Tras pasar un par de días disfrutando del alegre cuadro impresionista del luminoso Reykjavík veraniego decidimos visitar un rincón de Islandia que fue testigo y víctima de una de las manifestaciones más espectaculares y dramáticas de la indómita naturaleza islandesa: las islas Westman. Un día soleado y radiante se combina con un mar en calma para que la travesía de tres horas y cuarto en el ferry desde Thorlákshöfn, a pocos kilómetros de Reykjavík, hasta la isla principal, Heimaey, sea deliciosamente tranquila y relajada. Nos cuentan que en un día menos benigno meteorológicamente la experiencia es de las peores que se pueden vivir en Islandia: incluso los avezados marineros sufren de mareos.
Las islas Westman constituirán una buena aproximación a la siempre desigual lucha entre la naturaleza y el ser humano, cuyo último episodio dramático en este rincón de la Tierra dio inicio no hace tantos años, un instante minúsculo desde el punto de vista geológico. La historia humana tampoco ha estado exenta de episodios dramáticos. En los primeros tiempos de asentamiento islandés, cinco esclavos irlandeses secuestraron y asesinaron a su amo, Hjörleifur Hrodmarsson, hermano del primer colonizador “oficial” de Islandia, Ingolfur Arnarson. Llevándose consigo un puñado de mujeres tan esclavas como ellos, botaron una embarcación y escaparon desde su granja cercana a la actual población de Vik hasta una de las islas que se vislumbraban desde la costa. Dado el carácter de los vikingos, no es extraño que la nueva vida de los esclavos llegara pronto a su fin. Dos semanas después de su huida, una partida de colonos-guerreros siguieron el rastro de los irlandeses hasta la isla y los exterminaron sin contemplaciones. Eso sí, el archipiélago quedó en adelante bautizado con su nombre, Vestmannaeyjar, "Islas de los Hombres del Oeste".
El archipiélago comprende 13 islas pequeñas y unos 30 peñascos rocosos que combinan la serenidad con las torturadas formas herencia de la violencia de su origen. Y es que las Westman son una de las últimas porciones del planeta creadas por actividad volcánica. De hecho, una de las islas, Surtsey, vino al mundo en una fecha tan reciente como 1963.
Aunque toda la zona ha sido escenario de erupciones volcánicas submarinas durante cientos de miles de años, los científicos estiman que la primera porción de tierra en emerger no lo hizo hasta hace 10.000 años y algunas de las islas tan sólo tienen 5.000 años de antigüedad, un suspiro en términos geológicos. De aquí las formas rugosas, el aspecto inhóspito y los acantilados escarpados repletos de caprichosas cuevas y oquedades hogar de miles de aves marinas (la mayor concentración de especies de Islandia) que van desfilando ante nuestros ojos a medida que el ferry se adentra en el pasillo que conduce al resguardado puerto de Heimaey, la única isla del archipiélago habitada por seres humanos.
Heimaey es también el nombre de la única población de la pequeña isla, habitada por 5.300 isleños acostumbrados al aislamiento, a un clima brutal y a una larga historia de desastres. Desde el desafortunado intento de los esclavos irlandeses, la isla había sido colonizada por los propios islandeses. La vida era dura, pero relativamente tranquila. Hasta que llegaron los piratas. Como si de una venganza por los ataques vikingos se tratara, los piratas ingleses castigaron a las islas durante casi un siglo. Pero las cosas podían empeorar.
Los turcos llegaron a las Westman en 1627 y ya entrado el siglo XX todavía se asustaba a los niños con los relatos de los sangrientos piratas que pasaron a cuchillo a 34 hombres y mujeres y se llevaron a 200 como esclavos. Aquellos que intentaron buscar refugio en los acantilados fueron abatidos como pájaros. Suma y sigue. Las epidemias azotaron Heimaey en los siguientes dos siglos y en 1783 la erupción del volcán Laki en Islandia exterminó a casi toda la pesca alrededor de las islas. Los isleños se vieron obligados a sobrevivir a base de correosas aves marinas y una raíz llamada hvönn. Y sobrevivir es la palabra adecuada, porque muchos murieron al intentar hacerse con ambos alimentos en los acantilados. Posteriormente, accidentes de pesca se cobraron numerosas vidas: en dos ocasiones, cuando la población de la isla era inferior a 350 personas, las tormentas enviaron a más de 50 hombres al fondo del mar en un solo día[1]. En el siglo XIX, alrededor de 100 pescadores se ahogaron en las frías aguas del Atlántico. Una nueva y dura prueba les esperaba en 1973.
Ninguna de estas tragedias parecía reflejarse en la tranquila población a nuestra llegada en aquel día soleado de agosto. Las calles apenas registraban animación. La serenidad parecía reinar entre las casas con tejados de brillantes colores. Pero bastaba levantar la vista hacia el este, hacia las negras arenas y rocas de los volcanes Eldfell y Helgafell, para tomar conciencia de la proximidad de la amenaza que pendía sobre las isla. Atravesamos rápidamente Heimaey para comenzar nuestra ascensión a la segunda de esas dos fisuras. Al principio del sendero un panel explicaba con detalle el drama que se vivió allí mismo en 1973. El 23 de enero de aquel año, una fisura de un kilómetro se abrió en el corazón de la isla sin ningún aviso y un río de lava fundida comenzó a avanzar hacia el pueblo. Los isleños abandonaron rápidamente sus domicilios ante la ardiente muerte que se les venía encima. Por fortuna, la flota pesquera de Heimaey al completo se hallaba atracada en el puerto aquella noche y todos los habitantes consiguieron ser evacuados. Nadie murió (a excepción de una persona que pereció asfixiada en el sótano de su casa víctima de los gases tóxicos que se depositan en los lugares más bajos). A lo largo de los cinco meses siguientes 33 millones de toneladas de lava surgieron de la fisura, amenazando con devastar por completo la indefensa isla. Cientos de toneladas de ceniza y bombas volcánicas cayeron sobre el pueblo, destrozando ventanas e incendiando casas. A principios de febrero, el gran temor era que la lava cerrase el puerto, la razón de ser de las islas. Sin el puerto, aquel pedazo de tierra emergida perdería su única fuente de ingresos. Nadie podría habitar Heimaey nunca más.
Se propuso bombardear la fisura para intentar cerrarla, pero el riesgo de que se convirtiera en una catástrofe mayor hizo desechar el plan. Tras algunos experimentos, el físico Thorbjörn Sigurgeirsson propuso el uso de mangueras de agua para enfriar la lava. Dos buques dragadores con cañones de agua comenzaron a echar 43 millones de litros diarios sobre la lava provocando que una nube de vapor ocultara la isla. Finalmente, la aparentemente disparatada idea del islandés, resultó un éxito: el puerto no sólo no se cerró, sino que la lava mejoró su cobertura, haciéndolo más resguardado. Bombas y mangueras trabajaron durante tres meses más para enfriar cinco millones de metros cúbicos de lava. La erupción terminó “oficialmente” en julio y los residentes comenzaron a regresar a sus hogares, algunos de los cuales habían sido invadidos por la lava. De hecho, asombra ver lo cerca del pueblo que el mortal río de fuego se detuvo: cuelga amenazadoramente sobre las últimas viviendas, enfriado a muy escasos metros de las casas, como un recordatorio de que a la Naturaleza no debe tomársela en broma. El inicio del sendero comienza con unos escalones tallados en el frente de ese río de lava, ya cubierto por musgo verde.
El ascenso no reviste mayor dificultad que la de la salvar una pendiente a ratos pronunciada y cubierta de oscuras cenizas volcánicas, todavía humeantes, que engullen nuestros pies. La vista desde la cima del Helgafell es espectacular. Desde su cresta, azotados por el viento, percibimos claramente la extensión de la erupción: buena parte de la isla está cubierta por una espesa capa de lava “fresca”, de cuyos resquicios todavía escapa humo. Un panorama similar al que debió reinar en nuestro planeta durante los primeros millones de años de su existencia. Nada menos que un 15% de superficie se añadió a la isla tras la erupción de 1973, modificando radicalmente su forma e introduciendo un nuevo pico volcánico sobre cuya pared nos encontrábamos.
Un corto paseo de descenso nos acerca a los retorcidos y ásperos campos de lava y rescoldos que se extienden, ya en “llano”, hasta el mar, en el sureste de la isla. Caminar entre esas rocas de violentas aristas no es fácil y las suelas de las botas se desintegran a ojos vista, pero no cabe duda de que merece la pena. Se trata de un entorno que parece extraído de otro planeta, una extensión de lava solidificada en torturadas formas entre las que se abren enormes oquedades y cuevas. Buscando un momento de reposo, nos detenemos brevemente en una caverna natural subterránea en la que ni siquiera se puede encontrar un asiento inofensivo: los elementos y la erosión no han tenido tiempo de limar las ásperas rocas que amenazan con rasgar, al menor descuido, cualquier tejido..
Nos dirigimos hacia el aeródromo para tomar una avioneta y volver a Islandia. Sentimos no contemplar el espectáculo que todos los años tiene lugar en Heimaey. Puntualmente cada año, entre ocho y diez millones de frailecillos vuelven a Islandia para poner sus huevos y criar a sus pequeños, tras una dilatada estancia en las gélidas aguas del Atlántico Norte, su hogar entre los meses de septiembre y abril. Durante la estancia en el mar, los frailecillos ostentan su vestimenta invernal, de un tono gris y apagado. A finales del invierno mudan el plumaje y no están en condiciones de volar hasta la salida de las últimas plumas. Es al principio de la primavera cuando los frailecillos están preparados para emprender el viaje hacia su destino. Así, a finales de agosto, miles de pequeños frailecillos procedentes de las islas vecinas caen sobre el pueblo de Heimaey atraídos por las luces y desesperados por encontrar comida. Sus padres han dejado de alimentarlos y necesitan ganar fuerzas para emprender su largo viaje migratorio. Para salvarlos de un trágico fin a manos de los gatos, perros o coches, los niños de Heimaey recorren las calles con cajas donde meten a las pequeñas aves. Al día siguiente, casi como si de un ritual se tratara, son liberados en la costa para que emprendan una exitosa carrera como ave marina (Aunque los frailecillos son platos apreciados en las meses islandesas, una especie de ley no escrita dice que los ejemplares jóvenes no deben ser comidos)
A su llegada a Islandia, los frailecillos, los “payasos de mar”, lucen su aspecto más vistoso: caras blancas, coloridos picos y ojos enmarcados en rojo. Habitan los abruptos acantilados cercanos al mar que les da sustento. En cada incursión a las riquezas del mar, estos avispados pescadores suelen capturar unos veinte pececillos con el pico, aunque el récord es de unos sesenta y cuatro. En el acantilado construyen sus nidos, profundas madrigueras excavadas en el interior de la tierra, donde la pareja de aves se turnará para incubar un único huevo al año. A lo largo de los treinta años que suelen vivir, vuelven fielmente al mismo nido, año tras año. Tal es su fidelidad que, tras la erupción de las Vestmann en 1973, muchas aves murieron cavando en la lava cuando intentaban llegar a sus antiguos hogares.
Fuera de nuestro alcance queda la más joven de las Westmann, Surtsey, una isla nacida del fuego y el mar. Antes del amanecer del 14 de noviembre de 1963, la barca pesquera Isleifur II se deslizaba por las heladas aguas del suroeste de Islandia, en el Atlántico norte, cuando, mientras los tripulantes lanzaban las redes para rastrear bacalao, una formidable ola la envolvió, haciéndola cabecear. Una vez recuperado el equilibrio, los pescadores vieron que del agua emanaba una larga columna de humo. El capitán supuso que algún navío se hallaba en problemas y se aprestó a ofrecer ayuda, pero al acercarse se dio cuenta de que aquello no era un bote en llamas, sino un volcán submarino en erupción que despedía vapor. Estaban presenciando las primeras etapas del alumbramiento de la isla de Surtsey.
La tripulación comenzó a temer por su seguridad, y la embarcación enfiló hacia el puerto entre nubes de ondulante vapor. Explosiones periódicas arrojaban al cielo masas de lava tibia. Tres horas después de la erupción inicial, la columna expulsada de ceniza y escombros era ya de 3.600 m de alto; en los dos días siguientes alcanzó los 15.000 y pudo verse en Reykiavik, distante 120 km al noroeste. El volcán subacuático desgarró 2,5 km2 del lecho oceánico hasta quedar apenas 130 m bajo las olas. La fricción entre las partículas de desechos generó destellos enormes en la oscuridad. Nuevas explosiones estremecieron el mar, poniendo en peligro a los navíos de paso. La repentina transformación de tanta agua en vapor desató otra cadena de estallidos submarinos tan intensos que el magma rojizo del centro de la Tierra se volvió polvo. Llegaron fotógrafos, periodistas y científicos del mundo entero para atestiguar el cataclismo, pero sólo lograron ser rociados con una mezcla de escoria, pómez y ceniza conocida con el nombre de tefra.
El 16 de noviembre, en el núcleo de la espesa nube, ya había comenzado a formarse y endurecerse una gran loma de roca; en un par de semanas ya podía verse una isla de 40 m de altura y 550 m de longitud. Un mes más tarde, cuando todo indicaba que el volcán se había apaciguado, un grupo de intrépidos periodistas franceses se aventuró en la isla, pero fue recibido por más pómez y ceniza hirviente, confirmación de que el territorio seguía creciendo. A fines de enero de 1964, la isla alcanzaba los 150 m sobre el nivel del mar y cubría un espacio de 2,5 km2. El gobierno la llamó Surtsey, en honor de Surtur, dios del fuego en la mitología nórdica. Los científicos sospecharon que su existencia sería breve, puesto que los materiales que la formaron, pómez y ceniza principalmente, eran suaves y poco aptos para resistir el constante batir de las olas y el viento durante los inviernos del Atlántico norte.
Surtsey habría desaparecido, efectivamente, si no hubiera hecho erupción un segundo volcán, pues, una vez fría y solidificada, la lava fundida que éste depositó en la tefra dio origen a una sólida superficie en el extremo norte de la isla. Finalmente, también del volcán original (Surtur I) fluyó lava, que no sólo aumentó la dimensión de la isla, sino que, combinándose con la tefra, fortaleció aun más la superficie, todo lo cual significó un firme escudo contra las brutales tempestades del Atlántico norte.
Pero, con lo espectacular que fue su nacimiento, lo más fascinante empezó cuando la erupción terminó, en 1967. Los 1.000 ºC de su superficie hacían que ningún organismo vivo pudiese sobrevivir sobre la recién nacida isla pero los biólogos sabían que la temperatura bajaría rápidamente y que entonces, en algún momento, podrían asistir a la llegada de la vida a un territorio virgen. Para su asombro, la colonización se produjo con una rapidez asombrosa: las semillas llegaron a la isla en el primer verano, llevadas por el viento, el mar y las aves. Las primeras plantas se detectaron durante el año siguiente, 1965, incluso antes de que la erupción de la isla hubiera cesado completamente. A finales de 1967 ya había cuatro especies vegetales establecidas allí alrededor de la costa.
Moscas y mosquitos fueron los primeros animales que aparecieron en la isla, seguidas de las focas, peces en las aguas circundantes y gaviotas. Desde entonces, los científicos han observado no menos de sesenta especies de aves en Surtsey –algunas de paso en sus migraciones y otras definitivamente asentadas-. En la actualidad, la isla es una estación científica a la que no se puede acceder para no interferir en el proceso natural de colonización. Tan sólo en vuelos previamente contratados desde Reykjavík se puede contemplar Surtsey, la joya de la corona de geólogos y biólogos.
Islandia es un paraíso para los amantes de la naturaleza y sus manifestaciones más espectaculares. Las islas Westmann constituyen una magnífica antesala de un país que ofrece la posibilidad de ver en acción los fenómenos naturales que conforman la tierra donde vivimos. El hielo de los glaciares, el intenso y constante viento que barre la isla, el movimiento de las placas tectónicas sobre las que se asienta la isla y el poder que el océano ejerce sobre el abrupto litoral esculpido en acantilados y fiordos, atacan y suavizan los violentos y ásperos hijos de la lava surgidos de los volcanes todavía hoy activos. En este caso, la coletilla que suele acompañar al nombre del país en los catálogos turísticos, "Hielo y Fuego", está ampliamente justificada.
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