span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: noviembre 2013

domingo, 24 de noviembre de 2013

Templo de Karnak - donde se abrazan lo humano y lo eterno






El complejo de Karnak es una de las mayores estructuras religiosas que se hayan construido nunca. Sin embargo, sus comienzos, como los de tantos grandes lugares de culto, no fueron sino los de un pequeño templo dedicado a una divinidad, Amón. Se inició durante el Reino Medio (2050 a.C.) y, al mismo tiempo que crecía el poder del dios, lo hacía su residencia en la tierra. Todos los faraones intentaron dejar su huella en este complejo, bien con añadidos arquitectónicos, con elementos decorativos o en forma de grandes obeliscos. El templo principal de Karnak es el de Amón, pero en su interior se hallan otros edificios como el de Khonsu, muy bien conservado, el de Mut o el de Montu.

Lo primero que observamos antes de entrar en el gran complejo es la Avenida de las Esfinges en su extremo opuesto al tramo que comienza en Luxor. Las esfinges con cabeza de carnero conducen hasta el primer pilono, la entrada propiamente dicha. Originalmente, esta enorme estructura que daba entrada al templo medía unos 40 metros de alto. En realidad está inacabada, tal como se aprecia en la diferencia de altura que existe entre ambos lados.

Karnak es más que un templo, es un espectacular complejo de santuarios, templetes, pilones y obeliscos dedicados a los dioses tebanos y a mayor gloria de los faraones. Todo aquí tiene un tamaño descomunal: el complejo mide 1,5 km por 800 m, suficientemente grande como para albergar diez catedrales, mientras que el primer pilón de la entrada es dos veces el del templo de Luxor. Durante el reinado de Ramsés III, 80.000 personas trabajaban en o para el templo, dándonos una idea de su importancia tanto espiritual como económica. Construido, ampliado, desmantelado, restaurado, agrandado y decorado durante casi 1.500 años, Karnak fue el lugar religioso más importante de Egipto durante el periodo tebano.

Karnak es enorme, pero sigue conservando la misma planta y estructura que otros más templos más pequeños: están construidos a lo largo de un eje; la entrada principal toma la forma de pilones que conducen a un patio circunscrito por una columnata y a una sala hipóstila. Las paredes llevan pomposas decoraciones en bajorrelieve, representando ritos del culto, actividades del faraón y a veces escenas más domésticas. Forman parte integral del edificio.

Y, tras atravesar un patio y el segundo pilono, llegamos a la gran estrella del complejo, los seis mil
metros cuadrados de la Sala Hipóstila: un total de 134 columnas forman esta maravilla en piedra que representa una lujuriante masa de papiros. Las doce columnas centrales alcanzan los 23 metros de altura y la circunferencia de sus capiteles es de 15 metros. En la base hay bloques tan gruesos que se necesitan más de 7 personas cogidas de la mano para rodear una de ellas. ¿Qué hay detrás de esta maravilla de la arquitectura, tanto desde un punto de vista espiritual como tecnológico?

Los faraones del Imperio Antiguo eran muy ricos, pero también disfrutaban de algo totalmente desconocido para Ramsés y su familia: seguridad. En aquellos primeros años de Egipto, el relativamente joven imperio estaba libre del peligro de invasiones y había otras señales que indicaban que los dioses estaban contentos. El Nilo fluía caudaloso y su crecida anual, rica en nutrientes, hacía que las granjas obtuvieran abundantes cosechas. Y como enlaces vivos con los dioses, los antiguos faraones se llevaban todo el mérito. La bonanza les permitía idear proyectos arquitectónicos increíblemente ambiciosos, se movilizaban ejércitos de trabajadores para construir las pirámides, los edificios más grandes de la Antigüedad. Pero aunque los faraones podían aprovechar y explotar la mano de obra de todo un Imperio, eran gobernantes remotos, nunca contemplados por sus súbditos.

La época de Ramsés fue muy diferente. La imagen decidida y divina del faraón de la época de las pirámides había desaparecido. Aunque seguía siendo un ser sagrado, en el Imperio Nuevo estaba algo más cerca de la tierra. Y Ramsés II lo sabía muy bien. El padre de Ramsés, Seti I, le preparó para este nuevo papel de faraón más expuesto, complaciente y accesible. En la época de Ramsés los faraones tenían que trabajar mucho más duro en las relaciones públicas, tenían que aparecer regularmente ante su pueblo y organizar ceremonias para que sus súbditos vieran que existían. Ramsés, como príncipe heredero, se ocupaba también de las tareas de faraón con su padre. Las pirámides formaban parte de una época muy distante, pero los edificios seguían siendo básicos para la autoridad del faraón y el simbolismo religioso era tan importante como siempre. En el Imperio Nuevo, Giza ya no era el centro del poder faraónico, que se había trasladado 650 km al sur, hasta Karnak, en el Nilo.

Al igual que las pirámides, las estructuras del templo tenían un poder sagrado, y ofrecían un camino
visible al más allá. Pero a diferencia de las elitistas pirámides, los templos de la época eran mucho más accesibles. Una de las primeras tareas de Ramsés junto a su padre, fue expandir este lugar religioso. Juntos crearon el mayor complejo de templos jamás construido, y lo coronaron con uno de los grandes logros de la ingeniería de la antigüedad: la Sala Hipóstila. Esta estancia formaba un camino intermedio entre los bulliciosos patios exteriores y las cámaras interiores, más sagradas y escondidas dentro de esa fantasía arquitectónica. Pero como los arquitectos del Imperio Antiguo, los constructores de Seti usaron métodos aparentemente sencillos para construir la sala.

Una vez que se hubo colocado la primera hilera de piedras del templo, se rellenó de arena la superficie interior. Los bloques de piedra de la segunda hilera fueron izados por medio de una rampa construida desde el exterior del edificio y, posteriormente, colocados en su sitio a través del terraplén. Luego, se añadió más arena hasta alcanzar la altura de los nuevos bloques y se continuó utilizando el mismo sistema hasta terminar los muros. Entonces, los obreros extrajeron la arena que cubría todo el templo y comenzaron a construir los muros de la fachada siguiendo el mismo sistema.

Posteriormente, se colocaron una serie de columnas de granito bastante labradas destinadas a sostener el techo. Cada una era colocada en su lugar por medio de cuadrillas de obreros que tiraban con cuerdas desde lo alto de los muros. Otra serie de obreros se encargaban de centrar las columnas, utilizando como palancas grandes estacas de madera. Cuando estuvieron colocadas en su sitio todas las columnas, se volvió a rellenar de arena todo el templo y se procedió a izar las grandes losas del techo por una rampa construida al efecto, arrastrándolas después por el terraplén hasta situarlas correctamente.

Una vez concluido el techo, comenzó a retirarse, por capas, el relleno, ya que era utilizado como plataforma por los artesanos que debían esculpir y pintar las paredes de revestimiento. Simultáneamente, otros artesanos se dedicaban a esculpir los capiteles de las columnas. El pavimento, que fue lo último en concluirse, se recubrió con losas de alabastro perfectamente talladas.

Igual que las antiguas pirámides, el templo de Karnak simbolizaba la búsqueda de la perfección y el
orden dentro del caos universal. La Sala Hipóstila, la gran obra de Ramsés, era la encarnación fosilizada de los mitos de tradición oral. Las grandes columnas que parecían plantas de papiro gigantes, representaban el pantano primigenio que cubría la tierra durante la creación.

Un significativo desarrollo en el culto al otro mundo, le daba a este edificio aún más valor. Cuando Ramsés heredó el trabajo de supervisar la decoración del interior de la Sala Hipóstila, continuaba un trabajo cósmicamente importante. El espíritu del faraón muerto ya no se alojaba en el corazón de una gran pirámide. Ahora brillaba desde todas las piedras y la pintura de las estatuas y los relieves. Los artistas hacían mucho más que decorar: estas imágenes transformaban la sala en una potente fuente de poder religioso y político. El futuro faraón comenzaba a crear su propia marca. Es en los templos donde el faraón proyecta su imagen, son los carteles donde puede publicitar su gloria y su fe en los dioses. En parte, intentaba también impresionar a los dioses, no solo al pueblo en general, así que tenía que satisfacer a dos públicos.

En tiempos de los faraones, esta sala estaba cubierta y todavía se pueden ver algunos de los dinteles que la sustentaban. El interior quedaba sumido en una semioscuridad acentuada por los rayos de luz que entraban por las enrejadas ventanas situadas a lo largo del pasillo central. Resulta fácil imaginar las procesiones de los sacerdotes avanzando por el recinto sagrado e incluso a los faraones deteniéndose a admirar los bajorrelieves que representaban a los dioses a su imagen y semejanza. Más allá, el complejo del templo se extiende hasta donde llega la vista.

Los egipcios no estaban interesados en experimentar con el espacio interior, y la vasta sala era meramente un “vestíbulo”, en el sentido de antesala. Más allá yace la cámara sagrada, el santuario, en comparación oscuro y estrecho, donde la residía el dios en forma de estatua alojada dentro de un sepulcro. Porque se creía que las deidades vivían en el sanctasantorum, donde solo el faraón y el sumo sacerdote podían entrar. Eran, pues, moradas de los dioses, no lugares de culto para el pueblo. La gente común no era admitida, pero en los festivales, que eran extremadamente elaborados, imágenes de los dioses eran llevadas fuera del templo para ser adoradas por la gente. Una vez al año, durante la época de inundaciones -cuando la gente no podía trabajar en los campos- la imagen de Amón salía de Karnak, pasaba por la vía ceremonial flanqueada por esfinges hasta el Nilo y embarcaba con gran esplendor hacia Tebas, realizando diversas paradas para visitar a otros dioses. Cantantes, danzarinas y músicas acompañaban el solemne cortejo. Mientras tanto, sus fieles le acosaban a preguntas, pronunciadas siempre por boca de los sacerdotes, sabios intérpretes de sus santas respuestas, que se manifestaban mediante las oscilaciones de la barca donde era transportado.

Pero también eran algo más que morada de dioses. En silencio, vago por el laberinto de patios, atravieso la extensión vacía del lago sagrado y, finalmente, llego hasta un pabellón desde el que puedo ver la totalidad de esta ciudad sagrada bañada en la luz rosada del atardecer. Multitud de edificios, estancias, obeliscos, estatuas, patios, salas, santuarios, capillas, almacenes... Los grandes templos, como los monasterios medievales, eran grandes unidades autónomas que contenían talleres de artesanos y escuelas. En el siglo XII a.C. el templo de Amón en Karnak empleaba alrededor de 10.000 personas, sin contar a mucha otra gente que, de forma más o menos directa, encontraba su sustento atendiendo las necesidades de los sacerdotes, escribas y artesanos a sueldo de Amón. Había una profesión en concreto que resultaba absolutamente fundamental para el funcionamiento, no sólo del templo, sino de todo el Imperio: el escriba.

No es casual que de entre todas las profesiones descritas en la famosa Sátira de los Oficios y donde
ninguna encuentra el más mínimo beneplácito por parte del autor, se cite la del escriba como la única apetecible. Dice el texto: “Os haré amar el oficio de escriba más que a vuestra madre, os mostraré sus bellezas. Es la más grande de todas las vocaciones, no hay ningún oficio como él en el mundo. Apenas un escriba ha empezado a crecer, cuando todavía es un niño, ya se le reverencia y se le envía como mensajero; no volverá para ponerse los faldellines de trabajo. El albañil construye, siempre en el exterior, expuesto al viento (…); sus brazos se hunden en el barro, todas sus ropas están manchadas (…) No hay ningún oficio en el que no se reciban órdenes, excepto el de funcionario; en ese caso es él quien ordena. El saber escribir os será más útil que cualquier otro oficio”.

Este escrito de la XII dinastía, también conocido por Enseñanzas de Jeti y que se utilizaba como
material de trabajo en las escuelas, nos revela dos características principales del escriba: la comodidad de su trabajo y su condición de funcionario, ya fuera al servicio de la administración o de un templo. En efecto, respetado y hasta adulado por todos, ejercía una profesión relativamente descansada, ajena a la rudeza de otros oficios, y con la cual podía ascender fácilmente en el escalafón social. Pero más importante que eso, el escriba constituía la amplia base del funcionariado en el antiguo Egipto, sin cuyo concurso todo se hubiera paralizado. Entre sus múltiples funciones, debía levantar actas de los juicios, anotar las entradas y salidas de mercancías en los almacenes estatales, vigilar el cobro de impuestos y contribuciones, redactar cartas y contratos a particulares, plasmar las leyes dictadas por el faraón y sus visires…

La élite cultivada de los escribas representa el alma del antiguo Egipto. Se dice que una imagen vale
más que mil palabras, y si eso es cierto nada mejor que recurrir a la famosa estatua El Escriba Sentado que se conserva en el Museo del Louvre. No son pocos los que han querido ver en esta obra maestra de la escultura el más fiel retrato del espíritu del Egipto milenario. Sus manos no enarbolan una espada, sino que sostienen un utensilio de escritura, símbolo que nos debería conducir a la siguiente reflexión: podemos imaginar un Egipto sin soldados, pero jamás sin pirámides, jamás sin templos y, desde luego, nunca sin jeroglíficos, lo que nos remite inevitablemente al pacífico escriba.

En cuanto a la casta sacerdotal, es casi un denominador común de todas las culturas antiguas –al menos en sus etapas más primitivas- la estrecha relación existente entre la política y la religión, hasta el punto de que la autoridad terrenal venía a simbolizar la voluntad divina. En este aspecto, resulta notorio el hecho de que en el antiguo Egipto al faraón se le considerara un auténtico dios. Pero además se daba la circunstancia de que tanto dioses como hombres estaban sujetos a un orden universal denominado maat, cuya conservación era la garantía del modelo social y político que regía la vida en las riberas del Nilo y del que tan orgulloso se sentía todo egipcio.

Todas las ceremonias, procesiones y ofrendas que se realizaban en los templos tenían por objeto la conservación de la maat. Pero como el faraón, en su calidad de rey-dios, era el último garante del equilibrio cósmico, se daba la extraña paradoja de que sólo sus oraciones y sus ofrendas eran verdaderamente eficaces. Sólo él tenía, por consiguiente, autoridad para ejecutar el ceremonial de culto, y por este motivo recibió, ya desde principios del Imperio Medio, el apelativo de Señor del Ritual.

En los relieves del interior de los templos resulta habitual encontrar representaciones del faraón consumando las ceremonias rituales prescritas por el culto. Sin embargo, como cabe suponer, el monarca no podía estar simultáneamente en todos los lugares donde, cada día, debían renovarse los curiosos protocolos que aseguraban el curso feliz del mundo. Y así, del mismo modo que en la administración del Estado se rodeaba de importantes funcionarios nombrados directamente por él, también para los asuntos de la religión elegía personalmente a los sacerdotes, que habrían de actuar exclusivamente como representantes suyos.

La comparación entre la administración pública y el edificio religioso resulta sumamente gráfica,
pues igual que el enorme aparato estatal requería incontables funcionarios, también los templos formaban fuertes núcleos de poder con múltiples ramificaciones, bajo cuyos tentáculos se cobijaba una ingente multitud de servidores. Entre esta muchedumbre se contaban escribas y médicos, artesanos que trabajaban en los talleres adscritos al templo, campesinos que labraban la tierra sagrada y auxiliares de todo tipo, así como cantantes, bailarinas y tañedoras de instrumentos.

El clero propiamente dicho ya era, en sí mismo, bastante numeroso. Los sacerdotes se podían casar y, por lo general, llevaban una vida no muy distinta a la de cualquier otro egipcio, si exceptuamos su destacada profesión. Exteriormente, una fina túnica blanca de lino y unas sandalias también blancas les distinguían del resto de la población. Pero lo más llamativo eran sus lustrosas calvas: la pureza que requerían para ejecutar su oficio les obligaba a depilarse cada dos días, incluyendo cejas y pestañas, “para que –según cuenta Herodoto- no pueda establecerse en los pelos ningún piojo o cualquier otro insecto”.

Tampoco podían mantener relaciones sexuales durante los periodos de culto –un mes de cada cuatro-,
ni entrar en contacto con mujeres menstruantes. En este aspecto no se diferenciaban gran cosa de los demás, pues en el antiguo Egipto, donde al parecer no existía el tabú de las relaciones incestuosas entre hermano y hermana, sí se consideraba impura la regla de la mujeres, hasta el punto de que los trabajadores eran dispensados de acudir al tajo durante los días de menstruación de sus esposas o hijas.

Subdivididos en múltiples categorías, los títulos y funciones de los sacerdotes resultaban muy variados. Si en principio los cargos que ostentaban dependían del rey, lo cierto es que con el tiempo sus titulares tendían a convertirlos en auténticas propiedades que, como la tierra, podían ser heredadas por sus sucesores. De hecho, y especialmente a partir de la XVIII Dinastía, ejercer la profesión de sacerdote ofrecía brillantes posibilidades de ascenso.

La jerarquía, que en su escalafón incluía sacerdotes lectores, puros, padres del dios y profetas –rango
que contemplaba incluso gradaciones como segundo profeta o primer profeta-, culminaba en la figura del sumo sacerdote, designado directamente por el faraón y que ostentaba títulos tan pretenciosos como Jefe de los Secretos del Cielo o Jefe de los Sacerdotes de Todos los Dioses del Alto y Bajo Egipto, título este último que implicaba auténtico poder político, sobre todo en los tiempos de mayor auge del culto a Amón, al final del Imperio Nuevo.

El sumo sacerdote resultaba escogido, por lo general, fuera de la jerarquía regular, y era el principal encargado de consumar el culto en representación del monarca. Para ello debía someterse antes a una escrupulosa limpieza y purificar su boca con una pequeña dosis de natrón, producto que, por cierto, se empleaba también en el proceso de momificación, así como para la limpieza doméstica en los hogares. Una vez aseado, y asegurándolo con la fórmula “Yo estoy limpio”, penetraba en lo más profundo del santuario. Aquí, lejos de la mirada de cualquier profano, desnudaba la estatua del dios al cual estaba consagrado el templo.

Milagrosamente, y tras una serie de abluciones mientras recitaba devotamente “Yo te aplico ungüentos para que aten tus huesos, para que unan tu carne, para que diluyan tus supuraciones”, el dios cobraba vida. Acto seguido, el sacerdote procedía a vestirle con adornos, ofrecerle aromáticos aceites y cubrirle con un manto rojo al tiempo que recitaba “Isis lo ha tejido, Neftis lo ha hilado”. Luego, y después de esparcir arena por el suelo, efectuar varias vueltas alrededor de la barca sagrada y limpiarlo todo con sumo cuidado, cerraba el tabernáculo y lo sellaba con la siguiente fórmula: “No entre el mal en este templo”.

El dios recibía asimismo, ricos manjares, que le eran presentados en una bandeja. Mediante una serie de palabras rituales, su grosera y mundana sustancia pasaba al mundo de lo invisible para así poder alimentar a la divinidad. Resulta obvio que los manjares en modo alguno se transformaban en comida divina, por lo que las abundantes sobras eran retiradas del altar tal y como habían sido presentadas. Ninguna contradicción hacía mella, sin embargo, en la inquebrantable fe de los fieles: ni cortos ni perezosos, procedían a llevar inmediatamente esos alimentos a la mesa de aquellos altos dignatarios que, gracias a sus donativos, habían sido admitidos en el interior del templo, y pronto eran engullidos por sus poco divinos estómagos (si resulta ingenuo o difícil de creer, pensemos que, al fin y al cabo, la transubstanciación de la Eucaristía católica parte de un principio semejante). Finalmente, lo realmente sobrante se repartía entre todo el personal del templo.

Al parecer, la creciente profesionalización del sacerdocio fue la causa de que la mujer, que en épocas
anteriores al Imperio Nuevo había ocupado cargos de auténtica sacerdotisa, acabara relegada a un papel meramente representativo en los templos, destinado a proporcionar mayor boato a las ceremonias públicas. Así, sus funciones consistían en deleitar al dios con “voz agradable”, aunque en Karnak existía personal femenino entre el clero. Las concubinas de Amón procedían de las clases altas de la sociedad o eran reclutadas entre las hijas y las esposas de los sacerdotes. Se cree que era de buen tono que las altas damas de la sociedad formaran parte del harén particular de Amón. Sin embargo, tal denominación no implica, pese a las apariencias, que estas encopetadas señoras fueran educadas como cortesanas.

Focos donde hallaban expresión místicas creencias, los templos del antiguo Egipto fueron, asimismo, tabernáculos de la ciencia. La mayoría de ellos disponía de una denominada Casa de la Vida, probablemente porque era donde se enseñaba medicina a los alumnos aventajados. Pero también era allí donde debían acudir los escribas para aprender el arte de la escritura y, sobre todo, donde se estudiaba y establecía todo lo referente a la complicada teología egipcia. Ciencia y teología no son precisamente dos disciplinas que se den la mano, pero en el mundo de la antigüedad, donde todo estaba aún por descubrir, ambas constituían las dos caras de la misma moneda. Religión y ciencia seguían, dentro de los muros de los templos egipcios, caminos entrelazados. Y parece que a ninguna les fue mal de ese modo.

El templo de Karnak constituye la máxima expresión de la búsqueda de la inmortalidad por parte de los antiguos faraones egipcios. En tanto que muestra de la arquitectura religiosa, es más representativo de la vida en el antiguo Egipto que las propias pirámides de Giza, ya que éstas, a pesar de sus impresionantes dimensiones, son meras tumbas de los últimos faraones del Imperio Antiguo. En cambio, la influencia directa del templo sobre la vida económica, social, religiosa y política del país, se extendió
durante más de 1.300 años.

Si, como Goethe sugirió, la arquitectura es música congelada, entonces Egipto ofrece algunas de las mejores sinfonías del mundo, composiciones de sobrecogedor genio. Como las grandes catedrales de Europa o los complejos religiosos mayas o jemeres, el templo de Karnak es una declaración espiritual, demostración en piedra de la existencia continuada de la afinidad del hombre con lo eterno.

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