Otro viaje en taxi después, llegamos a nuestra segunda visita del día. Shaj Zinda es el complejo funerario donde se encuentran las tumbas de los reyes, emires y prebostes más relevantes de la ciudad. Posiblemente sea el lugar más venerado de Samarcanda y los uzbecos hacen cola para entrar a rezar ante algunas de las tumbas de este curioso mausoleo y especialmente en la de Qusam ibn-Abbas, un sobrino del Profeta que se dice trajo el Islam a estas tierras. Su tumba, un conjunto de tranquilas y frescas estancias, integran la construcción más antigua de Samarcanda y su corazón religioso, un importante lugar de peregrinación, en el que podemos entrar, sentarnos y contemplar cómo los fieles vienen, se tumban, oran en voz alta y con devoción, indiferentes a nuestra presencia.
El interior de Shaj Zinda es fantasmagórico. Son avenidas que se estrechan y abren sucesivamente, flanqueadas por mausoleos cuyas fachadas despliegan decoraciones maravillosas. La riqueza ornamental es apabullante pero semejante patrimonio requiere un trabajo de restauración y conservación que parece superar las posibilidades de las autoridades locales. Aunque había obreros trabajando en la rehabilitación de algunos mausoleos, cúpulas de un valor incalculable caían en el abandono, las fachadas se agrietaban, las tumbas se dejaban a medio restaurar…Aun con todo, los trabajos van avanzando y los resultados son magníficos: domos de un azul turquesa brillante, un color jamás conseguido en Occidente, decoraciones geométricas de una perfección casi sobrenatural tejidas a base de ladrillos de colores insertos en los muros y fachadas, puertas de madera finamente labrada, pórticos asombrosos en los que el trabajo de tracería se combina con una llamativa obra de azulejos de variados tonos azules.
Los mausoleos o mazar han sido un motivo arquitectónico muy popular a lo largo de los milenios, levantados bien por los gobernantes para asegurarse la inmortalidad o bien por fieles para honrar a hombres santos. La mayoría constan de una estancia de oración coronada por una cúpula. La tumba real puede estar situada en un salón central o gurkhana (subterráneo). Suele haber anexas una serie de habitaciones que cumplían funciones de alojamiento, lavaderos o cocinas.
Es este un excelente lugar para tomar contacto con la esencia del arte musulmán, con sus formas específicas y alejadas de la tradición figurativa occidental. Con el fin de apartarse lo máximo posible de los antiguos cultos a los ídolos, la ortodoxia musulmana prohibió el arte estatuario. Esto se combinó con una tradición nómada cuya pasión artística se centraba en los textiles, con los que las tribus árabes y turcas habían tomado contacto gracias a las caravanas provenientes de China o Persia. Sus tiendas eran un pequeño paraíso de telas y alfombras multicolores. Huían de la monotonía de los desiertos, de sus apagadas ciudades de adobe y tierra. De ahí su gusto por el colorido vivo, explosivo incluso, que lo impregna todo.
Cuando aquellos nómadas comenzaron a moverse hacia occidente, fundaron sus imperios y empezaron a vivir en palacios, el peso de las generaciones precedentes no se esfumó y sus estancias pasaron a reproducir las tiendas en las que habían morado hasta no hacía tanto tiempo: carecían de muebles, se sentaban encima de sofás y cojines revestidos de magníficas telas de seda, mientras las paredes y los suelos estaban decorados de alfombras, tapices o kilims de suntuosos colores. Aún hoy, en buena parte de la Asia turca (desde Anatolia hasta Kirguizistán) los domicilios particulares siguen estas mismas pautas. En la arquitectura, la influencia textil se dejó sentir en la decoración que ocupaba todas las superficies planas de las fachadas, revestidas de estuco, azulejos o esmaltes. El aspecto de las ciudades de Asia cambió por completo, pasando a estar sus decoraciones dominadas por los arabescos (motivos estilizados inspirados en la naturaleza vegetal) y las lacerías (series de formas geométricas basadas en cuadrados y círculos)
Un tercer desplazamiento nos lleva hasta el centro histórico. Incrustada en el barrio viejo y junto al bazar, se alza la que tuvo que ser una de las obras más gigantescas de Timur, la mezquita de Bibi Janum. Su pórtico es uno de las más espectaculares de Asia Central. Los interiores son espectros de lo que en otra época fueron: desangelados minaretes perdidos en medio de la nada, silenciosos, silenciados, recordatorios de una ambición.Después de que Tamerlán conquistara Samarcanda y decidiera convertirla en la capital de su nuevo imperio, hizo traer los mejores arquitectos y artesanos de Bagdad, Shiraz, Damasco, Isfahan y Delhi, para que la embellecieran a la altura de sus sueños. Entre conquista y conquista, Timur dirigía desde su campamento de tiendas de lujosa seda en las afueras la reconversión de la ciudad y el levantamiento de minaretes y cúpulas recubiertos de azulejos multicolores que reflejaban la luz del sol.
La mezquita de Bibi Janum fue una de sus hijas arquitectónicas, la perla más grande de su corona. Ordenó su construcción tras regresar triunfante de una campaña militar en la India y su intención, acorde con su ego, era que se tratara del templo islámico más grande del mundo. Y como todos los edificios relevantes, a Bibi Janum –por cierto, el nombre es el de la esposa china de Timur- no le falta su particular leyenda. Según esta, la consorte del temible emperador quiso levantar la mezquita mientras su marido estaba lejos, en una campaña militar, para darle una sorpresa. El arquitecto, sin embargo, se enamoró de ella y se negó a completar las obras a menos que la hermosa mujer le diera un beso. Ella accedió, pero al hacerlo, le dejó una marca fatal que fue inmediatamente percibida por Timur cuando regresó. Enfurecido, ordenó ejecutar al arquitecto y decretó que a partir de entonces todas las mujeres debían llevar velo para que ningún hombre volviera a sentirse tentado por ellas.
Sea o no verdad la leyenda, lo que sí es cierto es que el templo fue comenzado el 11 de mayo de 1399 (día astrológicamente propicio) y concluido en cinco años gracias a la energía de 200 artesanos, 500 obreros y 95 elefantes. Pero la mezquita, pensada para albergar diez mil fieles, sobrepasó los límites de la gravedad y las posibilidades de la ingeniería de la época. Poco después de ser completada empezaron a surgir grietas y fue desmoronándose con el paso de los años hasta que en 1887, ya en estado ruinoso, un terremoto acabó el trabajo, hundiéndola. Hoy, su esqueleto, como tantas otras cosas en esta ciudad, evoca otros tiempos.
Fuera cual fuese la profundidad de la fe de Tamerlán, éste no quiso levantar semejante mezquita para honrar a Alá, sino para glorificarse a sí mismo, más allá incluso de los conocimientos técnicos de la época. Todo debía ser exagerado, colosal, inigualable, desde la puerta de entrada de 35 metros de altura al cuerpo principal de la mezquita, hoy en estado ruinoso pero aún desprendiendo un orgulloso aire de superioridad. Incluso para los parámetros contemporáneos, la mezquita de Bibi Janum era un edificio excepcional. En el soleado espacio que una vez fue el patio de la mezquita y que hoy se ha transformado en un tranquilo jardín, descansa otro elemento de dimensiones acordes con el edificio: un enorme atril para coranes, tan grande que nos podríamos sentar cómodamente en él.
¿Cómo es posible que uno de los monumentos más antiguos de la ciudad -y desde luego el más emblemático de Samarcanda y, probablemente de toda Asia Central, quede junto a una gran avenida recta y no tenga ningún edificio al lado? Los soviéticos hicieron de las suyas arrasando entera la ciudad vieja y dejando sólo los edificios más representativos. También levantaron una fuente ridícula delante del conjunto, y unas gradas. Avanzo para que tales excrecencias me queden a la espalda y me siento para contemplar el Arenal (Registán) que da cuerpo a la leyenda de Samarcanda. Se trata de un conjunto monumental compuesto por tres medersas (escuelas coránicas) y el espacio que éstas delimitan. Las fachadas de las medersas dan a una plaza que aporta al grupo monumental el equilibrio y la armonía perfectos.
El Registán no fue construido por Tamerlán, sino por su nieto, Ulughbek, que finalizó la construcción de la primera medersa en 1420 en el centro neurálgico de la ciudad, donde se había celebrado tradicionalmente el bazar. Las otras dos medersas fueron levantadas siguiendo el modelo de la primera. Eran centros de estudio en los que se impartían conocimientos de teología, filosofía y astronomía. La medersa orientada hacia el sur, Tilla Kari (Cubierta de Oro) fue la última en finalizarse, en 1660. Las fachadas son espléndidas y tras su restauración los azulejos que las hacen justificadamente famosas en toda Asia lucen en toda su grandeza. Representan dos felinos rampantes realizados al amparo de una bula religiosa puesto que no se pueden plasmar figuras de animales vivos en lugares sagrados. No es un ejemplo único –en Bujara existe otro edificio con mosaicos similares- pero sí inusual.
El Registán no fue construido por Tamerlán, sino por su nieto, Ulughbek, que finalizó la construcción de la primera medersa en 1420 en el centro neurálgico de la ciudad, donde se había celebrado tradicionalmente el bazar. Las otras dos medersas fueron levantadas siguiendo el modelo de la primera. Eran centros de estudio en los que se impartían conocimientos de teología, filosofía y astronomía. La medersa orientada hacia el sur, Tilla Kari (Cubierta de Oro) fue la última en finalizarse, en 1660. Las fachadas son espléndidas y tras su restauración los azulejos que las hacen justificadamente famosas en toda Asia lucen en toda su grandeza. Representan dos felinos rampantes realizados al amparo de una bula religiosa puesto que no se pueden plasmar figuras de animales vivos en lugares sagrados. No es un ejemplo único –en Bujara existe otro edificio con mosaicos similares- pero sí inusual.
Si el exterior del Registán sorprende e impresiona, el interior de las antiguas medersas no puede sino causar cierta decepción. Aunque algunas de estas escuelas coránicas fueron restauradas por los soviéticos, es cierto que sus interiores han perdido encanto. En su día las celdas que rodeaban los patios servían de alojamiento y lugar de estudio a los alumnos que venían aquí a aprender teología, filosofía y astronomía. En Bujara o Tashkent tuve oportunidad de visitar medersas vivas, donde aún se enseña y se aprende aunque los ordenadores han sustituido a los pergaminos y la tinta. El Registán, sin embargo, ya no tiene vida religiosa, es un monumento, un edificio histórico, un espacio turístico. Patios y celdas se han convertido en un bazar de souvenirs para extranjeros donde uzbecos, tayikos y rusos tratan de embaucar a los visitantes con precios abusivos. Traté de aliviar esa decepción con el pensamiento de que el turismo permite ganarse la vida a mucha gente que, de otra forma, se vería en una situación difícil.
Me enteré de que sobornando a uno de los policías que monta guardia en una de las medersas, nos abriría la puerta del minarete que la flanquea para que pudiéramos subir hasta la cima y contemplar las vistas. Así que por la ridícula cantidad de 3.000 sums (unos 2 dólares y medio) el gordo policía sale de la garita con un voluminoso aro de contundentes llaves, nos abre la puerta del minarete a escondidas de los ojos del público y nos señala la escalera de caracol. En cuanto subí tres escalones me percaté de la razón por la que el lugar estaba cerrado a las visitas. Era un auténtico peligro, en estado de semirruina, con agujeros en los ya irregulares peldaños, sin apenas luz, estrecho hasta niveles claustrofóbicos, con cables colgando por doquier... Para colmo, la parte superior, apuntalada precariamente con vigas de madera, estaba sellada con planchas metálicas. Se podía sacar medio cuerpo fuera para mirar alrededor procurando no balancearse mucho. Eso sí, la vista era magnífica y mereció la pena.
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