martes, 4 de febrero de 2014
La Casa Blanca - El poder en el Nuevo Mundo
George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América y el único elegido por unanimidad, consiguió evitar que sus compatriotas le dieran el título de “Su Alteza el Presidente de los Estados Unidos de América y protector de sus libertades”, como alguien propuso y como muchos habían deseado. Sin embargo, no pudo impedir que diesen su nombre a la capital del nuevo estado federal que acababa de formarse, construida en un terreno virgen, a orillas del Potomac, cedido para este fin por los estados de Maryland y de Virginia. Con modestia y elegancia, se limitó a ignorar el hecho, hablando hasta el fin de sus días de “distrito federal” o de “territorio de Columbia”.
Más sea cual fuere su nombre, se trataba de un pantano; un lugar bellísimo, pero cenagoso, frío en invierno y bochornoso en verano, con un clima tan infernal que los diplomáticos ingleses acreditados en la ciudad obtuvieron de su gobierno una especial “indemnización de colina”, es decir, el derecho a pasar una temporada en alguna localidad más o menos montañosa para recuperarse de los veranos en aquel malsano baño turco. Por otra parte, este lugar que debía convertirse en centro de la nación estaba tan apartado de las habituales vías de comunicación que la esposa de uno de los primeros presidentes, que había salido de Baltimore en dirección a la Casa Blanca –o, como entonces se llamaba, la Executive Mansion, o sea la sede del poder ejecutivo- se perdió en los bosques, donde vagó durante horas hasta que fue al fin encontrada por un caritativo y vagabundo negro.
El hecho de haber escogido semejante lugar era el resultado de un compromiso; un compromiso que se hizo necesario porque la Unión amenazaba quebrarse con el problema de la capital: el Norte la deseaba y el Sur la reclamaba. El Congreso estaba indeciso respecto a la elección que debía hacerse, pero en cambio estaba muy decidido a excluir las grandes ciudades –Boston, Nueva York, Filadelfia-, en las que los representantes del pueblo hubieran estado demasiado expuestos a las reacciones inmediatas del propio pueblo que representaba. Por último se llegó a un acuerdo dentro del marco de otro acuerdo más amplio: el de las deudas nacionales. El Sur tendría la capital; pero a cambio cargaría con una parte de las deudas del Norte, que eran mucho mayores. La elección del lugar se confió a la decisión del general Washington, ex agrimensor y primer presidente del país, quien lo halló precisamente junto a su propia vivienda, en Mount Vernon.
Las líneas fundamentales de este Versalles de la democracia fueron trazadas por un francés, Pierre Charles L´Enfant, un parisiense de pura sangre, que luchó voluntario por la libertad americana y un genio que se anticipó a su tiempo, pero uno de los peores caracteres producidos jamás por la dulce Francia. Su plan era tan válido, pero tan nuevo y audaz que durante un siglo pareció absurdo. Diseñó un inmenso ajedrezado, más amplio que el París de entonces, cortado en diagonal por grandes avenidas de hasta 50 metros de anchura. En el centro, los dos polos del poder: el Capitolio, sede del Congreso, y el palacio del presidente, unidos ambos por una vía ceremonial de 120 metros de anchura. La residencia presidencial se levantaría no lejos del río Potomac, junto a un torrente bautizado con el nombre de Tiber por un agricultor con aires de grandeza (a su hacienda la llamó Roma) y luego rebautizado prosaicamente como Goose Creek (“cañada de la oca”) por los cazadores locales. L´Enfant la imaginó en forma de un gran rectángulo, y quizás esperaba proyectarla, pero la aspereza de su carácter le hizo perder el puesto, a pesar del apoyo de Washington, quien apreciaba su genio y que chapurreaba su nombre desfigurándolo en Longfont. Por último, para la realización de la Executive Mansion fue preciso convocar un concurso.
Lo ganó James Hoban, irlandés naturalizado americano, que había empezado su carrera profesional en el Nuevo Mundo haciendo publicar en los periódicos de Filadelfia el siguiente anuncio: “Los caballeros que deseen construir en estilo elegante deben saber que pueden contar con la persona más indicada, que realiza trabajos de ebanistería y de carpintería según el gusto y técnica modernas”. El edificio que este hombre proyectó –una elegante, digna y cómoda casa, adecuada para un próspero burgués o para un plantador acaudalado- tenía como característica principal la forma oval de los salones principales.
Sin embargo, entonces pareció desproporcionada para las necesidades del presidente de los Estados Unidos, al que ya le habían sido asignados veinte mil dólares anuales de sueldo, un ministro de Asuntos Exteriores, un ministro de Finanzas, dos ministros de Fuerzas Armadas y un Administrador General de Correos. A cambio de eso podía encargarse muy bien de “todo el gobierno, toda la administración y toda la representación de los Estados Unidos”. Y para esta misión no parecía necesaria una casa que era “lo bastante grande como para dos emperadores, un papa y un dalai lama”, como expresó Thomas Jefferson (que, por cierto, sería uno de sus inquilinos). Si el proyecto se aprobó fue porque el coste parecía razonable -400.000 dólares de aquel tiempo- y además, porque entonces no parecía justo criticar los deseos de comodidad del gran Washington.
Pero estos costes fueron ampliamente superados, incluso después de haber eliminado algunos detalles del proyecto original: abolición de los pórticos, del previsto tercer piso y de muchos acabados ornamentales. George Washington murió en 1799, precisamente cuando se ponía el tejado a la casa. El primer ocupante fue John Adams, segundo presidente del país, quien todavía encontró la vivienda sin acabar, con paredes que debían revocarse y habitaciones aún por decorar y organizar. El salón oriental, el más grande de la casa, fue acondicionado por la first lady como lavandería, la única función que podía asumir en aquel momento, iniciando con ello la serie de anécdotas que se irían produciendo sobre la residencia presidencial. Sin embargo, incluso en estas condiciones, Adams inauguró oficialmente la residencia en 1800.
Thomas Jefferson, el tercer presidente, el mismo que había criticado con aspereza la magnitud de la construcción, fue, precisamente, el que la transformó en una verdadera y auténtica vivienda. Fue también el primero en prever una ampliación de la casa, demostrando con ello que desde el interior la óptica es siempre muy distinta que desde el exterior. Por encargo suyo, el arquitecto Benjamin H.Latrobe (por fin, un americano) proyectó los dos pórticos que ahora embellecen las fachadas norte y sur y dos ampliaciones en forma de pórticos bajos con terrazas en los lados este y oeste.
Mientras tanto, Jefferson, con sus maneras directas y sencillas, ayudado por una primera dama en funciones, la encantadora Dolley Madison, esposa del secretario de Estado, pues el presidente era viudo, iban creando la tradición y el estilo de la residencia presidencial. Jefferson fue el primer político del mundo que estrechó la mano a los visitantes en lugar de hacer la protocolaria inclinación de saludo, y el primer jefe de Estado, después del legendario rey Arturo, que hizo sentar a sus invitados a una mesa redonda, en lugar de hacerlo en una rectangular, para eludir así las diferencias de rango; y quizás ha sido también el único presidente que haya recibido a un embajador, en visita oficial, vestido con ropas de casa y en zapatillas. Pero, aparte de estas anécdotas, más o menos pintorescas, Jefferson fue dando carácter a la mansión. Dispuso el arreglo de los jardines, en los que se montó una jaula para los osos grises –regalo al presidente de los exploradores Lewis y Clark al volver de su expedición al Pacífico en los años 1804-1806-, y mandó decorar el interior de la casa con bellísimos muebles franceses. Este embellecimiento fue continuado por el sucesor de Jefferson, el marido de la incomparable Dolley: James Madison.
Fue una lástima que todo eso tuviera que desparecer bruscamente, pues la Casa Blanca –término que hacia 1809 empezó a utilizarse junto al oficial de Executive Mansion- fue incendiada en 1814, durante la guerra anglo-americana, por un cuerpo de desembarco inglés. La incursión no tuvo efectos prácticos desde el punto de vista militar, siendo luego contrarrestada, desde el punto de vista sicológico, por el golpe que meses después infligió Andrew Jackson a dicho cuerpo expedicionario tras los muros de Nueva Orleans (con la diferencia de que este segundo episodio tuvo lugar cuando ya se había firmado la paz, aunque los combatientes no lo sabían). Pero lo cierto es que, tras el ataque, de la Casa Blanca sólo quedaban en pie las paredes exteriores (deterioradas también), habiéndose salvado únicamente de su interior el retrato de Washington, que fue trasladado a lugar seguro por la propia esposa del presidente en el momento de la invasión. Fue necesario encargar a Hoban, que volvió a la brecha después del paréntesis de Latrobe, una restauración completa –que más bien era una reedificación-, que se realizó tan rápida y sumariamente que cada año, al hacerse la limpieza de verano, se ponían al descubierto las huellas del pasado incendio.
Cuando Andrew Jackson, el vencedor de los ingleses en Nueva Orleans, fue elegido presidente y se instaló en 1829 en la residencia, miles de personas tomaron por asalto el edificio para “festejar” el acontecimiento, devastando casi por completo el salón oriental (cuya reparación costó 10.000 dólares), derribando el buffet, rompiendo vajillas y destrozando muebles: era, según un juez de la Corte Suprema que presenció los hechos, “el triunfo de Su Majestad la Plebe”. El bullicio de esta presidencia tan escandalosamente iniciada terminó con la desaparición de un enorme queso, de 635 kilos de peso, regalo de un industrial de Nueva York al presidente y que los “invitados” devoraron en el mismo salón, cortándolo con sus propios cortaplumas.
Todos esos hechos, no obstante, despertaron menos reprobación que la conducta de Martin van Buren, sucesor de Jackson, contra el que un enfurecido diputado de Pennsylvania desató una virulenta campaña –que llenó treinta y dos páginas de un periódico- de “infamantes acusaciones”, que iban desde el uso, por parte del presidente, de cubiertos de oro –que en realidad eran de plata dorada- a la “abominable” predilección por los vinos franceses en lugar de la honesta sidra, y de la costumbre decadente de usar aguamaniles, perfumarse y dormir hasta ciertas horas, hasta la “increíble” disipación de 75 dólares para abrillantar un centro de mesa de plata dorada que había sido adquirido por el presidente Monroe para los banquetes oficiales. Y todo ello para apoyar la elección de un candidato (William H.Harrison) que moriría –por pura obstinación- apenas un mes después de su nombramiento.
Pero todas esas anécdotas deben incluirse en la pequeña y menuda historia de la gran mansión. También hubo sus tragedias. En efecto, la doble presidencia de Abraham Lincoln vio la tragedia de la guerra civil junto a la personal –pero desesperante- del presidente, que en la Casa Blanca perdió a su hijo y vio enfermar gravemente a su mujer. Todo ello mientras Lincoln debía llevar el peso de una guerra atroz, de consecuencias imprevisibles, con las dificultades que crecían en los frentes y el deseo de venganza aumentando en el interior; un amasijo de tragedias que culminaría en la tragedia final: el asesinato del propio presidente, en un palco de un teatro, cuando la guerra civil apenas había acabado. Era el primer presidente norteamericano asesinado, pero no sería el último; su suerte la seguirían Garfield, McKinley, Harding y John Fitzgerald Kennedy.
La Casa Blanca no siempre ha albergado estadistas de primera fila, como el citado Lincoln. A Jefferson, Monroe y Jackson les siguieron otros que son poco más que un simple nombre en las páginas de la historia: James Pole, bajo cuya dirección se conquistó, con una patente agresión, el Sudoeste; Millard Fillmore (cuya esposa empezó la biblioteca de la Casa Blanca, hoy inmensa, pero entonces reducida únicamente a una Biblia), y Pierce, Tyler y Taylor (fulminado por una indigestión de fruta amarga y bebidas heladas). Hubo otros, como Grant, de gran categoría en la guerra como general, pero débil como conductor del país y que cerró su mandato con una explosión de escándalos; o como Chester Alan Arthur, que heredó la residencia como vicepresidente de Garfield y que no quiso entrar en ella hasta que aquella “barraca mal sostenida” fuese restaurada; para ello se dirigió a Louis Comfort Tiffany, que entre otras cosas cerró el atrio con una de sus fantásticas vidrieras, un “motivo de águilas y banderas, trenzadas a la manera árabe”. Han sido cuarenta y tres hasta ahora, desde John Adams –que cruzó por primera vez su umbral- a Barack Obama, los presidentes que han ocupado las históricas habitaciones. Cada uno con sus ansias, sus esperanzas, sus manías y su capacidad. Y cada uno con sus propias ideas sobre lo que la residencia debería ser.
Después de la reconstrucción de 1816-17 y la realización de los pórticos y alas que Latrobe había proyectado, se fueron sucediendo las siguientes innovaciones: la casi total renovación del decorado, efectuada por Mary Todd Lincoln (que ahogaba sus neurosis en continuos gastos), la completísima reorganización de la época de Grant (cuando la Casa Blanca imitó el estilo de los barcos del Mississipi, de moda entonces) y la restauración del presidente Arthur. Después, Theodore Roosevelt llegó al edificio como un tornado.
Mientras el presidente aprendía jiujitsu y sus hijos montaban ponis en los ascensores, los albañiles construían la nueva ala (el ala oeste) para los despachos presidenciales, que hasta entonces habían estado dentro de las habitaciones destinadas a la familia, y se instalaban tuberías y electricidad, se rehacían los pavimentos -peligrosamente sobrecargados y endebles- y el segundo piso se arreglaba para uso estricto de la familia y para huéspedes de Estado. Así, el edificio –bautizado ya oficialmente como Casa Blanca- estaba ya dispuesto para entrar en el siglo XX. O casi dispuesto, porque en tiempos de Truman fue necesario volver a rehacerlo casi entero: un siglo y medio de continuas modificaciones y de incesantes servicios dejaron la mansión en pie por pura fuerza de la costumbre. Manteniendo tan sólo las paredes exteriores, fue reconstruido por completo, siguiendo las pautas previstas en los proyectos de Hoban y de Latrobe.
Una de las estancias más famosas de este edificio es, por supuesto, el despacho Oval, sinónimo de la presidencia norteamericana hasta tal punto que a veces se usa para referirse a la presidencia misma. Es conocido en el mundo entero por ser el escenario de innumerables mensajes presidenciales y por aparecer en series de televisión y en películas. En la vida real, solo unos pocos tienen acceso a este despacho.
El despacho Oval es la oficina principal del presidente norteamericano y, quizá por encima de cualquier otro lugar, ejerce como centro del Gobierno de los EE UU. La habitación mide 76 metros cuadrados, se encuentra en la primera planta del ala oeste de la Casa Blanca y permite al comandante en jefe (el presidente) tener acceso directo a otros miembros importantes de su gabinete, y también a sus residentes al finalizar la jornada.
El primer despacho Oval se construyó en 1909 y fue diseñado por Nathan C.Wyeth para el entonces presidente, William Howard Taft, quien lo decoró con un llamativo color verde. En 1929 fue destruido por un incendio y el presidente Herbert Hoover supervisó las reformas en las que se instaló por primera vez un aparato de aire acondicionado.
El despacho Oval que conocemos hoy fue diseñado por Eric Gugler como parte de la mencionada construcción del ala oeste que llevó a cabo el presidente Franklin D.Roosevelt en 1934. La estancia se trasladó de su posición central en el ala a la esquina sudeste.
En ella encontramos varios estilos arquitectónicos, entre ellos el georgiano, el barroco y el neoclásico. Se puede entrar a través de cualquiera de las cuatro puertas (la puerta este da al pintoresco jardín de las Rosas).
Roosevelt trabajó con Gugler para el diseño de ciertos aspectos del despacho, entre ellos el medallón del techo que contiene varios elementos del sello presidencial. Muchos presidentes han optado por redecorar el despacho, pero pocos han variado sus elementos más simbólicos, como el mirador en la fachada sur detrás del escritorio del Presidente (estas ventanas se instalaron durante la Guerra Fría y se dice que poseían dispositivos para dificultar las escuchas soviéticas de las conversaciones del Presidente a través de las vibraciones de sonido en los cristales). Muchos se conforman con renovar la moqueta, en la que siempre figura el sello presidencial desde los tiempos de Harry Truman.
Mientras tanto, los presidentes se iban sucediendo. Eisenhower jugó al golf en los prados del parque, esos prados en los que cada año, en Pascua, según una tradición iniciada en 1877 por Lucy Hayes, los niños buscan alegremente decenas de huevos que se dejan en el césped. Más tarde, Jacqueline Kennedy reestructuró de arriba abajo la decoración interior, haciendo de la Casa Blanca una residencia administrada según reglas establecidas y digna de competir, en cuanto a poder evocador y dignidad ambiental, con los grandes palacios históricos europeos.
Durante la mayor parte de su historia, la Casa Blanca ha estado, sorprendentemente, abierta al público. Hasta una fecha tan reciente como la década de los noventa, durante el mandato de Bill Clinton, se mantenía una política de puertas abiertas. La amenaza de ataques ha hecho, sin embargo, que las medidass de seguridad hayan sido reforzadas.
La Casa Blanca está rodeada por una valla y todo el complejo se halla bajo la protección de la United States Park Police (la policía de parques de Estados Unidos) y el servicio secreto. En los últimos años se ha desviado el tráfico para alejarlo del edificio y se han levantado barreras policiales en las calles adyacentes. El espacio aéreo por encima de la Casa Blanca está restringido y el cielo de Pennsylvania Avenue está vigilado cuidadosamente por un avanzado sistema de misiles tierra-aire. Otros sistemas de seguridad en funcionamiento (radares y ventanas a prueba de balas, entre otros) se renuevan y actualizan regularmente.
A pesar de todas las medidas de seguridad de la Casa Blanca, o quizá precisamente a causa de ellas (a algunos les gustan los desafíos), no han faltado intrusos a lo largo de los años. Por ejemplo, en 1974 hubo dos graves incidentes. En el primero, un soldado de Ejército robó un helicóptero y aterrizó en el césped de la Casa Blanca. Posteriormente, el día de Navidad otro hombre estrelló su coche contra la valla y corrió hacia la Casa Blanca diciendo a los negociadores que llevaba explosivos (luego se descubrió que no era cierto).
Veinte años más tarde, en 1994, una avioneta se estrelló dentro del recinto cuando pretendía hacerlo contra la Casa Blanca. Un par de meses después hubo un intento de asesinar a Bill Clinton cuando su agresor disparó 29 veces con un rifle apuntando hacia la casa desde la valla que rodea el recinto. Incluso después de reforzar la seguridad a causa de los ataques del 11 de septiembre, varias veces ha habido intrusos que han intentado escalar la valla. Ninguno de ellos ha llegado jamás al despacho Oval.
Pero más que las restauraciones y las anécdotas políticas, lo que la gente recuerda con más afectuoso sentimentalismo es a Caroline Kennedy niña, que se hace fotografiar por los periodistas con los zapatos de su madre, o a su hermano John-John que sale del despacho de su padre, en el que se había escondido. Porque aunque el poder del inquilino de la Casa Blanca es hoy mucho mayor que el de cualquiera de los jefes de Estado del mundo occidental, y su superministerio, que en tiempos de George Washington se componía de un solo secretario, invade hoy todo un barrio de la capital, la Casa Blanca no ha dejado de ser, en casi dos siglos de vida, una casa por encima de todo, la vivienda de una familia elegida por el pueblo y en la cual ese pueblo se reconoce. Y tampoco ha dejado de recordar, con su aspecto de elegante y digna residencia burguesa, que lo que la nación americana ha dado a su presidente es una casa, con el “salón bueno” para recibir a los huéspedes, y no un palacio. Quien vive allí, aunque tenga poder sobre medio mundo, no es más que el delegado de millones de individuos que lo han colocado en aquel lugar.
En definitiva, la más completa definición es la que diera Eisenhower: “Estoy seguro –escribió- que la casa Blanca no es sólo la residencia del jefe ejecutivo: es la historia viviente de la colonización, de las luchas, de las guerras, del pasado, y, al mismo tiempo, es la encarnación de la América que crece. Me gusta pensar en ella como símbolo de la libertad y del progreso del pueblo americano”.
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Estados Unidos
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