Sedefhar Mehmet Aga debió sentir una mezcla de orgullo, satisfacción y temor al recibir del Sultán la orden de levantar la primera mezquita imperial en los últimos cuarenta años, un edificio que rivalizara con Santa Sofía, hasta la fecha la mezquita más venerada de Estambul (había sido consagrada a la fe islámica a mediados del siglo XV, cuando los turcos otomanos tomaron Constantinopla). Tenía permiso para gastar el dinero que fuera necesario pero los resultados debían satisfacer plenamente las expectativas, no sólo del Sultán, sino de Alá. Y es que los antecedentes del proyecto eran algo preocupantes.
En primer lugar, se trataba de un edificio cuyo propósito era complacer a Alá, quien parecía haber torcido la suerte de los turcos en sus luchas contra los persas. El Sultán Ahmet I decidió recobrar el favor de la divinidad con este templo, pagado con cargo al Tesoro imperial, algo a lo que se opusieron las autoridades islámicas, ya que hasta el momento este tipo de obras se habían financiado gracias a los botines de guerra.
En primer lugar, se trataba de un edificio cuyo propósito era complacer a Alá, quien parecía haber torcido la suerte de los turcos en sus luchas contra los persas. El Sultán Ahmet I decidió recobrar el favor de la divinidad con este templo, pagado con cargo al Tesoro imperial, algo a lo que se opusieron las autoridades islámicas, ya que hasta el momento este tipo de obras se habían financiado gracias a los botines de guerra.
En segundo lugar, Mehmet Aga tuvo sobre sí la presión de realizar un trabajo a la altura de su maestro, el gran Sinan, entre cuyo extensísimo legado arquitectónico se contaba la Mezquita de Suleimán, sobre el Cuerno de Oro, un espectacular edificio religioso. El emplazamiento del nuevo templo iba a ser inmejorable: en los terrenos ocupados por el antiguo Gran Palacio y el hipódromo, símbolos de la cultura bizantina que había dominado la ciudad durante un millar de años, y justo enfrente de Santa Sofía. Dicho emplazamiento no era casual. Se trataba de un símbolo, una afirmación de que el Imperio Otomano era tan fuerte y capaz a la hora de abordar grandes obras civiles como lo había sido el cristiano al que había aplastado. El templo debía reunir, además, los elementos imprescindibles según el canon imperante entonces: cúpulas, minaretes, un patio interior que diera acceso a la gran sala de oración y una decoración acorde con la magnificencia exterior.
El resultado final fue satisfactorio para todos aun cuando Ahmed I murió sin ver el final de las obras, que se prolongaron durante siete años, de 1609 a 1616. Desde luego, dado que el edificio lleva en pie casi cuatro siglos, podemos atrevernos a suponer que a Alá también le agradó la magnífica ofrenda, aun cuando el Imperio Otomano dejó de existir hace ya un centenar de años.
Mehmet Aga integró elementos arquitectónicos bizantinos en la tradición islámica para crear el que se considera como el último ejemplo de arquitectura clásica otomana. Exteriormente, una de las cosas que primero llaman la atención son las grandes dimensiones del edificio en el que destacan los seis esbeltos minaretes, un hecho que en su día causó amargas críticas por interpretar tal osadía como una rivalidad con la Mezquita de la Ka´aba en La Meca. El Sultán zanjó la cuestión de una forma tan tajante como antigua: con dinero. Financió la construcción de un séptimo minarete en la mezquita de la Ciudad Santa.
Los minaretes con forma de lápiz rodean una estructura armoniosa de cúpulas y semicúpulas que guían al ojo hacia arriba hasta culminar en la gran cúpula central, de 23 metros de diámetro y 43 metros de altura. Un amplio y algo anodino patio nos conduce a la grandiosa sala de oración. La cola de turistas aspirantes a entrar en el magnífico edificio daba la vuelta al mismo y no quedaba más remedio que agregarse a la horda y armarse de paciencia. Los turistas se desplazaban pesadamente tras sus guías. El aire se llenaba del sonido de obturadores electrónicos, toses y cuchicheos y una variada selección de polos de diseño, pantalones de algodón e incongruentes chalecos de safari ocupaban el espacio destinado a visitantes.
Por desgracia, la multitud de turistas de una docena de países distintos, sudorosos y con pies de talla superlativa exhalando vapores tóxicos, no hizo de la visita una experiencia contemplativa y agradable. Además, y aun cuando las dimensiones del edificio son amplias, sólo una parte de la sala de oración ha sido habilitada para el disfrute del visitante y una aglomeración de ellos se apiña en un reducido espacio por el que uno se tiene que mover a base de empujones y codazos. Y es que, a diferencia de Santa Sofía, hoy "simplemente" un museo, la Mezquita Azul continúa siendo un edificio abierto al culto, con un amplio espacio interior permanentemente acotado y reservado a los fieles.
Así que tras un vistazo rápido, decidí volver por la tarde, en el momento de la última llamada a la oración del día, cuando los autobuses de turistas hace rato que han terminado su recorrido y los extranjeros abarrotan los restaurantes de Sultanahmet. En ese momento la mezquita parecía haberse convertido en un lugar totalmente distinto. Tan sólo una docena de personas, todos ellos estambulitas, rezaban silenciosamente siguiendo su ritual de genuflexiones y jaculatorias. Fue entonces cuando pude realmente disfrutar de la magnífica decoración interior del templo, en la que destacan sus más de 20.000 azulejos añil luminoso, verde, turquesa, blanco y rojo hechos en Izmir (la antigua Esmirna) representando cincuenta diseños florales diferentes, desde lo austeramente tradicional a lo más barroco.
El resultado final fue satisfactorio para todos aun cuando Ahmed I murió sin ver el final de las obras, que se prolongaron durante siete años, de 1609 a 1616. Desde luego, dado que el edificio lleva en pie casi cuatro siglos, podemos atrevernos a suponer que a Alá también le agradó la magnífica ofrenda, aun cuando el Imperio Otomano dejó de existir hace ya un centenar de años.
Mehmet Aga integró elementos arquitectónicos bizantinos en la tradición islámica para crear el que se considera como el último ejemplo de arquitectura clásica otomana. Exteriormente, una de las cosas que primero llaman la atención son las grandes dimensiones del edificio en el que destacan los seis esbeltos minaretes, un hecho que en su día causó amargas críticas por interpretar tal osadía como una rivalidad con la Mezquita de la Ka´aba en La Meca. El Sultán zanjó la cuestión de una forma tan tajante como antigua: con dinero. Financió la construcción de un séptimo minarete en la mezquita de la Ciudad Santa.
Los minaretes con forma de lápiz rodean una estructura armoniosa de cúpulas y semicúpulas que guían al ojo hacia arriba hasta culminar en la gran cúpula central, de 23 metros de diámetro y 43 metros de altura. Un amplio y algo anodino patio nos conduce a la grandiosa sala de oración. La cola de turistas aspirantes a entrar en el magnífico edificio daba la vuelta al mismo y no quedaba más remedio que agregarse a la horda y armarse de paciencia. Los turistas se desplazaban pesadamente tras sus guías. El aire se llenaba del sonido de obturadores electrónicos, toses y cuchicheos y una variada selección de polos de diseño, pantalones de algodón e incongruentes chalecos de safari ocupaban el espacio destinado a visitantes.
Por desgracia, la multitud de turistas de una docena de países distintos, sudorosos y con pies de talla superlativa exhalando vapores tóxicos, no hizo de la visita una experiencia contemplativa y agradable. Además, y aun cuando las dimensiones del edificio son amplias, sólo una parte de la sala de oración ha sido habilitada para el disfrute del visitante y una aglomeración de ellos se apiña en un reducido espacio por el que uno se tiene que mover a base de empujones y codazos. Y es que, a diferencia de Santa Sofía, hoy "simplemente" un museo, la Mezquita Azul continúa siendo un edificio abierto al culto, con un amplio espacio interior permanentemente acotado y reservado a los fieles.
Así que tras un vistazo rápido, decidí volver por la tarde, en el momento de la última llamada a la oración del día, cuando los autobuses de turistas hace rato que han terminado su recorrido y los extranjeros abarrotan los restaurantes de Sultanahmet. En ese momento la mezquita parecía haberse convertido en un lugar totalmente distinto. Tan sólo una docena de personas, todos ellos estambulitas, rezaban silenciosamente siguiendo su ritual de genuflexiones y jaculatorias. Fue entonces cuando pude realmente disfrutar de la magnífica decoración interior del templo, en la que destacan sus más de 20.000 azulejos añil luminoso, verde, turquesa, blanco y rojo hechos en Izmir (la antigua Esmirna) representando cincuenta diseños florales diferentes, desde lo austeramente tradicional a lo más barroco.
Y lo que podemos contemplar hoy no es sino un reflejo algo desvaído de su pasado esplendor aun cuando su estado de conservación y restauración es sobresaliente comparado con muchos templos cristianos de la misma época. Auque el sultán había prometido crédito infinito a Mehmet Aga, lo cierto es que a la hora de abrir el cofre del tesoro las cosas se complicaban y los administradores de la obra sólo pagaban una cantidad fija por azulejo a los artesanos. Como quiera que los precios en el mercado fueron encareciéndose con el paso del tiempo pero no así la tasa oficial, los artesanos comenzaron a servir piezas de peor calidad cuyo color se ha ido desvaneciendo con el tiempo, convirtiéndose el rojo en marrón, el verde en azul y perdiendo parte de su brillo.
A pesar de las dimensiones de la sala (64 por 72 metros y 43 metros de alto en la cúpula), la estancia goza de una luminosidad excepcional. Ello es debido, en primer lugar, a la ausencia de compartimentaciones estructurales que proyecten sombras o formen rincones en los que se pierda la luz: las cúpulas las soportan cuatro colosales pilares de cinco metros de diámetro, patas de elefante compuestas de apretados nervios de mármol que se separan en su parte superior como una flor que se abre ante la presencia de los rayos de luz. Ésta inunda el interior gracias a la abertura de 260 ventanas, posándose en las bóvedas delicadamente pintadas y la superficie de los azulejos que cubren las paredes. En esas primeras horas de la noche, sin embargo, eran las grandes lámparas que colgaban suspendidas del techo como si fueran arañas, las que proporcionaban la luz. Fijándonos con atención, vemos colocados en ellas huevos de avestruz, cuya función no es meramente decorativa: al parecer, repelen a los arácnidos y evitan la formación de telarañas. Las joyas y el oro que una vez adornaron las lámparas han sido retirados y trasladados a museos.
Las bombillas emitían una suave luz que difuminaba las figuras que iban llegando poco a poco, situándose de cara al mihrab y comenzando a rezar a la espera de la llegada del imam, quien dirigiría una de las cinco oraciones comunitarias del día. El sonido de las pisadas de los pies descalzos desaparecía absorbido por limpias y mullidas alfombras que cubrían hasta el último rincón de la amplia mezquita. Son donaciones de piadosos fieles y ninguna aparece raída o desgastada: en el momento en que comienzan a mostrar un uso excesivo, son reemplazadas.
La oración comienza y el ritual se desarrolla con un estricto orden y respeto. El diseño interior permite que, incluso cuando el templo se halla totalmente abarrotado de musulmanes durante las oraciones, todo el mundo sea capaz de escuchar claramente el sermón del imam. Sermón que, por cierto, hasta 1928, era pronunciado en árabe, por lo que pocos fieles entendían una palabra. En ese año, el presidente Kemal Atatürk ordenó que los sermones debían darse en turco.
La atmósfera religiosa del interior contrasta con el ruidoso ambiente festivo del exterior, mantenido a raya gracias a los gruesos muros, las galerías y el patio interior. Locales y extranjeros se congregan todos los días en los bancos del parque que se abre entre la Mezquita Azul y Santa Sofía para disfrutar de un refresco o unos frutos secos recién tostados, mientras se pone el sol y los focos se van encendiendo para iluminar el calculado juego de cúpulas que ya ha pasado a formar parte del perfil de la ciudad.
Las cosas no le podrían haber salido mejor a Sedefhar Mehmet Aga. Era arquitecto, compositor musical, artesano, matemático, geómetra... la síntesis de sus conocimientos y habilidades en campos tanto de las artes como de las ciencias dieron como resultado un edificio que cumplió todas las expectativas. El sultán quedó satisfecho, Alá complacido y las generaciones de fieles y visitantes que traspasan sus puertas, turcos y extranjeros, musulmanes o no, siguen rindiendo homenaje al genio del discípulo que se convirtió en maestro.
1 comentario:
Expléndida explicación y muy buenas fotos. Muchas gracias por compartirlos.
Saludos.
José Luis.
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