Una soleada mañana de abril nos alejamos de la capital sudafricana, Pretoria, y nos internamos en la provincia de Mpumalanga, la más oriental del país, fronteriza con Mozambique. Los signos de civilización se van espaciando más y más y la carretera discurre por un paisaje adornado por colinas verdes de las que sobresalen afloramientos rocosos. Atravesamos campos de altas hierbas, bordeados de multicolores macizos de flores blancas, rosas y lilas que invaden los campos, las colinas y los valles. Aliviados por la frescura y el olor del campo, dejamos atrás la insana y turbulenta vida urbana de Sudáfrica.
Bajo este paisaje idílico se esconde una inmensa riqueza: casi la mitad de las 115.000 millones de toneladas de carbón con que cuenta Sudáfrica (58.000 millones de las cuales son ya extraíbles con la tecnología existente) están localizadas en este subsuelo, no lejos de la provincia de Gauteng. Y, de nuevo, el contraste. Una tierra rica habitada por gente miserablemente pobre que apenas puede incorporarse al circuito económico oficial. Los trabajos son escasos y los amargados desempleados se hacinan en ciudades de chabolas a las afueras de los centros urbanos, un ejército de desahuciados cuyas filas están siendo engrosadas por los inmigrantes provenientes de Mozambique.
Bajo este paisaje idílico se esconde una inmensa riqueza: casi la mitad de las 115.000 millones de toneladas de carbón con que cuenta Sudáfrica (58.000 millones de las cuales son ya extraíbles con la tecnología existente) están localizadas en este subsuelo, no lejos de la provincia de Gauteng. Y, de nuevo, el contraste. Una tierra rica habitada por gente miserablemente pobre que apenas puede incorporarse al circuito económico oficial. Los trabajos son escasos y los amargados desempleados se hacinan en ciudades de chabolas a las afueras de los centros urbanos, un ejército de desahuciados cuyas filas están siendo engrosadas por los inmigrantes provenientes de Mozambique.
La pobreza no es, claro está, exclusiva de Mpumalanga, pero esta provincia tiene algunos problemas especialmente acusados. La densidad de su población y su tasa de incremento son superiores a la media nacional, mientras que su capacidad productiva es menor. Aún así, hay algunas luces en el horizonte, proyectos y planes imaginativos diseñados para mejorar la economía regional, atraer inversiones y generar suficiente riqueza para que sus habitantes puedan llevar una existencia digna. Entre ellos está el Maputo Corridor, un oleoducto que uniría Witbank con la capital de Mozambique, Maputo y que vendría acompañado por una autopista de peaje que se espera ayude a desarrollar nuevas industrias y explotar la riqueza mineral y agrícola de la zona.
El paisaje se transforma en sabana en cuanto nos acercamos a las fronteras de uno de los santuarios naturales más importantes de África, el Parque Nacional Kruger.
El hombre blanco comenzó a internarse en el interior de lo que hoy es Sudáfrica desde sus costas hace 400 años y durante mucho tiempo la vida salvaje permaneció casi ajena a sus tribulaciones y luchas, ya fueran contra la dureza del territorio o contra miembros de su propia especie. Pero bosques y sabanas acabaron también siendo víctimas de la ambición humana, encarnada en el oro que se halló en 1873 y que provocó la llegada de una oleada de aventureros ansiosos por hacer fortuna. Con ellos llegaron los cazadores que abatían animales para alimentar a los mineros; y traficantes de pieles o marfil. A ello se sumó una peste que diezmó fauna y ganado, poniendo el ecosistema local en una situación crítica.
El paisaje se transforma en sabana en cuanto nos acercamos a las fronteras de uno de los santuarios naturales más importantes de África, el Parque Nacional Kruger.
El hombre blanco comenzó a internarse en el interior de lo que hoy es Sudáfrica desde sus costas hace 400 años y durante mucho tiempo la vida salvaje permaneció casi ajena a sus tribulaciones y luchas, ya fueran contra la dureza del territorio o contra miembros de su propia especie. Pero bosques y sabanas acabaron también siendo víctimas de la ambición humana, encarnada en el oro que se halló en 1873 y que provocó la llegada de una oleada de aventureros ansiosos por hacer fortuna. Con ellos llegaron los cazadores que abatían animales para alimentar a los mineros; y traficantes de pieles o marfil. A ello se sumó una peste que diezmó fauna y ganado, poniendo el ecosistema local en una situación crítica.
A finales de 1880 fue cuando se registraron los primeros indicios de la rebelión bóer contra las tropas militares británicas. El 16 de diciembre, los afrikaners proclaman su independencia, Paul Kruger es elegido presidente y la región del Transvaal, donde ahora se levanta el Parque Nacional Kruger, recibe el nombre de Zuid-Afrikaansche Republiek (ZAR). Paul Kruger, hijo de una familia de origen alemán, es un mito para todos los sudafricanos blancos. Seguramente porque en su biografía destacan hechos tan sorprendentes como que sólo asistiese tres meses a la escuela, que tuviera tres esposas y 16 hijos y que presumiera de haber leído únicamente un libro en toda su vida: la Biblia. Su currículo se completa con el hecho de que matara su primer rinoceronte con trece años y su primer león con quince.
No fue hasta 1884 cuando Kruger propuso hacer una gran reserva en el noroeste del país. “No será la primera de África”, dijo, “pero sí una de las más grandes y ambiciosas”. Kruger, que sin duda contemplaba la caza dentro de la reserva, tuvo que esperar hasta el 26 de marzo de 1898 para que su sueño se hiciera realidad. Ese día apareció en el boletín oficial el nombramiento de lo que entonces se denominó Sabi Game Reserve. Este precursor del Parque Nacional Kruger, que ocupaba un área de aproximadamente 250.000 hectáreas, sufrió su primera crisis en el periodo que va de 1899 a 1902, como consecuencia de la guerra entre el Imperio Británico y la república de los Bóers.
Nada más finalizar la contienda, el escocés James Stevenson-Hamilton tomó el control de la reserva de Sabi. Apodado por los trabajadores Skukuza (“el que todo lo limpia”), el antiguo oficial comprendió que, de no recibir una especial protección, la vida salvaje de este lugar quedaría esquilmada por cazadores y furtivos. El rinoceronte blanco ya se había extinguido y era difícil encontrarse con animales antaño tan abundantes como los elefantes, los búfalos o los hipopótamos. Stevenson-Hamilton adoptó como modelo la idea de parques nacionales que funcionaba en Estados Unidos, y no dejó de trabajar hasta no implantar un proyecto similar en el sur de África. El 31 de mayo de 1926, cuando apenas quedaban ya animales tras cien años de matanzas, el gobierno aprobó su Ley de Parques Nacionales y el Kruger, primer espacio encuadrado dentro de esta categoría de protección, pasó a depender de la administración central.
Desde entonces, la gestión del parque pasa por ser ejemplar y en 1991 se llegó a un acuerdo con los propietarios de los cotos privados de caza de la zona en virtud del cual se eliminaron las cercas y alambradas que delimitaban aquéllos, ampliándose de esta manera la libertad de movimientos de las especies
A las cinco de la tarde atravesamos la puerta Malelane, una de las entradas del parque. Aunque su gran tamaño y los muchos visitantes lo sitúen a la cabeza del ranking nacional, el Kruger no es sino uno de los diecisiete parques nacionales de Sudáfrica, la mayor red del continente africano. Creado en 1926, el National Parks Bureau, organismo que la gestiona, fue una de las herramientas utilizadas por el apartheid para discriminar a los ciudadanos negros, que durante años han asociado la protección de la naturaleza con la raza blanca y sus vejaciones, en parte porque algunos parques se instalaron en zonas habitadas por población negra, expulsada de sus tierras para convertirlas en santuarios de vida salvaje; y en parte, porque hasta los años ochenta, sólo los blancos podían alojarse en ellos.
Aún tenemos tiempo de dar una vuelta por las pistas de tierra más cercanas al camping Berg-en-Dal, en el extremo sur de la reserva. Antes de retirarnos al campamento para instalarnos, podemos disfrutar de la visión de manadas de impalas y algún ejemplar de rinoceronte negro, una de las especies más amenazadas del planeta. Los rinocerontes terminaron extinguiéndose de la región hace varias décadas pero se reintrodujeron durante los años sesenta, cuando se trajo un grupo de unos 300 ejemplares –de la especie de rinoceronte blanco- procedentes de Zululandia. Desde ese momento, la población de estos mamíferos se ha incrementado. El rinoceronte blanco también se ha vuelto a introducir. Los nombres comunes de este animal resultan, por lo general, confusos. “Blanco” no se refiere al color, sino que se trata más bien de una desviación de la palabra afrikáans wyd, refiriéndose a la boca amplia con labios rectos de este animal, o de wydende, que significa “el que pace”.
Ambas especies pueden diferenciarse sin dificultad: el rinoceronte negro es de menor tamaño (850 kg frente a su pariente de 2.200 kg), cuenta con el labio superior apuntado hacia arriba (una adaptación para llegar a las hojas), se mueve con la cabeza más alta y es más ágil, menos predecible y más excitable e irritable. Además, la cría de rinoceronte negro anda o trota tras su madre, mientras que la de rinoceronte blanco se coloca por delante.
El camping es una especie de isla habitada por humanos en medio de otra isla, ésta salvaje, en la frontera entre Sudáfrica y Mozambique. Altas vallas electrificadas que recuerdan la película Parque Jurásico separan a los visitantes de la realidad natural que acecha fuera de las lindes del campamento. Las entradas disponen de pasarelas de rodillos giratorios que las pezuñas de los animales no pueden atravesar. El interior es un cómodo oasis de bungalows, caminos pavimentados, lavandería, restaurante, un moderno centro de visitantes, baños y duchas limpias, piscina… Dormir fuera de los campamentos está absolutamente prohibido: se han dado casos de personas muertas por leones y leopardos. Al caer el crepúsculo, todo el mundo lleva prisa, ya que los rígidos horarios obligan a estar en los campamentos a una hora en punto: de mayo a finales de agosto, a las 5.30 de la tarde. Un par de minutos más, y la puerta está cerrada.
La mayor parte de los turistas no vienen hasta aquí para ver cebras, antílopes o flamencos. Lo que los atrae es la adrenalina que generará el tener a escasos metros del vehículo uno de los conocidos como Cinco Grandes, los que antiguamente eran las piezas preferidas de los cazadores, animales potencialmente peligrosos: el león, el leopardo, el elefante, el rinoceronte y el búfalo. Estos mismos turistas ignoran que el animal más letal de África es el mosquito, portador de graves enfermedades; o el hipopótamo, agresiva criatura que tiene menos miedo del ser humano que el león. Eso sin contar los humanos, quizá los animales más temibles del continente: los bandidos shifta del norte de Kenia, los asaltadores de Johannesburgo, los policías corruptos de Uganda o los criminales de Nairobi. Hace ya unos años, un grupo de turistas fue masacrado en Uganda mientras buscaban a los gorilas de montaña en la Selva Impenetrable de Bwindi. No fueron los simios, impresionantes pero básicamente pacíficos, los que asesinaron a ocho turistas de diferentes nacionalidades, sino los rebeldes hutus que merodean por la frontera con Ruanda.
Los turistas en África son pastoreados hasta una reserva donde en unos cuantos días pueden hacerse con una buena colección de fotos de los Cinco Grandes sin experimentar ni una sola historia remotamente terrorífica. Al final de su viaje, los visitantes, creyendo haber tenido una experiencia “auténtica” siempre envían los mismos comentarios a las revistas de viajes: “(el personal) siempre trata de satisfacerte”. “No había bichos ni insectos molestos”, “Tras los safaris guiados y los tours culturales, el criado preparaba un baño caliente”…
Nada más finalizar la contienda, el escocés James Stevenson-Hamilton tomó el control de la reserva de Sabi. Apodado por los trabajadores Skukuza (“el que todo lo limpia”), el antiguo oficial comprendió que, de no recibir una especial protección, la vida salvaje de este lugar quedaría esquilmada por cazadores y furtivos. El rinoceronte blanco ya se había extinguido y era difícil encontrarse con animales antaño tan abundantes como los elefantes, los búfalos o los hipopótamos. Stevenson-Hamilton adoptó como modelo la idea de parques nacionales que funcionaba en Estados Unidos, y no dejó de trabajar hasta no implantar un proyecto similar en el sur de África. El 31 de mayo de 1926, cuando apenas quedaban ya animales tras cien años de matanzas, el gobierno aprobó su Ley de Parques Nacionales y el Kruger, primer espacio encuadrado dentro de esta categoría de protección, pasó a depender de la administración central.
Desde entonces, la gestión del parque pasa por ser ejemplar y en 1991 se llegó a un acuerdo con los propietarios de los cotos privados de caza de la zona en virtud del cual se eliminaron las cercas y alambradas que delimitaban aquéllos, ampliándose de esta manera la libertad de movimientos de las especies
A las cinco de la tarde atravesamos la puerta Malelane, una de las entradas del parque. Aunque su gran tamaño y los muchos visitantes lo sitúen a la cabeza del ranking nacional, el Kruger no es sino uno de los diecisiete parques nacionales de Sudáfrica, la mayor red del continente africano. Creado en 1926, el National Parks Bureau, organismo que la gestiona, fue una de las herramientas utilizadas por el apartheid para discriminar a los ciudadanos negros, que durante años han asociado la protección de la naturaleza con la raza blanca y sus vejaciones, en parte porque algunos parques se instalaron en zonas habitadas por población negra, expulsada de sus tierras para convertirlas en santuarios de vida salvaje; y en parte, porque hasta los años ochenta, sólo los blancos podían alojarse en ellos.
Aún tenemos tiempo de dar una vuelta por las pistas de tierra más cercanas al camping Berg-en-Dal, en el extremo sur de la reserva. Antes de retirarnos al campamento para instalarnos, podemos disfrutar de la visión de manadas de impalas y algún ejemplar de rinoceronte negro, una de las especies más amenazadas del planeta. Los rinocerontes terminaron extinguiéndose de la región hace varias décadas pero se reintrodujeron durante los años sesenta, cuando se trajo un grupo de unos 300 ejemplares –de la especie de rinoceronte blanco- procedentes de Zululandia. Desde ese momento, la población de estos mamíferos se ha incrementado. El rinoceronte blanco también se ha vuelto a introducir. Los nombres comunes de este animal resultan, por lo general, confusos. “Blanco” no se refiere al color, sino que se trata más bien de una desviación de la palabra afrikáans wyd, refiriéndose a la boca amplia con labios rectos de este animal, o de wydende, que significa “el que pace”.
Ambas especies pueden diferenciarse sin dificultad: el rinoceronte negro es de menor tamaño (850 kg frente a su pariente de 2.200 kg), cuenta con el labio superior apuntado hacia arriba (una adaptación para llegar a las hojas), se mueve con la cabeza más alta y es más ágil, menos predecible y más excitable e irritable. Además, la cría de rinoceronte negro anda o trota tras su madre, mientras que la de rinoceronte blanco se coloca por delante.
El camping es una especie de isla habitada por humanos en medio de otra isla, ésta salvaje, en la frontera entre Sudáfrica y Mozambique. Altas vallas electrificadas que recuerdan la película Parque Jurásico separan a los visitantes de la realidad natural que acecha fuera de las lindes del campamento. Las entradas disponen de pasarelas de rodillos giratorios que las pezuñas de los animales no pueden atravesar. El interior es un cómodo oasis de bungalows, caminos pavimentados, lavandería, restaurante, un moderno centro de visitantes, baños y duchas limpias, piscina… Dormir fuera de los campamentos está absolutamente prohibido: se han dado casos de personas muertas por leones y leopardos. Al caer el crepúsculo, todo el mundo lleva prisa, ya que los rígidos horarios obligan a estar en los campamentos a una hora en punto: de mayo a finales de agosto, a las 5.30 de la tarde. Un par de minutos más, y la puerta está cerrada.
La mayor parte de los turistas no vienen hasta aquí para ver cebras, antílopes o flamencos. Lo que los atrae es la adrenalina que generará el tener a escasos metros del vehículo uno de los conocidos como Cinco Grandes, los que antiguamente eran las piezas preferidas de los cazadores, animales potencialmente peligrosos: el león, el leopardo, el elefante, el rinoceronte y el búfalo. Estos mismos turistas ignoran que el animal más letal de África es el mosquito, portador de graves enfermedades; o el hipopótamo, agresiva criatura que tiene menos miedo del ser humano que el león. Eso sin contar los humanos, quizá los animales más temibles del continente: los bandidos shifta del norte de Kenia, los asaltadores de Johannesburgo, los policías corruptos de Uganda o los criminales de Nairobi. Hace ya unos años, un grupo de turistas fue masacrado en Uganda mientras buscaban a los gorilas de montaña en la Selva Impenetrable de Bwindi. No fueron los simios, impresionantes pero básicamente pacíficos, los que asesinaron a ocho turistas de diferentes nacionalidades, sino los rebeldes hutus que merodean por la frontera con Ruanda.
Los turistas en África son pastoreados hasta una reserva donde en unos cuantos días pueden hacerse con una buena colección de fotos de los Cinco Grandes sin experimentar ni una sola historia remotamente terrorífica. Al final de su viaje, los visitantes, creyendo haber tenido una experiencia “auténtica” siempre envían los mismos comentarios a las revistas de viajes: “(el personal) siempre trata de satisfacerte”. “No había bichos ni insectos molestos”, “Tras los safaris guiados y los tours culturales, el criado preparaba un baño caliente”…
Esta era la África para bolsillos generosos, para románticos que sacrifican la autenticidad a la ilusión de vivir otros tiempos, los tiempos del “Sí Bwana”, el África de los recién casados y los amantes de los trajes de safari con chalecos de muchos bolsillos. El África de Hemingway, con sus porteadores ilustrados y sus ojeadores disponibles para todo aquel que, como Ernest, disponga del dinero necesario. Estos safaris de pega incluyen vuelos charter, africanos obsequiosos, comida de gourmet, ropa de marca, botas a prueba de serpientes y bikinis de estilo para lucirlos en la piscina del resort.
No es que me sienta un turista rico. Después de todo, dormimos en sencillas tiendas de campaña, nos desplazamos en un camión sin ventanillas y carecemos hasta de mesa sobre la que comer. Pero soy muy consciente de que los parques nacionales no son sino una elegante carta de presentación de unos países que tienen mucho que ocultar. El África de hoy no es el de los leones y elefantes, sino el de las grandes urbes y la precaria vida rural. Contaba Paul Theroux en su libro “Dark Star Safari” que durante su recorrido –realizado en 2002- desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, utilizando autobuses públicos y trenes, atravesando once naciones y eludiendo los puntos de atracción turística –es decir, los parques nacionales-, no había visto más vida salvaje que un puñado de avestruces. Ni siquiera viajando por Kenia o Tanzania había vislumbrado más animales que gallinas, ganado y perros sarnosos. De todas formas, tampoco el visitante medio de los parques nacionales tiene demasiado interés en conocer los pormenores del país más allá de la burbuja turística perfecta y sólidamente modelada de las reservas. Las vacaciones son para olvidar pobrezas y desgracias, propias y ajenas, no para sumergirse en ellas. Y eso era lo que hice aquella tarde, dándome un refrescante baño en la bonita piscina del camping, de forma sinuosa y embaldosada con rústicas piedras a medio desbastar, rodeada de exóticas aves encaramadas a espesos árboles.
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