span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: CEMENTERIO Y SINAGOGA VIEJA DE PRAGA: Donde duerme el Golem

jueves, 30 de septiembre de 2010

CEMENTERIO Y SINAGOGA VIEJA DE PRAGA: Donde duerme el Golem


A menudo se dice que Praga es una ciudad de leyendas. El perfil de su ciudad vieja; las torres de sus iglesias y campanarios; la bruma que trepa desde el río Moldava por los pilares del Puente Carlos envolviendo sus estatuas de piedra; sus callejas empedradas iluminadas por antiguos faroles de forja... estimulan la imaginación y alimentan la fantasía. Desde la oscuridad de la Edad Media, muchos de esos mitos y misterios han estado ligados a la pervivencia de una abundante comunidad judía.

La historia de los judíos en Praga aparece documentada por primera vez en el siglo IX, aunque probablemente ya estaban presentes desde antes, ligados a la actividad comercial propia de una ciudad fluvial en un cruce de caminos. Su religión y cultura los unieron frente a la hostilidad de los cristianos, concentrándose en los alrededores del núcleo urbano. En el siglo XIII, Praga obtuvo el rango de ciudad y fue entonces cuando nació el guetto (palabra, por cierto, de origen veneciano), una especie de población independiente que aislaba a los judíos de los cristianos y en el interior de la cual aquéllos disponían de una notable autonomía. Contaban con su propio ayuntamiento, escuelas, sinagogas y tribunales. Esa libertad, no obstante, era producto no tanto de la bondad y altura moral de los gobernantes, como de sus prejuicios religiosos. Y tampoco les salvó de leyes humillantes o de sangrientos estallidos de violencia, como el pogromo de 1389, en el que murieron 3.000 judíos.

En el siglo XVI, durante el reinado del tolerante Rodolfo II, el ghetto desbordó sus muros y convirtió a Praga en uno de los principales centros europeos de la cultura judía. Fue una época de prosperidad para los hebreos y algunos de sus miembros llegaron a convertirse en personas de confianza del monarca. Sin embargo, y a pesar de las mejoras urbanísticas que se llevaron a cabo, el trazado original del ghetto y la estrechez de los inmuebles impedía un avance sustancial en la calidad de vida de los 7.000 habitantes con que por entonces ya contaba la comunidad judía. La emperatriz Maria Teresa abolió la ley que confinaba a los judíos en el guetto y, por fin, en el siglo XVIII, el ilustrado José II derribó sus puertas y lo convirtió en un barrio más, bautizado Josefov en su honor. El año 1848 y las revoluciones que lo marcaron en toda Europa, verían el reconocimiento de los derechos cívicos y políticos de la comunidad judía.

Para el joven estado checoslovaco, el nazismo resultó una maldición. Hitler reivindicó el territorio de los Sudetes, de mayoría alemana. Abandonado por Francia y Gran Bretaña en la conferencia de Munich (1938), el presidente Edvard Benes tuvo que claudicar. Privado de una parte de su territorio, poco después, en marzo de 1939, el país sufría la invasión de las tropas alemanas. Los judíos se enfrentaron a un siniestro destino: o bien abandonaban Praga o morían. Irónicamente, los alemanes no destruyeron el barrio judío. Tenían otros planes para él: convertirlo en el museo del pueblo y la cultura que se habían propuesto aniquilar. Las pocas reliquias que aún se guardaban en el ghetto se conservaron, aumentando su número en decenas de miles con las que se enviaron desde otras partes de Europa, fruto del expolio de comunidades enteras enviadas a los campos de concentración: libros y manuscritos raros, ornamentos sagrados de plata, objetos litúrgicos... que hoy forman parte del Museo Judío, el más visitado del país.

Después de la guerra, la recuperación de la vida judía en la ciudad fue ya imposible. El golpe comunista tras la liberación de Praga por el Ejército Rojo, el nacimiento del Estado de Israel en 1948, la invasión soviética de 1968... todo se combinó para que los judíos checos, moravos y eslovacos que habían sobrevivido y regresado a sus destrozados hogares, se marcharan a Estados Unidos o Israel. En 1939 vivían en Praga casi 50.000 judíos. El último censo ronda los 1.500.

Hoy, Josefov es un conjunto de avenidas flanqueadas por elegantes edificios de color pastel. Tiene muy poco que ver con el laberinto de callejuelas estrechas y malolientes, patios oscuros y fachadas mugrientas del antiguo guetto. A finales del siglo XIX, esta era la zona más densamente poblada de Praga y con la asimilación de la población hebrea al resto de la sociedad, se decidió eliminar aquella área insalubre y reemplazarla por un urbanismo amplio y moderno. De este extenso plan de saneamiento sólo se respetaron por su valor histórico seis sinagogas, el Ayuntamiento y un cementerio.

Uno de esos supervivientes es la conocida como Sinagoga Vieja-Nueva, en el corazón de Praga, un símbolo viviente de la fe y resistencia judías. El origen de su curioso nombre, como tantas cosas en esta ciudad, está rodeado de misterio. Según una teoría, la explicación es una incorrecta traducción del yiddish "At-Tnay" como "Alt-Neu" en alemán (Vieja-Nueva). El significado original era "condicional", en el sentido de que sólo estaría abierta al culto hasta que el Pueblo Elegido regresara a Jerusalén y reconstruyera el Templo de Salomón. Otra explicación, más popular -y puede que más probable-, es que adquirió su extraño nombre siglos después de su construcción, cuando se edificaron otras sinagogas en los alrededores.

Este pequeño templo ha sido desde 1270 el principal lugar de culto para los judíos de Praga pero el discurrir de la Historia ha hecho que se haya convertido en algo más. Los restos de la sinagoga más antigua de Europa encontrada hasta la fecha se hallan en el antiguo puerto romano de Ostia, y están datados alrededor del primer siglo antes de Cristo. La Sinagoga de Barcelona (siglo III o IV), la de Colonia (s.VIII), la de Erfurt (s.XII), Toledo (s.XII) son todos ellos edificios de culto judío más antiguos que la Sinagoga Vieja-Nueva de Praga, pero a diferencia de aquellas, ésta continúa ejerciendo su papel de centro litúrgico para la comunidad. Salvo por el intervalo de la ocupación nazi, de 1941 a 1945, los judíos han estado acudiendo a este pequeño santuario de dos naves gemelas durante más de 700 años.

Desde un punto de vista meramente arquitectónico, resulta difícil identificarla como sinagoga. Sus techos de empinados ángulos, sus gobletes en forma de dientes de sierra y sus naves gemelas de arcos ojivales la integran plenamente dentro del gótico. Su disposición interior también fue adaptada por los arquitectos cristianos originales de los planos de monasterios y capillas propios de la época. Enseguida, sin embargo, se perciben los detalles que la convierten en una sinagoga, como la talla sobre el tímpano de entrada, un diseño de doce viñas y doce racimos de uvas representando las doce tribus de Israel. La bimah, una plataforma elevada para la lectura de los servicios religiosos, está rodeada por una reja colocada entre dos altos pilares octagonales que soportan el peso del techo abovedado. Siendo una sinagoga ortodoxa, sólo los hombres pueden rezar en la bimah. Las mujeres han de acceder a una galería que rodea la sala principal y ver y escuchar la liturgia a través de una serie de pequeñas ventanas. Sobre la bimah cuelgan los restos de una bandera carmesí con la estrella de David, la bandera de la comunidad judía praguense, que Carlos IV les permitió tener en 1357. Próximo al muro oriental se halla el tabernáculo, donde están depositados los rollos de la Torá, protegido por una cortina. La presencia de esta cortina indica que la sinagoga todavía está consagrada al culto.

Rodeada de leyendas y acunada por el tiempo, resulta milagroso que esta pequeña sinagoga haya conseguido sobrevivir a pogromos, incendios y guerras. Pero así ha sido y, con ella, han pervivido las leyendas, como esa que dice que sus piedras fueron transportadas por ángeles desde el Templo de Salomón en Jerusalén. O aquella otra según la cual, cuando se hallaba amenazada por el fuego, las palomas aletearon con fuerza para alejar las llamas. Pero la más conocida de todas afirma que en su ático duerme un misterioso ser, sumido en un letargo de cuatro siglos...

Corría el año judío 5340 (1580 en el calendario gregoriano), tiempos díficiles para los judíos de Praga. Su líder, el rabino Jehuda Löw ben Bezalel, rogaba a Dios por su protección. Una noche, en sueños, experimentó una revelación en forma de diez palabras en lengua yiddish. Al día siguiente, llamó a dos discípulos y, en secreto, fueron a la orilla del río Moldava. Con la arcilla de la ribera moldearon la figura de un enorme ser, el Golem, al que insuflaron vida ejecutando un ritual en el que utilizaron las palabras reveladas al rabino por Dios. Cuando la criatura completó su transformación en ser humano, lo vistieron y regresaron con él al ghetto.

La extraña criatura se convirtió en guardián del rabino erudito (que fue pedagogo, fundador de una escuela talmúdica, matemático, astrónomo y consejero privado de Rodolfo II) hasta que, cuando la situación política mejoró para los judíos y ante el temor a que escapara a todo control, su creador decidió destruirlo, engañándolo para que durmiera en la buhardilla de la sinagoga y deshaciendo el hechizo por la noche. Convertido otra vez en simple barro, el rabino lo encerró en aquel ático, donde aún continúa. Se dice que un agente nazi intentó entrar allí, muriendo en el intento. Aparentemente, la Gestapo nunca llegó a abrir aquella puerta durante la guerra y el edificio sobrevivió misteriosamente a la destrucción de otras sinagogas de la ciudad. Los últimos tres metros de escaleras que conducen a esa habitación se han derribado para que nadie pueda acceder... la leyenda continúa viva.

El cementerio judío de Josefov es sin duda el más importante de Europa. Aunque actualmente está rodeado de inmuebles que datan del siglo XIX, el viejo camposanto es todavía un lugar cargado de misterio y poesía. Aquí se apiñan 12.000 estelas, la más antigua del siglo XV y la más moderna del XVIII. En esa época, las más de cien mil tumbas, apiladas unas sobre otras como si se tratara de estratos geológicos (hasta doce), habían agotado el espacio disponible. Según las disposiciones judías, no se deben destruir las tumbas ni retirar las lápidas, lo que significaba que cuando un cementerio se quedaba sin espacio y resultaba imposible comprar más terreno, se echaba tierra sobre las tumbas existentes hasta crear un nuevo suelo, se retiraban las viejas lápidas y se volvían a plantar encima. Esto explica el por qué todas están tan apelotonadas.

Su extraña disposición, como dientes surgiendo de la tierra, y la elegancia de sus tallas de caracteres hebreos o reproduciendo figuras animales u objetos representativos del difunto, las tiras de papel o tela con deseos o pequeñas piedras sobre las lápidas (una antigua costumbre judía: cuando este pueblo vivía en el desierto, depositaban piedras sobre las tumbas en lugar de flores), e incluso hay quien deja un papelito con sus deseos en un agujero expresamente dispuesto para ello.

Tanto la sinagoga como el cementerio son dos visitas ineludibles en Praga. No sólo por su arquitectura gótica y relevancia histórica, sino por el espíritu que encarnan, espíritu también personificado en la figura de un judío universal: Franz Kafka, quien atendió a los servicios religiosos en este mismo templo mientras vivió en Praga. El escritor reflejó en sus obras mejor que ningún otro el sentimiento de angustia e incomunicación permanentes que produce la no pertenencia completa al mundo en el que se ha de vivir, tanto en un sentido físico como existencial. El propio Kafka fue hijo de una cultura que, aún estando abierta a las influencias más diversas, mantenía un precario equilibrio con el ambiente que le rodeaba: el mundo judío en lengua alemana que vivía inmerso en la también gran cultura bohemia y cristiana.

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