span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Samarcanda: Un pasado resplandeciente (1ª parte)

jueves, 14 de mayo de 2009

Samarcanda: Un pasado resplandeciente (1ª parte)


Samarcanda, un nombre que inevitablemente evoca aventuras, lejanas tierras y animados mercados repletos de exóticas mercancías. ¿Qué queda de su leyenda tras las múltiples vicisitudes, pruebas y conquistadores que la ciudad ha vivido, muchas veces sufrido, en el transcurso de su historia? Durante dos días trataríamos de escarbar en el pasado de la ciudad.

La importancia de Samarcanda fue siempre inseparable del comercio. Durante la Antigüedad y la Edad Media, junto con Bujara, fue una de las principales ciudades caravaneras de la Ruta de la Seda, que iba de China al Mediterráneo, y la ruta comercial entre la India y Occidente. La historia de este oasis bañado por los canales del río Zarafshan se remonta muy atrás en el tiempo. Ya en 329 a.C., entonces capital de Sogdiana, fue conquistada por Alejandro Magno en su campaña hacia la India. No fue sino uno más de los muchos ejércitos que han puesto sus ojos y sus manos en una de las ciudades más antiguas de Asia: turcos, árabes, persas y rusos hicieron pagar a sus habitantes con sangre y dolor la prosperidad que disfrutaban.

Nuestro alojamiento en la ciudad era el hotel Zarina, un agradable establecimiento situado en un verde patio al final de un callejón justo enfrente de la maravillosa plaza del Registán. No podíamos pedir nada mejor. Se trataba de un edificio no muy grande pero tremendamente acogedor, con un bonito patio interior en cuyos porches se alineaban varios diwans. Reinaba una tranquilidad maravillosa, puesto que nos hallábamos algo alejados de la concurrida avenida y ajenos también al ajetreo del edificio principal del hotel. Sólo se oía el ir y venir de los huéspedes por el suelo de grava y los apagados gritos de los chiquillos que jugaban en aquella especie de trastienda urbana libre de tráfico y peligros y sombreada por grandes árboles de hoja caduca.


Pero, por el momento, las habitaciones no estaban todavía listas, así que disponíamos de varias horas para tener un primer contacto con la ciudad. Salimos del callejón del hotel, cruzamos la calle Tashkent y contemplamos por primera vez la legendaria plaza del Registán y su trilogía de majestuosas medersas (escuelas coránicas) cubiertas de azulejos de color turquesa y en cuyas aulas miles de estudiantes de todo el imperio se doctoraban en las enseñanzas del Corán.


Continuamos por la calle Registankaya y enfilamos la avenida Tashkent hacia el bazar de Siab, una animada zona tras la mezquita Bibi Janum. Entre la plaza del Registán y la mezquita, han levantado un conjunto escultórico que representa una caravana de dromedarios llegando a la ciudad encabezada por un comerciante tocado con turbante, caminando con las manos cruzadas a la espalda. Se trata de un homenaje a los miles de personas que dedicaron su vida al comercio y para las cuales, después de interminables jornadas en el desierto, la visión de las cúpulas y minaretes de Samarcanda debía suponer un regalo caído del cielo. El punto de destino para muchos de ellos era el mismo mercado en el que ahora nos internamos nosotros.

El mercado de Siab es el caleidoscopio de la ciudad, el mejor espectáculo en directo, una torre de Babel repleta de vestidos, colores y turbantes. Aquí la calle bulle de gente. Antiguos camiones rusos comparten espacio con todo tipo de carros, remolques y carretillas. Descatalogadas motos con sidecar cruzan de punta a punta el mercado. Bicicletas enloquecidamente tuneadas junto a carritos tirados por asnos, algún buey impasible bloqueando la calle, gente que comercia ajena a todo lo demás… Del viejo mercado de alimentación tan sólo se conserva una incierta estructura soportada por pilares labrados y techumbres de madera carcomida, bajo la que se extienden unas pocas tiendas de pan y golosinas. La mayor parte de Siab lo forman una serie de toscos edificios de estilo soviético. Cemento y uralita, no parecen los ingredientes mágicos de las ensoñaciones sobre la Ruta de la Seda. Pero el alma del mercado ha sobrevivido.

Los tenderos ofrecen probar sus productos y aunque la estrella son las hortalizas, se puede encontrar de todo, desde pan hasta queso fresco y mantequilla, pasando por toda la gama de las especias, variedades infinitas de dulces, incluso carne de carnero, pollos, pavos y capones, cacahuetes y pistachos, fruta, paneles de miel cristalizada, pasteles. Están a la venta desde prendas de ropa hasta objetos de menaje, pero, como siempre, es la zona de alimentos la que muestra de una manera más evidente la personalidad y diferencia de un país. Mientras la ropa, utensilios y herramientas son prácticamente los mismos en cualquier lugar del mundo y a menudo están fabricados en otro país, los comestibles son fruto de la tierra y de los gustos y preferencias locales. Nos abrimos paso entre montañas de sacos de legumbres, tan grandes que una persona podría caber dentro. Un enjambre de mujeres compraba esos panes redondos que jóvenes muchachos transportaban sin descanso en carretillas hasta los puestos; nos metemos incluso a curiosear en un oscuro tenducho que resulta ser el dispensario de un veterinario; curioseamos en las carnicerías (donde enormes trozos de carne colgaban sobre el mostrador y las matronas uzbecas metían su cabeza entre las piezas de ternera y cordero para llamar la atención del carnicero. El surrealismo se hace también evidente en algunos puntos de Asia Central, no es sólo una característica africana.

Avanzamos entre una turbamulta de verduleros, carreteros, policías ociosos en su ronda y ancianos de cansada mirada con trajes negros orlados con una ristra de medallas y condecoraciones soviéticas. Tras la reciente independencia del país y con un gobierno decididamente nacionalista, sus glorias militares al lado del ejército ruso parecen fuera de lugar y, aunque lo saben, no se avergüenzan de ello. Es lo único que les queda en estos tiempos difíciles. Otros, más jóvenes, no tienen ni eso: en nuestro paseo por Siab vimos también mendigas que exhibían su miseria colgando bebés de sus brazos o ancianos que pedían limosna sentados en algún rincón, víctimas de los problemas económicos que sufría el país, con un Estado corrupto incapaz de atender las necesidades de los peor tratados por la fortuna y con una economía industrial inadecuada y desorientada tras la marcha de los rusos.

Olisqueando el aroma a kebab recién hecho, nos cruzamos con hombres y mujeres que comían pipas, y nos perdimos entre las tiendas de especias, las verdulerías, los puestos de papel higiénico, cordones para zapatos, pirámides de jabón, calcetines y queso fresco, Vimos dentaduras de oro y uniformes antiguos, puestos de venta de cuerdas, arneses, escobas… Vimos también hombres fornidos, con los torsos desnudos, alquilando sus brazos y mujeres vestidas con indumentarias centelleantes y pañuelos floreados. Turbantes tayikos, casquetes uzbecos, puntiagudos gorros de fieltro kirguises y sombreros de piel turcomanos se mezclan en una actividad vieja como el tiempo que sin embargo en nuestros países se ha convertido en una obligación aséptica, donde el contacto humano se evita siempre que es posible y los vendedores raramente se hallan personalmente involucrados. El griterío, la agitación y la pasión de los vendedores de este mercado es estimulante.

También pensé en lo distintos que eran estos animados bazares de los vacíos y deprimentes mercados de otras ex repúblicas soviéticas o antiguos países comunistas, con estantes vacíos, vitrinas desangeladas y dependientas aburridas. Aquí, en Asia Central, la apisonadora soviética no había conseguido aniquilar completamente el espíritu comercial que durante miles de años se había ido asentando en estas tierras. En cuanto se vieron libres del yugo ruso, los mercados volvieron a llenarse de productos, compradores y vendedores. Aquella mañana, Siab me cautivó pues era un escenario distinto. No era espectacular por sus edificios ni era importante por sus mercancías, pero a su manera, era una de las llaves que lleva a comprender parte de la historia del hombre.

Mi amigo Steve me propuso ir a explorar la parte más moderna de Samarcanda, algo acerca de lo cual yo guardaba bastantes reservas. Mucho me temía que los soviéticos habrían arrasado cualquier vestigio de la ciudad antigua para levantar sus ciclópeos y horrendos bloques de cemento. Pero aún así, decidí acompañarle. Descendimos por la avenida de Registán hasta llegar a la gran intersección con la calle Akhunbabayev, en cuyo centro se levanta una estatua de Tamerlán, personaje del cual hablaremos más adelante. Sobre un pedestal, el conquistador se sentaba en un trono de estilo asiático, con aire regio, sus manos reposando sobre una espada. Siniestro individuo para elevarlo al altar de símbolo nacional.

Puede que Samarcanda cuente con un legado histórico extraordinario, pero lo cierto es que poco del mismo ha sobrevivido en algo material, concreto. Los soviéticos arrasaron la ciudad y se propusieron levantarla de nuevo de acuerdo con sus nefastas reglas urbanísticas. Días antes habíamos visto las consecuencias de esa filosofía en Bujara, pero al menos en esa ciudad el casco histórico se había respetado y podía disfrutarse casi íntegramente, limitándose la pesadilla de cemento a los alrededores de aquél. Durante un rato caminamos entre horribles bloques de hormigón e hileras de edificios administrativos de estilo comunista que invitaban al peatón a agachar la cabeza y tratar de pasar lo más inadvertido posible. Los monumentos históricos que han quedado en Samarcanda y que aún hacen de ella una visita ineludible, están dispersos aquí y allá, como islas en un mar de cemento.


Pero para nuestra sorpresa, tras torcer a la izquierda en una de las avenidas, desembocamos en un agradable barrio construido a base de bulevares en rejilla, y cuyos edificios de dos alturas de fachadas blancas, amarillas o azules hundían sus raíces en la época de presencia rusa anterior a la Revolución. Eran amplias calles sombreadas por ancianos árboles a cuya sombra vivían los uzbecos, alejándose lo máximo posible de los adustos bloques "oficiales". Había gran animación y grupos de estudiantes, familias y amigos paseaban por los tramos peatonales a cuyos lados se podían encontrar cibercafés, tiendas de fotografía digital o de venta de DVD´s. Desde luego, no era lo que yo esperaba. Samarcanda cuenta hoy en día con 405.000 habitantes y no me cabe duda de que la mayor parte de ellos malvive en angostos bloques de viviendas de construcción soviética con mantenimiento deficiente y comodidades domésticas escasas. Pero la zona donde nos encontrábamos había conseguido sobrevivir al desolador urbanismo comunista y quizá sirva de modelo para la transformación de la antigua ciudad en una urbe más humana.
Algo más allá, junto a una sombreada ronda abierta al tráfico y ocupando una esquina generosa de la misma se levanta la que fue primera iglesia ortodoxa de Uzbekistán, San Alejandro. Sólo un pequeño grupo de turistas franceses nos hacía compañía en aquel amplio y luminoso templo, inmaculadamente limpio, con paredes y techos de suaves colores pastel. Nos resultó chocante encontrar en esta parte del mundo y después de tantas mezquitas y medersas visitadas en las últimas semanas, todos aquellos iconos, ángeles, santos, vírgenes y cristos. Las representaciones figurativas habían brillando por su ausencia hasta este momento, en el que esos iconos con su aire algo kitsch de figuras aureoladas y brillantes colores se desplegaban ante nuestros ojos. La ausencia de fieles a nuestro alrededor me hizo reflexionar sobre la situación de la religión cristiana en esta parte del mundo, en franco retroceso ante un Islam renacido.

Salimos del templo y damos un paseo por el Gorky Park. Al menos ése era el nombre que figuraba en los mapas de la guía, aunque las autoridades lo habían cambiado recientemente por el de un héroe patriótico uzbeco de difícil pronunciación e imposible memorización. El parque era una extensión amplia y plácida, con abundancia de árboles bajo los que se refugiaban bares al aire libre y piscinas que en verano servían de alivio al intenso calor. Vimos también un anfiteatro cuyo escenario estaba siendo engalanado para algún concierto o celebración; vendedores ambulantes de helados que esperaban junto a sus carritos, fuentes de agua potable y una limpieza poco usual en estos países, especialmente cuando se trata de lugares no estrictamente turísticos. Tomamos nota de un par de establecimientos en los que podríamos cenar al día siguiente y regresamos al hotel.

El día siguiente va a ser intenso y nuestra guía por los monumentos históricos va a ser Svetlana, una uzbeca de raza eslava, de rubios cabellos y ojos claros. En las dos últimas décadas muchos rusos han abandonado estas repúblicas al sentirse arrinconados y excluidos por la fiebre nacionalista que barre estas nuevas naciones. Y eso aun cuando muchos llevan ya dos y tres generaciones naciendo y muriendo aquí y que nada les espera en Moscú, donde languidecen y mueren desposeídos de todo. Los eslavos no se consideran uzbecos, turkmenos, tayikos o kirguíses. Estos pueblos de origen turco-mongol se han arrogado con el manto de propiedad de la cultura y la historia local. Me pregunto qué futuro tiene gente como Svetlana, que nació en Samarcanda y que se siente tan uzbeca como el que más, orgullosa y conocedora de la rica historia de esta tierra. No desea irse a ningún otro lugar. ¿Es menos uzbeca que un pastor que cuida de su rebaño en el desierto de Kyzylkum?
Cogemos un taxi para desplazarnos por la anodina Samarcanda de hoy para llegar a nuestro primer punto de interés: el observatorio de Ulughbek. Se levanta sobre una colina en uno de los barrios excéntricos de la ciudad. La cima de la colina es redondeada y desde ella se disfruta de amplias vistas de la ciudad. Poco queda del observatorio astronómico propiamente dicho: a través de una puerta se vislumbra un largo y redondeado pasadizo descendente en el cual se extienden los raíles que servían de marcadores para las anotaciones astronómicas. Un interesante museo anexo explica el funcionamiento del ingenio y profundiza en la figura de su promotor, Ulughbek..
Resulta curioso y triste a la vez que Ulughbek, un gobernante pacífico e interesado por la ciencia, haya quedado olvidado por una Historia que, sin embargo, resalta las conquistas –esto es, masacres y violencia- de Gengis Khan o Tamerlán. De hecho, fue el nieto predilecto de este último y gobernó el imperio de su abuelo hasta 1449, cuando fue decapitado por su propio hijo. Ulughbek sustituyó el salvajismo de Timur por la erudición y el amor a la astronomía. Construyó el observatorio en que nos hallamos, de tres pisos, en los que se albergaba un doble sextante para la observación del Sol, la Luna y los planetas, con un radio de 40 metros, montado en un carril de bronce calibrado en grados. Este observatorio hizo grandes aportaciones a la astronomía con la realización de las Zij-i-Gurkani, las primeras tablas estelares precisas, concluidas en 1437. Fue también aquí donde se calculó la duración exacta de un año.

Sus inclinaciones científicas no le hicieron precisamente popular entre los poderosos líderes islámicos de la ciudad cuya ortodoxia les llevó inevitablemente a recelar de un emir que podía arrebatarles su influencia y poder. Conspiraron para acabar con él y sustituirlo por su hijo, Abdul Latif, quien, después, destruyó hasta los cimientos la obra de su padre. Afortunadamente sus tratados de astronomía consiguieron salvarse y llegar a Europa, donde se publicaron y alcanzaron el reconocimiento que no obtuvieron en su tierra natal. La obra sobrevivió, pero el observatorio, o mejor sus ruinas, se olvidaron completamente. No fue hasta 1908 cuando un profesor ruso aficionado a la arqueología descubrió la gran muesca que estamos viendo y sobre la que se movía el gran telescopio. Ni siquiera hoy el desdichado Ulughbek disfruta de un reconocimiento especial en el actual Uzbekistán, que han preferido venerar el recuerdo del asesino de masas que fue su abuelo, Tamerlán.

El imperio fundado por Tamerlán a sangre y fuego tuvo breve vida. Tras la muerte de Ulughbek, la decadencia se hizo inevitable tras el cierre de las fronteras chinas por la dinastía Ming. La Ruta de la Seda se abandonó y el dinero y las mercancías dejaron de fluir. Samarcanda, cada vez más vulnerable, sucumbió al ataque de la Horda Dorada, un grupo de nativos turcomongoles acaudillado por Kan Uzbek (los verdaderos antepasados de los actuales uzbecos) que la conquistó en 1500. Los descendientes de Tamerlán, sin embargo, continuaron su existencia en otro lugar bajo otro nombre: serían los fundadores de la dinastía mogol en la India.

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