran naturales del este de las Rocosas, ambos parques no competirían entre sí.

Pero, ¿por qué se eligió un lugar, Orlando, en el que no había absolutamente nada? Otros emplazamientos, como Miami ya tenían una concentración hotelera importante y una reputación turística más que consolidada. Pues bien, Disney quería aislar su mundo de todo aquello, que el disfrute y la inmersión fueran totales, sin que otras maravillas naturales o artificiales pudieran hacerle la competencia. En una apuesta arriesgada, alejó su nuevo proyecto del océano, de las montañas, de las grandes ciudades, de los museos y parques nacionales... Y ganó.

Disney no era hombre que gustara de repetirse a sí mismo, así que concibió un proyecto nuevo, mucho más ambicioso que el de Anaheim. El equivalente del Disneyland de California (Magic Kingdom) pasó a ser una pequeña parte de un enorme complejo vacacional, aislado del resto del mundo, con alojamientos y campings propios, así como todo tipo de actividades de ocio, desde la vela hasta el golf. El proyecto comprendía también un parque industrial destinado a mostrar los logros de la empresa americana y una pequeña comunidad, el Lago Buena Vista, que incluiría tanto residencias vacacionales como permanentes. Todavía más ambicioso era EPCOT –Experimental Prototype Community of Tomorrow- que pronto se convirtió en parte inseparable del plan. De EPCOT dijo Disney: “Tomará su existencia de las nuevas ideas y tecnologías provenientes de los centros creativos de la industria americana. No dejará de introducir, probar y mostrar nuevos materiales y sistemas. Será un lugar donde la gente podrá experimentar una vida que no encontrará en ningún sitio del mundo moderno”. Un objetivo ambicioso que se vería cumplido sólo parcialmente.

Los medios de transporte convencionales se eliminaron de toda la zona para evitar la polución y se hicieron toda clase de esfuerzos para preservar, tanto como fuera posible, la topografía del lugar, manteniendo un equilibrio ecológico. El éxito de Disneyland hizo que el futuro Walt Disney World fuera mucho más sencillo de financiar. Pero todavía se tenía que localizar un sitio adecuado y comprar los terrenos, que entonces estaban a unos 90 dólares la hectárea. Y esto debía hacerse con el sigilo más absoluto, puesto que de no ser así los propietarios y especuladores harían subir los precios hasta niveles prohibitivos.

Así, en 1964, los habitantes de la pequeña población de Orlando veían con extrañeza cómo grandes parcelas de pantanos inaprovechables de las cercanías estaban siendo compradas, pero nadie sabía por quien ni por qué. A través de representantes, intermediarios y empresas fantasma, Disney adquirió una extensa superficie de 112 km2 en la línea divisoria de los condados de Orange y Osceola, entre las ciudades de Orlando y Kissimmee, no muy lejos de las principales carreteras estatales. Para hacernos una idea, Walt Disney World es tan grande como la ciudad de San Francisco y dos veces mayor que la isla de Manhattan.

Una operacion de semejantes dimensiones difícilmente podía mantenerse en secreto durante mucho tiempo y, finalmente, en el otoño de 1965, un periódico de Orlando publicó en su portada la primicia: “Afirmamos que es Disney”. Inmediatamente, el precio de los pantanos de los alrededores se disparó a 500 dólares la hectárea. Todo el proyecto Florida, sus 11.066 hectáreas, había quedado al descubierto. En una rueda de prensa convocada a toda prisa junto al gobernador del Estado, Disney anunció oficialmente sus intenciones: no sólo iba a construir un Disneyland de la costa este, iba a construir todo un mundo Disney.

Pero el proyecto estuvo a punto de morir antes de que se moviera la primera palada de tierra. El 15 de diciembre de 1966, Walt Disney murió de cáncer.

(Continuará)
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