span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Egipto
Mostrando entradas con la etiqueta Egipto. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Egipto. Mostrar todas las entradas

domingo, 24 de noviembre de 2013

Templo de Karnak - donde se abrazan lo humano y lo eterno






El complejo de Karnak es una de las mayores estructuras religiosas que se hayan construido nunca. Sin embargo, sus comienzos, como los de tantos grandes lugares de culto, no fueron sino los de un pequeño templo dedicado a una divinidad, Amón. Se inició durante el Reino Medio (2050 a.C.) y, al mismo tiempo que crecía el poder del dios, lo hacía su residencia en la tierra. Todos los faraones intentaron dejar su huella en este complejo, bien con añadidos arquitectónicos, con elementos decorativos o en forma de grandes obeliscos. El templo principal de Karnak es el de Amón, pero en su interior se hallan otros edificios como el de Khonsu, muy bien conservado, el de Mut o el de Montu.

Lo primero que observamos antes de entrar en el gran complejo es la Avenida de las Esfinges en su extremo opuesto al tramo que comienza en Luxor. Las esfinges con cabeza de carnero conducen hasta el primer pilono, la entrada propiamente dicha. Originalmente, esta enorme estructura que daba entrada al templo medía unos 40 metros de alto. En realidad está inacabada, tal como se aprecia en la diferencia de altura que existe entre ambos lados.

Karnak es más que un templo, es un espectacular complejo de santuarios, templetes, pilones y obeliscos dedicados a los dioses tebanos y a mayor gloria de los faraones. Todo aquí tiene un tamaño descomunal: el complejo mide 1,5 km por 800 m, suficientemente grande como para albergar diez catedrales, mientras que el primer pilón de la entrada es dos veces el del templo de Luxor. Durante el reinado de Ramsés III, 80.000 personas trabajaban en o para el templo, dándonos una idea de su importancia tanto espiritual como económica. Construido, ampliado, desmantelado, restaurado, agrandado y decorado durante casi 1.500 años, Karnak fue el lugar religioso más importante de Egipto durante el periodo tebano.

Karnak es enorme, pero sigue conservando la misma planta y estructura que otros más templos más pequeños: están construidos a lo largo de un eje; la entrada principal toma la forma de pilones que conducen a un patio circunscrito por una columnata y a una sala hipóstila. Las paredes llevan pomposas decoraciones en bajorrelieve, representando ritos del culto, actividades del faraón y a veces escenas más domésticas. Forman parte integral del edificio.

Y, tras atravesar un patio y el segundo pilono, llegamos a la gran estrella del complejo, los seis mil
metros cuadrados de la Sala Hipóstila: un total de 134 columnas forman esta maravilla en piedra que representa una lujuriante masa de papiros. Las doce columnas centrales alcanzan los 23 metros de altura y la circunferencia de sus capiteles es de 15 metros. En la base hay bloques tan gruesos que se necesitan más de 7 personas cogidas de la mano para rodear una de ellas. ¿Qué hay detrás de esta maravilla de la arquitectura, tanto desde un punto de vista espiritual como tecnológico?

Los faraones del Imperio Antiguo eran muy ricos, pero también disfrutaban de algo totalmente desconocido para Ramsés y su familia: seguridad. En aquellos primeros años de Egipto, el relativamente joven imperio estaba libre del peligro de invasiones y había otras señales que indicaban que los dioses estaban contentos. El Nilo fluía caudaloso y su crecida anual, rica en nutrientes, hacía que las granjas obtuvieran abundantes cosechas. Y como enlaces vivos con los dioses, los antiguos faraones se llevaban todo el mérito. La bonanza les permitía idear proyectos arquitectónicos increíblemente ambiciosos, se movilizaban ejércitos de trabajadores para construir las pirámides, los edificios más grandes de la Antigüedad. Pero aunque los faraones podían aprovechar y explotar la mano de obra de todo un Imperio, eran gobernantes remotos, nunca contemplados por sus súbditos.

La época de Ramsés fue muy diferente. La imagen decidida y divina del faraón de la época de las pirámides había desaparecido. Aunque seguía siendo un ser sagrado, en el Imperio Nuevo estaba algo más cerca de la tierra. Y Ramsés II lo sabía muy bien. El padre de Ramsés, Seti I, le preparó para este nuevo papel de faraón más expuesto, complaciente y accesible. En la época de Ramsés los faraones tenían que trabajar mucho más duro en las relaciones públicas, tenían que aparecer regularmente ante su pueblo y organizar ceremonias para que sus súbditos vieran que existían. Ramsés, como príncipe heredero, se ocupaba también de las tareas de faraón con su padre. Las pirámides formaban parte de una época muy distante, pero los edificios seguían siendo básicos para la autoridad del faraón y el simbolismo religioso era tan importante como siempre. En el Imperio Nuevo, Giza ya no era el centro del poder faraónico, que se había trasladado 650 km al sur, hasta Karnak, en el Nilo.

Al igual que las pirámides, las estructuras del templo tenían un poder sagrado, y ofrecían un camino
visible al más allá. Pero a diferencia de las elitistas pirámides, los templos de la época eran mucho más accesibles. Una de las primeras tareas de Ramsés junto a su padre, fue expandir este lugar religioso. Juntos crearon el mayor complejo de templos jamás construido, y lo coronaron con uno de los grandes logros de la ingeniería de la antigüedad: la Sala Hipóstila. Esta estancia formaba un camino intermedio entre los bulliciosos patios exteriores y las cámaras interiores, más sagradas y escondidas dentro de esa fantasía arquitectónica. Pero como los arquitectos del Imperio Antiguo, los constructores de Seti usaron métodos aparentemente sencillos para construir la sala.

Una vez que se hubo colocado la primera hilera de piedras del templo, se rellenó de arena la superficie interior. Los bloques de piedra de la segunda hilera fueron izados por medio de una rampa construida desde el exterior del edificio y, posteriormente, colocados en su sitio a través del terraplén. Luego, se añadió más arena hasta alcanzar la altura de los nuevos bloques y se continuó utilizando el mismo sistema hasta terminar los muros. Entonces, los obreros extrajeron la arena que cubría todo el templo y comenzaron a construir los muros de la fachada siguiendo el mismo sistema.

Posteriormente, se colocaron una serie de columnas de granito bastante labradas destinadas a sostener el techo. Cada una era colocada en su lugar por medio de cuadrillas de obreros que tiraban con cuerdas desde lo alto de los muros. Otra serie de obreros se encargaban de centrar las columnas, utilizando como palancas grandes estacas de madera. Cuando estuvieron colocadas en su sitio todas las columnas, se volvió a rellenar de arena todo el templo y se procedió a izar las grandes losas del techo por una rampa construida al efecto, arrastrándolas después por el terraplén hasta situarlas correctamente.

Una vez concluido el techo, comenzó a retirarse, por capas, el relleno, ya que era utilizado como plataforma por los artesanos que debían esculpir y pintar las paredes de revestimiento. Simultáneamente, otros artesanos se dedicaban a esculpir los capiteles de las columnas. El pavimento, que fue lo último en concluirse, se recubrió con losas de alabastro perfectamente talladas.

Igual que las antiguas pirámides, el templo de Karnak simbolizaba la búsqueda de la perfección y el
orden dentro del caos universal. La Sala Hipóstila, la gran obra de Ramsés, era la encarnación fosilizada de los mitos de tradición oral. Las grandes columnas que parecían plantas de papiro gigantes, representaban el pantano primigenio que cubría la tierra durante la creación.

Un significativo desarrollo en el culto al otro mundo, le daba a este edificio aún más valor. Cuando Ramsés heredó el trabajo de supervisar la decoración del interior de la Sala Hipóstila, continuaba un trabajo cósmicamente importante. El espíritu del faraón muerto ya no se alojaba en el corazón de una gran pirámide. Ahora brillaba desde todas las piedras y la pintura de las estatuas y los relieves. Los artistas hacían mucho más que decorar: estas imágenes transformaban la sala en una potente fuente de poder religioso y político. El futuro faraón comenzaba a crear su propia marca. Es en los templos donde el faraón proyecta su imagen, son los carteles donde puede publicitar su gloria y su fe en los dioses. En parte, intentaba también impresionar a los dioses, no solo al pueblo en general, así que tenía que satisfacer a dos públicos.

En tiempos de los faraones, esta sala estaba cubierta y todavía se pueden ver algunos de los dinteles que la sustentaban. El interior quedaba sumido en una semioscuridad acentuada por los rayos de luz que entraban por las enrejadas ventanas situadas a lo largo del pasillo central. Resulta fácil imaginar las procesiones de los sacerdotes avanzando por el recinto sagrado e incluso a los faraones deteniéndose a admirar los bajorrelieves que representaban a los dioses a su imagen y semejanza. Más allá, el complejo del templo se extiende hasta donde llega la vista.

Los egipcios no estaban interesados en experimentar con el espacio interior, y la vasta sala era meramente un “vestíbulo”, en el sentido de antesala. Más allá yace la cámara sagrada, el santuario, en comparación oscuro y estrecho, donde la residía el dios en forma de estatua alojada dentro de un sepulcro. Porque se creía que las deidades vivían en el sanctasantorum, donde solo el faraón y el sumo sacerdote podían entrar. Eran, pues, moradas de los dioses, no lugares de culto para el pueblo. La gente común no era admitida, pero en los festivales, que eran extremadamente elaborados, imágenes de los dioses eran llevadas fuera del templo para ser adoradas por la gente. Una vez al año, durante la época de inundaciones -cuando la gente no podía trabajar en los campos- la imagen de Amón salía de Karnak, pasaba por la vía ceremonial flanqueada por esfinges hasta el Nilo y embarcaba con gran esplendor hacia Tebas, realizando diversas paradas para visitar a otros dioses. Cantantes, danzarinas y músicas acompañaban el solemne cortejo. Mientras tanto, sus fieles le acosaban a preguntas, pronunciadas siempre por boca de los sacerdotes, sabios intérpretes de sus santas respuestas, que se manifestaban mediante las oscilaciones de la barca donde era transportado.

Pero también eran algo más que morada de dioses. En silencio, vago por el laberinto de patios, atravieso la extensión vacía del lago sagrado y, finalmente, llego hasta un pabellón desde el que puedo ver la totalidad de esta ciudad sagrada bañada en la luz rosada del atardecer. Multitud de edificios, estancias, obeliscos, estatuas, patios, salas, santuarios, capillas, almacenes... Los grandes templos, como los monasterios medievales, eran grandes unidades autónomas que contenían talleres de artesanos y escuelas. En el siglo XII a.C. el templo de Amón en Karnak empleaba alrededor de 10.000 personas, sin contar a mucha otra gente que, de forma más o menos directa, encontraba su sustento atendiendo las necesidades de los sacerdotes, escribas y artesanos a sueldo de Amón. Había una profesión en concreto que resultaba absolutamente fundamental para el funcionamiento, no sólo del templo, sino de todo el Imperio: el escriba.

No es casual que de entre todas las profesiones descritas en la famosa Sátira de los Oficios y donde
ninguna encuentra el más mínimo beneplácito por parte del autor, se cite la del escriba como la única apetecible. Dice el texto: “Os haré amar el oficio de escriba más que a vuestra madre, os mostraré sus bellezas. Es la más grande de todas las vocaciones, no hay ningún oficio como él en el mundo. Apenas un escriba ha empezado a crecer, cuando todavía es un niño, ya se le reverencia y se le envía como mensajero; no volverá para ponerse los faldellines de trabajo. El albañil construye, siempre en el exterior, expuesto al viento (…); sus brazos se hunden en el barro, todas sus ropas están manchadas (…) No hay ningún oficio en el que no se reciban órdenes, excepto el de funcionario; en ese caso es él quien ordena. El saber escribir os será más útil que cualquier otro oficio”.

Este escrito de la XII dinastía, también conocido por Enseñanzas de Jeti y que se utilizaba como
material de trabajo en las escuelas, nos revela dos características principales del escriba: la comodidad de su trabajo y su condición de funcionario, ya fuera al servicio de la administración o de un templo. En efecto, respetado y hasta adulado por todos, ejercía una profesión relativamente descansada, ajena a la rudeza de otros oficios, y con la cual podía ascender fácilmente en el escalafón social. Pero más importante que eso, el escriba constituía la amplia base del funcionariado en el antiguo Egipto, sin cuyo concurso todo se hubiera paralizado. Entre sus múltiples funciones, debía levantar actas de los juicios, anotar las entradas y salidas de mercancías en los almacenes estatales, vigilar el cobro de impuestos y contribuciones, redactar cartas y contratos a particulares, plasmar las leyes dictadas por el faraón y sus visires…

La élite cultivada de los escribas representa el alma del antiguo Egipto. Se dice que una imagen vale
más que mil palabras, y si eso es cierto nada mejor que recurrir a la famosa estatua El Escriba Sentado que se conserva en el Museo del Louvre. No son pocos los que han querido ver en esta obra maestra de la escultura el más fiel retrato del espíritu del Egipto milenario. Sus manos no enarbolan una espada, sino que sostienen un utensilio de escritura, símbolo que nos debería conducir a la siguiente reflexión: podemos imaginar un Egipto sin soldados, pero jamás sin pirámides, jamás sin templos y, desde luego, nunca sin jeroglíficos, lo que nos remite inevitablemente al pacífico escriba.

En cuanto a la casta sacerdotal, es casi un denominador común de todas las culturas antiguas –al menos en sus etapas más primitivas- la estrecha relación existente entre la política y la religión, hasta el punto de que la autoridad terrenal venía a simbolizar la voluntad divina. En este aspecto, resulta notorio el hecho de que en el antiguo Egipto al faraón se le considerara un auténtico dios. Pero además se daba la circunstancia de que tanto dioses como hombres estaban sujetos a un orden universal denominado maat, cuya conservación era la garantía del modelo social y político que regía la vida en las riberas del Nilo y del que tan orgulloso se sentía todo egipcio.

Todas las ceremonias, procesiones y ofrendas que se realizaban en los templos tenían por objeto la conservación de la maat. Pero como el faraón, en su calidad de rey-dios, era el último garante del equilibrio cósmico, se daba la extraña paradoja de que sólo sus oraciones y sus ofrendas eran verdaderamente eficaces. Sólo él tenía, por consiguiente, autoridad para ejecutar el ceremonial de culto, y por este motivo recibió, ya desde principios del Imperio Medio, el apelativo de Señor del Ritual.

En los relieves del interior de los templos resulta habitual encontrar representaciones del faraón consumando las ceremonias rituales prescritas por el culto. Sin embargo, como cabe suponer, el monarca no podía estar simultáneamente en todos los lugares donde, cada día, debían renovarse los curiosos protocolos que aseguraban el curso feliz del mundo. Y así, del mismo modo que en la administración del Estado se rodeaba de importantes funcionarios nombrados directamente por él, también para los asuntos de la religión elegía personalmente a los sacerdotes, que habrían de actuar exclusivamente como representantes suyos.

La comparación entre la administración pública y el edificio religioso resulta sumamente gráfica,
pues igual que el enorme aparato estatal requería incontables funcionarios, también los templos formaban fuertes núcleos de poder con múltiples ramificaciones, bajo cuyos tentáculos se cobijaba una ingente multitud de servidores. Entre esta muchedumbre se contaban escribas y médicos, artesanos que trabajaban en los talleres adscritos al templo, campesinos que labraban la tierra sagrada y auxiliares de todo tipo, así como cantantes, bailarinas y tañedoras de instrumentos.

El clero propiamente dicho ya era, en sí mismo, bastante numeroso. Los sacerdotes se podían casar y, por lo general, llevaban una vida no muy distinta a la de cualquier otro egipcio, si exceptuamos su destacada profesión. Exteriormente, una fina túnica blanca de lino y unas sandalias también blancas les distinguían del resto de la población. Pero lo más llamativo eran sus lustrosas calvas: la pureza que requerían para ejecutar su oficio les obligaba a depilarse cada dos días, incluyendo cejas y pestañas, “para que –según cuenta Herodoto- no pueda establecerse en los pelos ningún piojo o cualquier otro insecto”.

Tampoco podían mantener relaciones sexuales durante los periodos de culto –un mes de cada cuatro-,
ni entrar en contacto con mujeres menstruantes. En este aspecto no se diferenciaban gran cosa de los demás, pues en el antiguo Egipto, donde al parecer no existía el tabú de las relaciones incestuosas entre hermano y hermana, sí se consideraba impura la regla de la mujeres, hasta el punto de que los trabajadores eran dispensados de acudir al tajo durante los días de menstruación de sus esposas o hijas.

Subdivididos en múltiples categorías, los títulos y funciones de los sacerdotes resultaban muy variados. Si en principio los cargos que ostentaban dependían del rey, lo cierto es que con el tiempo sus titulares tendían a convertirlos en auténticas propiedades que, como la tierra, podían ser heredadas por sus sucesores. De hecho, y especialmente a partir de la XVIII Dinastía, ejercer la profesión de sacerdote ofrecía brillantes posibilidades de ascenso.

La jerarquía, que en su escalafón incluía sacerdotes lectores, puros, padres del dios y profetas –rango
que contemplaba incluso gradaciones como segundo profeta o primer profeta-, culminaba en la figura del sumo sacerdote, designado directamente por el faraón y que ostentaba títulos tan pretenciosos como Jefe de los Secretos del Cielo o Jefe de los Sacerdotes de Todos los Dioses del Alto y Bajo Egipto, título este último que implicaba auténtico poder político, sobre todo en los tiempos de mayor auge del culto a Amón, al final del Imperio Nuevo.

El sumo sacerdote resultaba escogido, por lo general, fuera de la jerarquía regular, y era el principal encargado de consumar el culto en representación del monarca. Para ello debía someterse antes a una escrupulosa limpieza y purificar su boca con una pequeña dosis de natrón, producto que, por cierto, se empleaba también en el proceso de momificación, así como para la limpieza doméstica en los hogares. Una vez aseado, y asegurándolo con la fórmula “Yo estoy limpio”, penetraba en lo más profundo del santuario. Aquí, lejos de la mirada de cualquier profano, desnudaba la estatua del dios al cual estaba consagrado el templo.

Milagrosamente, y tras una serie de abluciones mientras recitaba devotamente “Yo te aplico ungüentos para que aten tus huesos, para que unan tu carne, para que diluyan tus supuraciones”, el dios cobraba vida. Acto seguido, el sacerdote procedía a vestirle con adornos, ofrecerle aromáticos aceites y cubrirle con un manto rojo al tiempo que recitaba “Isis lo ha tejido, Neftis lo ha hilado”. Luego, y después de esparcir arena por el suelo, efectuar varias vueltas alrededor de la barca sagrada y limpiarlo todo con sumo cuidado, cerraba el tabernáculo y lo sellaba con la siguiente fórmula: “No entre el mal en este templo”.

El dios recibía asimismo, ricos manjares, que le eran presentados en una bandeja. Mediante una serie de palabras rituales, su grosera y mundana sustancia pasaba al mundo de lo invisible para así poder alimentar a la divinidad. Resulta obvio que los manjares en modo alguno se transformaban en comida divina, por lo que las abundantes sobras eran retiradas del altar tal y como habían sido presentadas. Ninguna contradicción hacía mella, sin embargo, en la inquebrantable fe de los fieles: ni cortos ni perezosos, procedían a llevar inmediatamente esos alimentos a la mesa de aquellos altos dignatarios que, gracias a sus donativos, habían sido admitidos en el interior del templo, y pronto eran engullidos por sus poco divinos estómagos (si resulta ingenuo o difícil de creer, pensemos que, al fin y al cabo, la transubstanciación de la Eucaristía católica parte de un principio semejante). Finalmente, lo realmente sobrante se repartía entre todo el personal del templo.

Al parecer, la creciente profesionalización del sacerdocio fue la causa de que la mujer, que en épocas
anteriores al Imperio Nuevo había ocupado cargos de auténtica sacerdotisa, acabara relegada a un papel meramente representativo en los templos, destinado a proporcionar mayor boato a las ceremonias públicas. Así, sus funciones consistían en deleitar al dios con “voz agradable”, aunque en Karnak existía personal femenino entre el clero. Las concubinas de Amón procedían de las clases altas de la sociedad o eran reclutadas entre las hijas y las esposas de los sacerdotes. Se cree que era de buen tono que las altas damas de la sociedad formaran parte del harén particular de Amón. Sin embargo, tal denominación no implica, pese a las apariencias, que estas encopetadas señoras fueran educadas como cortesanas.

Focos donde hallaban expresión místicas creencias, los templos del antiguo Egipto fueron, asimismo, tabernáculos de la ciencia. La mayoría de ellos disponía de una denominada Casa de la Vida, probablemente porque era donde se enseñaba medicina a los alumnos aventajados. Pero también era allí donde debían acudir los escribas para aprender el arte de la escritura y, sobre todo, donde se estudiaba y establecía todo lo referente a la complicada teología egipcia. Ciencia y teología no son precisamente dos disciplinas que se den la mano, pero en el mundo de la antigüedad, donde todo estaba aún por descubrir, ambas constituían las dos caras de la misma moneda. Religión y ciencia seguían, dentro de los muros de los templos egipcios, caminos entrelazados. Y parece que a ninguna les fue mal de ese modo.

El templo de Karnak constituye la máxima expresión de la búsqueda de la inmortalidad por parte de los antiguos faraones egipcios. En tanto que muestra de la arquitectura religiosa, es más representativo de la vida en el antiguo Egipto que las propias pirámides de Giza, ya que éstas, a pesar de sus impresionantes dimensiones, son meras tumbas de los últimos faraones del Imperio Antiguo. En cambio, la influencia directa del templo sobre la vida económica, social, religiosa y política del país, se extendió
durante más de 1.300 años.

Si, como Goethe sugirió, la arquitectura es música congelada, entonces Egipto ofrece algunas de las mejores sinfonías del mundo, composiciones de sobrecogedor genio. Como las grandes catedrales de Europa o los complejos religiosos mayas o jemeres, el templo de Karnak es una declaración espiritual, demostración en piedra de la existencia continuada de la afinidad del hombre con lo eterno.

Leer Mas...

sábado, 13 de agosto de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (y 3)


(Viene de la entrada anterior)

Dedico un largo rato a visitar el museo, observando piezas que encarnan el sincretismo cultural que tuvo lugar en aquellos lejanos siglos: pinturas murales de santos ojerosos, una representación de San Onofrio, desnudo y sólo cubierto por una larga barba que le llegaba a los tobillos; el bajorrelieve de una figura masculina desnuda portando un bastón en una mano y con la otra sujetando un racimo de uvas mientras un perro subido a su cabeza bebe de una especie de recipiente; un fragmento de un bajorrelieve del siglo IIII que muestra a Afrodita saliendo del mar, desnuda y con un colgante al cuello; sus facciones y grandes ojos, casi caricaturescos, no se parecen nada al arte romano del mismo periodo. En una estela funeraria de la misma época, un hombre vestido con una túnica permanece de pie entre dos columnas que soportan un dintel de cabezas de cobra; a su lado, un chacal representando a Anubis.

Es una época de transición, en la que el estilo romano se funde con la iconografía tradicional de la mitología egipcia. A esa influencia griega, romana y egipcia, se incorpora la de la floreciente comunidad cristiana, que hace uso de las mismas imágenes paganas para representar sus creencias. Así, un Heracles luchando contra el león de Nemea comparte espacio con dos pequeños Eros que, cumpliendo el papel de ángeles, sostienen un friso decorado con una cruz; o, en otra sala, un dios Pan, con su barba de chivo, grandes ojos y expresión pícara, que baila alegremente con una bacante, comparte habitación con una cruz en bajorrelieve del siglo VI tallada igual que un ankh egipcio, símbolo de la vida, coronada por un águila.

El arte religioso de los siglos siguientes mantiene su marcado carácter oriental: los frescos del monasterio de San Jeremías, en Saqara, muestran Cristos, vírgenes y ángeles, de tez pálida y expresión ojerosa. Cristo y María no se sientan en tronos, sino en grandes cojines al estilo oriental. Otra de las vírgenes se saca el pecho a través de un pliegue de su túnica púrpura para dar de mamar a su hijo, una representación muy inusual durante buena parte de la historia del arte sacro occidental. A medida que avanzo por las salas del museo, la iconografía pagana va difuminándose hasta desaparecer allá por el siglo VII. La persecución del paganismo y el auge del movimiento monástico imponen un arte ya totalmente religioso en el que dominan las figuras de ángeles, evangelistas, santos anacoretas y pioneros del monasticismo.

Pero aquí y allá resurge la tradición egipcia, resistiéndose a morir: un fresco del siglo VII en el que aparecen tres ratones caminando sobre sus patas traseras y sosteniendo diversos objetos simbólicos, como un estandarte, un cáliz, un rollo de papiro (la representación de animales actuando como seres humanos acumulaba una tradición milenaria en Egipto); tapices y bajorrelieves de los siglos V al VII mostraban centauros, cupidos, ninfas o figuras dionisiacas.

Y es que otra de las razones que explican la receptividad de Egipto hacia el cristianismo fue la resonancia que muchos de sus elementos hallaban en la antigua religión que había dominado las mentes y espíritus de los habitantes del valle del Nilo durante miles de años. El mito fundamental de Osiris, Isis y Horus podía ser interpretado como una alegoría de la Sagrada Familia: Isis se identificaba fácilmente con María y los parecidos entre Isis cuidando del niño Horus y la imagen cristiana de la Virgen y el Niño eran obvios. Los artistas cristianos primitivos que retrataban a la Virgen amamantando al niño Jesús se copiaron directamente de retratos paganos de Isis y Horus. El faraón como hijo encarnado de Dios se asemejaba al papel de Cristo; de la misma forma, las visiones cristianas del Último Juicio y la entrada a un Paraíso celestial o un Infierno subterráneo no eran nada nuevo para los egipcios. Incluso la doctrina de la Sagrada Trinidad, un concepto extraño para muchas culturas no cristianas, era fácilmente comprensible para los egipcios gracias a su costumbre de agrupar a las deidades en tríadas. Muchos otros paralelos, incluyendo el parecido entre la cruz cristiana y el símbolo egipcio del ankh, facilitaron la aceptación de la nueva religión. Y, sin embargo, mientras que las antiguas creencias proporcionaron un marco adecuado para la introducción del cristianismo, de forma sutil dejaron también su huella en aquél, al menos en las particularidades propias que se desarrollaron en Egipto mediante el sincretismo.

Aunque dejó pocos rastros en los registros históricos, el cristianismo había hecho grandes avances en Egipto hacia el final del siglo III, cuando las evidencias al respecto ya son abundantes. Las iglesias se levantaban en cada esquina del país, incluyendo los oasis occidentales, y se había establecido una jerarquía de obispos en la mayoría de las provincias, subordinados al Obispo de Alejandría. No existen suficientes datos que nos permitan estimar el número de cristianos existentes en Egipto en ese momento, pero probablemente eran todavía una minoría, pequeña pero muy dinámica. Las conversiones aumentaban de forma constante incluso aunque no resultaba nada fácil convertirse. Era necesario pasar por un periodo preliminar de instrucción antes del bautismo y la administración de la primera comunión. El aspirante debía permanecer por detrás y aparte del resto de la congregación durante los servicios religiosos. El cristianismo en Egipto era un compromiso que se tomaba muy en serio.

El cristianismo egipcio estaba también adquiriendo su propio lenguaje, escritura y liturgia, unos
desarrollos que al final servirían para hacer de la Iglesia Egipcia una entidad nacional. En el Egipto romano se usaban tres lenguas: el egipcio, el griego y el latín. De los tres, el latín era el que había tenido un impacto más superficial, quedando reservado sobre todo para asuntos gubernamentales. Nunca hubo un grupo amplio de hablantes de latín en Egipto. El griego tenía una implantación más profunda, en parte gracias a los siglos de gobierno ptolemaico y en parte porque el griego era el lenguaje de la administración, la cultura y el comercio del Mediterráneo oriental.

Sin embargo, la mayor parte de los egipcios seguían hablando egipcio. Aunque a comienzos de la edad imperial romana aún sobrevivían algunos artesanos capaces de tallar inscripciones jeroglíficas, casi todos los textos egipcios ya se escribían entonces en demótico; pero debido a que había poca gente alfabetizada, a que era difícil de leer y que la documentación oficial y de negocios había de escribirse en griego, el demótico también comenzó a experimentar un declive en su uso. Aparte de algunos graffiti en Filae, en la frontera sur de Egipto, no hay textos demóticos después de mediados del siglo III. Así que en el país se hablaba el egipcio, pero no se podía escribir, una situación que se prolongó dos siglos. La solución se encontró en el desarrollo de la escritura copta.

La mayoría de los egipcios nunca aprendieron griego, pero esa lengua afectó a cada aspecto de
sus vidas, así que era natural para ellos, a falta de una escritura para su propio lenguaje, intentar escribir palabras egipcias con letras griegas. Fueron los clérigos egipcios, que sabían hablar y escribir griego, los que tomaron la iniciativa de establecer un sistema que permitiera usar el alfabeto griego para representar sonidos egipcios, añadiendo siete letras nuevas que representaran aquellos sonidos para los que no existían signos. La lengua egipcia escrita en este “nuevo” alfabeto es lo que llamamos copto. Aunque el egipcio había continuado evolucionando con el paso de los milenios, el copto es el descendiente directo de aquella lengua hablada por los faraones. Cuando escuchamos la liturgia copta, oímos el eco del Antiguo Egipto. Muchos nombres de personas populares entre las familias coptas de Egipto son palabras muy antiguas. Pronto, la Biblia se tradujo al copto y en esa escritura se compusieron nuevos trabajos píos. Los servicios religiosos se hacían en copto y los evangelios podían ser predicados al pueblo en su propia lengua.

La rápida expansión de la Iglesia por todo Egipto y el Imperio Romano llamó la atención del
gobierno. Aunque los romanos eran habitualmente muy tolerantes con otras religiones y a menudo las integraban en su vida civil, el cristianismo tenía algunas características inquietantes para ellos. Para empezar, era como una sociedad secreta, algo que siempre ponía nerviosos a los romanos; y aún peor, los cristianos se negaban a reconocer la religión oficial, cuya observancia se identificaba con la lealtad al emperador y al propio Estado. Comenzaron a circular rumores sobre orgías y canibalismo… La respuesta romana fue la persecución, esporádica y a menudo localizada, alternando con largos periodos de tolerancia, pero devastadora cuando se llevaba a cabo con denuedo. A los cristianos perseguidos se les daba una oportunidad de salvar el cuello renegando de su religión o haciendo un sacrificio público simbólico a los dioses; aquellos que rechazaban la oferta, eran torturados y condenados a muerte, convirtiéndose en mártires o testigos de la fe.

Egipto también sufrió la ola de persecuciones que barrió el imperio durante el corto gobierno de Decio. Muchos fueron martirizados mientras que otros, como Origen, cabeza de la Escuela de Catequesis de Alejandría, fueron torturados y luego liberados. Después de que Decio muriera mientras luchaba contra los godos en la frontera del Danubio en 251, su sucesor Valeriano continuó la persecución, pero el siguiente emperador, Galieno, emitió un edicto de tolerancia. Mucho peor fue la Gran Persecución iniciada por Diocleciano, un acontecimiento de tanta importancia para el cristianismo egipcio que en el calendario copto, la “Era de los Mártires” no comienza con el nacimiento de Cristo, sino en 284 d.C., el primer año del reinado de Diocleciano.

Diocleciano, que había participado en campañas en Egipto, desató esta ola de violencia en 303. El prefecto de Egipto, Sosiano Hierocles, puso un especial celo en la tarea y la lista de víctimas crecía rápidamente. Eusebio, autor de la influyente “Historia de la Iglesia”, fue un testigo directo:

Estábamos allí y vimos muchas ejecuciones, algunas por decapitación, otras en la pira, tantas que el hacha del verdugo se desgastó, melló y rompió en pedazos; los verdugos estaban tan agotados que tuvieron que hacer turnos. Y sin embargo, siempre vimos el celo más maravilloso y un poder y una impaciencia verdaderamente divinos en aquellos que creían en Cristo. Tan pronto como el primer grupo era sentenciado, otros acudían rápidamente al tribunal y se proclamaban cristianos, haciendo caso omiso del horror y la tortura, hablando con valor y compostura sobre su religión y el Dios del universo. Recibían sus sentencias de muerte con alegría, risa y felicidad, cantando himnos de gratitud a Dios hasta su último aliento”.

Hoy los llamaríamos fanáticos, sin duda, y los miraríamos con recelo y temor. Algo parecido les debió suceder a los romanos, aunque otros se sintieron impresionados y atraídos por semejante fe y devoción.

Se desconoce el número de cristianos torturados, mutilados y ejecutados en Egipto durante la Gran Persecución. Las cifras coptas, que pueden ser del orden de cientos de miles, son sin duda exageradas, pero no hay duda de que el sufrimiento y las matanzas fueron generalizados y terroríficos. Y, sin embargo, en lugar de erradicar el cristianismo en Egipto, Diocleciano lo imprimió a fuego en el alma del país.

La persecución de Diocleciano fue de lejos la más importante, pero también la última. La suerte de los cristianos dentro del Imperio Romano cambió de manera bastante repentina. La Gran Persecución fue finalizada por uno de los sucesores de Diocleciano, Galerio, en su lecho de muerte en 311. Unos años más tarde, el emperador Constantino, mientras se hallaba en campaña para controlar el gobierno del Imperio, tuvo una visión previa a una decisiva batalla en la que obtendría la victoria. Con el Edicto de Milán, en 313, otorgó a los cristianos libertad de culto, restaurando los bienes de la iglesia y permitiendo a los fieles celebrar públicamente sus liturgias. Fue la primera de una serie de manifestaciones imperiales de apoyo al cristianismo. Con la excepción del emperador Juliano (361-63), que intentó revivir el paganismo durante su breve reinado, el resto de los emperadores a partir de Constantino fueron cristianos. El camino estaba abierto para que el cristianismo prosperara en el interior del imperio y, especialmente, en Egipto. La cifra de cristianos en este país a finales del siglo IV d.C. es del 90%, aunque probablemente un 50% se acerque más a la realidad. Sean cuales sean las cifras que se tomen, el incremento fue rápido y sustancial, haciendo del cristianismo la religión más importante de Egipto.

Los logros del cristianismo egipcio son muchos, como la vida monástica, pero merecerían un
estudio más profundo que el breve comentario que hago aquí. Aunque mi viaje por el país del Nilo se centraría principalmente en el Egipto faraónico, me iría encontrando aquí y allá con las huellas de los cristianos, unas veces como minoría asediada por los musulmanes fanáticos, otras en el papel de agresores, especialmente en la antigua Alejandría. Su importancia en el desarrollo del cristianismo tal y como lo conocemos hoy es a menudo desconocido para el creyente, que piensa en Egipto como una nación musulmana casi desde la noche de los tiempos.

Sin embargo, fue Egipto el que proporcionó la matriz teológica para la formación del Nuevo Testamento, un proceso que se desarrolló durante dos siglos tras la muerte de Cristo. Los primeros cristianos se apoyaban en los Salmos y otros elementos del Antiguo Testamento para sus servicios religiosos, pero además de eso y desde finales del siglo I, existían una amplia variedad de textos circulando entre la comunidad: evangelios, compilaciones de dichos y máximas de Jesús y los Apóstoles, cartas… Algunos se incorporaron más adelante al Nuevo Testamento canónico, pero había muchos otros, algunos con un contenido asombroso que apuntaba ya a una gran diversidad dentro de este cristianismo primitivo, tal y como ha venido revelando la mencionada biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La presión uniformadora exigía un cuerpo canónico de textos. La élite clerical egipcia jugó un papel importante a la hora de decidir qué incluir y qué dejar fuera o incluso suprimir (por ejemplo, el Evangelio de Santo Tomás). La primera lista de libros del Nuevo Testamento tal y como la conocemos, también proviene de Egipto.

Gran parte de la doctrina cristiana fue forjada en Egipto. La influencia de la tradición filosófica del
Museion alejandrino es evidente en el pensamiento cristiano primitivo. En la segunda mitad del siglo I, los cristianos fundaron una Escuela de Catequesis en Alejandría. Uno de sus primeros directores fue Clemente (150-216), un converso al cristianismo con profundos conocimientos de literatura griega. Aunque sus escritos subrayaban la superioridad de la filosofía cristiana sobre la griega, su bagaje clásico le hizo apreciar la necesidad de continuidad con el pasado y se le llegó a considerar como demasiado “contaminado” por el clasicismo. Su sucesor fue Origen, Padre de la Iglesia y prolífico teólogo. Origen fue el primero en clarificar principios dogmáticos como la naturaleza de Dios y Cristo, el alma y la salvación. Las ideas que salieron de la Escuela de Catequesis se extendieron por todo el Imperio Romano y más allá.

Con el crecimie
nto de la iglesia en número y organización, cobró fuerza la ortodoxia, literalmente “creencia correcta”, la convicción de que existe sólo una fe verdadera cuyos principios pueden ser establecidos, y que no existía la salvación fuera de ellos. Estos principios eran universales y cualquiera que los desafiara era considerado hereje y expulsado de la Iglesia. Las disputas sobre los dogmas podían revestir proporciones titánicas, especialmente cuando intervenía la autoridad imperial. Si a la explosiva mezcla se añadían los componentes étnicos y nacionalistas, podía suceder de todo y nada bueno y Egipto fue el centro de algunos de estos desgarradores conflictos, en los cuales tampoco podemos profundizar mucho a riesgo de desviarnos demasiado.

Además de arte en forma de representaciones pictóricas o escultóricas, el museo exhibe otras piezas interesantes que van desde los instrumentos musicales hasta la vestimenta (en una vitrina conservan tres magníficas túnicas bordadas de la época bizantina con sus correspondientes zapatos). El museo en sí deja mucho que desear en cuanto a exhibición: las salas suelen estar mal iluminadas, el etiquetado es mediocre y la disposición algo caótica. Aunque se trata de un edificio grande y espacioso, con excepción de algunas salas que cuentan con un extraordinario trabajo de artesonado, es bastante soso, siniestro e incluso deprimente. Sí que es de justicia destacar las magníficas balconadas en celosía.

Cuando finalizo en el museo, regreso a las cercanas calles del barrio copto. Pero no me quedo mucho: el lugar hierve ahora de turistas alemanes de autobús que han tomado por asalto las iglesias, sin saber que hace solo unas horas, esas estancias oscuras y desiertas estaban iluminadas y llenas de vida. El barrio es un lugar de encuentro, social y religioso, no residencial. Si no se acude el día y las horas correctas, lo más probable es que uno se lleve la impresión de estar en una zona fantasma.


El legado cristiano en Egipto está desapareciendo. Su extraordinario papel en el desa
rrollo del cristianismo tal y como hoy lo entendemos es ignorado por la mayoría de los creyentes del resto del planeta, que además no demuestran interés alguno en saber de las dificultades y amenazas a las que tienen que hacer frente los herederos de aquellos primeros seguidores de Cristo. El barrio copto de El Cairo es un mundo oculto, hasta hermético, para el visitante extranjero. Pero es de justicia aprender y reconocer la deuda que nuestra cultura e historia tiene con sus últimos representantes.
Leer Mas...

martes, 26 de julio de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (2)


(Continúa de la entrada anterior)

En la Iglesia y el convento de San Jorge las banderas egipcia y griega ondean juntas. Un llamativo cartel anuncia que la institución recibe ayuda financiera de una organización denominada Hellenic Aid. Después de 2.300 años, los lazos entre Grecia y Egipto tendidos por Alejandro Magno no habían desaparecido tras siglos de revoluciones históricas, culturales y religiosas. El edificio del convento es de sólida piedra y aspecto austero en el que destacan ciertos detalles un tanto llamativos, como una balconada que sobresale de un amplio arco cerrado por lo que parece un iconostasio de piedra. Unas relucientes escalinatas conducen hasta la iglesia ortodoxa, de forma circular y coronada por una gran bóveda rematada por una cruz que reafirma su identidad cristiana en el mar de minaretes que la rodean. El interior, forrado de mármoles, no reviste demasiado interés aparte de su inusual forma circular.

También aquí hay más animación fuera de la iglesia que dentro. Rodeada de un agradable espacio con árboles y bancos y aislada del tráfago circulatorio de la metrópoli, ha trascendido su papel de receptáculo de ceremonias religiosas para convertirse en punto de encuentro social. En este sentido, no se diferencia mucho de las mezquitas, donde la gente acude tanto para relacionarse como para atender a la oración del viernes.

Igual sucede en la Iglesia Colgante o Iglesia de la Escalera. Atravieso un porche flanqueado por modernos mosaicos naif de brillantes colores que representan escenas bíblicas, quizá un recordatorio de la antigua tradición artística bizantina. Entro a continuación en el silencio de un estrecho patio, desde el cual 29 escalones llevan a las puertas de madera que constituyen la entrada de la Iglesia copta, una de las más antiguas de Egipto, construida probablemente en el siglo VII. Muchos de sus tesoros se pueden contemplar hoy en el cercano Museo Copto, incluyendo la primera reliquia encontrada en la parte más vieja de la iglesia –un dintel de madera tallada del siglo V representando la entrada de Jesús en Jerusalén.

En el ajetreado interior, popes y fieles se mezclan tras el servicio que acaba de concluir, grupos
de chicas pasan a las capillas laterales para rezar o se entretienen hablando en voz baja. Enseguida llama la atención un púlpito elevado de mármol del siglo XI. Si se observan de cerca las 13 columnas que soportan dicho púlpito, se verá un símbolo habitual en las iglesias coptas: una es negra, representando a Judas, otra gris para el inseguro Tomás y los otros once son blancos, representando a Jesús y los apóstoles más devotos.

Murales y paneles de madera cubren los muros y las velas parpadean en el extremo oriental de la iglesia, donde los altares están dedicados a San Jorge, la Virgen María y San Juan Bautista. Una pequeña puerta de madera de pino finamente trabajada en la nave sur lleva a una pequeña capilla y un baptisterio de granito rojo, la parte más antigua de la iglesia. Una pintura de la Virgen cerca de la entrada te observa caminar, sus ojos siempre siguiendo a sus fieles devotos.

Paso un par de horas recorriendo las calles empedradas, flanqueadas por los muros de iglesias y conventos. Algunos callejones han sido tomados por vendedores de estampas de santos y beatos, que con sus hábitos negros y sus austeras miradas, no inspiran sentimiento bondadoso alguno. A su lado cuelgan láminas con reproducciones kitsch de motivos milenarios, como la Virgen y el Niño o el Cristo Redentor.

Paso a continuación a visitar el Museo Copto. En la entrada aún se pueden ver las rampas de acceso al antiguo cuartel fortificado de la guarnición romana. La presencia militar romana en Egipto constaba de tres legiones. Una estaba estacionada en Alejandría, otra en Tebas y una tercera tenía su cuartel general fortificado en Babilonia (no confundir con la ciudad de Mesopotamia), en el actual Cairo, justo donde yo me encuentro. El acceso al museo está fuertemente controlado por la policía, otra señal de que no todo va bien en la convivencia de los egipcios.

Un amplio patio precede a un edificio en el que se custodia una considerable colección de piezas de enorme valor que atestiguan la historia del cristianismo egipcio, uno de los más antiguos del mundo.

La importancia de Egipto en el desarrollo del cristianismo a menudo se infravalora -cuando no se
ignora directamente- por parte de los propios cristianos. Egipto fue uno de los primeros y más fértiles campos para la conversión y la fundación de instituciones de esa religión. La mayor parte de la ortodoxia cristiana fue fijada en Egipto, en sus escuelas de catequesis en Alejandría, y en las amargas disputas teológicas como las de san Atanasio y Arrio sobre la naturaleza de Cristo, o entre Cirilo y Nestorio sobre la naturaleza de María. El Credo de Nicea (que reza “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,…”) fue compuesto por religiosos egipcios. El Nuevo Testamento en su forma canónica fue por primera vez compilado en Egipto. Lejos de ser una filial exótica y aislada, Egipto fue una incubadora primero, y un pilar luego, de la Iglesia Cristiana.

Aunque Egipto sería posteriormente tierra musulmana, una fuerte minoría cristiana ha pervivido hasta hoy y forma parte integral de la vida egipcia. La tradición y experiencia coptas forman parte de las bases de la conciencia nacional. Las palabras “copto” y “Egipto” provienen ambas del antiguo Hikaptah (“Casa del Espíritu de Ptah”) egipcio a través del griego Aigyptos. Durante los primeros siglos del Islam, los árabes se referían a Egipto como Dar al-Qibt, “la morada de los coptos”.

De acuerdo con una tradición muy querida por los cristianos egipcios –aunque puesta en tela de juicio por los historiadores- el cristianismo fue traído a Egipto durante el reinado del emperador romano Nerón por San Marcos, quien fue martirizado en Alejandría. De hecho, poco se sabe sobre el desarrollo del cristianismo en Egipto durante los primeros tres siglos de nuestra era, pero su mensaje obviamente fructificó en la fértil tierra del valle del Nilo, penetrando primero en las ciudades gracias a las comunidades judías que en ellas residían, e irradiándose luego al campo. Para cuando el cristianismo comenzó a despuntar en la Historia, a finales del siglo III, ya era una religión dinámica, una fuerza creciente en Egipto. Una vez más, la afirmación de Herodoto de que los egipcios eran el pueblo más religioso de la Tierra, parece que se cumplía.

Las condiciones en el Egipto romano tardío eran favorables a la extensión de una nueva religión como el cristianismo. Las turbulencias del siglo III habían afectado mucho a un pueblo, los egipcios, que valoraba tanto el orden. Justo cuando los gobiernos fracasaban a la hora de atender las necesidades materiales de la sociedad, también lo hacían, en el ámbito espiritual, los sistemas religiosos existentes. ¿Hacia dónde se iban a dirigir en un mundo que se había convertido en un torbellino impredecible?

Las élites podían encontrar consuelo en las religiones mistéricas que proliferaron durante la Antigüedad tardía: los cultos a Isis, Mitra y otros, presentes no sólo en Egipto, sino en todo el Imperio. El atractivo de estas religiones era que afirmaban revelar el significado oculto que yacía tras las cambiantes apariencias de la vida. Aquellos con educación también tenían a su alcance el Neoplatonismo, que floreció en Alejandría, con su mezcla de filosofía, misticismo e incluso magia. A través de la magia uno podía vivir la ilusión de tener el control, doctrina que un filósofo neoplatónico expresó como “Yo no voy a los dioses. Los dioses vienen a mí”.

Otro fenómeno religioso, el Gnosticismo, ofrecía una experiencia directa de Dios a través del conocimiento (gnosis) de Él. De acuerdo con los gnósticos, el yo humano era una chispa del mundo espiritual atrapado en un cuerpo material que podía ser trascendido. El descubrimiento de una biblioteca gnóstica del siglo IV en Nag Hammadi en 1945, un hallazgo de la importancia de los manuscritos del Mar Muerto de Palestina, ha proporcionado un nuevo punto de vista no sólo del gnosticismo sino también del cristianismo primitivo.

El Maniqueísmo, una religión procedente del Imperio Persa, llegó a Egipto antes del final del siglo
III y encontró muchos seguidores, la mayor parte en el Medio y Alto Egipto. Los maniqueos creían en una dualidad subyacente, una lucha permanente entre las fuerzas opuestas del bien y el mal, una visión del universo que tenía sentido en los problemáticos tiempos del final del Imperio Romano. El hermetismo les ayudaba a conformar un espíritu de grupo alrededor de unos conocimientos y verdades eternas que creían dimanar de la más remota antigüedad. Los horóscopos, antes una rareza en Egipto, se hicieron populares durante los primeros siglos de la era cristiana al haber tanta gente inquieta y ansiosa por echar un vistazo al incierto futuro.

Todas estas fuerzas y creencias dejaron su huella en Egipto, pero la religión que echó raíces y dominó la tierra del Nilo durante varios siglos fue el cristianismo. Éste también ofrecía consuelo durante las crisis: a los que sufrían les regalaba el amor de Dios y la promesa de la justicia final y la recompensa de una vida eterna, tan importante ésta en la tradición egipcia. Pero los beneficios del cristianismo eran prácticos además de espirituales: un sentido de camaradería, de pertenencia a un grupo con un fuerte sentido identitario, una red de apoyo en tiempos difíciles y camaradas en los que podías confiar a la hora de llevar a cabo los ritos funerarios adecuados cuando llegara el momento (algo que también tenía excepcional importancia para los egipcios).

A medida que los impuestos, las exigencias oficiales y la conscripción se hicieron más y más opresivos, un creciente número de egipcios dejaba sus hogares y aldeas para encontrar refugio en las incontables tumbas y cavernas que horadaban las colinas del valle del Nilo. Huir de las vicisitudes de este mundo estaba sólo a un paso de contemplar los beneficios del siguiente. Esta fue la génesis del movimiento anacoreta, una de las muchas contribuciones que Egipto hizo al desarrollo del cristianismo.

(Continúa en la entrada siguiente)

Leer Mas...

lunes, 18 de julio de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (1)


Egipto era territorio cristiano bajo el gobierno bizantino cuando fue conquistado por Amr ibn al-As, general del califa Omar. Los conquistadores musulmanes, unos 4.000 jinetes, cruzaron el Sinaí y entraron en Egipto a través de Gaza, y entre 639 y 641 el país fue definitivamente. Para el año 710, el árabe ya era la lengua oficial de la administración, pero la conversión religiosa al Islam se produjo más lentamente: en 725, casi cien años después de la conquista, alrededor del 98% de la población era aún cristiana. Los árabes se asentaron en el este del delta del Nilo y los siguientes gobernadores fueron trayendo sus propios ejércitos, cuyas tropas se establecieron en el país, casándose y comprando tierras. Esta colonización árabe de Egipto y los matrimonios con mujeres locales jugaron un papel determinante en la conversión, pero igualmente relevante fue la discriminación religiosa y los impuestos que recaían sobre los no musulmanes; así, en 1300, de acuerdo con el historiador egipcio Vatikiotis, “Egipto se había convertido en el más poderoso centro de poder y civilización Islámicos”.

En el período bizantino, El Cairo no era más que una pequeña fortaleza ribereña de escasa importancia que defendía la ruta que iba desde Alejandría a las ciudades que quedaban río arriba. La llamaban, la Babilonia de Egipto. Los musulmanes convirtieron esta fortaleza, hasta entonces sin importancia, en la primera ciudad de Egipto, y los cristianos nunca constituyeron un elemento tan dominante en la población de El Cairo como lo habían sido en Alejandría. En realidad, hasta el siglo XI, el Patriarca copto no se dignó trasladar allí su catedral desde Alejandría (reducida ya por entonces a poco más que un pueblo de pescadores). Hoy, El Cairo cuenta con una numerosa población copta, quizá unos cuatro millones del total de nueve (el 10% de los 85 millones de habitantes de Egipto son cristianos), pero se hallan dispersos en los barrios más pobres, precisamente donde quiso el destino que vivan también las facciones islámicas fundamentalistas más violentas.

El estilo de la ciudad cambia radicalmente en este barrio. La puerta de acceso al recinto amurallado, en parte de la época romana, conduce a un laberinto de callejuelas, en buena medida reconstruidas con dudoso gusto y que a primeras horas de la mañana todavía están desiertas. En este pequeño universo cristiano, me detengo en primer lugar en el escondido edificio que constituye la excepción: la sinagoga de Ben Ezra. Cuando en el 587 a.C. Nabucodonosor II conquistó Jerusalén, exilió a Babilonia a miles de judíos, pero muchos otros consiguieron escapar y llegar a Egipto, formando el núcleo de lo que sería una gran comunidad judía.

Tras la invasión musulmana, en general, la política fatimida hacia los dhimmis (cristianos y judíos) fue bastante tolerante, llegando incluso a apoyarlos en ciertas ocasiones. Muchos cristianos ocupaban buenos puestos dentro del gobierno y tenían cierto peso dentro de la sociedad, aunque fue precisamente a comienzos del periodo fatimida, en el siglo X, cuando los cristianos dejaron de ser mayoritarios en Egipto. Por su parte y al mismo tiempo, los judíos vivieron lo que probablemente fue su época dorada. Una comunidad judía, la mayor de Egipto desde la caída de Alejandría en manos árabes, se desarrolló en Fustat, cerca del antiguo Cairo, donde la sinagoga de Ben Ezra se había fundado en tiempos de los tulúnidas, en el siglo IX. “Los judíos que viven aquí son muy ricos” escribió Benjamín de Tudela en 1170. Fustat se convirtió en el centro judío de toda la zona, incluidas Palestina y Siria.

Gracias a la comunidad judía de Fustat disponemos de una excelente fuente de conocimiento de
la vida cotidiana en el Egipto medieval en la época fatimí. En la sinagoga de Ben Ezra había un "genizah", una palabra que se puede traducir libremente como “cofre”, en cuyo interior se guardaban antiguas y gastadas biblias hebreas junto a otras obras religiosas, ya que iba contra la ley destruir un documento que contuviera el nombre de Dios. Así, con el paso de los siglos, rollos y códices fueron introducidos en esa arca. El criterio sobre lo que debía guardarse y lo que no fue flexibilizándose cada vez más, por lo que acabaron conservándose una amplia variedad de documentos que no sólo tenían contenido religioso: matrimonios, divorcios, negocios, magia, medicina, educación… todo aquello importante para la sociedad no sólo hebrea, sino egipcia. A menudo los documentos hablan con voces muy personales: “Dios lo sabe, los precios son tan impredecibles estos días…” se queja un hombre de negocios; mientras que una esposa frustrada se queja de que su marido no ha tenido sexo con ella durante nueve meses: “Soy una mujer sedienta; el hombre es un inútil. Dejen que se separe, anulemos el matrimonio”.

Aunque ya no está abierta al culto, un policía examina las bolsas de los visitantes, que además
deben pasar por un arco detector; triste recordatorio del deterioro de las relaciones entre comunidades. Parte vital de la sociedad egipcia durante más de dos mil años, pocos judíos quedan en Egipto, y aquellos que aún sobreviven son casi invisibles. Muchos se marcharon tras la fundación del Estado de Israel, otros lo hicieron tras las diferentes guerras entre Egipto y su vecino judío. Este éxodo moderno es doblemente trágico porque no sólo privó al país de un valioso recurso nacional, sino que llegó en el momento en el que los judíos egipcios estaban a punto de alcanzar una paridad de estatus con las poblaciones cristiana y musulmana.

En la sinagoga se exhiben piezas de mármol y diversa decoración simbólica. Su forma es la de una iglesia, con tres naves, un piso superior soportado por arcos de medio punto al estilo árabe y unos techos de elaborado trabajo en madera. Los muros están adornados por paneles de madera con incrustaciones de marfil, elementos que, junto al alabastro, forman parte del "altar".

Dentro de los límites del barrio copto se esconden buen número de las iglesias cristianas de la ciudad. En una de ellas se estaba celebrando un oficio y aunque un barbudo celador me impide la entrada por mi condición de turista curioso, sí puedo permanecer en el umbral y observar con atención. Es aquí, próximo a las raíces geográficas y temporales del cristianismo, cuando mejor se percibe lo mucho que liga a esta religión con Oriente y cómo y en qué medida Occidente ha ido modificando esos orígenes. Por ejemplo, aquí existe una estricta separación de sexos, algo que no proviene de la influencia islámica, sino del cristianismo original: las mujeres ocupan un lado del pequeño templo y los hombres el otro; ellas llevan el cabello cubierto por un pañuelo, siendo el color preferido el blanco con bordados de cruces o santos. El cántico que entonan es inequívocamente oriental en su ritmo, cadencia y melodía. En un extremo, las chicas más jóvenes encienden una vela y la sostienen frente a un icono de la Virgen mientras rezan una plegaria. Los sacerdotes visten de blanco; una decena de ellos se sientan alrededor del principal oficiante, un rechoncho egipcio tocado con una especie de mitra blanca.

El acta de nacimiento de la Iglesia ortodoxa copta data del Concilio de Calcedonia, cuyas conclusiones rechazaron los fundadores. Así, está también catalogada como “anticalcedonia” y “monofisita”. El patriarcado de Alejandría, que sitúa su origen en San Marcos, surgió de esta querella, y la inmensa mayoría de la población egipcia siguió a los secesionistas. El patriarca copto de Alejandría y de toda África (actualmente Shenouda III, elegido en 1971), está a la cabeza de unos 16 millones de fieles en todo el mundo, la mayoría en Egipto.

La diferencia entre las cifras oficiales y las estimadas por la propia comunidad copta es llamativa. Y es que el “peso” demográfico de las “minorías” es un tema extremadamente sensible en los países de Oriente Medio, y todo el mundo hace trampas. Los interesados tienen tendencia a inflar las cifras, el Estado a reducirlas. Se cree que un árabe de cada tres es egipcio. Los coptos, cuya diáspora alcanza a un millón de personas, se han implantado en Sudán, al menos desde el siglo XIX, pero también desde el XX en Europa y América del Norte.

De la iglesia parece quedar poco que sea original. Los muros carecen de encanto y no tienen decoración. Sólo las antiguas columnas del siglo IV o V, coronadas por capiteles con hojas de acanto, dan testimonio de su edad. Tiene una atmósfera vieja y descuidada que la diferencia del buen estado en el que suelen encontrarse todas las mezquitas del país.

La iglesia ortodoxa de Santa Bárbara es un edificio de exterior anodino y sin gracia; lo único que llama la atención son las ventanas trabajadas en delicada tracería con cruces insertas y que evidentemente proceden de una construcción más antigua. En su interior, entre cánticos e incienso, se celebra otro servicio, pero con un aire mucho más informal. Las puertas están abiertas, los niños juegan en el exterior y los fieles permanecen en pie puesto que no hay bancos. Los más jóvenes entran y salen continuamente, impacientes ante la larga duración de las ceremonias ortodoxas.

La Iglesia griega ortodoxa es la heredera por línea directa de Bizancio. Rechazó las tres primeras grandes herejías: el arrianismo, el nestorianismo y, por último, el monofisismo. En 1054 se separó de Roma a causa de una excomunión recíproca. El Patriarca de Constantinopla negaba que, en las relaciones entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo procediera del Padre y del Hijo.

Solo en Oriente, la Iglesia ortodoxa griega cuenta con cuatro Patriarcas: el patriarca ecuménico de Constantinopla, con sede en Fanar, en la ribera del Cuerno de Oro, en Estambul; el patriarca de Alejandría de Egipto (sin poder sobre la Iglesia copta monofisita y ampliamente mayoritaria); el de Jerusalén, y el de Antioquia, con sede en Damasco. El patriarca ecuménico de Constantinopla no es más que un “primus inter pares” y no dispone de los mismos poderes que el papa sobre los obispos latinos. Las ceremonias obedecen a la liturgia bizantina y tienen lugar en griego y árabe.

Por contraste con las “Iglesias importadas”, la Iglesia griega ortodoxa se afirma, especialmente,
en Levante, como Iglesia autóctona y, a pesar de que su jerarquía haya sido helena durante largo tiempo, como Iglesia de los Árabes. Está implantada sobre todo en Siria, en el Líbano, en Jordania, en Irak, en Palestina y en Israel. Cuenta con setecientos u ochocientos mil fieles, es decir, por lo menos el 14% de la población cristiana del mundo árabe, y cuatrocientos mil en ambas Américas y en Europa. La comunidad ortodoxa griega goza de prestigio gracias a sus orígenes imperiales.

En la iglesia ortodoxa de San Jorge, la atmósfera está cargada de incienso y los detalles se perciben a través de una bruma blanquecina. A ese ambiente espiritual se une la luz que atraviesa las vidrieras superiores, difuminándose entre las nubes plateadas de las esencias. También hay misa, pero esta parece ser mucho más popular y concurrida que las coptas. De hecho, el templo está lleno. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, muchos de los fieles son gente joven.

Y otro rasgo más de sincretismo religioso: una gran cantidad de gente se descalza al entrar, como
sucede en las mezquitas o los templos hindúes. El canturreo se me hace inacabable mientras los popes dan la comunión, ceremonia acompañada por el estruendo de una especie de platillos metálicos. También la gente entra, sale, conversa... no es un ambiente rígido y respetuoso en el sentido occidental. Algunos fieles se acercan a los cuadros colgados de las paredes, en los que aparecen representados con chillones colores santos ortodoxos, y los tocan devotamente para llevarse luego la mano a la boca. Al finalizar el servicio, muchos hacen fila para recibir la bendición del pope. En el patio trasero del convento, unos sucios bancos de madera pintada de blanco sirven de lugar de reposo a familias, parejas y grupos de amigos (nunca mixtos), que se toman un te o un pan de pita relleno de verduras.

El barrio copto es mucho más que un barrio monumental. De hecho, su lado artístico o arquitectónico ofrece poco en comparación a su vertiente humana; pero para contemplar ésta es necesario acudir en día festivo, cuando las calles y templos, las plazas y rincones, sirven de lugar de encuentro a toda una comunidad que durante la semana vive dispersa, aislada e incluso oculta, pasando deliberadamente desapercibida en un país mayoritaria y crecientemente
musulmán. Es en esos días festivos cuando se reúnen aquí para sentirse ellos mismos. Las chicas vestidas con sus mejores galas -muy poco musulmanas y enseñando con desparpajo sus curvas y maquillaje- se pasean agarradas del brazo, exhibiéndose ante los grupos de muchachos que pasan la mañana aquí, más interesados en el sexo opuesto que en los misterios religiosos que se celebran en los diversos templos; los ancianos rememoran viejos tiempos y las familias y parientes charlan animadamente intercambiando chismorreos y novedades.

Y todo ello vigilado por policías apostados en todas las esquinas. No tienen el aire atemorizado y agresivo de un paracaidista británico en el Ulster, sino que sonríen y saludan amablemente, señal de que aquí no tienen nada que temer. Porque en realidad no están aquí para controlar a unos cristianos hostiles y fundamentalistas sino todo lo contrario, para protegerlos.

(Continúa...)

Leer Mas...