span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Notre Dame Du Haut: la espiritualidad de un ateo

jueves, 18 de febrero de 2010

Notre Dame Du Haut: la espiritualidad de un ateo


Charles Edouard Jeanneret fue hijo de un relojero suizo y una pianista. Tal vez fuera esa herencia la que marcó el rumbo de su vida. La vertiente artística de su madre le orientó inicialmente hacia la pintura y la música. Tras viajar tres años por Oriente, adoptó la profesión por la que sería conocido en todo el mundo bajo su pseudónimo, Le Corbusier: la arquitectura. Quizá fue de la inclinación hacia los mecanismos precisos propio de la profesión de su padre, de donde extrajo los conceptos en los que basaría buena parte de su obra: la vivienda mecanizada, la casa como una máquina para vivir, la forma subordinada a la función.

Estaba convencido de que era necesario volver a los elementos funcionales básicos de la arquitectura y aprovechar todos sus recursos para proporcionar viviendas a la creciente población urbana. En este sentido, usó de forma innovadora estructuras de hormigón armado, lo que le proporcionaba una amplia flexibilidad. Diseñó espacios en los que se disponía de todo la superficie necesaria ocupando un área más reducida, dando lugar a edificios cuidadosamente planeados en los que la vida se desarrollaba de una manera más colectiva.Tras la Segunda Guerra Mundial, ante una Europa devastada y necesitada de viviendas, Le Corbusier abogó por la estandarización como vía para la reconstrucción del continente y fue capaz de crear un lenguaje arquitectónico imitable -no siempre con éxito, eso sí- que determinó la evolución de la construcción durante bastantes años.

Adalid del racionalismo y de la idea de que el mundo artificial y planificado era mejor que el mundo natural, Le Corbusier no fue hombre de un solo estilo, y quizá por ello se le ha llamado en ocasiones el Picasso de la arquitectura. Tenía nada menos que 68 años cuando finalizó un proyecto singular en el que había abandonado, al menos aparentemente, su racionalismo, dando vía libre a su reverso lírico, a la libertad de la forma y a la integración en el entorno natural.

Ronchamp es una pequeña ciudad al noreste de Francia, en el departamento del Jura, una encrucijada por la que discurría una de las rutas que unía a ese país con Alemania y que era a menudo transitada por peregrinos. No es de extrañar por tanto que en lo alto de una colina cercana a la localidad se levantara desde tiempos prehistóricos una estructura religiosa. Los primeros ocupantes fueron adoradores del sol, después llegaron los romanos y, desde la Edad Media, el lugar albergó un pequeño santuario consagrado a la Virgen, la capilla de Notre Dame-du-Haut. Durante la guerra de 1871 fue demolido y desde ese momento ya no conoció largos periodos de paz: la Primera Guerra Mundial volvió a destruir el edificio y, unos años después, los bombardeos de la Segunda Guerra redujeron a escombros a la capilla sucesora del anterior. Su reemplazo sería un edificio completamente diferente no sólo a los templos anteriores, sino a cualquier otro contemporáneo.

El padre dominico Marie-Alain Couturier era un amante del arte que creía en la necesidad de revitalizar el arte eclesiástico, aparentemente condenado al inmovilismo y decadencia. Había encargado a Henry Matisse que decorase la capilla dominica de Saint Paul de Vence y ahora, al frente de la comisión que debía supervisar el proyecto de reconstrucción de la capilla, no escatimó esfuerzos para convencer a los otros clérigos de la diócesis de Belfort de los méritos de Le Corbusier. Algo nada fácil a priori, porque el arquitecto no sólo era ateo, sino que su obra hasta el momento, como hemos indicado, estaba basada en el racionalismo y el desarrollo de viviendas en un medio urbano, algo muy diferente a construir un pequeño edificio religioso en un entorno rural.

Ciertamente, Le Corbusier no había prestado demasiada atención a las construcciones sacras aun cuando era perfecto conocedor -y admirador- de los espacios interiores que conseguían crear. Cuando el arquitecto visitó el lugar, quedó encantado y no tardó en aceptar el encargo. Quizá fuera la atractiva localización, con vistas sobre todo el territorio circundante; quizá el peso de los siglos de veneración religiosa en los restos de los sucesivos templos; o bien el desafío profesional que suponía un cambio de estilo tan radical en un estadio tan avanzado de su carrera. Le Corbusier diseñó la forma general, que su ayudante, André Maisonnier, terminaría de perfeccionar. El propio Maisonnier, bajo la supervisión de su maestro, dirigió al pequeño equipo de trabajadores que transformó las líneas y números en realidad, construyendo la capilla en gran parte a mano y con un grado de espontaneidad que hace que el edificio pueda equipararse a una escultura.

La configuración topográfica y el propio plano del complejo religioso hacen que el visitante no vislumbre la capilla hasta casi llegar a la cima de la colina. El diseño exterior es una reconciliación de la técnica y la naturaleza: orgánico, influenciado por el paisaje y en el que las severas líneas rectas propias de su arquitectura urbana ceden su sitio en favor de un trazado irregular, dinámico e incluso absurdo. Sus contornos arqueados y voluminosos recuerdan un arca o quizá una duna modelada por el viento. El propio Le Corbusier afirmó que recibió su inspiración de una concha marina que recogió en una playa.

Las proporciones generales de la planta, la altura de los muros y las dimensiones de las ventanas las realizó Le Corbusier utilizando su propio sistema de medidas en el que se aplicaba la sección áurea, obteniendo de esta forma una impresión de armonía. Por otra parte, la sucesión de formas cóncavas y convexas, ásperas y llanas, bordes y cavidades, responde a varios propósitos. En primer lugar refuerza la estabilidad estructural del conjunto. En segundo lugar contribuye a crear diferentes espacios tanto en el exterior como en el interior de la capilla y, por último, cada cara de la misma revela nuevos paisajes arquitectónicos que juegan con los matices de la luz a lo largo del día, como si todo el edificio fuera un gran reloj de sol, cambiando de forma varias veces desde el amanecer hasta el ocaso. El material principal que se utilizó era hormigón sin desbastar, dispuesto en paneles y relleno de albañilería para el que se utilizaron restos de los edificios anteriores. Por las paredes hay distribuidos pequeños trozos de vidrio coloreado que, en contraste con la blancura de los muros, producen la sensación de pequeñas joyas engastadas.

La altura de los muros oscila entre los diez y los cinco metros, condicionando la forma de la cubierta, que se aboveda sobre las paredes redondeadas. Precisamente la cubierta, que aquí actúa como unificadora del macizo volumen de la estructura, es uno de los elementos más llamativos. El doble movimiento ascendente-descendente le confiere un aspecto aerodinámico, como de ala de avión o sábana ondeando al viento. Su apariencia pesada es engañosa porque en realidad la estructura está hueca, sostenida por columnas de acero ocultas en los muros. Entre estos y la cubierta se abre una separación, permitiendo la entrada de una banda de luz y escondiendo a la vista los soportes que sostienen la cubierta. El voladizo del tejado protege asimismo un altar exterior, un coro y un púlpito colocados como si de un anfiteatro se tratara y desde los que se ofician misas al aire libre para los peregrinos, que acuden en masa hasta aquí en las fiestas señaladas. La antigua estatua de la Virgen, rescatada de los escombros dejados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial está en un nicho acristalado giratorio que puede orientarse tanto hacia el interior como hacia el exterior dependiendo del lugar en el que se celebre la ceremonia.

El aspecto exterior es sólido, macizo, inconmovible, con una fisonomía impenetrable e incluso algo castrense. El espacioso interior, sin embargo, disfruta de una atmósfera de recogimiento e intimidad. El suelo de la capilla se ajusta a la pendiente natural del terreno, descendiendo hasta el altar. Las ventanas, irregularmente distribuidas por la fachada de hormigón, son pequeñas en el exterior, pero se ensanchan hacia el interior, adoptando la apariencia de cuevas luminosas. Algunas son transparentes y otras tienen cristal de colores, evocando las vidrieras de las antiguas iglesias medievales.

El efecto de la luz sobre la piedra que tenía lugar en el exterior, continúa en el interior, no sólo gracias a las ventanas, sino también a la llamada pared de luz, un muro de grosor variable, curvado en planta y ahusado en alzado, construido en el lado sur. Las torres que conforman las capillas -por cada una de las cuales entran los rayos del sol a una hora determinada del día-, la luz que se filtra por las ventanas asimétricas tiñéndose de colores, la banda luminosa entre las paredes y el techo… crean un clima cambiante, mágico y espiritual al que no lastra una compartimentación espacial -sólo hay una nave- ni una decoración recargada. Por el contrario, los bancos son de madera sin tallar, el hormigón no está trabajado ni recubierto. El visitante, por tanto, no solo no se distrae con imágenes, cuadros o retablos, sino que, al tratarse de una capilla de peregrinación, excepto en algún día festivo es raro que el lugar se encuentre muy frecuentado, por lo que la sensación de paz y religiosidad es mucho mayor.

El resultado final fue un edificio singular que desde lejos podría tomarse por una gran escultura abstracta. Todo el mundo quedó satisfecho: el arquitecto por haber realizado una obra que se apartaba de todo lo que había venido desarrollando hasta el momento, tanto desde el punto de vista formal como conceptual; y su patrón por haber conseguido conciliar de manera sobresaliente el arte más vanguardista con el sentimiento religioso. Tanto es así que el padre Couturier encargó más adelante a Le Corbusier otro proyecto: el monasterio de La Tourette, cerca de Lyon, un edificio mucho más grande.

Las ideas de Le Corbusier llegaron a tener dimensiones colosales. Sus proyectos incluyeron la construcción de ciudades enteras de la nada, como Chandigarth, la capital del estado indio de Punjab, planificada para albergar 500.000 habitantes. También Brasilia, en 1957, la nueva capital de Brasil, fue diseñada según los criterios rígidamente funcionales de Le Corbusier. Tales antecedentes, sus propios planteamientos racionalistas y su ausencia de creencias religiosas podrían llevarnos a la conclusión de que Le Corbusier era el arquitecto menos idóneo para proyectar una pequeña capilla. Sin embargo, y a diferencia de lo que pasa con otras obras del arquitecto, este edificio está considerado como uno de sus mejores trabajos, sino el mejor de ellos, y, quizá, el más personal. Una obra que, a pesar de tener medio siglo sobre sus muros, continúa siendo tan moderna como cuando se construyó.

La importancia de Notre Dame-du-Haut reside no solo en su simbolismo monumental, sino también en que se trata de la demostración de que la religiosidad del artista no es condición necesaria para que conciba una creación de profundo contenido espiritual, ya sea un cuadro, una partitura de música sacra o un lugar de culto. Le Corbusier, al igual que tantos arquitectos de catedrales y templos antes que él, lo demostró cuando, sin tener en cuenta sus propias creencias, levantó un espacio capaz de inspirar la espiritualidad en los creyentes, armado tan solo de su propia habilidad y su capacidad para dar forma concreta al aliento de lo sagrado
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3 comentarios:

Viajeteca.com dijo...

Interesante propuesta.

Viajeteca.com dijo...

Un edificio que desprende una especial sensibilidad.

Ana Belén dijo...

Precioso edificio...

Muy interesante tu blog, aqui tienes un fiel seguidora.
Un saludo!

http://viajeslospontones.blogspot.com