Nueva Zelanda es un país célebre por su fantástica naturaleza, cuidadosamente protegida por una extensa red de parques nacionales. De entre ellos sobresale el del Monte Cook, en el corazón de la Isla Sur. Esta cima formidable despunta sobre sus vecinas de la cadena montañosa de los Alpes del Sur, que se extiende de norte a sur, paralela a la costa oeste de la isla. De las 27 montañas que superan los 3.000 metros en Nueva Zelanda, 22 se encuentran en este parque nacional. Sus 3.762 m convierten al Monte Cook no sólo en el pico más alto del país, sino de toda Oceanía.
La formación de estas montañas es una aventura que aún no ha finalizado. El choque de dos gigantes, la placa tectónica del Pacífico y la Indoaustraliana, lleva liberando fuerzas colosales dos millones de años. El resultado de ese pulso subterráneo ha sido el rápido crecimiento -en términos geológicos, claro- de una de las cordilleras más extraordinarias del mundo, un factor primordial en el relieve y el clima de la isla y, en consecuencia, en la vida de los pocos hombres que aquí habitan.
Los maoríes tienen otra versión de la historia, menos ajustada a la realidad científica pero más poética. Ellos siempre han atribuido al monte un carácter sagrado; pisar su cima es una profanación, una violación de sus tabúes, pues creen que allí se encuentran las cabezas de sus antepasados, origen de los Alpes del Sur. En su lengua, el Monte Cook se llama Aoraki, que significa "el que atraviesa las nubes". Su leyenda nos habla del naufragio de la canoa Araiteuru en las orillas orientales de la Isla del Sur, en un lugar llamado Matakea, donde sus restos se transformaron en las rocas Moeraki. Un grupo de supervivientes se adentraron en la isla. Entre ellos se encontraba Aoraki, un niño que viajaba a hombros de su abuelo, el jefe de la partida. La primera luz del amanecer tornó a los náufragos en piedra y Aoraki, que era el que estaba más alto de todos, se convirtió en el Monte Cook.
Su nombre actual lo recibió del capitán Stokes, al mando del barco de exploración "Acheron", alrededor de 1850, en honor de su famoso compatriota James Cook. Su altura fue medida en 1881 por G.J.Roberts y permaneció más o menos invariable hasta el 14 de diciembre de 1991, cuando un ligero terremoto provocó una descomunal avalancha de casi 1 millón de metros cúbicos de nieve en la cara este, reduciendo la altura de la montaña a sus actuales 3.753 metros.
Entre 1885 y 1887 el núcleo del actual parque pasó a ser una reserva, pero no fue hasta 1953 que se fundó el parque nacional. En 1987, junto al contiguo Westland National Park, pasó a ser Patrimonio de la Humanidad.
Este universo gélido llamó enseguida la atención de los alpinistas. Las alturas de los picos son engañosas. Sus "tresmiles" no parecen rivales frente a otras cumbres del vecino asiático, pero el verdadero desafío lo constituye su escabroso relieve combinado con un clima impredecible. Los extensos glaciares, aristas y paredes de hielo, los fuertes vientos y frecuentes aludes no han desanimado a los escaladores. Todo lo contrario. El reto que supone la ascensión del monte Cook ha atraído a millares de visitantes a la isla Sur de Nueva Zelanda.
El primer intento de coronarlo lo llevó a cabo el reverendo irlandés W.S.Green, con dos guías suizos. Se quedaron a doscientos metros de la cima. El honor final se lo llevaron tres neocelandeses, Tom Fyfe, Jack Clarke y George Graham, que hollaron el techo de Oceanía el día de Navidad de 1894. Muchos otros montañeros famosos, incluyendo sir Edmund Hillary, su hijo Peter y Graeme Dingle, han usado esta torre de nieve y roca como campo de entrenamiento. Y no es una hazaña fácil. Más de 140 alpinistas han perdido la vida en sus laderas. Los peligros de la montaña parecen evocar las leyendas maoríes que cuentan que la región estaba gobernada antiguamente por ogros, que daban una muerte terrible a todos los que a ella se acercaban.
Todo lo cual no ha impedido que Nueva Zelanda haya encontrado en el montañismo un filón que, a la larga, está resultando más rentable que la fiebre del oro que en su día barrió el país. El desarrollo de esta industria no fue fácil ni rápido. Los accesos eran difíciles, el terreno rocoso y atravesado por torrentes glaciares de curso y caudal caprichosos, y se necesitaban muchas horas de viaje para llegar hasta aquí conduciendo por carreteras mal asfaltadas y azotadas por el viento. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, la utilización de la aviación abrió todo un mundo nuevo de posibilidades. En poco más de media hora desde Christchurch, una avioneta o un helicóptero provistos de esquíes para aterrizar pueden dejar a los escaladores y esquiadores en los mismísimos glaciares del Monte Cook.
Nuestras aspiraciones son mucho menos ambiciosas. Subir a las cumbres supera nuestra capacidad, pero el Monte Cook es sólo la principal atracción de un parque que guarda muchos otros aspectos interesantes. La extensión protegida es de 707 km2, un tercio de la cual está cubierta de nieves perpetuas y glaciares. La sencilla contemplación del paisaje justifica llegar hasta aquí. Y es tan sencillo disfrutarlo como sentarse en la terraza del legendario hotel Hermitage, quizá el más famoso del país y ciertamente el que cuenta con una localización más espectacular. El elegante edificio es el nieto del original. El primero fue construido en 1884 y sólo podía alcanzarse tras una caminata de varios días desde Christchurch. Tras ser engullido por una crecida en 1913, fue reconstruido y destruido otra vez por un incendio en 1957. Hoy continúa sirviendo como lujosa y cómoda base para los visitantes... que puedan permitírselo. No era nuestro caso, pero la alternativa fue igualmente satisfactoria: unas cabañas cercanas de madera con forma triangular, en cuyo interior se podían alojar confortablemente de cuatro a seis personas en literas, disponiendo además de cocina y baño.
Al salir de nuestra cabaña por la mañana, nos invade un deseo de disfrutar del silencio de estas inmensidades, sólo interrumpido por el constante susurrar del viento que recorre los valles. Un sendero nos conduce hacia las estribaciones de la cordillera, al lugar donde los glaciares vienen a morir fundiéndose en aguas de tono lechoso. Las irregulares montañas que ha ido formando la morrena preservan la memoria de las fuerzas geológicas que han esculpido este paisaje a base de hielo, nieve y roca.
Todos los glaciares juegan un papel importante en el parque, pero hay cinco que merecen la pena destacarse. De ellos, el más extraordinario es el Tasman. Con 3,2 km de anchura y 27,3 km de longitud, es uno de los más anchos del mundo sin contar los que se encuentran en las zonas polares. Si en la cima el Tasman es una espléndida extensión blanca de impresionantes dimensiones, desde abajo, desde la perspectiva del alpinista, puede ser temible. Otros dos glaciares, el Linda y el Caroline, suponen una constante amenaza para los escaladores porque la superficie del hielo está tan sumamente pulida -y por lo tanto resbaladiza-, que aventurarse por ella resulta extremadamente arriesgado.
Los glaciares de Nueva Zelanda, como los del resto del mundo, están en una fase de contracción. Durante el proceso de desintegración del glaciar, peñascos, piedras y guijarros se detienen en las laderas y el fondo de los valles excavados, mientras el hielo que los rodea se funde. En la zona de ablación, el glaciar está lleno de detritos que ralentizan la fundición del hielo y otorgan al paisaje un aspecto amenazador y desolado. El continuo sonido de piedras sueltas que se deslizan ladera abajo contribuye a la sensación de inseguridad y transitoriedad que comunica esta parte del parque. De todos modos, cuando hablamos de retroceso del glaciar, no nos referimos a que la fenomenal formación se vaya a convertir en un ridículo hilillo apenas congelado: el hielo aún registra en algunas zonas un grosor de 600 metros.
En las crestas de las cumbres tiene lugar otro suceso cotidiano: las nubes que proceden del Pacífico, tras estrellarse contra la cordillera, intentan rebasar la barrera, desbordándose como si fueran una avalancha de algodón. Es precisamente ese fenómeno lo que ha dado forma a una tierra de impresionantes contrastes. La vertiente occidental está dominada por espesos bosques que se apiñan entre la base de la cordillera y el mar. En este lugar, el viento cargado de humedad tras su viaje por el océano choca contra las montañas, rompiendo las nubes en abundantes y regulares precipitaciones que favorecen el crecimiento de una exuberante vegetación. Los bosques mantienen su dominio hasta los 1.200 metros de altitud para dejar paso a los más resistentes matorrales y hierbas que se aferran a las rocas. A partir de los 1.800 metros, el mundo vegetal se desvanece ante el empuje de la nieve y el hielo.
Cuando los vientos consiguen rebasar la cordillera, han agotado su humedad. El paisaje aquí es radicalmente distinto: una región reseca y de tierras cubiertas por hierbas parduzcas azotadas por el viento. Los abundantes depósitos de carbón hacen creer a los geólogos que el territorio estaba cubierto por una espesa selva, quizá carbonizada por un incendio de dimensiones épicas. Aquella catástrofe natural fue un golpe demasiado severo para estas llanuras, que ya nunca se recuperaron del todo. Desde ese momento, lo único que creció aquí fueron los siempre tenaces grupos de espigas y flores de montaña, de brillante y diverso colorido.
Dada su altitud media, el Parque Nacional Monte Cook experimenta unos inviernos particularmente duros, pero ofrece a los visitantes unas primaveras agradables como la que disfrutábamos aquella mañana de noviembre, un día de cielos limpios y sol brillante. En este hábitat remoto y aparentemente hostil, medran algunas formas de flora y fauna. Cuando llega la primavera a las escarpaduras, precipicios y laderas de las montañas, aparecen extensiones de hierba intercaladas con miles de flores, especialmente margaritas y ranúnculos amarillos. El sendero pronto se interna en una zona de arbustos espesos y bosquecillos de hayas enanas. Alfombras de musgos y líquenes cubren cada rincón del suelo, prueba inequívoca de la humedad reinante en el lugar.
El animal más grande del parque es una especie de cabra montesa o thar, de procedencia himalaya, introducida hace ya tiempo y que se ha adaptado muy bien a este ecosistema. El thar es un trepador excepcional y se las arregla muy bien en este terreno inestable y pedregoso. Pero no son más fáciles de ver que las cuarenta especies de aves que residen estacionalmente en el parque durante los meses más cálidos. La más famosa y la menos tímida de todas es el kea.
El kea es un miembro de la familia de los loros. Normalmente se asocia a estos pájaros con zonas tropicales, pero esta pintoresca ave es la excepción. El kea es un loro que ama las montañas altas y, por consiguiente, el frío, el viento y el hielo. Tiene un carácter alegre y es extremadamente sociable –juegan incluso en mitad de una tormenta de nieve-. No tiene el brillante colorido de sus primos selváticos, sino que su plumaje muestra un color verde grisáceo, lo que le da mejores oportunidades de camuflaje en las laderas rocosas. Sin embargo, el interior de las alas es rojizo, por lo que es fácil reconocerlo cuando vuela.
Tienen un vuelo muy poderoso y pueden desafiar los fuertes vientos helados de las montañas, gritando su característico “ke-to” del que deriva su nombre. Esta llamada es tan característica que los Alpes Meridionales de Nueva Zelanda no serían lo mismo sin él. Por desgracia, en el pasado, el kea tenía muy mala reputación. Se le culpaba de matar ovejas y durante muchos años fue cazado y envenenado. En realidad lo más probable es que el kea se aprovechara de animales ya muertos para complementar su dieta vegetariana con algo de proteína.
Los keas son fáciles de ver y no rehuyen la presencia del hombre. Al contrario, es un pájaro curioso y valiente y muchos investigadores y turistas han pagado su encuentro con estas aves con la demolición sistemática de sus sacos de dormir, equipo, tiendas y hasta los neumáticos de los coches, pulverizados por los fuertes picos y el testarudo carácter de estos loros.
Para el visitante que llega al Parque Nacional Cook por primera vez no le resulta difícil ver por qué las viejas leyendas maoríes aún siguen transmitiéndose de generación en generación, como aquella que habla de un puente que unía el cielo con la tierra y cuyo inicio, oculto entre las brumas, se hallaba en la cumbre del Monte Cook. Además de leyendas, este parque nacional alberga tesoros para todo el mundo. Su territorio de hielo y piedra, glaciares y paredes verticales reta a las habilidades y resistencia de los alpinistas. Los glaciares Tasman, Murchison y Mueller pueden disfrutarse sin riesgo alguno alquilando un helicóptero y aterrizando en sus superficies heladas para maravillarse ante la inmensidad de nieve, roca y nubes. Para los menos aventureros, unas fáciles sendas llevan a un escenario de valles, laderas y mesetas que en primavera atenúan su talante inhóspito con flores alpinas, bosques de arbustos, lagos con icebergs flotando en su superficie y cascadas de deshielo que se desploman por los riscos.
Aoraki, enmascarado tras su velo de nubes, continúa vigilando su extraordinario dominio de fantasías, mitos y naturaleza indómita.
La formación de estas montañas es una aventura que aún no ha finalizado. El choque de dos gigantes, la placa tectónica del Pacífico y la Indoaustraliana, lleva liberando fuerzas colosales dos millones de años. El resultado de ese pulso subterráneo ha sido el rápido crecimiento -en términos geológicos, claro- de una de las cordilleras más extraordinarias del mundo, un factor primordial en el relieve y el clima de la isla y, en consecuencia, en la vida de los pocos hombres que aquí habitan.
Los maoríes tienen otra versión de la historia, menos ajustada a la realidad científica pero más poética. Ellos siempre han atribuido al monte un carácter sagrado; pisar su cima es una profanación, una violación de sus tabúes, pues creen que allí se encuentran las cabezas de sus antepasados, origen de los Alpes del Sur. En su lengua, el Monte Cook se llama Aoraki, que significa "el que atraviesa las nubes". Su leyenda nos habla del naufragio de la canoa Araiteuru en las orillas orientales de la Isla del Sur, en un lugar llamado Matakea, donde sus restos se transformaron en las rocas Moeraki. Un grupo de supervivientes se adentraron en la isla. Entre ellos se encontraba Aoraki, un niño que viajaba a hombros de su abuelo, el jefe de la partida. La primera luz del amanecer tornó a los náufragos en piedra y Aoraki, que era el que estaba más alto de todos, se convirtió en el Monte Cook.
Su nombre actual lo recibió del capitán Stokes, al mando del barco de exploración "Acheron", alrededor de 1850, en honor de su famoso compatriota James Cook. Su altura fue medida en 1881 por G.J.Roberts y permaneció más o menos invariable hasta el 14 de diciembre de 1991, cuando un ligero terremoto provocó una descomunal avalancha de casi 1 millón de metros cúbicos de nieve en la cara este, reduciendo la altura de la montaña a sus actuales 3.753 metros.
Entre 1885 y 1887 el núcleo del actual parque pasó a ser una reserva, pero no fue hasta 1953 que se fundó el parque nacional. En 1987, junto al contiguo Westland National Park, pasó a ser Patrimonio de la Humanidad.
Este universo gélido llamó enseguida la atención de los alpinistas. Las alturas de los picos son engañosas. Sus "tresmiles" no parecen rivales frente a otras cumbres del vecino asiático, pero el verdadero desafío lo constituye su escabroso relieve combinado con un clima impredecible. Los extensos glaciares, aristas y paredes de hielo, los fuertes vientos y frecuentes aludes no han desanimado a los escaladores. Todo lo contrario. El reto que supone la ascensión del monte Cook ha atraído a millares de visitantes a la isla Sur de Nueva Zelanda.
El primer intento de coronarlo lo llevó a cabo el reverendo irlandés W.S.Green, con dos guías suizos. Se quedaron a doscientos metros de la cima. El honor final se lo llevaron tres neocelandeses, Tom Fyfe, Jack Clarke y George Graham, que hollaron el techo de Oceanía el día de Navidad de 1894. Muchos otros montañeros famosos, incluyendo sir Edmund Hillary, su hijo Peter y Graeme Dingle, han usado esta torre de nieve y roca como campo de entrenamiento. Y no es una hazaña fácil. Más de 140 alpinistas han perdido la vida en sus laderas. Los peligros de la montaña parecen evocar las leyendas maoríes que cuentan que la región estaba gobernada antiguamente por ogros, que daban una muerte terrible a todos los que a ella se acercaban.
Todo lo cual no ha impedido que Nueva Zelanda haya encontrado en el montañismo un filón que, a la larga, está resultando más rentable que la fiebre del oro que en su día barrió el país. El desarrollo de esta industria no fue fácil ni rápido. Los accesos eran difíciles, el terreno rocoso y atravesado por torrentes glaciares de curso y caudal caprichosos, y se necesitaban muchas horas de viaje para llegar hasta aquí conduciendo por carreteras mal asfaltadas y azotadas por el viento. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, la utilización de la aviación abrió todo un mundo nuevo de posibilidades. En poco más de media hora desde Christchurch, una avioneta o un helicóptero provistos de esquíes para aterrizar pueden dejar a los escaladores y esquiadores en los mismísimos glaciares del Monte Cook.
Nuestras aspiraciones son mucho menos ambiciosas. Subir a las cumbres supera nuestra capacidad, pero el Monte Cook es sólo la principal atracción de un parque que guarda muchos otros aspectos interesantes. La extensión protegida es de 707 km2, un tercio de la cual está cubierta de nieves perpetuas y glaciares. La sencilla contemplación del paisaje justifica llegar hasta aquí. Y es tan sencillo disfrutarlo como sentarse en la terraza del legendario hotel Hermitage, quizá el más famoso del país y ciertamente el que cuenta con una localización más espectacular. El elegante edificio es el nieto del original. El primero fue construido en 1884 y sólo podía alcanzarse tras una caminata de varios días desde Christchurch. Tras ser engullido por una crecida en 1913, fue reconstruido y destruido otra vez por un incendio en 1957. Hoy continúa sirviendo como lujosa y cómoda base para los visitantes... que puedan permitírselo. No era nuestro caso, pero la alternativa fue igualmente satisfactoria: unas cabañas cercanas de madera con forma triangular, en cuyo interior se podían alojar confortablemente de cuatro a seis personas en literas, disponiendo además de cocina y baño.
Al salir de nuestra cabaña por la mañana, nos invade un deseo de disfrutar del silencio de estas inmensidades, sólo interrumpido por el constante susurrar del viento que recorre los valles. Un sendero nos conduce hacia las estribaciones de la cordillera, al lugar donde los glaciares vienen a morir fundiéndose en aguas de tono lechoso. Las irregulares montañas que ha ido formando la morrena preservan la memoria de las fuerzas geológicas que han esculpido este paisaje a base de hielo, nieve y roca.
Todos los glaciares juegan un papel importante en el parque, pero hay cinco que merecen la pena destacarse. De ellos, el más extraordinario es el Tasman. Con 3,2 km de anchura y 27,3 km de longitud, es uno de los más anchos del mundo sin contar los que se encuentran en las zonas polares. Si en la cima el Tasman es una espléndida extensión blanca de impresionantes dimensiones, desde abajo, desde la perspectiva del alpinista, puede ser temible. Otros dos glaciares, el Linda y el Caroline, suponen una constante amenaza para los escaladores porque la superficie del hielo está tan sumamente pulida -y por lo tanto resbaladiza-, que aventurarse por ella resulta extremadamente arriesgado.
Los glaciares de Nueva Zelanda, como los del resto del mundo, están en una fase de contracción. Durante el proceso de desintegración del glaciar, peñascos, piedras y guijarros se detienen en las laderas y el fondo de los valles excavados, mientras el hielo que los rodea se funde. En la zona de ablación, el glaciar está lleno de detritos que ralentizan la fundición del hielo y otorgan al paisaje un aspecto amenazador y desolado. El continuo sonido de piedras sueltas que se deslizan ladera abajo contribuye a la sensación de inseguridad y transitoriedad que comunica esta parte del parque. De todos modos, cuando hablamos de retroceso del glaciar, no nos referimos a que la fenomenal formación se vaya a convertir en un ridículo hilillo apenas congelado: el hielo aún registra en algunas zonas un grosor de 600 metros.
En las crestas de las cumbres tiene lugar otro suceso cotidiano: las nubes que proceden del Pacífico, tras estrellarse contra la cordillera, intentan rebasar la barrera, desbordándose como si fueran una avalancha de algodón. Es precisamente ese fenómeno lo que ha dado forma a una tierra de impresionantes contrastes. La vertiente occidental está dominada por espesos bosques que se apiñan entre la base de la cordillera y el mar. En este lugar, el viento cargado de humedad tras su viaje por el océano choca contra las montañas, rompiendo las nubes en abundantes y regulares precipitaciones que favorecen el crecimiento de una exuberante vegetación. Los bosques mantienen su dominio hasta los 1.200 metros de altitud para dejar paso a los más resistentes matorrales y hierbas que se aferran a las rocas. A partir de los 1.800 metros, el mundo vegetal se desvanece ante el empuje de la nieve y el hielo.
Cuando los vientos consiguen rebasar la cordillera, han agotado su humedad. El paisaje aquí es radicalmente distinto: una región reseca y de tierras cubiertas por hierbas parduzcas azotadas por el viento. Los abundantes depósitos de carbón hacen creer a los geólogos que el territorio estaba cubierto por una espesa selva, quizá carbonizada por un incendio de dimensiones épicas. Aquella catástrofe natural fue un golpe demasiado severo para estas llanuras, que ya nunca se recuperaron del todo. Desde ese momento, lo único que creció aquí fueron los siempre tenaces grupos de espigas y flores de montaña, de brillante y diverso colorido.
Dada su altitud media, el Parque Nacional Monte Cook experimenta unos inviernos particularmente duros, pero ofrece a los visitantes unas primaveras agradables como la que disfrutábamos aquella mañana de noviembre, un día de cielos limpios y sol brillante. En este hábitat remoto y aparentemente hostil, medran algunas formas de flora y fauna. Cuando llega la primavera a las escarpaduras, precipicios y laderas de las montañas, aparecen extensiones de hierba intercaladas con miles de flores, especialmente margaritas y ranúnculos amarillos. El sendero pronto se interna en una zona de arbustos espesos y bosquecillos de hayas enanas. Alfombras de musgos y líquenes cubren cada rincón del suelo, prueba inequívoca de la humedad reinante en el lugar.
El animal más grande del parque es una especie de cabra montesa o thar, de procedencia himalaya, introducida hace ya tiempo y que se ha adaptado muy bien a este ecosistema. El thar es un trepador excepcional y se las arregla muy bien en este terreno inestable y pedregoso. Pero no son más fáciles de ver que las cuarenta especies de aves que residen estacionalmente en el parque durante los meses más cálidos. La más famosa y la menos tímida de todas es el kea.
El kea es un miembro de la familia de los loros. Normalmente se asocia a estos pájaros con zonas tropicales, pero esta pintoresca ave es la excepción. El kea es un loro que ama las montañas altas y, por consiguiente, el frío, el viento y el hielo. Tiene un carácter alegre y es extremadamente sociable –juegan incluso en mitad de una tormenta de nieve-. No tiene el brillante colorido de sus primos selváticos, sino que su plumaje muestra un color verde grisáceo, lo que le da mejores oportunidades de camuflaje en las laderas rocosas. Sin embargo, el interior de las alas es rojizo, por lo que es fácil reconocerlo cuando vuela.
Tienen un vuelo muy poderoso y pueden desafiar los fuertes vientos helados de las montañas, gritando su característico “ke-to” del que deriva su nombre. Esta llamada es tan característica que los Alpes Meridionales de Nueva Zelanda no serían lo mismo sin él. Por desgracia, en el pasado, el kea tenía muy mala reputación. Se le culpaba de matar ovejas y durante muchos años fue cazado y envenenado. En realidad lo más probable es que el kea se aprovechara de animales ya muertos para complementar su dieta vegetariana con algo de proteína.
Los keas son fáciles de ver y no rehuyen la presencia del hombre. Al contrario, es un pájaro curioso y valiente y muchos investigadores y turistas han pagado su encuentro con estas aves con la demolición sistemática de sus sacos de dormir, equipo, tiendas y hasta los neumáticos de los coches, pulverizados por los fuertes picos y el testarudo carácter de estos loros.
Para el visitante que llega al Parque Nacional Cook por primera vez no le resulta difícil ver por qué las viejas leyendas maoríes aún siguen transmitiéndose de generación en generación, como aquella que habla de un puente que unía el cielo con la tierra y cuyo inicio, oculto entre las brumas, se hallaba en la cumbre del Monte Cook. Además de leyendas, este parque nacional alberga tesoros para todo el mundo. Su territorio de hielo y piedra, glaciares y paredes verticales reta a las habilidades y resistencia de los alpinistas. Los glaciares Tasman, Murchison y Mueller pueden disfrutarse sin riesgo alguno alquilando un helicóptero y aterrizando en sus superficies heladas para maravillarse ante la inmensidad de nieve, roca y nubes. Para los menos aventureros, unas fáciles sendas llevan a un escenario de valles, laderas y mesetas que en primavera atenúan su talante inhóspito con flores alpinas, bosques de arbustos, lagos con icebergs flotando en su superficie y cascadas de deshielo que se desploman por los riscos.
Aoraki, enmascarado tras su velo de nubes, continúa vigilando su extraordinario dominio de fantasías, mitos y naturaleza indómita.
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